ISLA DE ELLESMERE, AMÉRICA DEL NORTE,
C. 51 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS
No había mañanas verdaderas en aquellos largos días de verano ártico, ni tampoco noches auténticas. Pero mientras las nubes se apartaban del rostro del Sol que ascendía y la luz y el calor empezaban a incidir de costado sobre las enormes hojas del árbol, una neblina se levantó del cenagoso suelo del bosque y las fosas nasales de Noth se llenaron con el aroma de la fruta madura, la vegetación descompuesta y el pelaje húmedo de su familia.
Parecía una mañana, un comienzo. Una placentera energía se extendió por todo el joven cuerpo de Noth.
Con las poderosas patas traseras dobladas debajo del cuerpo y la gruesa cola muy erguida, avanzó reptando por la rama para aproximarse a su familia: su padre, su madre y las pequeñas hermanas gemelas. La familia estaba acicalándose en aquel momento. Los ágiles dedos de las pequeñas y negras manos cepillaban el pelaje para arrancarle los pedazos de corteza y los fragmentos de mierda de bebé seca, e incluso algún parásito ocasional que constituía un bocado sabroso y lleno de sangre. De vez en cuando se le soltaban algunos pelos pero los adapis adultos habían perdido ya la mayor parte del pelaje del pasado invierno.
Puede que fuera la luz cada vez más intensa lo que inspirara los cantos.
Empezó muy lejos, un delicado gorjeo de voces masculinas y femeninas entrelazadas. Probablemente se tratase de una pareja en pleno cortejo, pero no tardaron en unirse más voces a la canción del dueto, un coro de exclamaciones y graznidos de alegría que añadían contrapunto y armonía al tema básico.
Noth se acercó al final de la rama para oír mejor. Miró entre los bancos de hojas gigantes que se inclinaban hacia el Sol, en dirección sur, como un sinfín de sombrillas en miniatura. Su vista llegaba muy lejos. El bosque circumpolar era muy abierto, y los árboles, cipreses y hayas estaban bastante separados unos de otros para que sus hojas pudieran atrapar la sesgada luz antártica. Entre los numerosos claros hurgaban torpes herbívoros excavadores. Los ojos de Noth en su máscara de pelo negro parecían enormes: al igual que los de su antepasada, Purga, estaban bien adaptados a la oscuridad pero adolecían de una cierta propensión a quedar deslumbrados a la luz del día.
La canción tenía un significado muy sencillo: ¡Somos nosotros! ¡Si no eres uno de los nuestros, no te acerques, porque somos muchos y fuertes! ¡Si eres uno de los nuestros, ven a casa, ven a casa! Pero la suntuosidad de la canción superaba con mucho su valor utilitario. Gran parte de ella era fortuita, burbujeante, como los maullidos de un gato. Pero en sus mejores momentos era una sinfonía vocal espontánea que se prolongaba durante largos minutos, con pasajes de extraordinaria pureza armónica que hipnotizaban a Noth.
Levantó el hocico hacia el cielo y se unió al canto.
Noth pertenecía a una raza de primates que se conocerían en el futuro como notharcus, de la clase adapis, descendientes de los plesiadapis que habían aparecido los primeros milenios tras la llegada del cometa. Se parecía mucho a un pequeño lémur. Poseía un pecho alto y cónico, patas largas y poderosas y unos brazos comparativamente cortos con manos prensiles de color negro. Su rostro era pequeño y tenía un hocico apuntado y orejas puntiagudas. Y estaba equipado con una larga y poderosa cola envuelta en grasa, su despensa de hibernación para el invierno. Hacía poco que había cumplido un año.
El cerebro de Noth era considerablemente más grande que el de Purga o Plesi y su relación con el mundo era, como no podía ser de otro modo, más compleja. En la vida de Noth había otras cosas aparte de los imperativos del sexo, la comida y el dolor; había sitio para algo parecido al júbilo. Y fue con júbilo como entonó su canción. Su padre y su madre no tardaron en secundarlo. Hasta sus pequeños hermanos contribuyeron lo mejor que pudieron, añadiendo sus diminutas voces infantiles a los gritos de los adultos.
Era mediodía y el Sol se encontraba en el punto más alto que alcanzaría en todo el día, pero a pesar de ello seguía estando muy bajo en el cielo. Entre los árboles se filtraban rayos de luz teñidos de verde, que iluminaban la densa y cálida humedad que despedía la humeante turba del suelo del bosque, cubierta por las sombras proyectadas por los troncos de los árboles.
Aquello era Ellesmere, el extremo septentrional de América del Norte. En verano, el Sol no se ponía nunca, sino que se limitaba a completar círculos en el cielo, suspendido sobre el horizonte, mientras las anchas hojas de las coníferas se bebían la luz. Aquel era un lugar donde las sombras siempre eran alargadas, incluso en pleno verano. El bosque, que circundaba el polo de la Tierra, tenía el aire de una vasta catedral boscosa, como si las hojas fuesen fragmentos de cristal tintado.
Y por todas partes resonaban los ecos de las voces de los adapis.
Envalentonados, los adapis empezaron a descender por las ramas hasta el suelo.
Noth se alimentaba principalmente de fruta. Pero había encontrado un grueso escarabajo joya. Su precioso caparazón azul y verde crujió cuando lo mordió. Se movía siguiendo los rastros dejados por los de su raza: He venido por aquí. Este camino es seguro… Ahí hay peligro. ¡Dientes! ¡Dientes!… Soy de este ejército. Hermanos, venid por aquí. Los demás, no os acerquéis… Soy una hembra. Seguid esto para encontrarme… Este último mensaje le provocó una desagradable tensión en la ingle. Poseía unas glándulas en las muñecas y las axilas que despedían sustancias con un olor muy característico. Se limpió las muñecas en las axilas y a continuación pasó los antebrazos sobre el tronco, utilizando unas pequeñas espuelas óseas que tenía en las muñecas para absorber el aroma y dejar unas características cicatrices curvas en la corteza. El rastro de la hembra era viejo: la breve estación de emparejamiento había terminado hacía tiempo. Pero el instinto lo impulsó a cubrir el rastro con su propio aparato de señales para impedir que llamara la atención de algún otro macho.
Incluso entonces, catorce millones de años después del cometa, el cuerpo de Noth seguía ostentando las marcas del largo período de adaptación nocturna experimentada por sus antepasados, como aquel sistema de comunicación por señales químicas. Sus patas traseras terminaban, no en uñas como las de los monos, sino en unas finas garras como las de los lémures, que utilizaba para cepillarse el pelo. Sus atentos ojos eran enormes y, al igual que Purga, poseía bigotes que utilizaba para tantear el camino. Todavía conservaba poderosos sentidos del olfato y del oído y poseía unas orejas móviles, grandes como antenas de radar. Pero los ojos de Noth, aunque grandes y bien dotados para la visión nocturna, no gozaban de la ventaja definitiva de las criaturas que amaban la noche: el tapetum, una membrana reflectora amarilla en cada ojo. Su nariz, aunque sensible, estaba seca. Su labio superior era hirsuto y móvil, lo que dotaba a su rostro de una expresividad de la que habían carecido especies anteriores de adapis. Su dentadura era como la de los monos y carecía de un diente especial que sus antepasados utilizaban para desinsectarse.
Como todas las especies en la larga cadena evolutiva que llevaba desde Purga hasta el futuro inimaginable, la de Noth era una especie en transición, cargada con las reliquias del pasado, resplandeciente con las promesas del futuro.
Pero su cuerpo y su mente eran saludables y vigorosos y estaban perfectamente adaptados a su mundo. Y aquel día se sentía tan feliz como era posible estarlo.
En las copas de los árboles, sobre él, su madre estaba cuidando a los bebés.
Si hubiera podido ponerles nombres, habrían sido algo así como Izquierda y Derecha, porque una prefería la leche que daba la fila de pezones de la izquierda y la otra —más pequeña y asustadiza— tenía que conformarse con las de la derecha. Los notharcus solían tener camadas numerosas y las madres contaban con múltiples pares de pezones para alimentarlas. De hecho, la madre de Noth había dado a luz a cuatrillizos. Pero una de las crías se la había llevado un pájaro mientras que otra, débil y enfermiza, había contraído una infección y había muerto. Su madre no había tardado en olvidarlas.
Recogió a Derecha y la empujó contra el tronco del árbol, al que la pequeña se quedó aferrada. Derecha permanecería allí pegada, fundida con el paisaje circundante gracias a su pelaje marrón, hasta que su madre viniera a recogerla. Era capaz de mantenerse inmóvil durante largas horas.
Era una forma de protección. Los notharcus vivían en las profundidades del bosque, lo que significaba que estaban a salvo de las aves de presa, pero los cachorros eran vulnerables a los depredadores terrestres, especialmente los miacoides. Animales feos y grandes como hurones, excavadores ocasionales que se aprovechaban de la carroña de las criaturas cazadas por los depredadores, los miacoides eran un grupo muy poco impresionante, pero a pesar de ello eran los ancestros de los poderosos gatos y lobos de tiempos posteriores. Y sabían trepar a los árboles.
La atenta madre se desplazó por la rama, buscando un lugar igualmente seguro para dejar a Izquierda. Pero el más fuerte de los cachorros estaba bien donde estaba, aferrada al pelaje del vientre de su madre. Después de intentarlo varias veces con suavidad, la madre cejó. Cargada con el cálido peso de su hija, se descolgó por las ramas hacia el suelo.
A cuatro patas, Noth caminaba por un suelo tapizado de hojarasca.
En aquel lugar los árboles eran de hoja caduca y al llegar el otoño se despojaban de sus anchas hojas veteadas, que cubrían el suelo formando una gruesa capa de vegetación en descomposición. Gran parte de la alfombra que estaban pisando las patas de Noth estaba formada por las hojas del pasado otoño, congeladas por las terribles heladas del invierno antes de haber tenido tiempo de pudrirse. Ahora las hojas estaban descomponiéndose con rapidez y el aire vaporoso estaba lleno de moscas que zumbaban irritablemente. Pero había también mariposas, cuyas alas extravagantes salpicaban el aire de colores danzarines sobre al monótono revestimiento del suelo.
Noth se movía despacio, buscando comida, alerta. Allí no estaba solo.
Dos fornidos taeniodontes avanzaban con el hocico hundido en las hojas descompuestas. Parecían wombats de grandes mandíbulas, y utilizaban sus poderosos miembros delanteros para hozar en la tierra, buscando raíces y tubérculos. Los seguía una cría, una cosilla torpe que se aferraba a las patas de sus padres y trataba de avanzar por la gruesa capa de hojas. Un taeniodontes buscaba hormigas y escarabajos con un hocico tan largo como el de un oso hormiguero. Y había una solitaria barylambda, una criatura torpe parecida a un perezoso, con patas musculosas y una cola fina y puntiaguda. Esta criatura, que en aquel momento avanzaba lentamente arrastrando los pies, era tan grande como un gran danés, pero algunos de sus parientes, que vivían en zonas más despejadas, llegaban a alcanzar el tamaño de bisontes y se contaban entre los animales más grandes de su tiempo.
En una esquina del claro, Noth reparó en los movimientos lentos de un primate, de hecho otra especie de adapis. Pero no se parecía casi a Noth. Al igual que los amos de tiempos posteriores, esta lenta criatura, confinada al suelo, se parecía mucho más a un cachorro de oso que a cualquier primate. Se movía por la hojarasca sin apenas hacer ruido, con el hocico pegado al suelo. Generalmente, este adapis se mantenía en las profundidades del bosque, donde su lentitud no era tan desventajosa como lo sería a campo abierto. Allí, sus movimientos lentos y silenciosos lo volvían casi invisible a los depredadores, así como a los insectos que su fino olfato captaba y de los que se alimentaba.
Noth arrugó el hocico. Aquel adapis utilizaba la orina para marcar el territorio. Cada vez que salía a recorrerlo se orinaba cuidadosamente las patas delanteras y traseras para dejar su marca. Como consecuencia de ello, para el sensible olfato de Noth era una auténtica tortura.
Encontró una colmena que había caído al suelo. La inspeccionó cuidadosamente, con titubeos. Las abejas eran, relativamente hablando, unas recién llegadas, parte de una explosión de formas nuevas de mariposas, escarabajos y otros insectos. La colmena estaba abandonada pero contenía gran cantidad de deliciosa miel en su interior.
Sin embargo, antes de atacar la miel, Noth escuchó cuidadosamente y olisqueó el aire. Su olfato reveló que los demás, en los árboles, todavía se encontraban muy lejos. Seguramente podría devorar aquella comida antes de que llegaran. Pero no debía hacerlo. Antes había que hacer ciertos cálculos.
Noth ocupaba una posición baja en la jerarquía de los machos de su grupo. Lo que se esperaba de él era que llamara a los demás y los avisara de que había encontrado comida. Entonces llegarían los demás machos y hembras, tomarían toda la miel que quisieran y —si Noth tenía suerte— le dejarían un poco. Si no decía nada y lo cogían manos en la masa con la miel, recibiría una severa paliza y le quitarían toda la comida. Pero por otro lado, si no lo cogían, podría comerse toda la miel y librarse del castigo…
Tomó una decisión. Empezó a sacar la miel con sus manitas, lamiéndola lo más deprisa posible, mientras sus ojillos nerviosos se movían en todas direcciones buscando a los demás. Se había terminado toda la miel y se había limpiado los rastros de la fechoría del hocico para cuando su madre llegó al suelo.
Todavía llevaba al cachorro, Izquierda, pegada al vientre. Empezó a arañar el suelo, con la gruesa cola extendida tras de sí, recortada contra los brillantes haces de luz que perforaban las capas superiores del bosque. No tardó en descubrir más fragmentos de la colmena caída. Noth hizo ademán de lanzarse a por ella, pero su madre lo apartó de un buen empujón y se la quedó.
El padre de Noth trató entonces de unirse al banquete, pero su pareja le dio la espalda. Llegaron dos de las tías de Noth, las hermanas de su madre. Inmediatamente acudieron corriendo junto a su hermana y, con chillidos, enseñando los dientes y arrojando hojas a puñados, echaron al padre de Noth. Una de ellos incluso cogió un trozo de panal con la pata. El padre de Noth trató de resistirse, pero como la mayoría de los machos adultos, era más pequeño que cualquier hembra y sus esfuerzos fueron fútiles.
Siempre era así. Las hembras eran el centro de la sociedad de los notharcus. Poderosos clanes de hermanas, madres, tías y nietas, juntas para toda la vida, excluían a los machos. Todo esto era un comportamiento fósil: la dominancia de las hembras sobre los machos y el hábito de que los emparejamientos macho-hembra siguieran existiendo después de las cópulas, eran más propios de las especies nocturnas que de las que podían vivir a la luz del día. Aquel poderoso matriarcado pretendía garantizar que las hermanas tuvieran acceso a los mejores bocados de la comida, antes que cualquier macho.
Noth se tomó su propia exclusión con filosofía. Después de todo, el sabor de la miel ilícitamente conseguida seguía en su boca. Se alejó a grandes zancadas en busca de más comida.
Purga y Plesi habían llevado vidas solitarias. Normalmente solo había hembras con sus cachorros o una pareja que se juntaba para aparearse. La búsqueda solitaria de alimentos era una estrategia más eficaz para las criaturas nocturnas. Cuando no se formaba parte de un ruidoso grupo era más fácil esconderse de los depredadores nocturnos, que esperarían en silencio para tender una emboscada a sus presas.
Pero para los animales que estaban activos durante el día era mejor mantenerse agrupados, con más ojos y oídos alerta para percibir a los posibles atacantes. Los notharcus habían desarrollado incluso un sistema de alarma a base de gritos y aromas para advertirse unos a otros de la presencia de diferentes clases de depredadores —aves de presa, cazadores terrestres, serpientes—, cada una de las cuales requería una estrategia defensiva diferente. Y cuando formabas parte de un grupo, siempre existía la posibilidad de que el depredador se llevara al tío de al lado en lugar de a ti. Era una fría lotería que había demostrado su valía lo bastante a menudo para justificar la conveniencia de adaptarse a ella.
Pero la vida en grupo tenía sus desventajas: principalmente, si había otros como tú, la competencia por la comida era mayor. A medida que esta competición se desenvolvía, el resultado inevitable era una mayor complejidad social, y el tamaño de los cerebros de los adapis había aumentado para poder asumir esta complejidad. Luego, claro está, se habían visto obligados a aumentar su eficiencia en la búsqueda de comida, para alimentar a estos grandes cerebros.
Era la senda del futuro. A medida que las sociedades primates fueran haciéndose cada vez más complejas, emprenderían una especie de carrera armamentística cognitiva, en la que el incremento de la inteligencia se vería alimentado constantemente por el de las complicaciones sociales.
Pero Noth no era tan listo. Al encontrar la miel, había aplicado una sencilla norma de comportamiento: llama si los grandes están cerca. No lo hagas si no lo están. La norma le proporcionaba grandes probabilidades de escapar con un máximo de comida y un mínimo de golpes. No funcionaba siempre, pero sí lo bastante a menudo como para que mereciera la pena.
Es como si hubiese mentido con la miel, pero Noth era incapaz de decir mentiras genuinas —plantar una creencia falsa en las mentes de otros— porque la noción de que otros pudieran tener creencias le era ajena, y no digamos la de que pudieran ser diferentes a las suyas, o la de que sus acciones pudieran afectar a estas creencias. Ese juego que los humanos hacen a sus bebés —si quieres esconderte, cierra los ojos; si no puedes verlos, ellos no pueden verte a ti— lo habría engañado siempre.
Noth era una de las criaturas más inteligentes del planeta. Pero su inteligencia estaba especializada. Era mucho más listo con respecto a los problemas que afectaban a los otros miembros de su especie —dónde estaban, su potencial de amenaza o de apoyo, las jerarquías que formaban— que con cualquier otra cosa de su entorno. No era capaz, por ejemplo, de asociar un rastro de serpiente con la posibilidad de toparse con una serpiente. Y aunque su comportamiento parecía complejo y sutil, obedecía unas normas tan rígidas como si hubieran sido programadas en una tribu de robots.
Y sin embargo, los notharcus pasaban la mayor parte de su vida como criaturas solitarias, igual que Purga. Se notaba en su forma de moverse: eran conscientes unos de otros, no chocaban entre sí, se acurrucaban juntos cuando necesitaban protección… pero no se movían juntos. Eran como solitarios natos obligados a cooperar, encerrados unos con otros por necesidad.
Mientras Noth se movía por el suelo del bosque, una tropa de pequeñas criaturas oscuras pasó corriendo junto a él. Tenían incisivos como los de las ratas, un aspecto mísero, como de alimañas, en comparación con Noth y su familia, y el pelaje blanco y negro mugriento y escaso. Aquellos pequeños primates eran plesiadápidos, casi idénticos a Plesi, a pesar de que ella había muerto más de catorce millones de años antes. Eran una reliquia del pasado.
Uno de los plesi se acercó demasiado, husmeando en su relativa ceguera. Noth se dignó a escupirle una semilla. La semilla hizo blanco en el ojo de la criatura, que se encogió y se apartó.
Una forma esbelta, pegada al suelo, ágil, salió disparada de la sombra de los árboles. Parecida a una hiena, era un mesonychid.
Noth y su familia huyeron rápidamente.
El plesi se quedó helado. Pero allí, en el suelo del bosque estaba condenado.
El mesonychid se le echó encima. El plesi se encogió y, con un siseo, rodó por el suelo. Pero los dientes del meso ya le habían arrancado un pedazo de la pata anterior. Entonces, otros miembros de la manada del meso, que habían captado el olor de la sangre, llegaron corriendo al lugar.
El mesonychid era una especie de condylarth, un grupo dispar de animales emparentados con los antepasados de los ungulados. El meso no era un depredador experto ni un carnívoro exclusivo, sino un omnívoro, como los osos o los glotones. Todos los condylarth estaban condenados a extinguirse diez millones antes de la era del hombre. Pero por ahora, como depredadores dominantes de aquel mundo forestal, estaban en su cénit.
Los demás habitantes del suelo del bosque reaccionaron de formas diferentes. El adapis tenía un escudo de piel gruesa sobre unas protuberancias óseas en la espalda, y escondió la cabeza detrás de ellas. La grande y lenta barylambda decidió que ni siquiera una manada entera de aquellos pequeños carnívoros representaba una amenaza para ella. Al igual que las hienas del futuro, los mesos eran principalmente carroñeros y raras veces atacaban animales mucho más grandes que ellos mismos. Sin embargo, los taeniodontes decidieron que se imponía la cautela. Huyeron trotando pomposamente, con las bocas muy abiertas para enseñar sus finos dientes.
Mientras tanto, el plesi seguía luchando, infligiendo arañazos y pequeñas heridas a sus asaltantes. Uno de los mesos tuvo que retirarse aullando, con un gran desgarrón que sangraba copiosamente. Pero finalmente el plesi sucumbió a sus colmillos y su peso. Los mesos formaron un círculo impreciso alrededor de su víctima, con los esbeltos cuerpos y las colas apiñados alrededor de la comida como gusanos en una herida. La peste a sangre que brotaba de allí y el repugnante tufo a excrementos y contenidos estomacales abrumaron el sensible olfato de Noth.
Aunque algunos de los ancestrales plesiadapis se habían especializado y habían aprendido a pelar la fruta como los possums o a vivir de la corteza de los árboles, seguían siendo principalmente criaturas insectívoras. Pero ahora sufrían la competencia de otros insectívoros, los antepasados de los erizos y las musarañas, y de sus propios descendientes, los notharcus. La forma relicta de los plesis se había extinguido ya de la mayor parte de América del Norte y solo pervivía en zonas remotas, como los bosques polares, marginalmente habitables, donde los interminables días no convenían a unos cuerpos y unos hábitos modelados durante las noches del Cretácico. Muy pronto, los últimos de ellos desaparecerían.
Noth, encaramado a lo más alto de la calma catedralicia de los árboles, veía a su familia, que estaba trepando hacia él, moviendo con suavidad los esbeltos miembros. Pero algo lo perturbó: un cambio en la luz, un frío súbito. Mientras las nubes pasaban por delante del Sol, los grandes contrafuertes de luz que se extendían por todo el bosque empezaron a disolverse. Noth sintió frío y se le erizó el pelaje. Empezó a llover: goterones deformados que traqueteaban contra las anchas hojas de los árboles y caían como salvas de artillería sobre el barro del suelo.
Por culpa del comienzo de la lluvia y de la peste que despedía la sanguinolenta matanza que estaba teniendo lugar abajo, Noth no detectó la proximidad de Solo.
Oculto entre las sombras, de cara al viento para que su olor no lo traicionase, Solo seguía con la mirada al grupo de notharcus que estaba regresando a su refugio.
Y vio a la madre de Noth con sus hijas.
Era una hembra fértil y saludable: eso era lo que revelaba la presencia de los cachorros. Pero tenía una pareja y, dado que ya había tenido cachorros, era improbable que volviera a estar en celo durante la estación. Ninguno de estos factores suponía un obstáculo para Solo. Esperó a que la familia de Noth se hubiera posado en una rama y, creyendo pasado el peligro, se hubiera calmado.
A sus tres años de edad, Solo era un maduro y poderoso notharcus macho. Y también era una especie de bicho raro.
La mayoría de los machos vagabundeaba por los bosques en pequeños grupos, buscando las manadas más numerosas y sedentarias de hembras, con la esperanza de tener la oportunidad de aparearse. Solo no. Solo prefería viajar sin compañía. Era más grande y más poderoso que la mayoría de las hembras con las que se había encontrado en sus viajes por aquel bosque polar. También en esto era un tipo peculiar: normalmente, los machos adultos típicos eran más pequeños que las hembras.
Y había aprendido a utilizar su fuerza para conseguir lo que quería.
Con un pequeño balanceo, Solo se dejó caer sobre la rama y se plantó, muy erguido, frente a la madre de Noth. Parecía desequilibrado, porque sus patas traseras eran comparativamente gigantescas, sus antebrazos cortos y flacos y mantenía su larga cola en el aire, arqueada por encima de su cabeza. Pero era muy alto, estaba muy quieto e imponía muchísimo respeto.
La madre de Noth captó el olor de aquel desconocido: no es de los nuestros. Inmediatamente fue presa del pánico. Siseó y protegió a Izquierda con su cuerpo.
El padre de Noth acudió corriendo. Se levantó sobre las patas traseras y se enfrentó al intruso. Con rápidos y convulsos movimientos, frotó sus glándulas genitales contra el follaje que lo rodeaba y pasó rápidamente la cola sobre los antebrazos para que las espuelas córneas que cubrían las glándulas de sus muñecas, al resbalar sobre el pelaje de la cola, la impregnaran de olor. A continuación sacudió la hirsuta y apestosa cola sobre su cabeza, en dirección al intruso. En el mundo de los notharcus, dominado por los olores, era una demostración impresionante. Vete. Este lugar es mío. Esta es mi familia, mis cachorros. Vete.
No había nada sentimental en el comportamiento del padre. Engendrar descendencia sana que sobreviviera hasta llegar a la edad fértil era el único propósito de su vida. Estaba dispuesto a enfrentarse al intruso impulsado únicamente por el deseo egoísta de asegurarse de que su propia sangre era preservada.
Normalmente, este juego de bravuconería olfativa habría continuado hasta que uno de los dos machos hubiera retrocedido, sin que llegara a producirse contacto físico. Pero claro, Solo no era normal. No respondió con más demostración que una mirada fría dirigida a la febril ostentación del padre.
La espeluznante quietud del recién llegado estaba crispando los nervios al padre de Noth. Titubeó, sus glándulas de olor se secaron y su cola cayó al suelo.
Entonces atacó Solo.
Enseñando los dientes, se abalanzó sobre el padre de Noth y lo golpeó en el pecho. Este retrocedió chillando. Solo se apoyó sobre las cuatro patas, cayó sobre él y le mordió en el pecho a través de una capa de pelo. El padre de Noth soltó un aullido y se escabulló. Su herida era casi insignificante, pero había perdido el valor.
Entonces Solo se volvió hacia las hembras. Las tías podrían haberlo detenido con facilidad si hubieran combinado sus esfuerzos. Pero se apartaron de su camino. El ataque de Solo las había perturbado tanto como a su víctima. Nunca habían visto nada parecido. Todas ellas eran madres; sus pensamientos acudieron instantáneamente a las crías que habían dejado en las ramas altas.
Solo las ignoró a su vez. Con los acerados movimientos de un carnívoro avanzó sobre la madre de Noth, su objetivo principal.
Ella siseó, le enseñó los dientes y hasta le lanzó algunas patadas con sus poderosas patas traseras. Pero Solo resistió los golpes sin dificultad, le apartó las piernas, y le arrancó de las manos a la cría, que, confundida, no se resistió. Sin perder un momento la mordió en la garganta y excavó en su carne hasta encontrar y destrozar la tráquea. Todo terminó en cuestión de segundos. Dejó caer el tembloroso trozo de carne sobre el suelo del bosque, donde los mesonychid, alertados por el aroma de la sangre fresca, acudieron con aquellos gañidos espeluznantes que parecían ladridos sin llegar a serlo. Con la boca y las manos ensangrentadas, Solo se volvió hacia la madre de Noth. Por descontado, todavía no sería fértil. Puede que no lo fuera hasta dentro de varias semanas, pero podía marcarla con su olor para hacerla suya y prevenir las atenciones de otros machos.
No había nada realmente cruel en Solo. Si sus cachorros morían, era posible que la madre de Noth volviera a estar en celo antes del fin del verano, y si Solo la cubría entonces, podría generar más descendencia a través de ella. De modo que, para Solo, el infanticidio era una buena táctica.
La brutal estrategia de Solo no habría podido utilizarla cualquiera. Los machos de notharcus no estaban equipados para luchar. Carecían de los caninos que las especies de primates del futuro utilizarían para infligir daño a sus rivales. Y aquel bosque polar era un medio marginal en el que las auténticas peleas suponían literalmente un derroche de energía, el despilfarro de unos recursos que eran muy escasos: razón por la que, para empezar, se habían desarrollado el sistema de enfrentamiento con olores. Pero para Solo, la excepción que confirmaba la regla, era una estrategia que funcionaba, una vez tras otra, y que había utilizado para conseguir muchas hembras, con las que había generado mucha descendencia por todo el bosque.
Pero no iba a funcionar esta vez.
La madre de Noth, marcada por el olor del asesino, bajó la mirada hacia el verde vacío que se abría a sus pies. Había perdido a su cachorro, como le ocurriera antaño a su abuela lejana, Plesi. Pero, considerablemente más inteligente que ella, fue mucho más consciente de su dolor.
Una negrura la invadió. Se abalanzó sobre Solo, sacudiendo los pequeños miembros y con la boca abierta. Estupefacto, Solo retrocedió.
La hembra pasó a su lado como una exhalación. Y cayó.
Noth vio caer a su madre al mismo abismo que acababa de tragarse a su hermana. Al instante, la forma retorcida desapareció bajo los cuerpos suaves y temblorosos de los mesos.
A Noth lo habían destetado pocas semanas después de nacer. Pronto habría llegado el momento en que abandonaría la compañía de la familia. Sus vínculos con su madre eran débiles. Pero, sin embargo, sintió un pesar tan intenso como si acabasen de arrancarle el pezón de su madre de la boca.
Y la lluvia siguió cayendo, cada vez con más fuerza.
Noth, tiritando, reptaba por las ramas. Con aquel viento tan débil, la lluvia caía en enormes goterones que golpeteaban la carne desnuda y martilleaban las amplias hojas de los árboles.
Mientras seguía los duraderos rastros del olor de su madre, encontró a su hermana pequeña. Seguía inmóvil, aferrada al tronco del árbol donde ella lo había dejado, donde habría seguido, probablemente, hasta desfallecer de hambre. Noth olisqueó su pelaje mojado. Se acurrucó a ella y la envolvió con los brazos. La sentía como una diminuta masa temblorosa contra el pelaje de su vientre, pero la protegió de la lluvia.
Tenía que quedarse con ella. Olía a la familia; compartían gran parte de un mismo material genético, así que la responsabilidad de intentar que llegara a tener descendencia algún día recaía sobre él.
Pero la lluvia siguió cayendo toda la noche y todo el día, mientras el Sol continuaba su fútil danza por el firmamento. El agua saturó el suelo del bosque y empezaron a aparecer brillantes charcos, cubiertos por restos flotantes de hojas que ocultaban huesos mordisqueados y desperdigados.
Y la lluvia incesante acabó por borrar los últimos rastros de las señales olfativas de la familia de Noth de los árboles. Noth y su hermana estaban perdidos.
Mientras el día interminable se prolongaba, mientras el Sol viraba siguiendo sus absurdos ciclos, Noth y Derecha avanzaban a trompicones por las ramas del bosque.
Ya llevaban una semana perdidos. No habían encontrado a ninguno de su propia especie. Pero allí, en las copas de los árboles, había muchos adapis, primos cercanos de los notharcus. Muchos de ellos eran más pequeños que Noth. Atisbaba sus brillantes ojos, como espeluznantes cavidades amarillentas, asomando entre las sombras. Aquellos minúsculos cazadores de insectos se parecían a ratones. Algunos de ellos se escabullían por las ramas, corriendo entre las sombras en busca de refugio. Pero uno de ellos dio un espectacular salto entre dos árboles, sacudiendo las poderosas patas traseras y alargando las zarpas delanteras. Con las membranosas orejas hinchadas como las de un murciélago, atrapó un insecto con las fauces a mitad de salto.
Una criatura solitaria se sujetaba a la corteza podrida de un árbol muy antiguo. Tenía un pelaje negro y desaliñado, orejas de murciélago y unos dientes delanteros muy prominentes y, con las orejas muy levantadas, estaba golpeando pacientemente la madera con un dedo terminado en una garra. Cuando oía a una larva excavando por debajo de la corteza, arrancaba la madera con la zarpa e introducía el dedo medio, curiosamente alargado, para sacar la larva e introducírsela en su boca abierta y codiciosa. Era un primate que había aprendido a vivir como un ave, como un pájaro carpintero.
En una ocasión, Noth había topado con una criatura muy grande, parecida a un perezoso, que colgaba cabeza abajo de una gruesa rama, sujeta a la madera con sus manos de primate. La cabeza de aquel monstruo se había vuelto para inspeccionar a Noth y Derecha con mirada vacía. Su boca masticaba lentamente, llena a rebosar de las deliciosas y gruesas hojas que conformaban la mayor parte de su dieta. Su raza se había visto obligada a aumentar de tamaño por la necesidad de acomodar unos intestinos lo bastante grandes como para descomponer la celulosa de las paredes celulares de las hojas. El rostro de la criatura-perezoso era extrañamente inmóvil, estático, limitado en su expresividad. La vida social de aquella melancólica criatura era monótona. Su metabolismo lento y la falta de energía sobrante para dedicar a actividades sociales se encargaban de ello.
El mundo se había calentado considerablemente desde el terrible impacto. La vegetación ecuatorial había emigrado a oleadas, hasta que toda África y Sudamérica, Norteamérica hasta lo que acabaría un día por ser la frontera de Canadá, China, Europa hasta la altura de Francia y gran parte de Australia habían quedado cubiertas de junglas tropicales. Hasta en los polos había jungla.
América del Norte seguía unida por poderosos puentes continentales a Europa y Asia, mientras los continentes meridionales se extendían en una franja por debajo del ecuador, como una serie de islas dispersas. Tanto la India como África estaban migrando hacia el norte, pero el mar de Tethys, una poderosa corriente que transmitía calor por todo el vientre del planeta, seguía circunvalando el ecuador. El Tethys era como el río del Edén.
Como respuesta al calentamiento, las hijas de Purga y de otros mamíferos habían renunciado al fin a su pasado. Fue como si los nuevos dueños de la Tierra hubiesen comprendido al fin que un planeta vacío les ofrecía mucho más que una nueva especie de gorgojo para comer. Aunque los reptiles supervivientes, los lagartos, cocodrilos y tortugas, permanecían en gran medida intactos, los cimientos de los triunfantes linajes de los mamíferos del futuro no tardarían en plantarse.
Plesi, al igual que Purga, había sido una criatura que se movía por el suelo a cuatro patas, con la típica disposición corporal, incluida la cabeza baja, de los mamíferos con estas características. Pero sus descendientes primates se habían hecho más grandes y habían desarrollado patas posteriores más poderosas, capaces de sustentar un cuerpo y una cabeza erguidos. Mientras tanto, los ojos de los primates se habían desplazado hacia la parte delantera de su rostro. Esto les proporcionaría visión tridimensional, que a su vez le permitiría estimar las distancias en sus saltos cada vez más grandes y triangular a los pequeños insectos y reptiles que todavía formaban parte de su dieta. Y así, a medida que exploraban nuevas soluciones para la vida, el linaje de los primates alumbraría muchas formas diferentes.
No había ningún designio en todo esto: ningún sentido de mejora, ningún propósito. Lo único que estaba ocurriendo era que cada organismo luchaba por preservarse, y junto a sí mismo, a su descendencia y parentela. Pero conforme el medio cambiaba lentamente, lo hacían también, a través de la implacable selección, las especies que lo habitaban. Era un proceso que no estaba impulsado por la vida, sino por la muerte: la eliminación de los menos adaptados, la incesante tala de las posibilidades inapropiadas. Pero el potencial de un futuro invisible no suponía ningún consuelo para aquellos que tenían que enfrentarse a la inexorable extinción.
Muchos de los adapis se habían vuelto demasiado especializados. Aquella confortable calidez extendida a todo el planeta no duraría eternamente. En las épocas más frías del futuro, conforme los bosques empezaran a ralear y las diferencias estacionales se hicieran más pronunciadas, ser tan melindroso con la comida empezaría a ser una mala idea. La extinción volvería a manifestarse, como siempre había hecho.
Pero mientras tanto, en medio de aquel desbarajuste de primates exóticos, los cachorros no encontraban a ningún notharcus.
Mientras exploraba el suelo del bosque, Noth encontró una planta que daba unos frutos envueltos en vainas y parecidos a peras. Abrió algunas de las vainas y dejó que su hermana se alimentara.
Una especie de oso hormiguero, de un metro de largo, se aproximaba a un pilar que contenía un nido de hormigas. Cayó sobre el nido y plegó los poderosos músculos de su brazo y su hombro. Como si fuera un zapapico, toda su fuerza se concentraba en un solo lugar, la punta de un dedo medio poderosamente plegado. Las hormigas acudieron en tropel —algunas de ellas eran enormes, de hasta diez centímetros de longitud— y el oso hormiguero las engulló rápidamente con su larga y pegajosa lengua antes de que los soldados pudieran organizar una defensa. El oso hormiguero descendía de una especie nativa de América del Sur, que había llegado allí aprovechando los puentes emergidos, muchas generaciones antes.
Noth y Derecha observaban con los ojos muy abiertos lo que estaba pasando. Pero aunque su mirada estaba clavada en el oso hormiguero, una preocupación carcomía el subconsciente de Noth.
Había estado tratando de conseguir comida para los dos, a fin de que sus colas pudiesen engordar y reunir la provisión invernal que les permitiría superar los largos meses de hibernación que se aproximaban. Eso era lo que su programación innata imponía. Pero no estaban comiendo suficiente. Aislados como estaban de su comunidad, tenía que dedicar demasiado tiempo a vigilar por si aparecían depredadores.
Podría haber regresado. Como todas las especies —más los móviles machos que las sedentarias hembras— era capaz de estimar su posición espacial recurriendo a un cálculo innato que tomaba en consideración el tiempo, el espacio y el ángulo de los rayos del Sol. Era una habilidad que lo ayudaba a encontrar fuentes de alimento y agua. Si era necesario, Noth podría haber encontrado el camino de regreso a su «hogar», la arboleda que había sido el centro de los merodeos de su grupo. Pero no oyó los característicos cantos de sus hermanos. Su rudimentaria maquinaria de toma de decisiones lo impulsaba a seguir buscando un grupo que los aceptara a su hermana y a él.
Mientras tanto, aunque el Sol todavía continuaba su interminable trayecto sobre el horizonte, gran parte de la luz del día empezaba a teñirse con el rojo del crepúsculo y allí, en el suelo del bosque, unas esporas de color pardo empezaban a pegarse a las frondas de los helechos. Estaba llegando el otoño. Y luego vendría el invierno. Estaban subalimentados y el tiempo se les estaba acabando.
Derecha sucumbió a la angustia, como le ocurría a menudo. Dejó caer las vainas de fruta, se hizo un ovillo y empezó a balancearse adelante y atrás, canturreando suavemente, cubriéndose la carilla con las manos. Noth la cogió en brazos y se la llevó hasta un pliegue de una rama, donde empezó a peinarla. Trabajó cuidadosamente el pelaje escaso de la espalda, el cuello, la cabeza y el vientre de su hermana, quitando la mugre, los trozos de hoja y los excrementos secos, deshaciendo nudos y quitando parásitos que estaban tratando de alimentarse de su joven carne.
Derecha se calmó enseguida. La mezcla de placer, atención y leve dolor que le procuraban las manos de su hermano inundó su organismo de endorfinas, los opiáceos naturales de su cuerpo. Antes de que fuera mucho mayor se volvería adicta, literalmente, a esta placentera ceremonia, como lo era ya su hermano, que echaba muy en falta las fuertes y perspicaces caricias de un adulto en la espalda.
Pero Noth estaba preocupado por ella a un nivel profundo que no era capaz de comprender.
El confuso pesar de Derecha servía a un propósito. Era una señal destinada a sí misma, que indicaba que había sufrido una pérdida, que había un vacío en su mundo que debía llenar. Y aunque Noth no era capaz de experimentar auténtica empatía —si no eres capaz de comprender que las demás personas poseen mentes, pensamientos y sentimientos como los tuyos es poco probable que puedas sentirla— las demostraciones de pesar de su hermana despertaban en él una especie de instinto de protección. Quería enderezar el mundo para ella: el instinto de ayudar al huérfano era muy profundo.
Pero en última instancia, un pesar obsesivo era una mala herramienta de adaptación. Si Derecha era incapaz de recobrarse, al final no habría nada que pudiera hacer por ella. Tendría que abandonarla y entonces seguramente moriría.
Mientras los días se sucedían sin descanso, el Sol, en el punto más bajo del arco que describía en el cielo, empezó a ocultarse bajo el horizonte meridional. Al principio, las breves noches parecían crepúsculos, y cuando eran claras, unas cortinas de luz entre púrpuras y rojizas se encaramaban a las alturas del firmamento. Pero muy pronto las excursiones del Sol a las tierras invisibles se hicieron más largas y empezaron a sucederse intervalos cada vez más largos en los que las estrellas brillaban con una luz cada vez más azulada. La auténtica oscuridad no tardaría en llegar al bosque polar.
El clima se hizo rápidamente más frío y más seco. Las lluvias eran escasas y algunos días el calor del Sol no parecía casi penetrar las pertinaces neblinas. Muchos de los pájaros que moraban en las copas de los árboles habían partido ya, una bandada tras otra, en busca de las tierras cálidas del sur, seguidas solo por los ojos perplejos de los primates.
Noth estaba exhausto, famélico, y sus sueños estaban llenos de garras resplandecientes y voraces colmillos, visiones en las que su pequeña hermanita le era arrancada de las manos por bocas gigantescas.
De momento, el mayor problema era la sed. Había pasado tanto tiempo desde la última lluvia que las copas de los árboles estaban empezando a secarse. Y los árboles estaban ya despojándose del follaje. Las últimas hojas eran de color pardo y estaban marchitas. Noth no tardó en verse reducido a lamer la corteza en busca del fresco rocío de cada mañana.
Finalmente, impulsados por la sed, los cachorros decidieron bajar a la superficie a buscar agua. Cerca del lago más próximo bajaron corriendo por el tronco de un árbol, con los ojos muy abiertos.
Mientras se aproximaban al agua, los primates pasaron junto a un par de lo que parecían ciervos en miniatura. Del tamaño de perros pequeños con la cola alargada, aquellos rápidos corredores solitarios, que husmeaban entre las hojas y los frutos caídos, eran antepasados del poderoso orden de los artiodáctilos, que en su día englobaría a los cerdos, las ovejas, el ganado, los renos, los antílopes, las jirafas y los camellos. Derecha pisó sin darse cuenta a una rana, que se alejó a saltos, croando de protesta. La cría retrocedió asustada, observando con los ojos muy abiertos aquella cosa tan insólita. No tardaron en ver más anfibios, ranas, sapos y salamandras. El ramaje estaba abarrotado de aves, cuyos agudos gritos inundaban el húmedo aire.
Noth estaba intranquilo. La orilla estaba demasiado atestada: Derecha y él no eran las únicas criaturas sedientas en aquella trémula jungla.
Una criatura de un metro de longitud y parecida a un canguro pasó corriendo junto a ellos. Era un lepticidium, un cazador de animales pequeños e insectos. Al explorar el suelo con su hocico móvil perturbó a un pholidoercus, un antepasado de pelo hirsuto de los puercoespines que, indignado, se alejó dando saltos como un conejo. Más allá había una abigarrada manada de caballos. Eran diminutos: tan pequeños como terriers con las cabezas equinas perfectamente formadas. Con aire tímido, estas criaturas exquisitas se abrían camino por entre la maleza. Caminaban sobre almohadillas, como los gatos, y en cada pata tenían varios dedos con sus correspondientes cascos. Su género había emergido de África pocos millones de años antes. El áspero gruñido de un carnívoro impaciente sobresalta a los caballitos, que emprendieron una brusca huida.
Por entre aquella exótica multitud, los dos primates avanzaban a hurtadillas, escabulléndose, con movimientos bruscos y sobresaltos.
El agua era una película apacible, cubierta de vegetación enmarañada, juncos muertos y colonias de algas. En algunos lugares se habían formado pequeñas capas de hielo de color grisáceo. Pero en las aguas abiertas flotaban algunas aves, antepasados de flamencos y avocetas, y sobre la superficie descansaban con languidez enormes nenúfares.
Allí, en las aguas abiertas, una araña estaba suspendida sobre una hebra de seda y volaban enormes hormigas, del tamaño de una mano humana cada una de ellas, en busca de nuevos hormigueros. En medio de esta muchedumbre de insectos revoloteaba delicadamente una familia de murciélagos. Resultado de una evolución reciente, tan grandes y frágiles como cometas de papel, los pequeños mamíferos voladores engullían los insectos a bocados. Primitivos peces óseos atravesaban la superficie y se alimentaban de la comida que sobrevolaba el agua, al igual que lo hacía una sinuosa anguila.
Los primates encontraron un lugar lo suficientemente lejos de cualquier depredador como para permitirles beber sin molestias. Se inclinaron, hundieron el morro en las aguas gélidas y empezaron a beber con deleite.
Los animales de mayor tamaño se revolcaban en las fangosas orillas del lago.
Había una pareja de uintatheres. Estos enormes animales, cada uno de los cuales contaba con un juego de seis cuernos de hueso en la cabeza y unos caninos superiores tan largos como los de los tigres de dientes de sable, parecían colosales rinocerontes. Su denso pelaje estaba cubierto de lodo, que contribuía a evitar que se recalentaran y a mantener a raya a los insectos. Pacían plácidamente la suave vegetación del fondo del lago, y bebían el agua teñida de verde por las algas, mientras un grueso cachorro, más ágil y vivaz, jugaba entre las patas de sus padres, acariciando sus rodillas, gruesas como troncos, con una cabeza llena de pequeñas protuberancias, incipientes cuernos. Noth observó con temor sus enormes pies.
Más cerca de la orilla caminaba una familia de moeritherium. Los adultos, que apenas alcanzaban el metro de altura, se movían por el agua con regia calma, transmitiéndose tranquilidad unos a otros con sus gruñidos, mientras a sus pies los cachorros chapoteaban con sus rollizos cuerpos. Extraían eficientemente la vegetación del fondo del lago con unas narices alargadas. Estas criaturas se contaban entre los primeros proboscideanos, antepasados de elefantes y mamuts. Todavía se parecían más a los cerdos que a los elefantes, pero ya eran animales inteligentes y sociables.
Alrededor de las manadas de herbívoros se encontraban los carnívoros. En su mayor parte eran creodontes, ancestrales criaturas parecidas a los zorros y los glotones. Y había una manada de depredadores ungulados —como caballos carnívoros—, criaturas insólitas y aterradoras que no tenían equivalente en la época de los humanos.
Muchos de estos seres parecían lentos y pesados, extrañamente malformados, los resultados de los primeros experimentos de la naturaleza en la producción de grandes mamíferos y herbívoros a partir de las especies que habían sobrevivido a la extinción de los dinosaurios. Las grandes praderas abiertas se encontraban todavía a millones de años de distancia, junto con los herbívoros veloces, gráciles y de largas patas que se adaptarían a sus exuberantes espacios y los más astutos y rápidos carnívoros que surgirían para acecharlos. Cuando esto ocurriera, la mayoría de las especies que rodeaban a Noth en aquel momento sucumbirían a la extinción. Pero las órdenes que conocerían los humanos —los auténticos primates, los ungulados, los roedores y los murciélagos, los cérvidos y los caballos— habían hecho ya su entrada en el escenario.
En aquel momento, no existía una ecología más compleja y abarrotada en toda la Tierra que aquella, la de la isla Ellesmere. Aquel lugar era un pivote en las grandes rutas migratorias que unían las Américas y, atravesando el techo del mundo, Europa, Asia y África. Allí se mezclaban y competían los pangolinos de Asia, los carnívoros de América del Norte, los ungulados de África, los insectívoros de Europa, parecidos a erizos ancestrales e incluso los osos hormigueros de Sudamérica. De repente, Noth echó la cabeza atrás.
Dos primates, un corpulento macho y una pequeña hembra, lo estaban mirando desde el agua. No captaba el olor del macho y no podía saber si era pariente o desconocido. Lanzó un chillido y le enseñó los dientes… y el otro lo imitó, lo que lo enfureció todavía más, así que dio un pisotón al agua y el nothareus reflejado desapareció.
Noth era capaz de reconocer a otros de su especie, podía discernir si eran machos o hembras y si eran parientes suyos o no. Pero no era capaz de reconocerse a sí mismo, porque su mente carecía de la capacidad de la introspección. Toda su vida se vería amenazado por el encuentro fortuito de un reflejo.
Una forma esbelta emergió violentamente de las aguas y avanzó bamboleándose, impulsada sobre unas patas arqueadas, hasta la plataforma rocosa. Noth y Derecha retrocedieron. Por encima de un morro como el de un cocodrilo, el recién llegado miró a los dos perplejos primates.
Este ambulocetus era un pariente de aquellas criaturas parecidas a hienas, los mesonychid. Como las nutrias, estaba recubierto de un pelaje negro y lustroso y poseía grandes patas anteriores equipadas con dedos de diez centímetros. Hacía eones, los antepasados de aquel animal habían regresado al agua en busca de una vida mejor. Y la selección había puesto en marcha su implacable modelado. El ambulocetus parecía ya más acuático que terrestre.
Muy pronto su especie se trasladaría a los océanos de forma permanente. Su cráneo y su cuello menguarían y el hocico migraría hacia dentro, mientras que las orejas se cerrarían, de tal modo que el sonido tendría que atravesar una capa de grasa para llegar al oído. Al fin, sus patas se transformarían en aletas, con un sistema óseo diferente, los dedos de manos y pies se atrofiarían hasta volverse inútiles y finalmente desaparecerían. Al llegar a los vastos espacios del Pacífico y el Atlántico, empezaría a crecer —hasta convertirse en última instancia en una criatura tan grande, comparada con su forma actual, como un ser humano frente a un ratón— pero aquellos poderosos descendientes marinos retendrían dentro de sus cuerpos, en forma de fósiles óseos y trazas moleculares, los vestigios de las criaturas que un día habían sido.
La ballena andante lanzó una mirada vacía a los dos tímidos primates. Tras decidir que aquella abarrotada orilla no era un buen lugar para echarse a tomar el Sol, flexionó la espina dorsal y se alejó nadando grácilmente.
Mientras la luz remitía, Noth y Derecha se retiraron a su refugio en los árboles. Pero las ramas estaban ya casi despojadas de follaje y era difícil encontrar un sitio para cobijarse. Se acurrucaron en el codo de una rama.
Los herbívoros chapoteaban en el agua y los grupos familiares se llamaban unos a otros. Y los depredadores empezaron a hacerse oír, ásperos ladridos casi perrunos y gruñidos leoninos que resonaban por el ralo bosque.
Conforme el frío iba en aumento, Noth sintió que un letargo se iba apoderando de él. Pero hacía frío allí, y estaba atrapado con la única compañía de su hermana pequeña, lejos del consuelo y el calor de su grupo.
Y entonces, para gran sorpresa suya, lo despertó un poderoso olor almizclado.
De repente había notharcus a su alrededor, por todas partes. Estaban en las ramas, por encima y por debajo de él, formas acurrucadas con las patas muy rectas debajo de los cuerpos y las largas y gruesas colas colgando. Su olor confirmaba que eran de su especie, pero no pertenecían a su misma familia. Nunca antes había detectado sus marcas de olor. De hecho, las marcas estaban enterradas bajo capas de escarcha y hielo. Pero los notharcus desconocidos habían reparado en él.
Dos poderosas hembras, atraídas por el aroma de un bebé, se acercaron a ellos. Una, a la que Noth, en su cabeza, puso el nombre de Mayor, apartó a la otra —que se llamaba simplemente Grande— para poder examinar mejor a Derecha.
La mente de Noth revoloteaba. Sabía que era vital para ellos que los aceptara aquel nuevo grupo. Así que se acercó poco a poco a la hembra que tenía más próxima y empezó a introducir los dedos en el pelaje de la parte anterior de su pata. Grande respondió a sus atenciones estirando las patas con placer.
Pero cuando Mayor vio lo que estaba pasando soltó un aullido y les dio un empellón a ambos. Noth retrocedió, temblando.
Noth era lo bastante inteligente como para saber cuál era su posición en la escala social: en este caso, el último peldaño. Pero la mentalidad social tenía sus límites. Del mismo modo que no podía detectar las creencias y deseos de otros, no era lo bastante inteligente como para formarse un juicio sobre las posiciones relativas de los miembros de un grupo ajeno. Se había equivocado: Mayor estaba por encima de Grande y esperaba que aquel nuevo macho le prestara atención a ella primero.
Así que Noth esperó mientras Mayor jugaba con la amodorrada Derecha. Pero al menos ella no lo echó. Y, después de un rato, dejó que se le acercara y empezara a cepillarle el denso pelaje, que despedía un acusado aroma a rancio.
Cada día era más corto que el anterior, y cada noche, más larga. Muy pronto, no hubo más que unas pocas horas de luz, mientras que los intervalos entre la oscuridad disfrutaban solo de un crepúsculo teñido de rosa y gris.
En el bosque reinaba un silencio casi completo. La mayoría de las aves y de las grandes manadas de herbívoros se habían marchado hacía tiempo, llevándose consigo sus estridentes gritos. Los ruidosos enjambres de insectos del verano no eran ya más que un recuerdo, del que quedaban las larvas o los huevos, enterrados, sumidos en un sueño sin sueños. Los grandes árboles caducos se habían despojado ya de las hojas, que yacían en el suelo formando grandes montones, soldados por los hielos persistentes. Los troncos desnudos y las ramas sin hojas no volverían a dar señales de vida hasta que regresase el Sol, dentro de algunos meses. Por debajo de ellos, algunas plantas, como los helechos, habían quedado reducidas a sus raíces y rizomas, que muy pronto quedarían sepultados en la tierra bajo una losa de hielo y nieve.
En aquel lugar, las especies —derivadas de un material ancestral adaptado a las benéficas condiciones de los trópicos— tenían que realizar ajustes feroces para sobrevivir a las condiciones extremas del polo. Todas las plantas, vivieran donde viviesen, dependían de la luz del Sol para obtener energía y crecer, y durante los días interminables del verano, la vegetación había absorbido con avidez los rayos del Sol con sus hojas anchas e inclinadas. Pero ahora se aproximaba una estación en la que durante meses no habría más luz que la de la Luna y las estrellas, que resultaba inútil para el crecimiento: si las plantas hubieran seguido creciendo y respirando, habrían consumido todas sus reservas de energía. Así que la flora recurría a una hibernación vegetal, cada especie según su propia estrategia.
Hasta las plantas estaban durmiendo.
El grupo de notharcus contaba treinta miembros, y se habían acurrucado en las ramas de una gran conífera. Parecían una gran fruta peluda, aferrándose a las ramas con manos y pies mientras dormían, con los rostros enterrados en el pecho y las espaldas expuestas al frío. Sus nuevos pelajes invernales estaban recubiertos por una resplandeciente capa de escarcha y allí donde asomaba un hocico se veía una nube de vaho, de un luminoso blanco azulado.
Noth dormía durante aquellas noches cada vez más prolongadas, con el pelaje erizado, inmerso en el calor corporal de los demás miembros del grupo. A veces soñaba. Veía a su madre caer en las fauces de los mesos. O se encontraba solo, en un espacio abierto y rodeado de depredadores de mirada dura. O volvía a ser un cachorro, maltratado por adultos más grandes y fuertes, excluido por normas de las que no tenía una comprensión innata. Pero algunas veces los sueños se desvanecían y se hundía en una especie de letargo, una negrura que prefiguraba los largos meses de hibernación que se avecinaban.
En una ocasión despertó en mitad de la noche, tiritando. Sus músculos estaban involuntariamente consumiendo energía para mantenerlo con vida.
El mundo del sueño estaba lleno de luz: la Luna estaba en lo alto del firmamento, llena, y el bosque despedía un resplandor azul, blanco y negro. Sombras largas y afiladas se extendían sobre los suelos cubiertos de hojarasca, y los troncos verticales de los árboles denudados conferían a la escena una espeluznante precisión geométrica. Pero en las alturas, las enmarañadas copas formaban una visión más compleja y lúgubre, huesos desnudos y cubiertos de escarcha, un severo contraste con el cálido fulgor verde de las hojas del verano.
A su modo era una escena hermosa, y los ojos arcaicos de Noth le hacían un buen servicio, revelándole detalles y coloraciones sutiles que habrían sido invisibles para los humanos. Pero lo único que Noth percibía era una ausencia: una ausencia de luz, de calor, de alimento… y una ausencia de familia en aquel grupo de congéneres, con la única excepción de su hermana, cuyo cuerpo, todavía en pleno crecimiento, estaba enterrado en algún lugar de aquella maraña. Y sabía, a un profundo nivel celular, que el verdadero invierno, largos y penosos meses de una especie de lenta agonía en la que el cuerpo se consumía para poder seguir con vida, estaba todavía por llegar.
Se contorsionó, tratando de adentrarse un poco más en el grupo. Todos los adultos sabían que, a la larga, redundaba en el interés del grupo entero que todos hiciesen turnos en el exterior del grupo, para proteger al resto. No convenía que algunos de sus miembros murieran congelados. Pero a pesar de todo, la baja posición de Noth en la jerarquía jugaba en su contra y cuando los demás machos captaron su olor, unieron sus esfuerzos en sueños para echarlo fuera del grupo, de modo que terminó casi tan expuesto como había empezado.
Levantó el hocico, exhaló una bocanada de vaho y profirió un miserable aullido.
Estos primates no podían extraer consuelo de sus semejantes. La ceremonia de cepillado proporcionaba placer a Noth, pero solo en sus propias sensaciones físicas, y en el efecto que tenía en el comportamiento de los demás hacia él, no en su manera de sentir. Los demás notharcus eran simplemente otro elemento del medio, como las coníferas y los podocarpos, los carroñeros, los depredadores y sus presas: no tenían nada que ver con él.
Aquellos notharcus allí acurrucados, a pesar de su proximidad física, estaban tan solos como el humano más solitario llegaría alguna vez a estarlo. Noth estaba encerrado para siempre en la prisión de su cabeza, obligado a soportar en soledad sus miserias y sus miedos.
•
La mañana amaneció clara, pero una niebla gélida cubría el bosque. Aunque el Sol alumbraba en el cielo, había poco calor que extraer de sus rayos.
Los notharcus estiraban los miembros, rígidos por culpa del frío y de las largas horas de inmovilidad. Cautelosa, vigilantemente, empezaron a descender hacia el suelo. Una vez allí, se desperdigaron poco a poco. Las hembras adultas empezaron a moverse por los linderos del claro, utilizando las muñecas, las axilas y los genitales para renovar sus marcas de olor.
Noth rebuscaba entre la helada hojarasca. Las hojas muertas no le servían de nada, pero había aprendido a excavar debajo de los sitios en los que el manto de hojas era especialmente grueso. La capa de hojas podía atrapar la humedad y mantener a raya la escarcha. Había rocío para beber y tierra que no estaba congelada y en la que se podía excavar en busca de tubérculos, raíces o incluso rizomas de helecho.
Una serie de gritos agudos, sorprendentemente ruidosos, estalló y resonó por todo el bosque. Noth levantó la mirada, con los bigotes temblando.
Se había formado un gran revuelo alrededor de un podocarpo. Noth vio que un grupo de notharcus, hembras desconocidas con varios cachorros, habían salido del bosque. Estaban acercándose al podocarpo.
Mayor y algunas de las otras hembras acudieron corriendo. El gran macho dominante del grupo —que era para Noth algo así como «El Emperador»— se unió a la carga de las hembras. Muy pronto, todos estaban haciendo exhibiciones de ferocidad, aullando y cubriéndose de almizcle las alargadas colas. Las hembras desconocidas se acobardaron un poco, pero respondieron de la misma forma. En cuestión de instantes, el bosque se llenó con la cacofonía de su discusión.
Los clanes de hembras, base de la sociedad de los notharcus, eran fieramente territoriales. Aquellas hembras desconocidas habían ignorado los olores y las señales dejadas por Grande y las demás, que para los sentidos de un notharcus eran como grandes carteles luminosos. A estas alturas del año, la comida empezaba a escasear. En la carrera por acumular la máxima cantidad de reservas para afrontar los rigores del invierno, un rico podocarpo era algo por lo que valía la pena luchar.
Las hembras, con los cachorros aferrados al pelaje, llegaban más lejos en sus guerras de lo que los machos podían. Rápidamente pasaban a los empujones, las fintas e incluso las dentelladas. Las hembras eran como luchadores de a cuchillo.
Pero no iba a servir. Aunque ningún notharcus llegó a tocarle un pelo a otro, el despliegue de fuerza de Mayor y las demás asustó a las recién llegadas. Retrocedieron hacia las alargadas y pardas sombras de las profundidades del bosque, no antes de que un cachorro un poco más grande que los demás se adelantara, hundiera los dientes en una fruta arrugada por el frío y huyera corriendo con su premio sin que nadie pudiera evitarlo.
Conscientes de repente de la vulnerabilidad de su tesoro, las hembras se agolparon entonces alrededor del podocarpo y empezaron a engullir la fruta con avidez. Algunos de los machos más grandes, incluido el Emperador, no tardaron en unirse a Mayor y las demás. Noth, con otros machos jóvenes, se situó alrededor del grupo, esperando a que le llegara el turno para alimentarse con las sobras.
No se atrevía a desafiar al Emperador.
Los notharcus machos tenían su propia, compleja y diferente estructura social, que se solapaba con la de las hembras. Y todo tenía que ver con el apareamiento, que era lo más importante, lo único. El Emperador poseía un gran territorio, que incluía los territorios de muchos grupos de hembras. Su propósito era aparearse con el máximo número posible de ellas para maximizar las probabilidades de propagar sus genes.
Marcaba a las hembras con su olor para repeler a otros pretendientes. Y estaba dispuesto a luchar con fiereza para mantener a otros machos fuertes alejados de su ancho imperio, igual que el padre de Noth había luchado para repeler a Solo.
El Emperador había conseguido mantener su patrimonio bien atado durante más de dos años. Pero como todas aquellas criaturas de corta vida, estaba envejeciendo con rapidez. Hasta Noth, el recién llegado de más baja categoría, estaba constantemente haciendo cálculos automáticos de la fuerza y la destreza del Emperador. El impulso de procrear, de producir descendencia, de ver perdurar su linaje, era tan fuerte en él como en cualquier otro de los machos que había allí. Muy pronto, sin duda, el Emperador se enfrentaría a un desafío que no podría superar.
Pero de momento, Noth no estaba en condiciones de desafiar al Emperador ni a ninguno de los machos fuertes que lo precedían en la difusa jerarquía de la alimentación. Y se daba cuenta de que el suministro de fruta del podocarpo estaba menguando rápidamente.
Con un aullido de frustración, salió corriendo por el bosque y se encaramó con rapidez a un árbol. Las ramas, resbaladizas por culpa de la escarcha residual, el rocío y los líquenes, no tenían ya hojas ni frutos. Pero puede que todavía se pudiese encontrar en ellas alguna nuez o alguna semilla, almacenadas por algún morador del bosque.
Llegó hasta un agujero en un viejo tronco. En su putrefacto y húmedo interior atisbó el brillo de varias cáscaras de nuez. Introdujo sus pequeñas y ágiles manos y sacó una de las nueces. Tenía una cáscara redonda, sin fisuras, completa. La sacudió y, al oír el traqueteo de la semilla de su interior, se le hizo la boca agua. Pero cuando la mordió, sus dientes resbalaron sobre la suave y dura superficie. Irritado, volvió a intentarlo.
Hubo un poderoso siseo. Noth lanzó un aullido, soltó la nuez y se encaramó a una rama más alta.
Una criatura del tamaño de un gato doméstico se acercaba reptando con torpeza al agujero donde se escondían las nueces. Levantó la cabeza hacia Noth y volvió a sisear, enseñando una boca rosa llena de poderosos incisivos superiores e inferiores. Satisfecha de haber podido expulsar al intruso, sacó una de las nueces de su depósito y la partió con un movimiento de las poderosas mandíbulas. A continuación empezó a mordisquear hábilmente el agujero que había abierto para ensancharlo. Finalmente, llegó al corazón de la nuez —Noth, escondido detrás del tronco del árbol, casi se desmaya al captar de repente la dulzura de su aroma— y empezó a devorarla ruidosamente.
El ailuravus parecía una rudimentaria ardilla con cara de felino. Tenía una larga y tupida cola que le servía para frenarse, como una especie de paracaídas, cuando se caía de los árboles, cosa que le ocurría a menudo. Aunque, carente de las manos y pies prensiles de los primates, se movía por los árboles con más torpeza que ellos, era más que capaz de echar a Noth por la fuerza si era necesario.
El ailuravus era uno de los primeros roedores. Aquella vasta y duradera familia había emergido pocos millones de años antes, en Asia, y desde entonces había emigrado por todo el mundo. Aquel pequeño encuentro no era más que un primer episodio del secular conflicto por los recursos que enfrentaría los primates y los roedores.
Y los roedores ya estaban ganando.
Estaban venciendo a los primates en la lucha por la comida por una sencilla razón. Noth hubiera necesitado un cascanueces para comer avellanas o almendras, y una rueda de molino para procesar los cereales, como el trigo y la avena. Pero los roedores, con sus feroces incisivos en permanente estado de crecimiento eran capaces de romper la cáscara más dura y arrancarle la pelleja a los cereales. Muy pronto empezarían a consumir los frutos de los mejores árboles antes siquiera de que hubieran llegado a madurar.
Pero este factor, por importante que fuera, no bastaba para explicar la superioridad de los rededores. Aquel ailu podía producir varias camadas en un solo año. Muchos de sus cachorros morirían de hambre, serían asesinados por sus hermanos o devorados por aves o carnívoros. Pero bastaba con que sobrevivieran algunos para garantizar la continuidad del linaje y para los ailu, cada cría era una pequeña inversión, a diferencia de lo que les ocurría a los notharcus, que se apareaban una vez al año y para quienes la pérdida de un solo cachorro era un desastre significativo. Y, además, las grandes camadas de los roedores ofrecían gran cantidad de materia prima a los ciegos escultores de la selección natural: su tasa de evolución era salvaje.
Aunque los primates como Noth eran mucho más inteligentes que los roedores como el ailu, no podían competir con ellos.
No eran solo los plesiadapis los que empezaban a escasear en América del Norte. No era una casualidad que la familia de Noth se hubiera visto empujada a aquel marginal bosque polar. En el futuro, los descendientes de Noth emigrarían más aún, atravesando el techo del mundo para llegar a Europa y desde allí a Asia y América, experimentando un constante proceso de adaptación paralelo a su avance. Pero en América del Norte, la victoria de los roedores sería, en el curso de unos pocos millones de años más, completa. Aparecería una ecología nueva, poblada por tuzas, ardillas, manadas de ratas, marmotas, ratones de campo y ardillas rayadas. No habría primates en América del Norte: ni uno solo, al menos durante cincuenta y un millones de años, hasta que los cazadores humanos, descendientes muy lejanos de los notharcus, regresaran desde Asia a través del estrecho de Bering.
Cuando el roedor terminó de comer, Noth salió arrastrándose cautelosamente de su escondite. Sus ágiles manos buscaron los restos del fruto que se le habían caído al ailu y se las metió en la boca sin el menor pudor.
Durante unas pocas horas al día, el cielo todavía se iluminaba al este. Pero ahora el Sol completaba sus ciclos por debajo del horizonte. Casi todos los lagos se habían helado y los árboles estaban cubiertos de escarcha, que relucía formando tupidos encajes allí donde la niebla se había congelado sobre las telarañas. Los movimientos de los notharcus entre los árboles y sobre el silencioso suelo del bosque eran torpes y lentos. Pero no importaba: el bosque no podía ofrecerles mucha comida más este otoño.
Llegó el último día de luz, cuando el horizonte meridional, de color violeta, se cubrió de capas de nubes teñidas de rojo, y la aurora púrpura y gris se echó como una inmensa cortina sobre las estrellas.
Los notharcus bajaron a la tierra y empezaron a cavar, en aquellos sitios donde las capas de hojas habían impedido que el suelo se congelara o bajo las raíces de los árboles. Aquella noche sería la más dura hasta el momento, y todos sabían que había llegado el momento de buscar refugio. Así que los primates excavaron, y construyeron madrigueras en las que Purga se habría encontrado a gusto. Era como si el breve interludio en los árboles no hubiera sido más que un sueño de libertad.
En la más profunda oscuridad, Noth se abría paso por túneles que el paso de muchos cuerpos de primate estaba volviendo suaves, y sobre un suelo cubierto de pelos sueltos. Finalmente, su poderoso olfato lo guio hasta Derecha.
Con suavidad, olisqueó a su hermana. Ya estaba casi dormida, echa un ovillo envuelto en su propia cola, junto al vientre de Grande. Había crecido durante los meses que habían pasado con el grupo de Mayor, pero Derecha siempre sería pequeña, siempre conservaría algo de la enclenque que sufría los abusos de su gemela ya muerta. Sin embargo, su pelaje invernal parecía lustroso, sano, libre de nudos y porquería, y su cola estaba llena de grasa, que le permitiría sobrevivir al invierno.
Noth sintió un acceso de satisfacción. Habida cuenta de cómo habían empezado el verano, les había ido mejor de lo que cabía esperar. Como carecía de cachorros, aquella era la última familia que le quedaba —su futuro genético dependía de Derecha— pero por el momento no había nada más que pudiera hacer por ella.
En la oscuridad, inmerso en los olores y los sutiles sonidos de su raza, Noth trató de dormir lo más cerca posible de su hermana. Cerró los ojos y no tardó en quedarse dormido.
Durante breve tiempo soñó con fragmentos de luz de verano, con largas sombras, con la caída de su madre desde los árboles. Y entonces, al mismo tiempo que su cuerpo entraba en letargo, su mente se disolvió.
Los rayos del Sol, casi horizontales, brillaban como focos dentro del bosque. Sobre los charcos y estanques, que estaban fundiéndose poco a poco, pendía una niebla gélida, teñida de elaboradas vetas rosadas y grises de una belleza inútil. Desde los severos troncos de los árboles, inmensas sombras negras se alargaban hacia el norte. Pero las primeras hojas estaban ya brotando en las ramas desnudas, minúsculas yemas verdes que pendían casi verticales para atrapar la luz del Sol. Las hojas ya se habían puesto manos a la obra: los días de la primavera y el verano eran tan escasos y cortos que aquellos duros sirvientes vegetales tenían que recoger hasta el último rayo de luz.
Era solo un atisbo momentáneo, un amanecer que no duraría más de unos pocos minutos. Pero era la primera vez desde hacía meses que el disco solar se dejaba ver.
El bosque estaba en silencio. Los grandes herbívoros migratorios se encontraban a cientos de kilómetros al sur: pasarían semanas antes de que regresaran, en busca de sus campos de pasto estivales, y hasta los pájaros estaban aún por regresar. Pero Noth ya estaba despierto, ya estaba fuera, trabajando.
Recién salido de la madriguera, estaba flaco y su cola fláccida había perdido toda la grasa. Su pelaje, estropajoso y teñido de amarillo por la orina, parecía una nube iluminada por el Sol y le hacía parecer dos veces más grande de lo que era en realidad. Todavía se podía encontrar poca comida en los árboles, así que buscaba por la tierra cubierta de vegetación y escarcha. Tras los fríos del invierno, era como si nadie hubiera vivido nunca en aquel lugar, y allá por donde se movía marcaba las rocas y los árboles con su olor.
A su alrededor, trabados en una sombría competición, los machos del grupo estaban buscando alimentos. Eran todos adultos; incluso aquellos que habían nacido menos de un año atrás estaban alcanzando su tamaño definitivo, mientras que los que eran relativamente veteranos, como el propio Emperador, que se aproximaba ya a su tercer cumpleaños, se movían con más rigidez que el pasado año. Tras un invierno de sueño y hambre, todos ellos parecían famélicos, y el frío mordía con fuerza su pelaje escaso y sus cuerpos privados de grasa.
Salir tan temprano no carecía de riesgos. En las madrigueras, las hembras seguían durmiendo y consumiendo las últimas reservas del invierno. Los depredadores ya estaban activos y como la comida era escasa, los primates recién despertados representaban una presa tentadora. Si uno de los machos encontraba inesperadamente algún escondite lleno de comida, se veía rodeado al instante por rivales enfurecidos y celosos, y el bosque se llenaba con sus gritos y alaridos.
Pero Noth no tenía más remedio que afrontar el frío. Los días de emparejamiento, una época de competición feroz para los machos, ya estaban acercándose. Noth sabía que cuanto antes consiguiera una reserva de fuerzas y energía para las batallas que se avecinaban, más probabilidades tendría de encontrar pareja. Tenía que aceptar los riesgos.
Orientándose con la borrosa recolección de recuerdos con los que había constituido un mapa la estación pasada, llegó hasta el más grande de los lagos próximos.
El lago seguía congelado en su mayor parte, cubierto por una losa de hielo gris tapizada de nieve suelta y de copos duros. Un par de aves parecidas a patos, emigrantes tempranos, caminaban sobre el hielo, picoteando ingenuamente su superficie. Noth podía ver el gélido azul del hielo antiguo, una capa de materia muy helada que no se había fundido el verano pasado y tampoco se fundiría este.
Cerca de la orilla del agua pasó junto a un bulto de color entre gris y blanco. Era un mesonchyd. Como los zorros polares de tiempos futuros, pasaba el invierno al raso. Pero en una helada repentina del pasado invierno, este meso se había perdido en una ventisca y, expuesto al frío, había sucumbido allí, a la orilla del lago. Su cuerpo se había congelado rápidamente y de momento parecía perfectamente preservado. Pero a medida que iba acercándose el deshielo, las bacterias y los insectos habían empezado a alimentarse: Noth detectó el dulce aroma de la descomposición. Se le hizo la boca agua. La carne medio congelada estaría buena y los gusanos serían un buen aperitivo. Pero tenía más sed que hambre.
Cerca de la fangosa y húmeda costa del lago, el hielo era muy fino y estaba agrietado, y Noth captó el olor del agua estancada. El agua estaba teñida de verde, llena de vida, y cubierta por un sinfín de fragmentos de hielo. Noth metió el hocico y bebió, utilizando los dientes para filtrar lo peor del mucoso limo.
Las aguas abiertas estaban abarrotadas de racimos de pequeñas esferas grisáceas: los vástagos de los habitantes anfibios del lago, puestos lo más pronto posible. Y, más cerca de él, en los bajíos por los que caminaba, distinguió unas formas diminutas y convulsas: los primeros renacuajos. Pasó las manos por el agua, dejando que el limo se le pegara a la palma, y se introdujo la resbaladiza cosecha en la boca.
En un movimiento reflejo, sus entrañas se activaron, y se formó un charco de acuoso excremento debajo de él.
Pero en ese momento la superficie del agua se quebró y el hielo se hizo añicos entre agudos crujidos. Algo grande estaba saliendo del lago. Noth regresó corriendo a los árboles más próximos, con los ojos muy abiertos.
Al igual que Noth, el cocodrilo había despertado temprano, perturbado en su sopor por la luminosidad del día. Mientras salía del agua, los pedazos de hielo resbalaban por su espada. De un solo y elegante movimiento, sus fauces engulleron el cuerpo congelado del meso: crujió el hielo, se partieron los huesos. Entonces, el reptil regresó a las aguas reptando hacia atrás, llevándose el cadáver sin el menor esfuerzo y sin hacer apenas ningún ruido.
El cocodrilo estaba hambriento.
Antes de la llegada del cometa, los animales más grandes en cada una de las ecologías del planeta habían sido los reptiles: los plesiosaurios e ictiosaurios en el mar, los dinosaurios en tierra firme y los cocodrilos en las aguas dulces. El desastre había aniquilado familias enteras y, en sus vacíos reinos, pronto serían reemplazados por mamíferos funcionalmente equivalentes: todos ellos, salvo los cocodrilos.
El agua dulce siempre había sido un mal lugar para vivir. Mientras que el suministro de materia vegetal en el mar y en tierra era relativamente fiable, en el medio lacustre era muy variable. La erosión, la abrasión, las inundaciones, la sequía y las variaciones en la calidad del agua representaban grandes peligros.
Pero el cocodrilo —y otras especies de moradores de las aguas dulces que habían sobrevivido, como las tortugas— era muy resistente. Algunos de ellos aprendieron a salir del agua para buscar comida. Otros, a salir al mar. O a enterrarse bajo ocho o diez metros de lodo y esperar al siguiente aguacero. Y, por lo que se refiere a la comida, incluso en las peores épocas, subsistieron de los nutrientes que seguían rezumando los cadáveres que tapizaban el suelo, una cadena trófica «marrón» que persistió mucho tiempo después de que las criaturas vegetales y las que vivían de ellas, hubieran muerto.
De este modo, los cocodrilos habían sobrevivido ciento cincuenta millones de años, en medio de impactos extraterrestres, glaciaciones, variaciones en el nivel del mar, crisis tectónicas y la competencia de sucesivas dinastías de animales.
Y después de todo este tiempo, conservaban todavía la capacidad de alumbrar novedades evolutivas. Por algún tiempo, después del impacto, los depredadores dominantes en los cursos de agua corriente habían sido unos parientes cercanos suyos, de patas largas y garras como cuernos. Habían sido una auténtica pesadilla, cocodrilos corredores, capaces de alcanzar animales del tamaño de pequeños caballos. Hasta se habían adaptado a la supervivencia allí, en el polo, donde el Sol no brillaba durante meses incontables. Simplemente esperaban hibernando a que pasasen los meses de frío.
A diferencia de los dinosaurios, a diferencia de los plesiosaurios, los cocodrilos no serían expulsados de sus nichos acuosos por arribistas mamíferos: ni ahora ni nunca.
Noth había perdido el cadáver del meso, pero en el suelo, cerca de donde había estado, quedaban todavía algunos trozos de carne y unos pocos gusanos aplastados. Ávidamente, empezó a lamer la tierra helada.
Finalmente llegaron los días de emparejamiento.
Las hembras del grupo se reunieron en las ramas de una alta conífera. Estaban alimentándose de frutos jóvenes y maduros, almacenando los recursos que sus cuerpos necesitarían para sobrevivir a la inminente maternidad. El grupo era organizado por las mayores de ellas, entre las que se contaban Grande y Mayor. Derecha estaba con ellas. Había sobrevivido a su primer invierno. Estaba engordando rápidamente y cuando hubiera perdido todo el pelaje invernal, emergería una pequeña pero bien construida hembra, preparada para emparejarse.
El Emperador paseaba entre sus súbditos femeninos. Se movía de una a otra con andares pomposos. Ya había sido aceptado dos veces por Mayor, y había desflorado a Derecha sin que esta protestara. Ahora estaba montando a Grande. Ella estaba inclinada, sujeta a una rama baja, con la cabeza enterrada entre las rodillas y la cola levantada. El Emperador estaba a su espalda, rodeándole la cintura con los brazos, acometiendo con las caderas con una premura fruto de la fatiga y de la urgencia.
Este era el día por el que el Emperador había trabajado todo el año y aquel era el momento en el que debía consumir toda su autoridad y energía cubriendo el mayor número de hembras posible.
Pero el Emperador estaba empezando a cansarse. Y aquel grupo de hembras solo era uno dentro del amplio territorio que gobernaba.
En aquel lugar de clima desapacible, la reproducción tenía que quedar reducida a un período de tiempo drásticamente corto, para que los cachorros nacieran cuando la comida era abundante y sus madres pudieran comer lo suficiente para producir mucha leche. Una hembra que se apareara fuera de la época de reproducción tenía pocas probabilidades de ver llegar a sus crías a la edad adulta. Y un macho que dejara pasar la oportunidad de cubrir a una hembra fértil tendría que soportar un año entero de penurias, peligros y privaciones antes de tener otra.
En el caso de los notharcus, la estación de apareamiento duraba solo cuarenta y ocho horas. Era una época frenética.
Aquel día, inicio del celo simultáneo de todas las hembras, flotaba en el aire una invisible nube de feromonas y había machos por todas partes, atraídos sin poder evitarlo, con las erecciones asomando entre el pelaje. Todos ellos se habían preparado desde el regreso del Sol, alimentándose para reunir fuerzas, practicando saltos espectaculares y enzarzándose en batallas fingidas: todos se habían portado como atletas preparando una competición. Para el Emperador hubiera sido imposible mantenerlos todos a raya y había mucha competencia. Aquel día, la jerarquía de los machos experimentaba una tensión que amenazaba con provocar un colapso.
Para las hembras, el momento de estrés llegaría más tarde, durante el embarazo y la lactancia, cuando el feto o la cría recién nacida exigieran que su madre encontrara un suministro de comida con gran capacidad energética, y en un momento en que casi todas las demás hembras estarían sufriendo las mismas circunstancias. Era el elevado coste de la reproducción lo que había conducido a la dominación general de las hembras sobre los machos, y la razón por la que ellas conseguían siempre las mejores tajadas de comida.
Por todo el bosque se reproducían las mismas escenas. Todos los grupos de notharcus estaban llegando simultáneamente a su breve estación de apareamiento, dictadas por los invisibles aromas químicos que rezumaba el aire en varios kilómetros a la redonda. Durante los dos próximos días, el bosque estaría inundado de lujuria primate; era un clamor tremendo de machos que peleaban entre sí, hembras cargadas de feromonas y caderas que cargaban furiosamente.
Noth, en pos de otro macho en el que pensaba como Rival, se lanzó hacia un grupo de coníferas. Apoyándose con el codo en las finas ramas, empezó a dar giros. Con cada salto que daba la tierra temblaba como un vasto cuenco, y saltaban las hojas muertas, los helechos verdes y las formas torpes de las criaturas que reptaban sobre el suelo huyendo debajo de él.
Se acercó al espacio que separaba dos árboles altos. Al otro lado se encontraba Rival, erguido, con los rosados genitales a la vista, frotando contra la corteza las glándulas odoríficas. Rival lanzó un despectivo desafío.
Sin titubear, Noth dio un último y vigoroso giro. La rama se dobló y lo proyectó en una elevada parábola. Por espacio de varios latidos de corazón voló, con la cola en alto y las manos y patas extendidas delante de sí, preparadas para asirse a algo.
El aroma del celo inundaba su cabeza. La erección le duraba ya desde que despertara aquella mañana. En aquel mismo momento, mientras saltaba entre los árboles, el pene, rosa y sólido, lo precedía. Todavía tenía que abrirse camino entre los batalladores machos para llegar a una hembra receptiva y tenía la impresión de que su vientre iba a reventar si no lo conseguía pronto. Pero a pesar de estar consumido por una lujuria desbocada, se deleitaba en la potencia de su esbelto cuerpo al volar por el dominio boscoso para el que estaba tan perfectamente adaptado.
Nunca se había sentido tan vivo.
Aterrizó en el árbol de Rival, justo donde apuntaba. Se asió a las ramas con movimientos perfectos de las manos y los pies. Pero en ese momento, Rival se le echó encima.
Mirándose el uno al otro, se irguieron, cada uno exhibiendo su erección. Noth, con la cola en alto, se acercó a Rival mientras frotaba vigorosamente la ingle contra la corteza del árbol, gruñendo y ladrando. Rival respondió del mismo modo. Era un encuentro ritualizado, en el que cada uno de ellos respondía a los movimientos del otro con una especie de danza: sacudida de cola seguida por bamboleo de ingle, mirada furiosa provocada por meneo de caderas.
La peste de su furia no tardó en flotar en el aire. Estaban tan cerca que Noth sentía las puntas del pelaje erizado de su adversario y la saliva de Rival le manchaba la cara.
Rival tenía más o menos la misma edad que Noth y más o menos el mismo tamaño. Se había unido al grupo un poco antes que Noth y su hermana. A sus ojos, Noth había sido un invasor en un grupo que había terminado por considerar «suyo». Noth y Rival eran demasiado parecidos, como hermanos, demasiado próximos para ser otra cosa que enemigos.
Rival era ligeramente más grande y pesado que Noth y es posible que se hubiera alimentado un poco mejor al principio de la estación. Pero las penurias experimentadas por Noth le habían permitido forjar una dureza interior, así que aguantó el tipo.
Ganó la sicología. Rival se encogió de repente y su demostración de fuerza quedó en nada. Le dio la espalda a Noth y, fugaz, simbólicamente, le enseñó la rosada espalda en un torpe gesto de sumisión.
Noth lanzó un aullido de triunfo y paladeó el momento. Pasó las muñecas sobre la espalda de Rival para dejarlo marcado con su victoria y soltó un chorro de orina. Entonces dejó que se marchara por la rama hacia un racimo de bayas.
Rival no suponía ya ningún peligro. Pasaría algún tiempo solo en el árbol, puede que comiendo, apartado momentáneamente de la competición. Pero sus probabilidades de reproducirse quedarían muy reducidas durante varias horas. La orina de Noth lo volvería temporalmente estéril. Hasta reduciría su capacidad de emitir los agudos aullidos de llamada que atraían a las hembras.
Para Noth era una estrategia válida. Aquel día era imposible que un solo macho, por muy heroicamente que lo intentara, cubriera a todas las hembras. Pero podía reducir el número de competidores con estrategias de intimidación sensorial.
Una vez derrotado Rival, el pene de Noth volvió a erguirse. Pronto conseguiría las atenciones que anhelaba, al fin. Con rápidos y vigorosos movimientos volvió a lanzarse hacia las ramas, en busca del lugar en el que las hembras se habían reunido.
Pero ignoraba la batalla que estaba teniendo lugar allí.
Todavía entre sus hembras, el Emperador acababa de terminar otra cópula. Con el pene fláccido y colgante, caminaba entre ellas, golpeando y mordiendo a cualquier macho que se pusiera a su alcance.
Pero de repente, se encontró frente a Solo.
El maduro Emperador se irguió en toda su estatura, enseñó los dientes y dejó que sus glándulas expulsaran su almizcle más potente. Con el pelaje erizado y el hocico arrugado, era una visión magnífica, capaz de intimidar a cualquier otro macho.
Salvo a Solo.
Solo había pasado un cómodo invierno en una madriguera, con un grupo de hembras, no muy lejos de allí. En cuanto regresaron las primeras luces, había empezado a alimentarse y su cuerpo no había tardado en alcanzar el mismo pináculo de fuerza y potencia que había conseguido el pasado año.
Y había empezado sus correrías. Aquel mismo día había preñado ya a media docena de hembras por todo el bosque. Y ahora había venido a por más… una vez que hubiese acabado con la oposición.
Se abalanzó contra el emperador y le propinó con el hocico cubierto de cicatrices un golpe en el vientre.
El Emperador cayó de espaldas sobre la rama, aturdido, y puede que se hubiese precipitado al suelo de no haber sido por sus rápidas manos de primate, que arañaron la corteza. Estaba tan asombrado por el inesperado ataque físico como lastimado. Con la única excepción de los empellones que le daban las hembras cuando querían monopolizar la comida y los golpes que inadvertidamente le propinaban otros machos, nadie lo había herido deliberadamente en toda su vida.
Pero eso se había acabado.
Con un salto casi grácil para una criatura de su tamaño, Solo se abalanzó sobre el Emperador. Se apoyó sobre el pecho del otro macho y le comprimió las frágiles costillas. El Emperador aulló. Empujó, jadeó y golpeó a Solo en la espalda. Si hubiera utilizado todas sus fuerzas, puede que se lo hubiera quitado en encima. Pero lastimar a otro iba en contra de lo que le dictaba el instinto, así que sus puñetazos eran contenidos y sus golpes, ineficaces.
Había perdido su ocasión.
Solo se inclinó y enterró el hocico en la ingle del Emperador. Apartó el pelaje manchado de semen y de los fluidos vaginales de varias hembras. Con un movimiento rápido y perfeccionado, mordió el saco escrotal del Emperador y le arrancó un testículo.
El Emperador lanzó un aullido y empezó a debatirse. La sangre manó a borbotones, mezclándose con los fluidos que empapaban su pelaje.
Solo se apartó. Con un solo movimiento firme, arrojó al Emperador desde la rama. El cuerpo del viejo macho cayó con estrépito entre el follaje, en dirección al suelo. Entonces Solo escupió el sanguinolento testículo, dejando que cayera también sobre la vegetación.
Se acercó a Derecha, la hermana de Noth, una de las hembras más jóvenes. Su mano asió el pene, que estaba creciendo a gran velocidad, y se preparó para tomarla.
Pero entonces apareció Noth, joven, impaciente, furioso, y se plantó de un salto a los pies de Solo. Este se volvió como la torreta de un tanque para hacer frente a este nuevo desafío.
Noth no sabía que Solo estaba allí. Pero lo recordaba.
Noth era una criatura del presente. Carecía de una concepción real del ayer o el mañana y su memoria no era una sucesión narrativa ordenada. Era más bien un corredor de imágenes vívidas, representadas por visiones y olores. Pero el poderoso olor de Solo trajo consigo un tropel de imágenes, fragmentos y atisbos de aquel día aterrador en otra parte del bosque, el aullido desesperado de su madre al caer en un abismo de colmillos.
Sintió la acometida de impulsos contradictorios. Debía hacer una demostración de fuerza y librar un combate de olores, o someterse a aquella poderosa criatura del mismo modo que Rival se había sometido a él.
Pero Solo no era como los demás. Él no obedecía las tácitas leyes que gobernaban la frágil sociedad de los notharcus. Acababa de mutilar al macho dominante del grupo. Seguramente, una victoria simbólica no bastaría para contenerlo. Enorme, silencioso, querría herirlo, si no matarlo.
Y allí estaba Derecha, su única pariente, aterrorizada en el follaje a los pies de Solo. Allí estaban las hembras con las que había vivido medio año y cuyos genitales hinchados lo habían llenado de lujuria incipiente durante días y semanas… y allí estaba aquel monstruo, Solo, quien había destruido todo aquello con lo que había crecido.
Se irguió y lanzó un aullido.
Solo, sorprendido, titubeó.
El denso almizcle hacía que le picaran las muñecas y la ingle. Realizó un despliegue frenético, un espectáculo de un segundo, una demostración acelerada de potencia y juventud. Entonces, a ciegas, sin saber muy bien lo que estaba haciendo, bajó la cabeza y cargó contra el vientre de Solo. Con un jadeo ahogado, este salió despedido de espaldas y chocó de espaldas con el follaje.
De no haberse detenido, Noth podría haber sacado ventaja de su ataque sorpresa. Pero no había librado una batalla física en toda su vida. Y Solo, con los instintos de un luchador experimentado, se revolvió y le dio un rodillazo en la sien. Noth cayó de bruces y buscó instintivamente un asidero. Una masa inmensa cayó sobre su espalda y lo aplastó contra la corteza. En ese momento, sintió que unos incisivos se clavaban en la suave carne de su espalda. El dolor le hizo gritar. Se revolvió y sacudió los brazos. No pudo quitarse a Solo de encima, pero el vigor de sus movimientos los hizo caer a ambos.
Aullando, mientras los dientes de Solo le desgarraban la carne, Noth se vio cayendo en picado entre capas de follaje y ramas.
Se estrellaron contra el suelo, la caída apenas amortiguada por la capa de hojas descompuestas. Pero el impacto los separó, no sin que Solo diera un último bocado a Noth en el hombro. Entonces, Solo hizo su propia demostración de agresividad. Lanzó un grito, un sonido feo y caótico. Se irguió en toda su estatura y empezó a dar puñetazos en los detritos del suelo. Los trozos de hojas volaron en todas direcciones, y a su alrededor se levantó una nube iluminada por los rayos del Sol.
Eran dos criaturas muy pequeñas. Pero otros animales mucho más grandes, que estaban presenciando su batalla con timidez, se encogían ante la ferocidad de Solo.
Era una lucha desequilibrada. Solo avanzó sobre Noth, en medio de los fragmentos de hojas que estaban empezando a posarse a sus pies. Noth lo miraba sin hacer el menor movimiento, como si estuviera hipnotizado. Horrorizado, bajó la mirada hacia su hombro, donde colgaba un pliegue de carne suelta y manaba sangre sobre su pelaje.
Pero entonces una corpulenta masa cayó sobre Solo. Era el Emperador. A pesar de que su destrozado escroto seguía sangrando, el gran notharcus cayó con las dos patas sobre la espalda de Solo y lo derribó sobre los detritos.
Esta vez Noth no titubeó. Se abalanzó sobre Solo y empezó a golpearle la espalda y los hombros con los pies, las manos y el hocico. El Emperador se le unió, así como varios machos más, hasta que Solo estuvo enterrado bajo un manto de aullantes, furiosos e inexpertos asaltantes. Por separado, habría podido derrotar a cualquiera de ellos, pero no a todos juntos. Bajo aquel chaparrón de golpes mal apuntados, hasta a él le fue imposible ponerse en pie.
Finalmente, reptando como un taeniodonte por entre los detritos que tapizaban el suelo del bosque, se alejó de la escandalosa manada. Para cuando el enfurecido ejército se dio cuenta de que se había marchado, de que sus patadas y puñetazos caían sobre el suelo o sobre los demás, Solo, cojeando, estaba alejándose de allí.
Dolorido, lastimado, Noth volvió a trepar al árbol. Cuando llegó allí vio que las hembras estaban cepillándose tranquilamente el pelaje, limpiándose el semen seco del cuerpo, como si el combate que se había librado abajo nunca hubiera tenido lugar. El Emperador estaba sentado en compañía de Mayor. La hemorragia había cesado pero su campaña de copulación había quedado suspendida para siempre.
Y allí estaba Rival, cubriendo vigorosamente a Derecha. Al ver el rostro de su hermana enterrado en el pelaje de su propio pecho, emitiendo pequeños gemidos de placer, Noth sintió una extraña calidez en su interior. No estaba motivada por celos hacia los otros machos con respecto a su hermana, ni siquiera hacia el macho al que había derrotado y que, según parecía, se había recobrado muy deprisa. Una parte profundamente enterrada de sí mismo era consciente de que, con su hermana embarazada, el linaje se perpetuaría: la brillante cadena molecular que se extendía desde Purga hasta aquel momento iluminado por el bajo sol del polo y hasta un futuro inimaginable.
Oyó un mugido sordo. Era la llamada de un moeritherium, la matriarca de una manada migratoria, que caminaba lentamente desde el sur. El regreso de los herbívoros señalaba el del auténtico verano. Y por todo el bosque se alzó un agudo grito: era el canto de los notharcus, una canción de soledad y maravilla.
En cuestión de pocos años la vida de Noth terminaría. Pronto, cuando sus sucesores transmutaran en otras formas, su raza pasaría también a la historia. Y luego, conforme la Tierra se alejara de su pináculo estival, hasta el bosque polar se marchitaría y moriría. Pero por ahora —ensangrentado, jadeante, con el pelaje cubierto de barro y trozos de hoja— aquel era el momento de Noth, su día bajo el Sol.
La enorme hembra, Grande, se le acercó. Dejó escapar un suave gorjeo. Con una luz en la mirada, se dio la vuelta y le ofreció la espalda. Noth la penetró con rapidez y su mundo se disolvió en un placer desprovisto de pensamientos.