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El cruce

RÍO CONGO, ÁFRICA OCCIDENTAL,

C. 32 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS

I

Allí, cerca del océano que era su destino final, el poderoso río avanzaba perezosamente entre las paredes de una exuberante y húmeda jungla. Había muchos meandros y lagos temporales que, aislados de la corriente, se habían convertido en marismas y estanques. Era como si el río, concluido su viaje, estuviera exhausto… pero aquel río drenaba el corazón entero de un continente.

Y a finales de aquel verano, las lluvias habían sido muy intensas. El río bajaba muy crecido y se extendía por una tierra que estaba ya muy cerca del nivel del mar. Las densas y fangosas aguas contenían fragmentos de rocas erosionadas, lodo y criaturas vivas. Había hasta plataformas flotantes formadas por ramas enmarañadas y vegetación, flotando como goletas desgobernadas por toda la inmensa longitud del río, reliquias que habían viajado ya miles de kilómetros desde su punto de origen.

Muy por encima del agua, en la cacofonía de los pisos superiores de la jungla, los antros estaban realizando su acostumbrada procesión destructiva.

Parecían monos. Corrían entre los árboles utilizando sus poderosos brazos para impulsarse de rama en rama, y mientras lo hacían, cogían los frutos, desgarraban las hojas y arrancaban la corteza buscando insectos. Los grupos de hembras se movían y trabajaban juntos, deteniéndose ocasionalmente para disfrutar de un momento de mutua atención. Había madres con crías sujetas a la espalda y al vientre, ayudadas por sus tías. Los machos, más grandes y más dispersos, formaban alianzas de corta vida que se fundían y fragmentaban en un proceso constante de competencia por la comida, el estatus y el acceso a las hembras.

Allí había más de treinta antros. Eran forrajeadores listos y eficientes y allí por donde pasaban sembraban la devastación. Era una gozosa y ruidosa fiesta de alimentación, cooperación y desafío.

Temporalmente sola, Vagabunda estaba saltando entre las gruesas ramas. Aunque estaba a gran altura, no tenía miedo de caerse. Allí, con un cuerpo y una mente exquisitamente adaptados a las condiciones de aquel enmarañado dosel de bosque, se encontraba en su elemento.

Junto al mar, al oeste, había densas marismas de manglar. Pero allí, tierra adentro, la ancestral jungla era rica y diversa, llena de árboles con curvados contrafuertes: papayas, anacardos y palmeras. La mayoría eran árboles frutales, ricos en resinas y aceites. Era un lugar confortable y abundante para vivir. Pero era también una reliquia de un mundo que estaba desapareciendo, porque un enfriamiento progresivo había hecho presa de la Tierra desde tiempos de Noth y las junglas antaño globales y benéficas habían quedado reducidas a cinturones e islotes de vegetación.

Vagabunda encontró un fruto de palma. Tomó asiento en la rama para inspeccionarlo. Una oruga gruesa y verde reptaba por su superficie. La cogió con la lengua y la devoró con lentitud.

A su alrededor, el grupo se movía ruidosamente entre los árboles. Sola o no, sabía con exactitud dónde se encontraban todos. En los largos años transcurridos desde tiempos de Noth, los primates se habían vuelto más sociales todavía: para los antros, los otros antros eran más interesantes que las cosas, eran, de hecho, los objetos más interesantes del mundo. Vagabunda era consciente de la presencia del grupo como si fueran una serie de lámparas chinas dispersas entre el follaje, que tiñeran el resto del mundo de un apagado y mudo color gris.

Vagabunda pertenecía a una especie que los seres humanos nunca llegarían a identificar. Se parecía bastante a un capuchino, el mono «organillero» que un día vagaría por las selvas de Sudamérica, y tenía más o menos el mismo tamaño. Pesaba un par de kilos y estaba cubierta por un denso pelaje negro, aunque los hombros, el cuello y la cara eran de color blanco, cosa que le hacía parecer una monja con su tocado. Sus brazos y piernas eran largos y simétricos, mucho más que los de Noth: era una organización corporal característica de un habitante de las copas de los árboles. Tenía una nariz chata, con fosas nasales pequeñas y protuberantes a los lados, mucho más parecida a las de los monos de la futura Sudamérica que a los de África.

Parecía un mono. Pero no lo era: descendiente remota de los adapis como Noth, su raza pertenecía a los primates llamados antropoides, antepasados de los monos y los simios, porque el gran cisma entre ambos órdenes estaba todavía por producirse.

Casi veinte millones de años después de la muerte de Noth, las garras que los notharcus tenían en los pies habían sido reemplazadas por uñas en la especie de Vagabunda. Sus ojos, más pequeños que los de Noth, eran capaces de proyectar un campo de visión tridimensional más allá de su corto hocico, y cada uno de ellos estaba alojado en una sólida cuenca de hueso. Los de Noth estaban protegidos por un mero anillo óseo, y los músculos de las mejillas podían perturbar su visión cuando masticaba. Y Vagabunda había perdido gran parte de los rasgos relictos que Noth conservaba aún, legados por aquellos antepasados suyos que buscaban comida de noche. Su dependencia del olfato había disminuido, reemplazada por una dependencia aún mayor del sentido de la vista.

Los nietos de Derecha habían engendrado un grande y difuso ejército. Habían recorrido en sus migraciones todo el Viejo Mundo, para asentarse en las grandes junglas tropicales de Asia y también allí, en África. Y conforme migraban, habían florecido, se habían diversificado y habían cambiado. Pero el linaje de antropoides del Viejo Mundo no se prolongaría a través de Vagabunda. Vagabunda no podía saber que no volvería a ver a su madre… y que su destino sería mucho más extraño que cualquiera sufrido en el pasado por sus antepasados próximos.

La blancura del pelaje de Vagabunda hacía que su rostro pareciera impreciso, incompleto y extrañamente melancólico. Pero poseía una belleza juvenil. De hecho, con sus tres años, aún le faltaba uno para alcanzar la pubertad. Era una hembra joven e independiente de espíritu, que todavía no estaba del todo adherida a las jerarquías y alianzas del grupo, y que conservaba parte de los instintos solitarios de sus antepasados más lejanos. Le gustaba estar sola. Y, además, en aquel momento el grupo no era una comunidad especialmente feliz.

Los últimos habían sido años de bonanza y el número de sus miembros había crecido. Había sido un baby boom, del que Vagabunda formaba parte. Pero el crecimiento acarreaba sus problemas. Para empezar, había mucha competencia por la comida. Todos los días se producían peleas.

Y luego estaba el tema de las caricias. En los grupos pequeños había tiempo para cepillar a todos. Eso ayudaba a mantener las relaciones y a cimentar las alianzas. Cuando un grupo se volvía demasiado grande, dejaba de haber tiempo para ello. Así que se formaban camarillas, subgrupos cuyos miembros se ocupaban unos de otros ignorando al resto. Algunas de estas camarillas estaban ya viajando por separado durante el día, aunque todavía se reunían para dormir.

Con el tiempo, aquello acabaría por volverse demasiado intenso. Las camarillas se fisionarían y el grupo se dividiría. Pero los grupos nuevos tendrían que ser lo bastante grandes como para ofrecer protección frente a los depredadores —la razón principal de la formación de aquellas bandas diurnas— así que pasaría algún tiempo aún, puede que años, antes de que cualquier cisma fuera permanente. Ocurría constantemente, como conclusión inevitable del tamaño creciente de las comunidades de primates. Pero significaba que estaban todavía por producirse muchos roces y peleas.

Así que Vagabunda estaba encantada de poder mantenerse alejada de las disputas por un tiempo.

Una vez engullido el insecto, Vagabunda examinó el fruto de la palma. Sabía que la semilla que contenía era deliciosa, pero sus manos y sus dientes no eran lo bastante fuertes para abrir la cáscara. Así que empezó a golpear el fruto contra la rama.

Se percató de que dos ojos brillantes la estaban observando, un cuerpo esbelto y de color óxido aferrado a una rama. No sintió alarma. Era un legionario, una especie de primate estrechamente emparentado con la raza de Vagabunda, solo que más pequeño, más esbelto y mucho menos inteligente. Detrás de su esbelta forma, Vagabunda distinguió otras, colgadas de las ramas de aquel árbol y del siguiente, dispuestos por todo el mundo teñido de verde de aquel bosque. El legionario no pretendía competir por el fruto que Vagabunda había encontrado y, desde luego, no la estaba amenazando; lo único que quería el pequeño primate eran las sobras.

Vagabunda se alimentaba principalmente de fruta. Pero los legionarios, como sus comunes antepasados, los adapis, dependían en gran medida de las orugas y larvas que encontraban en las ramas, y poseían dientes afilados y estrechos para procesar una dieta de insectos. Vivían en colonias nómadas de cincuenta miembros o más. Esto les ofrecía defensa frente a los depredadores y otros primates: hasta un grupo de antros habría tenido dificultades para expulsar a aquellas ágiles y coordinadas multitudes.

Pero Vagabunda era mucho más lista que cualquier legionario.

Pasarían decenas de millones de años antes de que ningún primate empezara a utilizar algo que mereciera el nombre de herramienta. Gran parte de la inteligencia de Vagabunda era una astucia especializada, diseñada para permitirle enfrentarse a las complicaciones rápidamente cambiantes de su vida social. Pero Vagabunda poseía una especial capacidad para comprender el entorno natural que la rodeaba y manipularlo hasta conseguir lo que quería. Golpear un fruto contra una rama de árbol distaba mucho de ser ingeniería avanzada, pero requería de ella la capacidad de planificar con uno o dos pasos de antelación, algo que representaba una inventiva propia de épocas situadas en el futuro lejano. Y un acto así representaba un salto cognitivo imposible de comprender para cualquier legionario, razón por la cual los pequeños primates estaban agolpándose a su alrededor en aquel momento.

Vagabunda escuchó un ruido, mucho más abajo. Sujetándose a su rama, se asomó y dirigió la mirada a la verde oscuridad.

Vio el tapiz de detritos que cubría el suelo del bosque y una forma sombría que se movía entre los árboles con un rumor de plumas mientras lanzaba picotazos tentativos al suelo. Era un ave terrestre, incapaz de volar, algo así como un casoar. Y al seguir con la mirada el camino descrito por el casoar para llegar hasta el centro del claro, Vagabunda atisbó un brillo redondo y lustroso.

Huevos. Había docenas de ellos, alojados en el tosco nido del pájaro, cada uno una reserva de yema del tamaño de la cabeza de Vagabunda. En la quietud del mediodía, mientras su pareja andaba fuera, el ave había dejado el nido desguarnecido un momento, creyendo que no correría ningún peligro mientras ella aplacaba su hambre. Había sido una desgracia para ella que los aguzados ojos de Vagabunda hubieran detectado el nido tan deprisa.

El primate titubeó una fracción de segundo. Si trataba de hacerse con los huevos correría un riesgo. Mientras rompía el fruto, se había demorado ya mucho y el grupo había seguido adelante. Perderse era peligroso. Y, además, la propia ave era una amenaza. Un auténtico monstruo depredador, era uno de los últimos representantes de una dinastía de veinte millones de años de antigüedad. Tras la llegada del cometa, por todo el mundo, los mamíferos habían conservado inicialmente su pequeño tamaño y habían seguido recluidos en el interior de las densas junglas, pero algunas aves se habían hecho muy grandes y durante un breve espacio de tiempo, monstruos como aquel habían desempeñado el papel de depredadores dominantes. Liberados de las limitaciones de peso que les imponía la capacidad de volar, se habían vuelto pesados, musculosos y monstruosamente poderosos, con picos capaces de partir una columna vertebral. Pero habían elegido mal su época. Cuando los mamíferos herbívoros crecieran, lo mismo harían los mamíferos carnívoros, y las aves no podrían competir con ellos.

Los huevos estaban allí, justo debajo de Vagabunda. Podía llevárselos con facilidad.

Si hubiera sido mayor y hubiera estado más integrada en el grupo, su decisión habría sido otra. Pero las cosas eran como eran, y mientras descendía por la áspera corteza del árbol hacia el suelo, se le estaba haciendo la boca agua por la impaciencia. Fue este momento de decisión el que provocó una gran divergencia en su propia vida… y el destino de la gran familia de los primates en el futuro.

Había dejado caer los restos de la semilla del fruto. Tras ella, un pequeño legionario, agotada su paciencia, cayó sobre los dulces fragmentos. Pero un instante más tarde, varios de sus hermanos acudieron a la rama en tropel para robarle su pequeño tesoro.

En su descenso por la rama, Vagabunda perturbó a un grupo de chillones. Eran unos primates muy pequeños, con melenas de pelo fino y sedoso y extraños bigotes blancos. Sobresaltados por su aparición, empezaron a chillar y se refugiaron en los rincones y escondrijos que ofrecía el follaje. Parecían pájaros por la rapidez de sus movimientos y el brillo de sus lustrosos «plumajes».

Los chillones vivían excavando la corteza de los árboles con los dientes inferiores para dejar que fluyera la savia. Cuando terminaban con un agujero, orinaban en él para impedir que otros se alimentaran de él. Había muchas variedades diferentes de aquellas pequeñas criaturas, cada una de las cuales estaba especializada en la savia de un árbol concreto, y se diferenciaba de las demás por el pelaje. Con sus colores extravagantes y sus agudos gorjeos, convertían las copas de los árboles en lugares de color, vida y estrépito.

En el suelo había otra especie de primate. Se trataba de un barrigudo, un macho solitario. Era cuatro veces más grande que Vagabunda y su corpachón estaba embutido en un pelaje negro. Sentado en cuclillas, le arrancaba metódicamente las hojas a un arbusto y se las introducía entre las poderosas mandíbulas: en aquel momento estaba mascando el carbón de un árbol alcanzado por un rayo, un suplemento que utilizaba para neutralizar las toxinas de su dieta de hojas.

Al ver que Vagabunda se dejaba caer al suelo de un pequeño salto la fulminó con la mirada, su boca se arrugó en una mueca furiosa y profirió un rugido. Vagabunda miró a su alrededor con nerviosismo, temiendo que su llamada pudiera atraer la atención de la descuidada madre pájaro.

El barrigón no representaba una amenaza para Vagabunda. Poseía un enorme estómago con un intestino delgado muy largo, a fin de que su alimento, pobre en capacidad nutricional, pudiera fermentar parcialmente. Para que esta poderosa factoría orgánica funcionara bien, tenía que mantenerse inmóvil las tres cuartas partes del tiempo. A tan poca distancia se oía el estruendo de su enorme y tosco estómago. Sin embargo, era muy pulcro. Teniendo en cuenta su estilo de vida, tenía que ser muy pulcro, como una rata de alcantarilla. Al ver que la primate se alejaba de su preciada franja de terreno boscoso, el barrigón se sumió en un malhumorado silencio.

El claro estaba abarrotado. La hiera era todavía muy escasa. En su ausencia, el manto que cubría el suelo, una mezcolanza de arbustos y plantas chatas como aloes, cactos y plantas suculentas, alcanzaba en casi todas partes una profundidad de al menos un metro. Las más espectaculares de todas eran unas plantas que parecían cardos gigantes y estaban coronadas, en aquella época del año, con flores de colores sicodélicos. Cuadros como estos engalanaban la mayoría de los continentes de la Tierra en aquella época, pero era una visión que en la época del hombre resultaría insólita. Era algo parecido a la flora de fynbos de Sudáfrica.

Para llegar al nido de las aves, Vagabunda tendría que renunciar a la protección de los árboles. Pero aquel día el cielo estaba muy luminoso —luminoso y teñido de un blanco casi descolorido— y reinaba en la atmósfera un peculiar aroma eléctrico. Estaría expuesta. Titubeó, intranquila.

Pegada al linde del claro, trató de acercarse a los huevos.

Sorteó una zona pantanosa, parte de la llanura aluvial del poderoso río. Podía ver las aguas: cubiertas de vegetación espumosa, resplandecían, totalmente en calma, bajo un sol muy alto. Pero el aire olía a sal. Allí, no muy lejos del delta, el océano estaba próximo, y las inundaciones y subidas de la marea ocasionales habían cargado los suelos de sal, provocando la desaparición de la vegetación.

Se movían animales por el claro, en busca de agua. Entre la maleza se agolpaba un grupo de stenomylus, criaturas parecidas a gacelas que se desplazaban al unísono, con movimientos nerviosos, y lanzaban miradas asustadas a su alrededor mientras masticaban. Los seguía una manada aún más pequeña de cainotheres, como pequeños antílope de orejas largas. Otros herbívoros se movían por la jungla propiamente dicha. Pero los stenomylus no eran gacelas sino una especie de camellos, lo mismo que los cainotheres, con sus extrañas cabezas de conejo.

Cerca de la orilla se había reunido una familia de voluminosos herbívoros parecidos a rinocerontes. No eran auténticos rinocerontes y la triste curva de sus labios superiores ofrecía una pista sobre su auténtica identidad: en realidad eran arsinotheres, parientes lejanos de los elefantes. En las aguas retozaba una pareja de metamynodones, muy parecidos a hipopótamos. Las aves permanecían cuidadosamente alejadas de sus torpes demostraciones de pasión. En realidad, los metamynodones estaban más estrechamente emparentados con los rinocerontes que los arsinotheres.

Allí donde se reunían los herbívoros, acudían también los depredadores y los carroñeros para observar con sus ojos calculadores, como siempre había ocurrido. Los extraños proto-rinocerontes y camellos-gacela eran seguidos de cerca por cautelosas manadas de osos-perro: amphycionids, depredadores y carroñeros, que caminaban como osos, con los pies planos sobre el suelo.

Así eran las cosas. A un observador humano le habría parecido un sueño febril —un oso parecido a un perro, un camello parecido a un antílope—, formas familiares si se miraban con los ojos entornados y que sin embargo eran espeluznantemente diferentes en sus detalles. Las grandes familias de mamíferos tenían todavía que acoplarse a los papeles que desempeñarían más adelante.

Pero esta era también podía presumir de sus propios campeones. En el lindero del bosque, Vagabunda vio una sombra que se movía entre los árboles, inmensa, pesada, amenazante. Era un magistatherium. Caminaba a cuatro patas, como un oso, pero era inmenso, dos veces más grande que un kodiak. Sus caninos, de cinco centímetros de grosor en las raíces, eran dos veces más grandes que los de un tiranosaurio. Y, al igual que los tiranosaurios, era un depredador al que le gustaba tender emboscadas a sus presas. De momento dominaba aquellas junglas africanas, y era el mamífero carnívoro más grande que caminaría jamás por la tierra. Pero sus molares, herramientas esenciales para toda criatura con una dieta carnívora, venían por parejas, a diferencia de los de los auténticos carnívoros del futuro, y por consiguiente eran más propensos a sufrir daños. Este pequeño fallo de diseño acabaría por condenar al magistatherium a la extinción.

Entretanto, por uno de los estanques de mayor tamaño, avanzaba lentamente la espalda blindada de un cocodrilo. A él no le preocupaban estas rarezas. Mientras fueras lo bastante estúpido como para acercarte a sus dominios, mientras tuvieras carne para llenarle las tripas y huesos que crujieran en su boca, podías tener la forma que quisieras: tu destino sería el mismo.

Finalmente, Vagabunda llegó lo bastante cerca de los huevos. Salió corriendo de su escondite, atrayendo las miradas desinteresadas de los herbívoros, y alcanzó el nido.

Estaba cubierto parcialmente de frondas de helechos caídas, que le ofrecieron un cierto refugio. Con la boca inundada de saliva, recogió el primer huevo… y se quedó estupefacta. Sus manos resbalaron por la suave superficie del huevo, sin encontrar nada que desgarrar o arrancar. Apretó el huevo contra su pecho y no tuvo más éxito. La gruesa cáscara era demasiado dura. No había ninguna rama cerca que pudiera utilizar para partirlos. Trató de metérselo entero en la boca para destrozarlo con sus poderosos dientes, pero sus diminutos labios no lograron engullir más de una fracción de su volumen.

El problema era que su madre siempre había roto los huevos para ella. Sin su madre, no sabía qué hacer.

La luz del cielo pareció hacerse más brillante y se levantó una brisa de repente, perturbando la superficie de los estanques y desperdigando frondas marrones sobre el suelo. Una creciente sensación de pánico la embargó. Estaba muy lejos de su grupo. Volvió a dejar el huevo en el nido y cogió otro.

Pero de repente, el dulce y espeso aroma de la yema llegó a su nariz. El huevo que había soltado se había partido al chocar contra los otros que había en el nido. Metió las manos en la grieta, enterró la cara en la viscosa sustancia amarilla y no tardó en tener la boca llena de huesos a medio formar. Pero cuando cogió un segundo huevo, no recordaba ya cómo había abierto el primero. Lo palpó con los dedos, trató de morderlo e inició de nuevo el proceso entero de prueba y error.

Dejar caer los huevos sobre otros era el método que su madre había utilizado para abrirlos. Pero aunque su madre hubiera estado allí para demostrarle cómo se hacía, Vagabunda no habría aprendido la técnica, pues era incapaz de comprender las intenciones de otro y por tanto no podía imitarlo. La sicología era algo ajeno a los antros y todas las generaciones tenían que aprenderlo todo de nuevo, empezando desde cero con las materias primas y las situaciones. Su capacidad de aprendizaje era muy lenta. No obstante, Vagabunda no tardó en abrir un nuevo huevo.

Estaba tan concentrada comiendo que no se dio cuenta de que un par de ojos ávidos la estaban observando.

Antes de que partiera un tercer huevo, comenzó a llover. Las enormes gotas que caían de un cielo despejado y brillante parecían salir de la nada.

Un gran viento se levantó en los pantanos. Las aves levantaron el vuelo y se encaminaron al oeste sobrevolando el océano, en dirección contraria a la tormenta que se aproximaba. Los grandes herbívoros se volvieron hacia la lluvia, expresando una miseria estoica en su postura. El cocodrilo se sumergió bajo la superficie, preparándose para esperar a que pasara la tormenta en las inmutables profundidades de su sombrío imperio.

Y entonces unas nubes se interpusieron frente al Sol y la oscuridad se cerró como una losa. Hacia el este, en el centro del continente, donde se había formado la tormenta, se oyó el rugido de un trueno. Tormentas de tal ferocidad solo se abatían sobre la zona unas pocas veces por década.

Vagabunda, con el pelaje pegado ya al cuerpo, se acurrucó entre los restos del nido. Los goterones caían como martillazos a su alrededor, golpeando la vegetación muerta y abriendo pequeñas cavidades en la arcilla. Nunca había visto nada parecido. Siempre había pasado las tormentas en el refugio relativamente más seguro de los árboles, cuyo follaje difuminaba y mitigaba la fuerza de la lluvia. Pero ahora estaba perdida, extraviada a campo abierto, consciente de repente de lo mucho que se había alejado de su grupo. Si un depredador la hubiera encontrado en aquellos instantes, puede que hubiera perdido la vida.

Pero quien la había encontrado era un miembro de su propia especie: un antro, un macho de gran tamaño. Se dejó caer sobre el suelo húmedo delante de ella, se sentó muy quieto y la observó.

Sobresaltada, sollozando, Vagabunda se le acercó con cautela. Puede que fuera uno de los machos que dominaban el grupo —el grupo de límites imprecisos y en constante proceso de fisión en el que pensaba como una especie de padre compuesto— pero enseguida se dio cuenta de que no era así. Su rostro, con el pelaje blanco abatido por la fuerza de la lluvia, era extraño, y un peculiar patrón de colores cubría de puntos blancos el negro del vientre, como gotitas de sangre.

Aquel macho —Sangre Blanca—, dos veces más grande que ella, era un desconocido. Y los extraños siempre eran malos. Profirió un chillido y retrocedió.

Pero era demasiado tarde. Sangre Blanca alargó la mano derecha y la agarró por la piel del cuelo. Ella retorció y se resistió, pero el macho la levantó con facilidad, como si fuera una fruta.

Entonces, sin más ceremonias, se la llevó al bosque.

Sangre Blanca había visto a Vagabunda, una hembra joven caminando sola por el bosque, una oportunidad poco frecuente. La había seguido cautelosamente, con el sigilo de un depredador.

Y entonces el estallido de la tormenta le había ofrecido la oportunidad de hacerse con ella. Sangre Blanca tenía sus propios problemas y pensaba que tal vez Vagabunda pudiera ser parte de la respuesta.

Al igual que sus antepasados notharcus, las hembras antro vivían en grupos cerrados que ofrecían protección a sus miembros. Pero en aquella jungla tropical, donde siempre era verano y reinaba una abundancia perpetua, no era necesario que los ciclos de reproducción fueran simultáneos. La vida era mucho más flexible y cada hembra tenía su celo en un momento diferente.

Eso facilitaba que un pequeño grupo de machos, y en ocasiones incluso un único macho, monopolizase a un grupo de hembras. A diferencia de lo que ocurría con el Emperador notharcus, los machos antro no tenían que tratar de cubrir a todas las hembras en un solo día, ni afrontar la tarea imposible de mantener a raya a todos los demás machos. Bastaba con que pudieran mantener alejados a los rivales del pequeño grupo de hembras que fueran fértiles en un momento dado.

Aunque físicamente eran más grandes, los machos antro no «poseían» a las hembras y ni siquiera las dominaban excesivamente. Pero en cambio, ligados al grupo de las hembras por una lealtad genética —en un grupo promiscuo siempre existía la posibilidad de que cualquiera de los cachorros fuera tuyo— se esforzaban en proteger al grupo de los extraños y los depredadores. Por su parte, las hembras solían estar satisfechas con la presencia de las imprecisas comunidades de machos que orbitaban a su alrededor. Los machos eran normalmente útiles, evidentemente necesarios y ocasionalmente problemáticos.

Pero en los últimos tiempos, en el grupo de Sangre Blanca, las cosas se habían torcido.

Diez de las veintitrés hembras del grupo habían tenido el celo simultáneamente. Muy pronto, otros machos se habían visto atraídos por el olor de la sangre y las feromonas. De repente, no había hembras suficientes para todos. Había sido una situación inestable, germen de enorme conflictividad. Ya se habían librado batallas sangrientas. Existía el peligro de que el grupo se escindiera definitivamente.

Así que Sangre Blanca había salido a cazar hembras. Las jóvenes eran las preferibles: lo suficientemente pequeñas para llevárselas y lo suficientemente estúpidas para separarse de sus grupos familiares. Por supuesto, eso significaba que habría que esperar un año antes de poder cubrirlas. Pero Sangre Blanca estaba dispuesto a esperar: su mente era lo bastante compleja como para actuar ahora con la perspectiva de una recompensa futura.

Para él era una situación muy lógica. Pero para Vagabunda era una pesadilla.

De repente, notó que empezaban a correr y a saltar a una velocidad feroz. Sangre Blanca la sujetaba por el cogote y aparentemente no le costaba el menor esfuerzo llevarla consigo. Vagabunda nunca se había movido con saltos, brincos y carreras como aquellos. Su madre y las demás hembras, más sedentarias que los machos, se movían con mucha mayor cautela. Y estaban recorriendo un camino muy largo. Empezó a captar el olor de aguas fangosas, porque estaban aproximándose a las orillas del río.

Y mientras tanto, la lluvia arreciaba, cayendo a cántaros sobre las hojas y convirtiendo el aire en una neblina grisácea. Vagabunda tenía el pelaje empapado y tanta agua en los ojos que ya no veía nada. Mucho más abajo, el agua corría sobre el suelo empapado, formando primero riachos y luego arroyos que iban a descargar el lodo pardo y rojizo en el cauce del río ya crecido. Era como si el río y el bosque estuvieran fundiéndose, disolviéndose el uno en el otro bajo el poder de la tormenta.

Su pánico se intensificó. Trató de librarse de las garras de Sangre Blanca. Pero lo único que consiguió a cambio de sus esfuerzos fue un par de golpes en la nuca que la hicieron chillar.

Finalmente llegaron al lugar en el que Sangre blanca tenía su morada. La mayor parte del grupo, machos, hembras y crías, se había reunido bajo un solo árbol, un chato y ancho mango. Estaban sentados sobre las ramas, en fila, acurrucados juntos y embargados de miseria. Pero cuando los machos vieron lo que Sangre Blanca había traído, empezaron a chillar y a golpear las ramas.

Sangre Blanca, sin más ceremonias, lanzó a Vagabunda a un grupo de hembras. Una de ellas empezó a hurgarle la cara, el vientre y los genitales sin ningún miramiento. Con un aullido de protesta, Vagabunda le apartó las manos. Pero la hembra volvió a por más, mientras algunas otras se reunían a su alrededor, tratando de aproximarse a la recién llegada. Su curiosidad era una mezcla de la fascinación que los antros demostraban siempre hacia todo lo nuevo, y una especie de rivalidad hacia una competidora en potencia, una recluta recién llegada a la siempre cambiante jerarquía del grupo.

Para Vagabunda todo era desconcertante: los destellos de luz que se encendían intermitentemente en el cielo púrpura, el martilleo de la lluvia sobre el rostro, el rugido de las aguas en el suelo, el olor desconocido del húmedo pelaje de las hembras y los cachorros que la rodeaban. Rodeada de bocas abiertas de color rosa y dedos que palpaban, se sentía abrumada. Tratando de escapar, se abalanzó hacia delante y por un instante estuvo suspendida sobre la rama.

Y se encontró con sendas miradas de extrañeza.

Había dos indricotheres agazapados debajo del árbol. Estas grandes criaturas, cada una de ellas tres veces más pesada que un elefante adulto, parecían grandes rinocerontes sin cuernos. Como una especie de jirafas obesas, poseían largas patas, cuellos voluminosos y una piel que recordaba a la de los elefantes —la lentitud de sus movimientos les otorgaba una extraña elegancia—, y eran tan grandes que no estaban acostumbrados a sentirse amenazados. En aquel momento estaban estirando los gruesos cuellos y los rostros equinos para seguir engullendo el húmedo follaje del árbol.

Pero estaban en peligro. El agua enfangada fluía por el suelo, alrededor de sus patas, como si tanto el árbol como ellos nacieran en el fondo de un río.

Finalmente, una capa de suelo enlodazado se desprendió de la orilla del río, junto a las raíces poco profundas del árbol y, sin más, se hundió en las aguas. Uno de los poderosos indricotheres mugió, mientras sus planas patas de elefante arañaban un suelo que de repente se había convertido en una ladera resbaladiza y traicionera… y entonces cayó, quince toneladas de carne volante, retorciendo el cuello y sacudiendo la larga cola. Cayó al agua con un tremendo chapoteo y desapareció en un instante, engullido por la voracidad del río.

El segundo indricotheres lanzó un mugido de desazón. Pero también él estaba en peligro, pues el suelo seguía disolviéndose bajo el implacable sondeo de las aguas, así que el animal retrocedió de espaldas tratando de ponerse a salvo.

Pero el propio árbol estaba amenazado. La brusca erosión provocada por la inundación había expuesto sus raíces, que luego habían sido socavadas un poco más por el asalto del río contra sus orillas. El tronco crujió una vez y se estremeció.

Y entonces, con una serie de crujidos explosivos, las raíces cedieron. El árbol empezó a inclinarse hacia las aguas. Como frutos de una rama zarandeada, primates de todos los tamaños cayeron del árbol y se precipitaron chillando sobre el turbulento río.

Vagabunda gritó y se aferró a su rama, mientras el árbol se inclinaba cada vez más, hasta llegar a la superficie.

Los primeros minutos fueron los peores.

Cerca de la orilla, el agua, entre las rápidas corrientes y la fricción con la tierra, era más turbulenta. En aquel poderoso torrente, hasta el gran mango era como una ramita arrojada en un arroyo. Se ladeaba y crujía y se retorcía. Primero el follaje chocó con la superficie del agua y luego sus raíces, cubiertas de barro y rocas, se elevaron hacia el cielo. Vagabunda se vio arrastrada y remojada, sumergida en unas aguas marrones que se abrieron camino a la fuerza por su boca y su nariz, y entonces salió de nuevo a la superficie.

Finalmente el árbol escapó al caos que reinaba cerca de la orilla y flotó hasta el centro del río, donde sus giros y sacudidas cesaron rápidamente.

Vagabunda se encontró atrapada bajo el agua. Levantó la mirada y, más allá de una lobreguez cenagosa, vio una superficie luminosa cubierta de hojas y ramitas. La boca y la garganta se le estaban llenando de agua y el pánico la abrumó. Con un chillido burbujeante, trepó por el enmarañado y quebrado follaje en dirección a la luz.

Salió a la superficie. La luz, el ruido y el golpeteo de la lluvia asaltaron sus sentidos. Salió del agua y se tendió sobre una rama.

El árbol estaba flotando corriente abajo, con la copa por delante. Sus destrozadas y enmarañadas raíces se erguían hacia el amenazante cielo, cubierto de relámpagos. Vagabunda levantó la cabeza y buscó otros antros cerca de ella. No fue fácil encontrarlos en medio de la lluvia, tan apaleados y empapados estaban, pero distinguió a Sangre Blanca, el fornido macho que la había secuestrado, a un par de machos más y a una hembra con un cachorro que de alguna manera había conseguido permanecer aferrado a su espalda como un pequeño bulto hecho de pelo, empapado y miserable.

A pesar de que seguía tan dolorida como antes y casi se había asfixiado, Vagabunda se sintió inmediatamente mejor. Si se hubiera encontrado sola, habría sido insoportable. La presencia de los otros era reconfortante. Pero sin embargo, esos otros no eran su familia ni su grupo.

Por la superficie del río discurría más vegetación arrancada, que se había acumulado en el centro, donde la profundidad era mayor. Había más árboles y arbustos, algunos de ellos arrastrados por aquel precursor del Congo durante miles de kilómetros, desde tierras muy diferentes, situadas en el centro del continente. También había animales. Algunos de ellos se aferraban al follaje flotante, como los antros. Vio las nerviosas formas de un par de legionarios e incluso un barrigón, sentado en cuclillas en el tronco de un nogal. El barrigón, una hembra, había encontrado un sitio estable para sentarse y la lluvia no le molestaba. Había reanudado su costumbre de alimentarse de hojas que se acumulaban allí, convenientemente arrastradas hasta sus manos y sus pies prensiles.

Pero no todos los animales de aquella grotesca reunión habían llegado con vida. Había una familia entera de gordos anthracotheres, muy parecidos a los cerdos, ahogados todos ellos, colgados de las ramas de una palmera como frutos de carne. Y el enorme indricotheres que el río se había llevado justo antes que al mango estaba también allí, un enorme cadáver arrastrado por las aguas, el largo cuello estirado hacia atrás y las poderosas patas abiertas, como un pedazo más de basura flotante arrastrado junto con el resto.

Gradualmente, conforme el río se ensanchaba, las sutiles corrientes fueron reuniendo aquellos fragmentos, el follaje y las raíces se enmarañaron y se formó una improvisada almadía. Los animales se miraban entre sí y miraban el río turbulento, mientras su tosca embarcación continuaba su marcha.

Vagabunda alcanzaba a ver el bosque, denso y verde sobre las pendientes de arenisca erosionada de las orillas del río. Los árboles eran mangos, palmas y una especie de bananos primitivos. Las ramas colgaban sobre las aguas, a baja altura, y las lianas y enredaderas se extendían sobre las enmarañadas terrazas. Sus brazos ansiaban una rama desde la que impulsarse, un modo de salir de allí. Pero el bosque estaba separado de ella por aguas turbulentas y mientras la almadía vegetal continuaba descendiendo corriente abajo, aquellas orillas tentadoras se alejaban cada vez más, y el bosque que ella conocía daba paso a los manglares que dominaban las áreas costeras.

La lluvia no había cesado aún. De hecho, caía con mayor fuerza. El cielo de color plomo escupía gruesos goterones. El agua estaba salpicada de cráteres que desaparecían tan pronto como se habían formado. Un estrépito áspero y constante inundaba sus oídos, de tal modo que era como si se hubiera perdido en una enorme burbuja de agua, y hubiera agua por encima de ella y a su alrededor, y solo tuviera el mango para sujetarse. Gimiendo, empapada hasta los huesos, Vagabunda se enterró en las ramas del mango y se hizo un ovillo, sola, esperando a que todo pasara y pudiera regresar al mundo que conocía, de árboles, frutos y antros.

Pero eso no iba a ocurrir.

La tormenta, a pesar de su fiereza, amainó rápidamente. Vagabunda vio haces de luz, pequeños como dedos, que se abrían paso por su refugio de follaje. El ruido de la lluvia había desaparecido, reemplazado por el rumor del oleaje, tan suave que resultaba espeluznante.

Salió como pudo de entre las ramas y se encaramó a la copa del árbol. El Sol brillaba con fuerza, como si el aire se hubiera limpiado y sintió que su calidez penetraba profundamente en su pelaje y lo secaba con rapidez. Durante una fracción de segundo se deleitó en el calor y la sequedad.

Pero no estaba en el bosque: no había allí más que aquel árbol caído y aquella compañía de camaradas rotos, flotando sobre una película de agua entre grisácea y marrón. Ya ni siquiera había orillas. En tres de las cuatro direcciones, lo único que podía ver era agua, extendida hasta un horizonte recto como el filo de una navaja. Pero cuando dirigió la mirada hacia la dirección por la que había llegado flotando la almadía, avistó tierra firme: una línea abigarrada teñida de verde y marrón, extendida sobre el horizonte, en dirección al este.

Una línea que estaba alejándose.

La almadía de restos arrancados había sido arrastrada hasta el mar, hasta el Atlántico inmenso, con los antros, el barrigón, los legionarios y todo.

II

Después de los tiempos de Noth, la geometría de aquel mundo inquieto había continuado evolucionando, y continuaba moldeando los destinos de las criaturas desventuradas que acompañaban a los continentes en su deriva.

Las dos grandes fisuras que habían condenado a la ancestral Pangea —el mar de Tethys, de este a oeste, y el océano Atlántico, de norte a sur—, se cerraron y se abrieron respectivamente. África estaba experimentando una lenta colisión con Europa. Mientras tanto, la India estaba derivando en dirección norte, donde chocaría con Asia, y la cordillera del Himalaya estaba empezando a elevarse. Pero tan pronto como habían nacido las jóvenes montañas, la lluvia y los glaciares habían empezado su trabajo, excavando y erosionando, llevándoselas de nuevo al mar: en aquel planeta turbulento, la roca fluía como el agua y las cordilleras subían y bajaban como en los sueños. Pero a medida que los continentes se iban cerrando, se certificaba la condenación del edénico flujo del Tethys, aunque algunos fragmentos del menguante océano sobrevivirían, bajo la forma de los mares Negro, Caspio y de Aral, y en el oeste, del mar Mediterráneo.

Con la muerte del Tethys se produjo una desecación en el vientre mismo del mundo. Antaño, en el Sahara se habían levantado bosques de manglar. Ahora, un cinturón de vegetación semi-árida se extendía sobre las antiguas huellas del Tethys, sobre América del Norte, el sur de Eurasia y el norte de África.

Mientras tanto, el colosal puente que había cerrado el Atlántico norte, y que se extendía desde América del Norte al norte de Europa a través de Groenlandia y las islas Británicas llegaba hasta el océano glacial Ártico. Mientras se cerraba el antiguo paso oceánico este-oeste, se abría un nuevo canal de norte a sur.

Así, las corrientes oceánicas cambiaban de forma.

Los océanos eran vastas reservas de energía, incansables, inestables, móviles. Y todos ellos contenían un encaje de corrientes, Nilos invisibles que empequeñecían cualquier río terrestre. Las corrientes se formaban por la acción del calor del Sol y de la rotación de la Tierra: los primeros metros del océano almacenaban tanta energía como toda la atmósfera.

En aquel momento, las enormes corrientes ecuatoriales que antaño habían rodeado el cinturón de Tethys, se encontraban en estado de descontrol. Pero los grandes flujos que dominarían ese Atlántico cada vez más ancho, estaban ya en su lugar: una precursora de la Corriente del Golfo fluía ya, un poderoso río de sesenta kilómetros de anchura que discurría de sur a norte con la fuerza de trescientos Amazonas.

Pero este cambio de los patrones de circulación reconstruiría el clima del planeta. Porque mientras las corrientes ecuatoriales propiciaban un calentamiento, las corrientes interpolares norte-sur provocaban una vasta refrigeración.

Para empeorar aún más las cosas, la Antártida se había aposentado sobre el polo sur. Una capa de hielo polar había empezado a formarse por primera vez en doscientos millones de años. Las corrientes del vasto y frío océano circumpolar se concentraron en los mares del sur, alimentando las grandes corrientes del Atlántico que discurrían hacia el norte.

Fue un cambio crucial: el comienzo del poderoso enfriamiento planetario, un cambio en el sentido de las gráficas que persistiría hasta la era del ser humano y mucho más allá.

Por todo el planeta, las antiguas franjas climáticas se estrecharon y se desplazaron hacia el Ecuador. La vegetación tropical solo sobrevivía en las latitudes ecuatoriales.

En el norte apareció un nuevo tipo de ecología, un bosque templado con una mezcla de coníferas y especies de hoja caduca. Empezó a extenderse por las regiones septentrionales y cubrió América del Norte, Europa y Asia desde los trópicos al ártico. El colapso climático desencadenó un nuevo exterminio: lo que los paleobiólogos conocerían más tarde como el Gran Cambio. Fue un proceso extenso y múltiple. En los océanos, las especies de plancton sufrieron repetidas catástrofes. Muchas especies de gasterópodos y bivalvos desaparecieron.

Y en tierra firme, tras treinta millones de años de cómoda supremacía, los mamíferos sufrieron su primera extinción en masa. La historia de los mamíferos quedó dividida en dos. Las exóticas combinaciones de tiempos de Noth terminaron finalmente de sucumbir. Pero nuevos y más grandes herbívoros, dotados de dientes más pesados y resistentes, capaces de enfrentarse a la nueva y más basta vegetación típica de los bosques estacionales, empezaron a evolucionar. En tiempos de Vagabunda, los primeros proboscideanos, equipados con trompas y colmillos, caminaban por las llanuras de África. La trompa, un miembro sin igual por su flexibilidad muscular, solo comparable al brazo de un pulpo, se utilizaba para introducir en la boca del animal la enorme cantidad de alimento que necesitaba. Los deinotheres poseían trompas de pequeño tamaño y extraños cuernos curvados hacia abajo que utilizaban para arrancar la corteza de los árboles. Pero, a diferencia de sus antepasados moeritherium, ellos se parecían a los elefantes y algunos alcanzaban ya las dimensiones que tendrían los elefantes africanos del futuro.

Y esta fue una era victoriosa para los caballos. Los descendientes de las tímidas criaturas de los tiempos del boscoso mundo de Noth se habían diversificado y habían dado lugar a muchas especies de herbívoros de bosque —algunos de ellos tan grandes como gacelas, pero con dientes más duros que sus antepasados, para poder masticar hojas en lugar de fruta blanda— y a otros animales de grandes patas que vivían en las llanuras y estaban adaptados a una dieta de pasto. La mayoría de los caballos poseía tres dedos en las patas anteriores y posteriores, pero algunos de los que vivían en las llanuras estaban empezando a perder los dedos laterales y a apoyar todo el peso en los centrales. Pero al mismo tiempo que los bosques menguaban, empezaba también a perderse esta diversidad. Muy pronto, todas las especies que moraban en los bosques desaparecerían. Los roedores estaban también diversificándose, con la aparición de los primeros castores, lirones y hámsteres, una gran diversidad de ardillas… y las primeras ratas.

Pero las nuevas condiciones no eran buenas para los primates. Su hábitat natural, la jungla tropical, había quedado arrinconado en los trópicos meridionales. Muchas de las familias de primates se habían extinguido. Las que se alimentaban principalmente de frutos, como Vagabunda, perduraban solo en los bosques tropicales de África y el sur de Asia, aferradas al suministro anual de alimento que todavía proporcionaban estos hábitats. En la época en la que nació Vagabunda, ya no quedaban primates en los trópicos, ni —desde la aparición de los roedores— tampoco en las Américas: ni una sola especie.

Pero eso estaba a punto de cambiar.

El mar que rodeaba a Vagabunda era una capa de color gris metálico recorrida por ondas, lánguida como el mercurio. Vagabunda se encontraba en un lugar completamente extraño: un bosquejo bidimensional y elemental, estático y al mismo tiempo dominado por un misterioso movimiento de vaivén, que no podría haber sido más diferente del bosque.

Cuando trepaba a la vegetación que la rodeaba, sentía miedo. Esperaba que un feroz depredador volante le mordiera el cráneo en cualquier momento. Y cuando se movía, podía sentir cómo se desplazaba la inestable almadía bajo sus pies, cómo trepidaban sus mal enmarañados componentes con la lenta respiración del mar. Era como si el artefacto entero fuera a desintegrarse en cualquier momento.

Había solo seis antros: tres machos, dos hembras —incluida Vagabunda— y la cría que seguía como amodorrada, aferrada al pelaje de su madre. Aquellos eran los últimos supervivientes del grupo de Sangre Blanca.

Los antros estaban sentados en una maraña de hojas, mirándose unos a otros. Había llegado el momento de formar jerarquías provisionales.

Para las dos hembras, las prioridades estaban claras.

La otra hembra, la madre, era un individuo voluminoso de más de una década de edad. Aquel era su cuarto hijo y, aunque era imposible que ella lo supiera, el único que seguía con vida. Su rasgo más característico era una franja de tejido cicatrizado, sin pelo, que tenía en el hombro y que se había hecho durante un incendio. El cachorro, aferrado al pecho de Franja, era pequeño hasta para ser una cría, apenas un jirón de pelaje. Franja, la madre, estudiaba a Vagabunda con aire desdeñoso. Vagabunda era pequeña, joven y desconocida. Ni siquiera las unía un parentesco remoto. Y, como madre al cargo de un cachorro, la superioridad le correspondía a ella. Así que le dio la espalda a Vagabunda y empezó a acariciar a su hijo, Jirón.

Vagabunda sabía lo que tenía que hacer. Se acercó a Franja caminando por las ramas, hundió los dedos en su pelaje, que todavía seguía mojado, y empezó a deshacer los nudos y a limpiar la porquería. Cuando sus manos llegaron a la piel de Franja, encontraron nudos de músculos y lugares que, cuando los tocaba, hacían que Franja se encogiera.

A medida que los fuertes dedos de Vagabunda trabajaban, Franja empezó a relajarse poco a poco. Al igual que para todos ellos, el repentino secuestro del bosque había sido un duro golpe para ella, y la inesperada aparición de aquel espacio extraordinariamente vacío y la pérdida de su familia la habían dejado exhausta. Fue como si pudiera, por un momento, gracias a la magia de los dedos de la otra, olvidar dónde se encontraba. Hasta el pequeño, Jirón, pareció reconfortado por el contacto entre las dos hembras.

La propia Vagabunda se calmó por los sencillos y repetitivos movimientos de sus manos y por el sutil vínculo social que estaba formándose entre Franja y ella.

Las negociaciones de los machos fueron más dramáticas.

Sangre Blanca se encontró con dos machos más jóvenes, hermanos, de hecho. Uno de ellos poseía una peculiar cresta de pelo blanco como la nieve alrededor de los ojos, que le otorgaba un aire de permanente sorpresa y el otro tenía la costumbre de utilizar mucho más el brazo izquierdo que el derecho, hasta tal punto que los músculos de su costado izquierdo estaban bastante más desarrollados que los del derecho, como si fuera un jugador de tenis zurdo.

Tanto Cresta como Izquierdo eran más pequeños y débiles que Sangre Blanca y, como además eran más jóvenes, estaban subordinados a él en la jerarquía del bosque. Pero Sangre Blanca había perdido a todos sus aliados y era posible que aquellos dos pudieran derrotarlo juntos.

Así que, sin vacilar, realizó una demostración de fuerzas. Se irguió temblorosamente, aulló y chilló y empezó a lanzar puñados de hojas por todas partes. A continuación se dio la vuelta, estiró las posaderas, y expulsó un chorro de excrementos entre el pelaje mojado.

Aquello intimidó inmediatamente a Izquierdo. Encogido, retrocedió, con los brazos alrededor del cuerpo.

Cresta se mostró más desafiante y respondió a la demostración de Sangre Blanca con una serie de chillidos. Pero Sangre Blanca era más grande que él y, sin la ayuda de su hermano, no podía albergar esperanzas de derrotarlo. Al ver que empezaba a darle empellones en la cabeza y el cuello, Cresta retrocedió con rapidez, se tendió de espaldas y abrió los brazos y las piernas como un niño, en prueba de sumisión. Todo esto cesó cuando, en un movimiento imprudente, Sangre Blanca metió un pie entre el follaje y lo sumergió en agua fría. Lanzó un chillido, flexionó la pata y se sentó en cuclillas, asustado.

Pero ya había hecho suficiente. Los dos hermanos se le aproximaron, con la cabeza gacha y gesto sumiso. Un breve intervalo de frenético acicalamiento mutuo selló el establecimiento de la nueva jerarquía, y los tres machos empezaron a arrancarse unos a otros trozos de excrementos del pelaje.

Las toscas pero eficientes comunidades de tiempos de Noth habían sido como pandillas callejeras, cimentadas únicamente por la fuerza bruta y las relaciones de dominación, y en ellas cada individuo apenas era consciente de otra cosa que su posición en el orden de prioridad. Pero a estas alturas, las ventajas de la vida social habían fomentado en las sociedades primates una complejidad casi barroca, lo que había provocado la aparición de nuevos tipos de mentalidad.

La vida en grupo requería grandes cantidades de conocimientos sociales: saber quién le estaba haciendo qué a quién, cómo encajaban tus acciones en ello, a quién tenías que rascar y cuándo, para facilitarte la vida. Cuanto más grande era el grupo, mayor era el número de relaciones que había que tener en cuenta y, como aquellas relaciones cambiaban constantemente, necesitabas más potencia de computación para poder manejar la situación. Al permitir que sus formas de vida alcanzaran tan elevados niveles de complejidad, los primates continuaban incrementando su inteligencia sin descanso.

Pero no todos los primates.

Mientras ocurría todo esto, el gran barrigón había permanecido sentado en la cómoda rama que había encontrado, arrancándole metódicamente todas las hojas. No le interesaban ni las peculiares demostraciones ni las demás tonterías de los antros.

Incluso entre sus congéneres, el barrigón sabía muy poco de la sociedad. Ignoraba a las demás hembras y solo molestaba a los machos cuando sentía deseos de aparearse, cosa que, de hecho, estaba ocurriendo en aquel momento. Cuando llegaba la época de apareamiento, las hembras de antro como Franja y Vagabunda, mostraban una hinchazón sexual en las posaderas. Eso no le habría servido de mucho a una criatura que pasaba la mayoría del tiempo sentada, de modo que las ampollas rosadas que la hembra de barrigón tenía en el pecho se habían hinchado considerablemente, adoptando una inconfundible y brillante forma de reloj de arena. Pero como no había ningún barrigón macho por los alrededores, nadie iba a hacer nada al respecto.

Y no es que a ella le importara demasiado. No sabía más que los antros sobre el lugar en el que se encontraba y lo que le había ocurrido, pero no estaba preocupada. Veía que había hojas suficientes en el árbol como para sustentarla al menos todo el día. Era incapaz de concebir que pudiera existir tal cosa como un mañana diferenciado del hoy y que pudiera encontrarse en un sitio que no fuera una interminable jungla llena de suculentas hojas.

Los antros estaban empezando a sentir hambre. Sus organismos tardaban poco en procesar su dieta, escasa en nutrientes. Los círculos que habían formado para rascarse se separaron y empezaron a extenderse por las ramas del caído mango. El árbol había perdido gran parte de su fruta, junto con la mayoría de sus habitantes, al caer desde la orilla. Pero Cresta, uno de los hermanos, encontró enseguida un racimo de frutos encajado en un ángulo formado por la rama y el tronco. Lanzó un aullido para llamar a los demás.

La nueva sociedad en miniatura funcionaba con eficiencia. Aunque Cresta logró quedarse con una fruta para sí, Sangre Blanca no tardó en apartarlo de un empujón. Pero Sangre Blanca se vio desplazado a su vez por Franja. Aunque el macho era casi dos veces más grande que ella, el cachorro que llevaba pegado al pecho era como un distintivo de autoridad. Sangre Blanca cogió una fruta y, gruñendo, se apartó para hacer sitio a Franja.

Mientras esto ocurría, Vagabunda, como los hermanos, sabía que no le convenía acercarse a la fruta hasta que los dominantes se hubieran servido.

Sola, caminó cuidadosamente, sujetándose con los cuatro miembros, hacia el extremo de la almadía, donde la maraña formada por el ramaje estaba un poco más suelta. Los dos aterrorizados legionarios se escabulleron al ver que se acercaba. Más allá del follaje se veía el agua turbia y marrón, cubierta de pedazos de hojas y madera, que lamía lánguidamente la balsa. El sol resplandecía en cien lugares diferentes a través de los agujeros del follaje del árbol caído, y el baile de las luces era hipnótico, perturbador.

Vagabunda estaba hambrienta pero también sedienta. Introdujo cautelosamente la mano en el agua —estaba fría— y sacó un poco. El agua estaba solo un poco salada; no demasiado porque incluso allí, tan lejos de tierra firme, la poderosa corriente del río diluía la sal del océano. Pero mientras bebía, el sabor de la sal empezó a formársele en la boca y finalmente escupió el agua que le quedaba.

Hambrientos, aburridos, los hermanos la inspeccionaron mientras bebía, con la cabeza metida en el follaje, los brazos extendidos y las nalgas levantadas. La husmearon con curiosidad pero su olor delataba su juventud. Todavía no le había llegado la edad de aparearse.

Una vez que los mayores terminaron, Vagabunda y los demás cayeron sobre la fruta.

Ahora que tenían el estómago lleno, los antros estaban empezando a calmarse. Pero la tierra firme no se veía ya desde la improvisada almadía. Los antros se habían comido gran parte de la fruta del mango. Y la hembra de barrigón, con su complaciente masticar, había acabado ya con las hojas de la mitad de las ramas.

Y ninguno de ellos había visto el pálido triángulo gris que se deslizaba en silencio por las aguas, a pocos metros de distancia.

El tiburón daba vueltas alrededor de la tosca almadía, que ya había empezado a desintegrarse. Alertado por el frenesí alimenticio de los habitantes del bosque que estaban siendo arrastrados hacia las pacientes fauces del océano, el tiburón había sido atraído por el olor de la sangre en descomposición que supuraba el cadáver del indicotheres. Pero ahora captaba movimiento en el enredado follaje que flotaba sobre su cabeza. Empezó a nadar en círculos, calculador, paciente.

El tiburón no era tan inteligente como los depredadores de tierra firme. Lo cierto es que no se parecía a ningún animal. Su columna vertebral no era de hueso, sino de un cartílago duro que le proporcionaba una flexibilidad superior a la de peces más avanzados. Sus fauces, llenas de numerosos dientes, serrados como cuchillos de carne y perfectos para desgarrar los tejidos, eran también de cartílago. Su puntiagudo morro parecía tosco, pero cortaba las aguas con la precisión de un submarino y estaba equipado con unas fosas nasales capaces de detectar hasta el más pequeño rastro de sangre. Bajo el morro había un órgano especial, dotado de una extraordinaria sensibilidad a las vibraciones, que le permitía captar los enfrentamientos de unos animales aterrorizados a distancias inmensas. Tras su pequeña cabeza, el cuerpo entero del tiburón estaba hecho de músculo, diseñado para proporcionarle potencia e impulso horizontal. Era como un ariete viviente.

Los tiburones llevaban trescientos años siendo los depredadores dominantes de los océanos. Habían sobrevivido a la gran extinción, mientras familias enteras de depredadores terrestres aparecían y desaparecían. Se habían enfrentado a la competición de clases nuevas de animales, algunos de ellos mucho más jóvenes, como los auténticos peces. Y durante todo este tiempo, su diseño corporal apenas había experimentado modificaciones, porque no había necesidad.

El tiburón era implacable, inasequible al engaño y estaba preparado para sostener un ataque por tiempo indefinido mientras sus sentidos recibieran la adecuada estimulación. Era una máquina concebida para matar.

Había captado la gran masa de carne muerta que flotaba en el corazón de aquella almadía. Pero también oía los movimientos de los animales vivos que había sobre ella. La cosa muerta podía esperar.

Era hora de atacar. Acometió de cabeza, con las fauces abiertas. Carecía de párpados. Pero para protegerse los ojos, les daba la vuelta, de modo que se volvían blancos en el último instante antes del ataque.

Franja fue la primera en ver la aleta que se acercaba, en atisbar el cuerpo que se deslizaba como un torpedo en dirección a la almadía, en mirar aquellos ojos blancos. Nunca había visto nada parecido, pero su instinto le gritaba que aquella forma esbelta significaba peligro. Corrió sobre el follaje hacia el otro extremo de la balsa.

Los demás antros fueron presa del pánico. Los dos legionarios chillaban como pajarillos, mientras corrían y saltaban de acá para allá. Solo la hembra de barrigón seguía sentada plácidamente en su rama, mascando otro puñado de hojas.

Jirón, separado de su madre, no reaccionó.

Franja estaba aterrorizada. Había contado con que su cría lo seguiría al otro extremo de la almadía. Pero el pequeño no había visto el peligro que se aproximaba. Una madre humana habría sido capaz de visualizar el punto de vista de su hijo, de comprender que tal vez el niño no viera todo lo que ella veía. Esa transferencia de entendimiento estaba más allá del alcance de Franja. A ese respecto, al igual que Noth, ella misma era como un humano muy pequeño e imaginaba que todo el mundo veía lo mismo que ella y compartía sus mismas creencias.

El tiburón golpeó el follaje como un ariete. Para Vagabunda, la aparición de aquella boca hambrienta y abierta desde debajo del mundo fue una visión de pesadilla. Aulló y echó a correr desesperadamente, incapaz de escapar de los confines de la almadía.

El pequeño tuvo suerte. Mientras la almadía se estremecía bajo el asalto del tiburón, se refugió en el ángulo que formaban la rama y el tronco. Su madre echó a correr, dio un salto sobre el agujero que había abierto el tiburón y recogió a su cría.

Pero el tiburón volvió a atacar. Esta vez enterró su morro, en forma de punta de flecha, entre dos de los troncos que formaban la tosca estructura de la almadía. Los troncos se separaron, como si una avenida de agua cubierta de hojas se abriera entre ellos. Uno de los legionarios cayó chillando al agua.

La boca del tiburón era como una caverna que se abría delante de él. La diminuta mente del legionario se extinguió en una fracción de segundo. El tiburón apenas se percató de que había engullido el minúsculo y cálido bocado. Su trabajo solo acababa de empezar.

Los antros chillaron y corrieron hasta el extremo de la almadía, alejándose todo lo posible del agujero, pero se apartaron con miedo del océano que se extendía más allá.

Sangre Blanca vio que la gruesa y complaciente hembra de barrigón seguía sentada en el mismo lugar de siempre, en su rama frondosa, con aquella ridícula hinchazón roja como un blasón sobre el pecho, mientras el salvajismo del tiburón abría el océano delante de ella. En aquel instante de peligro definitivo, se cerraron nuevos circuitos en la brillante mente de Sangre Blanca. Era una cadena lógica inaccesible para todos los miembros de su raza salvo los más brillantes. Pero cada generación de antros era un poco más brillante que la anterior.

Dio un gran salto. Sus dos pies golpearon a la hembra de barrigón en la espalda. Y esta cayó al agua.

Aquella criatura obesa y convulsa era lo que el tiburón había estado esperando. Mordió a su presa en la mitad del torso. El cuerpo entero del tiburón se flexionó mientras sacudía a la hembra de barrigón y sus afilados dientes le arrancaban un trozo a la desgraciada criatura. Entonces, nadando en medio una nube de sangre diluida, esperó a que se desangrara hasta morir.

El barrigón estaba completamente aturdido, sumergido de repente en agua y abrumado por un dolor espantoso. Pero su cerebro segregó un chorro de productos químicos y los centros de su mente funcional se apagaron, concediéndole una especie de paz en aquella sanguinaria oscuridad.

Sangre Blanca se sentó jadeando sobre la escena de su ataque, donde no quedaba del barrigón más que un montón de excrementos apestosos y varios puñados de hojas aplastadas. Gradualmente, el agujero de la almadía se fue cerrando, como si estuviera curándose. Los antros, demasiado asustados hasta para rascarse, retrocedieron.

Y el Sol continuó descendiendo hacia el horizonte occidental, la dirección hacia la que, sin poder hacer nada para evitarlo, nadaban.

III

Días y noches, noches y días. No había otro sonido que el crujido de las ramas y el suave rumor del oleaje.

Las noches revelaban un cielo aplastante del que Vagabunda hubiera querido escapar.

Pero la luz del día, bajo el Sol abrasador o las grises lápidas de los nubarrones, no mostraba nada más que el mar elemental. No olía otra cosa que sal y sus oídos no le traían los gritos de aves o primates ni el mugido de los herbívoros. La corriente del río se había dispersado en el gran océano y los demás fragmentos arrastrados por aquella tormenta torrencial se habían perdido tras el horizonte, arrastrados hacia quién sabe qué destinos.

La propia almadía estaba menguando.

El cadáver del anthracotheres que había quedado enganchado entre las ramas había desaparecido hacía tiempo. El último legionario también. Puede que hubiera caído al mar. El gran indricothere se había hinchado conforme las bacterias de su enorme estómago se abrían camino hacia la luz. Pero las bocas invisibles del mar habían estado trabajándolo, devorándolo desde abajo. Mientras la carne le era arrancada de los huesos sin descanso, el enorme cadáver había implosionado y finalmente se había hundido en el mar.

Hacía tiempo que los antros habían acabado con toda la fruta.

Trataron de comerse las hojas de los árboles y al principio habían encontrado la recompensa de unos cuantos bocados de placentera humedad que, al menos por espacio de unos pocos segundos, aplacaría su sed, pero el árbol, desarraigado, estaba muerto, y las hojas que todavía le quedaban se marchitarían muy pronto. Y, a diferencia de la infeliz hembra de barrigón, los antros no podían digerir un alimento tan grosero, y perdían más fluidos de los que ganaban en los excrementos líquidos que expelían por el trasero.

Vagabunda era un pequeño animal concebido para la vida en el nutritivo abrazo de la jungla, donde la comida y el agua eran muy abundantes. A diferencia de los seres humanos, cuyos cuerpos están adaptados para sobrevivir grandes períodos de tiempo al raso, el de ella contenía muy poca grasa, la reserva natural de energía de los hombres. Las cosas empeoraron rápidamente. Pronto se le espesó la saliva y empezó a sentir un sabor desagradable en la boca. La lengua se le pegó al paladar. Le dolía mucho la cabeza y el cuello, porque la piel estaba agrietándosele a causa de la sequedad. La voz le empezó a fallar y tenía un nudo grueso y doloroso en la garganta que no desaparecía por mucho que intentara tragárselo. De hecho, los demás antros y ella habrían sufrido más todavía, de no ser porque los cielos encapotados les ahorraron lo peor de la ira del Sol.

Algunas veces, Vagabunda soñaba. El mango muerto florecía de repente, y sus raíces se alargaban como dedos de primate para enterrarse en el lecho del océano, brotaban de él hojas verdes que se sacudían como manos enormes y daba frutos, enormes racimos. Alargaba los brazos hacia los frutos, los arrancaba y enterraba la cara en el agua que, misteriosamente, llenaba todas las cáscaras. Y entonces aparecían su madre y sus hermanas, rollizas y llenas de vigor, dispuestas a rascarle.

Pero entonces el agua se evaporaba, como si el Sol implacable la secara, y Vagabunda descubría que no estaba mascando otra cosa que un trozo de corteza y un puñado de hojas muertas.

Franja tuvo el celo.

Sangre Blanca, como macho dominante de aquella pequeña comunidad perdida, se apresuró a ejercer sus derechos. Sin nada mejor que hacer y ningún sitio a donde ir, Sangre Blanca y Franja se apareaban con frecuencia… a veces con demasiada frecuencia, y el encuentro se limitaba a un acto apresurado formado por unas cuantas acometidas secas.

En otro momento, seguramente los subordinados, como los hermanos, habrían podido copular con Franja aquellos primeros días del celo. Sangre Blanca, rodeada de compañeras potenciales con las que emparejarse, solo los habría excluido cuando se acercara el momento de máxima fertilidad de Franja y las posibilidades de preñarla fueran mayores.

Esto también le habría convenido a ella. La hinchazón estaba allí para advertir de su fertilidad al número máximo de machos posible. Para empezar, la competencia garantizaba que la calidad de los pretendientes fuera alta sin requerir ningún esfuerzo de su parte. Y si todos los machos del grupo se apareaban con ella al mismo tiempo, ninguno sabría con seguridad de quién serían los hijos, de modo que cualquiera que sintiese la tentación de asesinar a sus crías para acelerar su ciclo de fertilidad estaría corriendo el peligro de matar a su propia descendencia. La hinchazón, su muy público celo, era así un modo de controlar a los machos que la rodeaban a un mínimo coste y de reducir los riesgos de infanticidio.

Pero en aquella diminuta almadía no había más que una hembra adulta y Sangre Blanca no estaba dispuesto a compartirla. Cresta e Izquierdo se limitaron a mirar, sentados juntos, masticando sus hojas, con aquellas cómicas erecciones a la vista. Podían mirar todo lo que quisieran la resplandeciente hinchazón de Franja, pero cada vez que se acercaban a ella, y no digamos si le ponían la mano encima, aunque fuera para rascarla con toda inocencia, Sangre Blanca tenía un ataque de furia, empezaba a hacer demostraciones de fuerza y propinaba una paliza al responsable.

En cuanto a Vagabunda, siempre estaría subordinada a Franja y siempre sería una extraña. Pero en aquellas condiciones penosas, la relación entre las dos se había hecho tan estrecha como si fueran hermanas.

Mientras Sangre Blanca y Franja estaban copulando, Vagabunda solía hacerse cargo de Jirón. Después de los primeros días, Jirón la había aceptado como tía honorífica. El diminuto rostro del cachorro carecía de vello y su pelaje era de color oliváceo, muy diferente al de su madre: era un color que inspiraba sentimientos protectores en Vagabunda e incluso en los machos. Algunas veces, Jirón jugaba solo, trepando con torpeza entre las ramas enmarañadas, pero con más frecuencia prefería pegarse a la espalda o el pecho de Vagabunda, o dejar que esta lo cogiera en brazos.

Compartir la carga de los hijos era algo muy habitual entre los antros, aunque normalmente solo se permitía a los parientes más próximos.

Los cachorros de antro crecían mucho más despacio que los de la época de Noth porque sus cerebros, más grandes, tardaban más tiempo en madurar. Aunque, comparados con bebés humanos estaban bastante desarrollados, pues tenían los ojos abiertos y sus brazos eran capaces de sujetarse al pelaje de sus madres, los cachorros de antro eran torpes y débiles y dependían por completo de sus madres para procurarles alimento. Era como si Jirón hubiera nacido prematuramente y estuviera completando su crecimiento en el exterior del vientre de su madre.

Aquello suponía una enorme presión para Franja. Durante dieciocho meses, las madres antro tenían que enfrentarse a las demandas cotidianas de la supervivencia con la necesidad de ocuparse de su cría… y tenían que reservar tiempo para rascar a sus hermanas, compañeras y parejas potenciales. Antes incluso de haberse extraviado en la almadía, todo aquello la había dejado exhausta. Pero la sociedad femenina que la rodeaba le procuraba un suministro constante y fiable de tías y niñeras para llevarse el cachorro y darle un respiro. El papel de tía improvisada que Vagabunda estaba desempeñando suponía una gran ayuda para Franja y además proporcionaba un enorme placer a la propia Vagabunda. Era como un entrenamiento para cuando le llegara el momento de ser madre. Pero también le ofrecía la ocasión de pasar mucho rato rascando.

Todos ellos echaban de menos las caricias de sus congéneres: era lo peor de aquel oceánico cautiverio. A esas alturas, sangre Blanca estaba mostrando ya señales de un exceso, atribuible a sus dos acólitos: tenía calvas en el pelaje del cuello y la cabeza. Por eso Vagabunda pasaba de muy buen grado largas horas tirándole con suavidad del pelaje al cachorro, cepillándoselo con los dedos y rascándolo.

Pero conforme pasaban los días, el cachorro, perpetuamente hambriento y sediento, fue volviéndose cada vez más huraño. Vagabundeaba constantemente por la almadía, dando saltos e incluso importunando a los machos. A veces tenía pataletas y empezaba a tirar de las hojas o del pelaje de su madre o echaba a correr precariamente por la almadía, embargado por su rabia diminuta.

Lo que solo servía para fatigar un poco más a Franja e irritar a los demás.

Así eran las cosas, un largo día tras otro. Los antros, atrapados en aquella brizna de sequedad en un océano inmenso eran continua, inmensamente conscientes de la presencia de los demás. Si hubieran tenido más espacio, podrían haberse alejado para librarse de los molestos lloriqueos de Jirón. Si hubieran sido más, los celos que los jóvenes machos le tenían a Sangre Blanca no habrían importado. Podrían haber encontrado hembras más receptivas y aliviado la tensión con furtivas cópulas cuando él no pudiera verlos.

Pero allí no había nadie más para diluir la tensión, ni bosque alguno al que escapar, ni otra comida que hojas secas ni más agua que la del océano.

Un día, idéntico a todos los demás, todo estalló.

Jirón había sufrido otro de sus ataques de rabia. Corría por toda la almadía, acercándose peligrosamente al paciente océano, arrancando corteza y hojas y lanzando ásperos aullidos. Estaba demacrada, la piel le colgaba a la altura del abdomen y tenía el pelaje asqueroso.

Esta vez, los machos no lo espantaron a golpes. En su lugar, lo observaron, los tres, con una mirada que casi hubiese podido definirse como calculadora.

Finalmente Franja lo agarró. Se llevó al cachorro al pecho y dejó que mamara del pezón, aunque no había leche alguna que sacar.

Sangre Blanca se movió hacia ella. Generalmente se le aproximaba solo, pero esta vez el mayor de los dos hermanos, Cresta, lo seguía. El ramillete de pelaje que tenía sobre los ojos relucía bajo el áspero sol. Con Sangre Blanca sentado a su lado, empezó a rascar a Franja. Gradualmente, sus dedos se abrieron camino hacia su vientre y sus genitales. Eran los prolegómenos evidentes a un intento de cópula.

Sobresaltada, Franja se apartó, con Jirón pegado al vientre. Pero sangre Blanca le acarició la espalda, apaciguándola, hasta que se tranquilizó y dejó que Cresta se le acercara de nuevo. Aunque Cresta le lanzaba nerviosas miradas de soslayo, Sangre Blanca no intervino.

Apoyada en el pliegue de una rama, Vagabunda observaba a los machos, confundida por su extraño comportamiento de un modo que a Noth nunca le hubiera sido posible. Conforme las mentes de los primates se volvían más y más desarrolladas, era como si un sentido del yo estuviera emergiendo lentamente, desde la solitaria Purga a sus descendientes, de hábitos cada vez más sociales. Todo esto permitía que los antros desarrollaran nuevas, complejas y sutiles alianzas y jerarquías… y que practicaran nuevas estratagemas. Noth había poseído una noción muy clara del lugar que ocupaba en las jerarquías y alianzas de su sociedad. Los antros estaban un paso más allá: Vagabunda comprendía su posición como subordinada de Franja, pero también era consciente de la posición relativa de los demás. Sabía que un macho como Sangre Blanca no debería estar permitiendo que Cresta se comportara así, como si lo alentara a copular con «su» hembra.

Finalmente, Cresta se situó detrás de Franja y le puso las manos en las caderas. La hembra se rindió a lo inevitable. Presentándole las rosadas posaderas a Cresta, apartó al soñoliento cachorro de su pecho y se lo tendió a Vagabunda.

Pero Sangre Blanca se adelantó de un salto. Con la precisión de un primate que vivía en los árboles, le arrebató al cachorro de las manos. A continuación regresó junto a Izquierdo, llevándose al cachorro cogido del cogote, y seguido rápidamente por un nervioso Cresta.

Franja parecía confundida por lo ocurrido. Con las posaderas todavía alzadas en espera de su desaparecido pretendiente, siguió a Sangre Blanca con la mirada.

Los machos habían formado un círculo cerrado, en el que sus hirsutas espaldas eran como una pared. Vagabunda vio que Sangre Blanca acunaba a Jirón, casi como si quisiera dormirlo. El cachorro sacudió las diminutas piernas y lanzó un gorgoteo, mientras levantaba la mirada hacia el macho. Entonces Sangre Blanca le puso una mano en la cabeza.

De improviso, Franja comprendió. Lanzó un aullido y se precipitó hacia ellos.

Pero los hermanos le salieron al paso. Cada uno de aquellos machos inmaduros era más grande que ella. Aunque no les gustaba mostrar hostilidad frente a una hembra adulta, la mantuvieron fácilmente a raya con bofetones y aullidos.

Sangre Blanca cerró la mano. Vagabunda oyó el crujido de los huesos, un sonido que recordaba al que hacía el barrigón cuando mordía una hoja crujiente. El pequeño sacudió convulsamente las piernas y entonces se quedó inmóvil. Sangre Blanca observó el cuerpo diminuto durante una fracción de segundo, con una expresión compleja al contemplar la cara olivácea, contorsionada por su última agonía. Y entonces los machos cayeron sobre el pequeño cuerpo. Con un mordisco en el cuello, la cabeza fue cercenada. Sangre Blanca sacudió las extremidades de acá para allá hasta que se partieron los cartílagos y crujieron los huesos. Pero no era la carne lo que más deseaban los machos, sino la sangre, la sangre que manaba del cuello cortado del pequeño. Bebieron con avidez el cálido líquido, hasta tener las bocas y los dientes teñidos de un rojo brillante.

Franja aulló, sacudió los brazos, corrió por toda la almadía arrancando ramas y hojas moribundas, y golpeó las estólidas espaldas de los machos. La balsa tembló y se balanceó. Pero no supuso diferencia alguna.

Sangre Blanca no la había engañado, en realidad no. Al igual que Noth antes que él, era incapaz de imaginar lo que pensaban los demás y por consiguiente no podía plantar ideas falsas en su cabeza… no del todo. Pero los antros eran criaturas muy inteligentes, socialmente hablando, y poseían una gran capacidad de resolución de problemas cuando se enfrentaban a desafíos nuevos. Sangre Blanca, una especie de genio, había logrado reunir todos estos hechos para urdir la estratagema que había conseguido arrebatarle a Jirón a su madre.

Con un último alarido áspero, Franja se lanzó hacia el mango y se envolvió en follaje arrancado, formando una especie de manta. Mientras tanto, los machos siguieron alimentándose, sorbiendo con la lengua y destrozando los huesos con los dientes.

Con la cabeza llena de la peste a sangre, Vagabunda se arrastró hasta el borde de la almadía, donde unas ramas muertas dejaban un rastro en el agua como si fueran dedos.

El sombrío océano era como una sopa ahilada, lleno de vida. En las capas superficiales, hasta donde llegaba la luz del Sol, abundaba un plancton de algas, una abigarrada ecología microscópica. El plancton era como una jungla en el océano, solo que una jungla despojada de la superestructura de hojas, ramas, y troncos, en la que solo quedaban las diminutas células verdes de las copas de los árboles, llenas de clorofila, flotando en un fluido rico en nutrientes. Aunque la estructura ecológica del plancton había permanecido intacta durante casi quinientos millones de años, las especies que moraban en él habían aparecido y desaparecido, víctimas de la extinción como cualquier otra. Al igual que en tierra firme, aquel dominio, extendido hasta donde alcanzaban los océanos, era como una obra de éxito, se mantenía años y años en cartel mientras los actores cambiaban repetidamente.

Pasó una medusa flotando. La criatura, un herbívoro del plancton, era un saco traslúcido que palpitaba con una lenta y lánguida sucesión de dilataciones y contracciones. Estaba cubierta de una floración de frondas plateadas, tentáculos que contenían células urticarias con las que podía paralizar a su planctónico alimento.

Comparada con la mayoría de los animales, la medusa era una criatura burda. Poseía una sencilla simetría radial y carecía de sustancia y de organización de tejidos. Ni siquiera tenía sangre. Pero su forma era muy antigua. Antaño, el océano había estado plagado de criaturas más o menos parecidas a ella. Se anclaban al lecho del mar, y lo convertían en una especie de bosque de tentáculos urticantes. No necesitaban ser más activas. No las molestaban depredadores ni herbívoros, porque el aire no contenía el oxígeno suficiente para alimentar tan peligrosos monstruos.

El mar llenaba a Vagabunda de perplejidad. Para ella, el agua era algo que había en estanques y ríos y que se acumulaba en las hojas, un agua dulce, sin sal, que podías beber cuando la situación lo permitía. No había nada en su experiencia ni en su programación neural innata que la hubiera preparado para estar flotando sobre un enorme cielo invertido en el que flotaban criaturas tan extrañas como la medusa.

Y estaba sedienta, terriblemente sedienta. Su mano descendió hacia la superficie, se sumergió en aquella sopa turbia y se llevó un poco de agua a la boca. Había olvidado ya que lo había hecho ni una hora antes, había olvidado la amargura de la sal.

Vio que los machos habían terminado de alimentarse. El calor del día los había sumido en una especie de letargo. De Franja lo único que se veía era un pie, con los dedos doblados, que sobresalía de su solitario nido. Cautelosamente, Vagabunda se aproximó al lugar en el que la cría había sido asesinada. Había manchas de sangre en las ramas, extendidas por las lenguas de los antros. Vagabunda rebuscó cuidadosamente entre las hojas. No encontró del pequeño más que un poco de pelo y una manita perfecta, segada a la altura de la muñeca. Cogió la mano y se retiró a un rincón de la almadía, lo más lejos posible de los demás.

La mano estaba lacia, flexionada, como si perteneciera a un bebé dormido. Vagabunda se la pasó un instante por el pecho y recordó cómo le tiraba Jirón del pelaje.

Pero Jirón ya no estaba.

Mordió la carne del dedo índice, cerca del nudillo. La carne era suave y le irritó el paladar reseco. De un rápido tirón, la arrancó del hueso. Repitió la operación con los demás dedos y a continuación mordió la carne desnuda de la palma. Cuando la mano quedó reducida a un mero esqueleto del que colgaban unos pocos jirones de cartílago y carne, mordió los diminutos y crujientes huesos, pero no quedaba más que un pequeño reguero de tuétano en su interior.

Arrojó los fragmentos de hueso al océano interminable. Vio que unos pececillos minúsculos de color plateado se agolpaban a su alrededor antes de que se perdieran de vista en las profundidades.

Franja permaneció dos días en su nido de hojas, sin apenas moverse. Los machos estaban juntos, tendidos, rascándose ocasionalmente el pelaje cada vez más escaso.

Vagabunda se movía con languidez alrededor del árbol, buscando alivio. Su boca ya no generaba saliva. Su lengua había quedado reducida a un trozo de músculo sin sensibilidad o movilidad algunas, como una piedra en la boca. No podía ni gritar. El único sonido que era capaz de emitir era un gemido sin forma. A veces hasta se encontraba rebuscando entre los trozos de excremento seco dejados por la hembra de Barrigón, en busca de alguna humedad, o acaso de algunas semillas dispersas entre la porquería. Pero las deposiciones de la devoradora de hojas eran finas y secas. Se hundió en la miseria, exhausta, a ratos dormida, a ratos despierta.

Al tercer día de la muerte de Jirón, Franja se movió. Vagabunda la observó, sumida en la desesperación.

Se había puesto a cuatro patas. Mareada, arruinado su fluido equilibrio por la prolongada inactividad, tropezó… y Vagabunda vio que se llevaba una mano al vientre. Sangre Blanca la había dejado embarazada, un embarazo que estaba sangrando un poco más las reservas de su gastado cuerpo. Pero volvió a levantarse y, tambaleándose, se aproximó a los machos.

Cresta se irguió al ver que se aproximaba, nervioso, como si temiera un ataque. Vagabunda vio cómo se asomaba su lengua ennegrecida en la boca. Todavía tenía el pelaje de la cara manchado con la sangre de Jirón.

Pero Franja se sentó a su lado y empezó a pasarle los dedos por el pelaje. La maniobra solo tuvo un éxito parcial. Todos sus cuerpos habían perdido pelaje y tenían la piel recubierta de úlceras y heridas que no iban a curarse. Al moverse, sus dedos levantaron costras y toparon con magulladuras. Pero a pesar del dolor, él se sometió de buen grado, dando la bienvenida a sus atenciones.

Y entonces ella se apartó un poco, se dio la vuelta y le presentó las posaderas. No estaba ni de lejos en su mejor momento. Apenas le quedaba pelo, tenía la piel resquebrajada y la hinchazón de los genitales casi había desaparecido días atrás. Pero a pesar de ello, al sentir que le apretaba las posaderas al pecho, Cresta respondió: una erección torcida asomó del enmarañado pelaje de su vientre.

Al fin, Sangre Blanca pareció reparar en aquella violación de la jerarquía. Aquello no era una estratagema suya; no era aceptable. Se irguió bruscamente y profirió un aullido incoherente con la lengua arruinada. Cresta se apartó.

Pero Franja atacó inmediatamente a Sangre Blanca, golpeándolo en el pecho con la cabeza y en las sienes con los puños. Sorprendido, el macho retrocedió. Franja regresó corriendo junto a los otros dos machos y exhibió ostentosamente las posaderas frente a ellos, al tiempo que emitía ásperos gorjeos. Y entonces volvió a abalanzarse sobre Sangre Blanca.

Sutilmente, cambiaron las alianzas y se disolvieron las relaciones de dominancia. Sin ni siquiera mirarse, los dos hermanos tomaron simultáneamente la misma decisión. Se sumaron al ataque de Franja contra Sangre Blanca. Sangre Blanca se defendió, lanzando dentelladas y tratando de detener los golpes que le llovían por todas partes.

Fue una batalla grotesca, librada por cuatro criaturas completamente exhaustas. Los golpes y patadas eran débiles y se propinaban con una lentitud tal que resultaba casi espeluznante. Y se desarrolló en un silencio interrumpido solo por jadeos de fatiga o dolor: no se oyó uno solo de los chillidos y alaridos que en condiciones normales hubieran acompañado al asalto de dos jóvenes contra un macho dominante.

Y sin embargo fue letal. Porque, bajo la dirección de Franja, los dos hermanos llevaron a Sangre Blanca, paso a paso, hasta el borde de la almadía.

Fue ella quien propinó el golpe final: un cabezazo dirigido contra el vientre de Sangre Blanca, acompañado por un áspero y doloroso rugido. Sangre Blanca cayó de espaldas y se precipitó sobre el agua entre el ralo follaje. Su cuerpo se movió con un vaivén, chapoleó y sacudid los brazos. Inmediatamente, se le empapó el pelaje y sus movimientos se hicieron cada vez más torpes. Dirigió la mirada hacia la almadía y su boca de lengua ennegrecida lanzó un maullido de cachorro.

Cresta e Izquierdo estaban confundidos. No habían tenido la intención de matar a Sangre Blanca. Pocas batallas entre los antros terminaban con muertes.

Vagabunda sintió una extraña punzada de pesar. Ya eran muy pocos. Sus instintos le advirtieron de que una reserva demasiado escasa de parejas potenciales era una mala cosa. Pero era demasiado tarde para eso.

Sangre Blanca se debilitó con rapidez. El esfuerzo de mantener la boca y la nariz sobre la superficie del agua no tardó en ser excesivo para él y dejó de luchar. El tiburón, atraído por la sangre que manaba de sus heridas, engulló su cuerpo de un solo bocado.

Después de aquello, sus sufrimientos empeoraron. Mientras la almadía, entre suaves crujidos, continuaba su penoso avance por el grande e implacable escudo del océano y las pequeñas criaturas consumían rápidamente sus reservas, no podía ser de otro modo.

A Vagabunda se le habían hinchado los labios. La piel agrietada le dolía continuamente y se le formaban llagas con facilidad. La lengua había excedido los límites de sus mandíbulas, como si le hubieran metido en la boca un gran pedazo de excremento seco. Tenía los párpados agrietados y sintió algo extraño, como si estuviera llorando, pero cuando se llevó una mano al pelaje, descubrió sangre que brotaba de sus globos oculares.

Estaba sufriendo una momificación en vida.

Al fin, una mañana, escuchó un grito, agudo y débil, como el de un ave. Apartó las hojas con las que se cubría y se incorporó. El mundo se volvió amarillo y oyó un extraño tintineo. Le costaba ver: su vista estaba borrosa y cuando parpadeaba no conseguía el menor alivio, porque a su cuerpo no le quedaba ya humedad que prestarle.

Finalmente, distinguió a dos antros —Franja, Cresta—, sentados junto a una forma oscura, tendida en el suelo. Puede que fuera comida. Dolorosamente, avanzó hacia ellos.

Era Izquierdo, tumbado de espaldas, con los miembros extendidos.

El ávido calor del Sol había hecho bien su trabajo. Apenas quedaba rastro del blanco pelaje sobre su cabeza o en su cuello. La carne se había marchitado sobre los huesos. Vagabunda podía ver la forma del cráneo, de los finos huesos de las manos, los pies y la pelvis. Su piel desnuda se había vuelto púrpura y gris, y estaba cubierta de manchones y rayas. Sus labios habían menguado hasta convertirse en sendos jirones de tejido ennegrecido sobre los que asomaban los dientes y las encías destrozadas. El resto de la cara estaba negro y reseco, como si se hubiera quemado. La carne que rodeaba la nariz se había marchitado hasta tal punto que las dos pequeñas fosas nasales, dirigidas hacia los lados, estaban como estiradas y dejaban a la vista el revestimiento interior de las cavidades. Sus párpados también se habían encogido y los ojos habían quedado expuestos en una perpetua mirada dirigida al sol. El tejido conjuntivo que rodeaba los ojos se había vuelto tan negro como el carbón. Había estado arañando la corteza, tratando en vano de encontrar un poco de comida, y se había hecho varios cortes en las manos y los pies. Pero no había ni rastro de sangre: los cortes eran como arañazos sobre una superficie de cuero curado.

Pero todavía estaba consciente y emitía secos y penosos chillidos. Movía la cabeza débilmente y extendía los dedos de su mano izquierda, la más fuerte de las dos.

Al final, mortificado por el hambre y tratando de mantener los sistemas vitales en funcionamiento el máximo tiempo posible, el cuerpo de Izquierdo se había consumido a sí mismo. Una vez que había desaparecido la grasa, había empezado a absorber los músculos, un proceso que no había tardado en desembocar en daños irreversibles de los órganos internos que, atrozmente deteriorados, estaban empezando a colapsarse.

Pero en aquellos últimos momentos, Izquierdo no estaba sufriendo dolor. Hasta las sensaciones del hambre y la sed habían desaparecido.

Vagabunda lo observaba, confundida, perpleja. Era como estar viendo un esqueleto dotado de vida.

Los últimos y espeluznantes gritos de Izquierdo dieron paso al silencio. Sus dedos continuaron extendidos, congelados para siempre en aquel gesto final. Su marchito estómago gruñó y un último eructo ponzoñoso atravesó sus labios sin vida.

Vagabunda miró lentamente a los demás. Eran montones de hueso y carne dañada, apenas en mejor estado que Izquierdo, casi irreconocibles como antros. No hicieron ningún intento de rascarse, no se tocaron. Era como si el Sol se hubiese llevado todo lo que los convertía en antros, los hubiese despojado de todos los avances dolorosamente alcanzados a lo largo de treinta millones de años de evolución.

Se volvió lentamente y regresó cojeando a las hojas sucias que utilizaba para cobijarse.

Se dejó caer, pasiva, moviéndose solo para aliviar el dolor de las llagas supurantes. Su mente parecía vacía, carente de toda curiosidad. Existía en una apagada negrura de reptil. Se hubiera llenado la boca de corteza y hojas secas pero la materia muerta solo le arañaba la quebrada carne.

Y seguía pensando en el cadáver de Izquierdo.

Se levantó lentamente y se acercó al cuerpo. Su pecho se había abierto, una herida post-mortem provocada por el desecamiento de la piel. El olor, curiosamente, no era demasiado desagradable. En aquel desierto de sal, el proceso de descomposición que, allá en el bosque, hubiera absorbido rápidamente el cuerpo de Izquierdo, estaba casi ausente y la lenta momificación que se había iniciado mientras todavía estaba vivo había seguido adelante.

Con cautela, introdujo la mano en la herida. Tocó las costillas, secas ya. Tiró de la carne que cubría el pecho. Cedió fácilmente, dejando la caja torácica a la vista.

Apenas quedaba tejido muscular en el cuerpo. Tampoco quedaba grasa, solo vestigios de una sustancia pegajosa y traslúcida. En el interior de la cavidad corporal de Izquierda se veían los órganos, el corazón, el hígado, los riñones. Habían menguado; parecían frutas endurecidas y ennegrecidas.

Frutas, sí.

Vagabunda empujó la cavidad pectoral con una mano. La caja torácica se partió con un crujido, y la carnosa fruta que contenía quedó a la vista. Su mano asió el ennegrecido corazón. Cedió fácilmente, con su suave sonido de desagarro.

Se sentó con el corazón en la mano y, como si no fuera nada más exótico que una variedad nueva de mango, lo mordió. La carne era dura, fibrosa, y se resistió a unos dientes que se movían en las encías. Pero a pesar de ello, devoró el órgano a mordiscos y se vio recompensada con un poco de fluido, unas gotas de sangre seca de su núcleo que no se habían secado todavía.

En lugar de aliviar su hambre, la carne solo sirvió para inflamar su atávico deseo de alimentarse. Su boca volvió a generar saliva y los jugos gástricos fueron bombeados dolorosamente por su estómago. Vomitó los primeros bocados, que se perdieron en el mar, pero persistió hasta que la dura y fibrosa carne se resignó a permanecer en su organismo.

Los ojos de Izquierdo, opacos y blancos como la leche, seguían mirando al Sol que lo había matado, y su mano izquierda todavía estaba rígida en su postrero gesto.

Franja había despertado. Cautelosamente, se acercó a Vagabunda dando pequeños saltos. Su piel no era más que un saco tenso del que colgaban algunos mechones de su pelaje negro, antaño precioso. Llena de curiosidad, empezó a registrar el pecho abierto de Izquierda. Sacó el hígado y lo devoró con rapidez.

Mientras ocurría todo esto, Cresta no se había movido. Sin dar la menor muestra de interés por el destino de su hermano, seguía tendido de costado, con los miembros extendidos. Lo mismo podría haber estado muerto, pero Vagabunda vio un movimiento sutil, una lenta subida y bajada del pecho, tan lenta como el movimiento del oleaje, como si estuviera invirtiendo en respirar las escasas fuerzas que le quedaban.

En ese momento, el instinto se manifestó en Vagabunda. Sangre Blanca había dejado embarazada a Franja, pero puede que su cuerpo hubiera destruido el feto, absorbiéndolo como había hecho con sus propios músculos y su grasa para seguir funcionando. Dos hembras, solas, no podían esperar otra cosa que la muerte. Así que Cresta, el último macho, debía ser preservado.

Regresó junto al cuerpo y sacó un riñón, otro muñón sólido de carne marchita y ennegrecida. Se acercó a Cresta y se lo metió en la boca hinchada. Por fin, él reaccionó. Con un gesto tan débil como el de un recién nacido, levantó la mano, cogió el trozo de carne y empezó a masticarla débilmente.

La carne, como cabía esperar, solo consiguió abrirles más el apetito, porque carecía de la grasa que necesitaban para digerirla bien. Sin embargo, los tres supervivientes regresaban al cuerpo una vez tras otra y vaciaban la cavidad pectoral, o arrancaban trozos de carne de los miembros, las costillas, la pelvis, las posaderas… Cuando terminaron, no quedaban más que huesos pelados… huesos, y un cráneo cuyas cavidades oculares seguían mirando al Sol.

Después de eso, los tres antros regresaron a sus solitarios rincones. De haber sido humanos, ahora que habían superado el tabú de devorar a uno de su propia especie, una especie de matemáticas crueles habrían empezado a operar en sus mentes. Otra muerte, después de todo, proporcionaría a los supervivientes más carne, y reduciría el número de los que tenían que compartirla.

Fue quizá una suerte que carecieran de la capacidad de llegar tan lejos con el pensamiento.

IV

La balsa se estremeció bajo sus pies. Fue un movimiento más vigoroso que el amplio y lento vaivén del oleaje. Pero ella había perdido ya la capacidad de sentir curiosidad, así que siguió tendida sobre el duro suelo de la balsa, dejando que las ramas nudosas le arañaran la piel.

Sentía un dolor constante. Era como si los huesos estuvieran tratando de abrirse camino por su piel, que se le antojaba una gigantesca úlcera. Apenas podía cerrar los resecos párpados. Su memoria era una desordenada galería de imágenes: el tacto de los fuertes dedos de su hermana al acariciarla. El cálido y tranquilizador aroma de la leche de su madre, los gritos insolentes de los machos que se creían los dueños de todos ellos. Pero entonces sus apacibles sueños se veían destrozados por la irrupción de unas grandes y babeantes fauces en el suelo del mundo…

Entonces se produjo una nueva sacudida, que agitó la madera seca que la rodeaba. Escuchó el ruido que hacen las olas al romper, totalmente diferente al lánguido vaivén de la marea mar adentro.

Unos pájaros graznaron en lo alto.

Levantó la mirada. Eran los primeros pájaros que veía desde que el mar se los llevara. Eran de un color blanco brillante y estaban sobrevolándolos en círculos, a gran altura.

Algo se movía en su pecho. Eran como unos dedos, peinándola cuidadosamente: puede que alguien estuviera tratando de acariciarla. Con un esfuerzo inmenso, levantó la cabeza. Con la piel tensa como una máscara y un bloque de madera por lengua, quedó allí suspendida un momento. Le costaba enfocar con los ojos sanguinolentos.

Algo estaba reptando sobre ella: una forma plana y anaranjada con muchas patas segmentadas y grandes pinzas. Vagabunda chilló, un sonido agudo y seco, y se pasó el brazo por el pecho. El cangrejo, indignado, se escabulló.

Sus fosas nasales, negras como la brea, captaron el olor de algo nuevo. Agua. Y no la apestosa agua salada del mar, sino agua dulce.

Levantó un brazo y se sujetó al follaje. Hasta el último centímetro de su carne desnuda se convirtió en un foco de agonía mientras las costras se levantaban y las ampollas reventaban. De un inmenso tirón logró incorporarse, con los pies debajo del cuerpo y las patas dobladas. La cabeza, demasiado pesada para el cuello, cayó a un lado. Necesitó más energía aún para levantarla, para entornar los ojos lastimados.

Verde.

Vio algo verde, una enorme extensión horizontal que se extendía de un lado a otro del horizonte. Era el primer verde que veía desde que se secara y marchitara la última hoja del mango. Después de tantos días de azul y gris, sin otra cosa que cielo y mar a la vista, el verde parecía brillantemente luminoso, tanto que casi dolían los ojos al contemplarlo. Era más hermoso de lo que podía concebir la imaginación, y con solo mirarlo sintió que recobraba parte de sus fuerzas.

Empezó a avanzar, medio a rastras. El follaje muerto del mango le arañaba y desgarraba la piel, pero no quedaba sangre que derramar, nada más que docenas de pequeñas fuentes de dolor.

Llegó al borde de la almadía. Ya no había océano ni agua. Vio una pequeña playa de arena joven, áspera, que ascendía un corto trecho hasta llegar al pie de un bosque poco denso. Los pájaros, azules y anaranjados, brillantes, revoloteaban sobre las copas de los árboles, lanzando agudos gorjeos.

Su primera impresión podría haberse resumido así: estoy en casa. Pero no era así.

Se apoyó en las ramas y casi se dejó caer sobre la arena. Estaba caliente, muy caliente, y le quemó la delicada piel. Lanzó un gemido, se incorporó y, cojeando, encorvada, como si se hubiera vuelto muy anciana, empezó a ascender hacia el bosque.

En el linde del bosque había una mata de helechos bajos y sombra para tenderse. A su alrededor, se levantaban árboles más altos. En sus ramas había racimos de unos frutos de color rojo que ella no conocía. Su boca estaba demasiado seca para salivar, pero su lengua chasqueó contra la dentadura.

Se volvió a mirar en la dirección por la que había venido. El mango y la almadía de vegetación no eran ya más que un pedazo de madera errabundo, quebrado, podrido, cubierto de algas y encallado en la costa. Vio la forma inerte de un antro —Franja o Cresta— tendido sobre el follaje roto y cubierto de sal. Y más allá de ella, el mar, inmenso, eterno, azul y gris, extendido con una aterradora perfección geométrica hasta el horizonte.

Hubo un gran crujido entre el follaje, como si algo se abriera camino a la fuerza. Vagabunda se encogió.

Una forma gigantesca emergió del bosque, como un tanque atravesando la espesura. Enorme, achaparrada, bajo la gran cúpula ósea de un caparazón parecía una tortuga gigante, o quizá un elefante acorazado, con un vasto cuerpo blindado apoyado sobre cuatro patas robustas y cortas. Tras él se columpiaba descuidadamente una cola coronada en un garrote erizado de púas. Esta criatura tremenda, parecida a un anquilosaurio, era un glyptodon. Vagabunda nunca había visto nada parecido en África.

Pero es que ya no se encontraba en África.

El gigantesco monstruo acorazado se alejó moviéndose pesadamente. Con cautela, Vagabunda lo siguió al interior del bosque. Llegó a un claro rodeado por una muralla de árboles altos e imponentes. El suelo estaba tapizado de aloes. Vagabunda probó a morder una de las hojas con cuidado. Era suculenta, aunque amarga.

Avanzó un poco más y encontró el resplandor del agua inmóvil. Resultó ser un pequeño estanque de agua dulce, cubierto de juncos. En sus orillas pastaban un par de animales enormes. Engullían las plantas que crecían al borde del estanque con un hocico que parecía una espátula. Aunque por su aspecto recordaban a los hipopótamos, en realidad eran unos roedores inmensos.

El estanque se encontraba en un extremo de una llanura más amplia. Y allí, apenas visibles en aquel momento, aguardaban a Vagabunda misterios mucho más extraños. Había criaturas que podrían haber pasado por caballos, camellos o ciervos, y animales más pequeños, como cerdos pero con cascos. Junto a ellos se movía una pequeña familia de dinomydae: grandes herbívoros parecidos a osos, representaban otro ejemplo de roedores gigantes, parientes extravagantes de ratones y ratas. También había depredadores, criaturas que cazaban en manada, como los lobos, pero que pertenecían a la familia de los marsupiales, lejanamente emparentados con sus equivalentes placentarios de todo el mundo, moldeados por una evolución convergente y adaptados similarmente para desempeñar un papel semejante.

En una sombra verde que había cerca de Vagabunda, se volvió una cabeza y la sobresaltó. La cabeza estaba inclinada hacia el suelo. Dos ojos negros le dirigieron una mirada desinteresada. Sobre la cabeza había un enorme cuerpo cubierto de pelaje pardo, suspendido de unos miembros que aferraban la rama que había sobre él. Era un perezoso, una especie de megaterio.

Con mucha cautela, Vagabunda se acercó a rastras al estanque. El agua era fangosa, estaba teñida de verde y caliente. Pero cuando introdujo el morro en ella, fue la cosa más deliciosa que hubiera probado jamás. La engulló a grandes tragos. Su encogido estómago no tardó en estar lleno, y entonces un dolor agonizante empezó a recorrerla, como si estuvieran destrozándola desde dentro. Cayó de bruces, chillando, y vomitó casi todo lo que había bebido. Pero se arrastró como pudo hasta el agua y volvió a beber.

El salobre estanque era en realidad un sumidero. De cincuenta metros de profundidad, se había formado al disolverse la piedra caliza del subsuelo por la acción de las aguas subterráneas. En aquella zona había muchos sumideros parecidos, alineados con cavidades profundas abiertas en la roca.

Vistos desde el aire, los sumideros habrían formado un enorme semicírculo de unos ciento cincuenta kilómetros de diámetro. El arco de sumideros marcaba una falla limítrofe, el extremo del antiquísimo y ya enterrado cráter de Chicxulub, cuya otra mitad yacía bajo las aguas y los sedimentos del Golfo de México. Aquello era la península del Yucatán.

Escupida por un río africano y arrastrada por las corrientes del oeste, la almadía de Vagabunda había cruzado el Atlántico.

Ningún lugar de la Tierra estaba realmente aislado.

Todo el planeta estaba conectado por las corrientes marinas, algunas de las cuales recorrían hasta cien kilómetros al día. Las grandes corrientes eran como cintas transportadoras que arrastraban pecios por todo el mundo. En el futuro, los habitantes de la Isla de Pascua quemarían troncos de madera americana, arrastrados hasta sus orillas tras un viaje de cinco mil kilómetros. Los moradores de los atolones coralinos del centro del Pacífico fabricarían herramientas utilizando piedras atrapadas en las raíces de los árboles que arrastraba la marea.

Y con aquellos restos viajaban también animales. Algunos insectos navegaban sobre la superficie del agua. Otras criaturas nadaban: las corrientes del oeste podían arrastrar a ciertas especies de tortugas por todo el Pacífico, desde su hábitat habitual, en las proximidades de la isla de la Ascensión, hasta las tierras en las que se apareaban, en el Caribe.

Y algunos animales cruzaban el océano en balsas improvisadas, odiseas oceánicas que no se emprendían por elección o designio, sino por las vicisitudes del azar, como le había ocurrido a la pobre Vagabunda.

El Atlántico, que había estado ensanchándose desde la fractura de Pangea, era mucho más estrecho de lo que sería en tiempos del hombre: apenas superaba los quinientos kilómetros en algunos puntos. No era una distancia imposible de atravesar, ni siquiera, con un poco de suerte, para frágiles criaturas del bosque como Vagabunda. Estas travesías eran improbables, pero eran posibles, teniendo en cuenta las corrientes de expulsión de poderosos ríos, la estrechez de los océanos y la ayuda ocasional de vientos huracanados.

En la mayor de las escalas temporales imaginables, con el paso de millones de años, las obras del azar desafiaban la intuición humana. Los humanos están equipados con una percepción subjetiva del peligro y un concepto de lo improbable apropiado para unas criaturas cuya vida no se prolonga más allá de un siglo. Aquellos eventos que se producen con mucha menor frecuencia —como por ejemplo los impactos de asteroides— no se clasifican, en la mente humana, en la categoría de raros, sino en la de imposibles. Pero los impactos se producen a pesar de todo y a una criatura con una esperanza de vida de, digamos, diez millones de años, no le habrían parecido en absoluto improbables.

Con el tiempo suficiente, hasta un suceso tan improbable como una travesía desde África a Sudamérica acabaría inevitablemente por ocurrir, una vez tras otra, y moldearía el destino de la vida.

Así había sido en aquel momento. En los árboles que se erguían colosales sobre Vagabunda no había un solo primate, ni uno solo, en todo el continente, porque sus primos lejanos, otros hijos de Purga, habían sucumbido a la extinción hacía millones de años, empujados por la presión competitiva de los roedores.

Así que, en aquel lugar, donde había terminado un mundo, donde, en un bosque diferente vivían y se alimentaban criaturas surgidas de una evolución diferente, estaba empezando una nueva vida, un nuevo linaje de la gran familia de Purga. A partir de solo tres supervivientes, si se les daba el tiempo suficiente, las lentas y plásticas herramientas de su material genético alumbrarían una gama entera de especies nuevas.

En el Nuevo Mundo, los monos alcanzarían un triunfo incontestable. Pero en aquel atestado continente forestal, el destino de los nietos de Vagabunda sería muy diferente al de los descendientes de sus hermanas, en África. Allí, los primates, moldeados catastróficamente por los cambios climáticos, evolucionarían rápidamente a nuevas formas. Allí, el linaje de Purga se perpetuaría a través de los simios, en un lento camino hacia la humanidad. Hasta los monos de tiempos futuros, que tanto se parecerían a Vagabunda, se diversificarían para alejarse del bosque, y encontrarían el modo de vivir en sabanas, llanuras montañosas e incluso desiertos.

En el Nuevo Mundo sería diferente. En este continente, mucho más homogéneo, siempre sería tentador quedarse en las vastas junglas.

Los nietos de Vagabunda nunca dejarían los árboles. Nunca llegarían a ser mucho más listos de lo que eran ahora. Y no desempeñarían papel alguno en el destino futuro de la humanidad, salvo como mascotas, presas u objetos de curiosidad científica.

Pero todo eso aguardaba en un futuro muy remoto.

Vagabunda ya se sentía revivida por los breves instantes pasados bajo el follaje y por el agua que había bebido. Miró a su alrededor. Entre los arbustos se veía una mancha roja. Se acercó a ella. Era una fruta, desconocida para ella pero gorda y de piel suave. La mordió. Al hacerlo, el zumo chorreó en su boca y resbaló por su pelaje. Era la cosa más fresca y dulce que había probado en toda su vida.