TEXAS, NORTEAMÉRICA, C. 63 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.
Plesi trepaba por la interminable jungla.
Con la destreza de una ardilla, subió corriendo por la corteza irregular del tronco y se encaramó a una gruesa rama. Aunque era casi mediodía, la luz estaba como moteada, incierta. La copa se encontraba mucho más arriba y el suelo estaba perdido entre capas de verde, muy abajo. El único sonido que se oía en el bosque era el rumor de las hojas mecidas por la cálida brisa y la llamada de las aves de las copas, aquellos coloridos parientes de los extintos dinosaurios.
Era una jungla tropical. Y pertenecía a los mamíferos, entre los que se contaban los primates como Plesi.
Volvió la mirada hacia la rama por la que había llegado. Había dos cachorros, dos hembras, que en sus pensamientos respondían a los nombres de Fuerte y Débil. Mucho más pequeñas que ella, en aquel momento se encontraban en la intersección entre árbol y rama. Fuerte estaba empujando disimuladamente a Débil. Algunas especies hubieran dejado morir a la enclenque Débil. Pero las criaturas como Purga tenían pocos hijos y en un mundo inseguro y peligroso como aquel, había que cuidar de todos.
Pero Plesi no podría cuidarlas para siempre. Ya las había destetado a las dos. Aunque habían aprendido a buscar frutos e insectos en aquel, su árbol natal, ahora tenían que acostumbrarse a ser más aventureras: a salir al bosque, a buscar su propia comida.
Y para hacerlo, tenían que aprender a saltar.
Avanzando con paso inseguro por la superficie irregular de la rama, Plesi se preparó y dio un salto.
Era un plesiadapiforme: pertenecía, de hecho, a una especie que un día se conocería como carpoleste. Plesi se parecía bastante a su pariente lejana, Purga. Al igual que ella, tenía algo de ardilla, un cuerpo chato como el de una rata y una cola hirsuta y gruesa. Aunque era un auténtico primate, Purga poseía todavía garras en lugar de uñas, como Purga, unos ojos que no estaban orientados al frente y un cerebro poco desarrollado. Hasta había conservado los grandes ojos adaptados a la visión nocturna que tan bien habían servido a Purga en tiempos de los dinosaurios.
El desarrollo más importante experimentado por el cuerpo de los primales desde los tiempos de Purga estaba en los dientes. La especie de Plesi estaba adaptada para abrir frutos secos, como los possums de Australia de tiempos posteriores. Era una respuesta necesaria a la escasez de comida. En esta época, pocos animales se alimentaban de hojas. En un mundo igualitario en el que las junglas tropicales y semitropicales se extendían muy lejos desde el Ecuador, había muy pocas variaciones estacionales y allí en Texas los árboles no mudaban las hojas con regularidad. De hecho, los árboles cargaban sus hojas de toxinas y productos químicos que las volvían amargas o venenosas para las lenguas curiosas de los mamíferos.
Pero a pesar de ello, en los dos millones de años transcurridos desde la época de Purga se habían producido pocas innovaciones en el linaje de los primates. Mucho tiempo después del gran impacto, era como si el vacío mundo hubiese quedado en un estado de parálisis molecular.
Plesi aterrizó en la rama que buscaba sin dificultad.
Sus dos cachorros, que seguían acurrucados con aire temeroso contra el tronco del árbol, emitieron las llamadas lastimeras de unos recién nacidos. Pero, a pesar de que los gritos la conmovían, Plesi se limitó a levantar la cabeza y arrugar el hocico. Trató de animar a sus cachorros a seguirla mordisqueando los numerosos frutos que colgaban del nuevo árbol.
Finalmente, los cachorros reaccionaron. Para sorpresa de Plesi, fue la más pequeña, Débil, la que lo hizo primero. Corrió hasta el final de la rama, nerviosa, con miedo, pero a pesar de todo demostrando buen equilibrio. Levantó la cola y tensó los músculos, retrocedió con nerviosismo, se apartó el pelaje de la cara, y entonces, al fin, saltó.
Se excedió un poco en los cálculos. Voló como un proyectil por el aire y chocó con su madre, que profirió un siseo de protesta. Pero sus ágiles manos se asieron a las protuberancias de la corteza y logró sujetarse. Temblando, Débil corrió a reunirse con su madre y enterró la cara en su vientre, en busca de un pezón que ya estaba seco. Plesi dejó que lo hiciera para recompensarla por su valentía.
Pero entonces se produjo un movimiento rápido y fugaz en el otro árbol. Fuerte, inesperadamente rezagada, echó a correr de repente, y se impulsó sobre la corteza con los pies inmaduros. Y, sin calcular con cuidado, sin tratar de utilizar sus habilidades innatas para evaluar las distancias, dio un salto.
Plesi sintió una punzada de miedo en su interior.
Fuerte alcanzó la rama, pero cayó con demasiada fuerza. Rebotó hacia atrás. Durante una fracción de segundo se quedó allí, arañando inútilmente la corteza, agitando las patas traseras. Y entonces cayó.
Plesi la vio dar vueltas en el aire, temblando, con el vientre de color blanco a la vista, aferrándose a la nada con manos y pies. En aquel momento, Fuerte lanzó el chillido de un niño extraño. Entonces cayó entre las hojas y desapareció entre el follaje que se tragaba a todos los muertos de la jungla.
Temblando, Plesi se aferró a la rama. Todo había ocurrido muy deprisa. Había perdido una hija y solo le quedaba una enclenque. Era insoportable. Lanzó un siseo de desafío al amenazante follaje.
Y, dejando que Débil se aferrase penosamente al tronco del árbol, empezó a descender, hacia el follaje, hacia el suelo.
Finalmente llegó al último piso de ramas y bajó la mirada hacia un oasis de luz.
Aquel era uno de los pocos claros que existían en aquella jungla interminable. Durante los últimos meses, había caído un antiguo árbol, devorado desde dentro o destrozado por un rayo fortuito. Al desplomarse, había abierto un trecho de terreno abierto entre el denso follaje. Aquel claro no duraría mucho. Pero de momento las plantas del sotobosque, al igual que otros supervivientes, los helechos de la superficie, estaban aprovechando la oportunidad para germinar, de modo que en aquel lugar el suelo del bosque era anormalmente exuberante y verde. Y ya estaban empezando a aparecer árboles jóvenes, emprendiendo una implacable carrera vegetal para robar la luz y cerrar aquella grieta en el dosel de las copas.
La jungla era un lugar extrañamente estático. Los grandes árboles competían entre sí para atrapar la máxima luz del Sol. En las tinieblas de los niveles inferiores, la luz era demasiado escasa para sustentar el crecimiento, y el suelo solía estar cubierto de materia vegetal muerta y los huesos de cualquier animal o ave lo bastante desgraciado como para caer. Pero debajo del suelo silencioso, aguardaban semillas y esporas, siglos, milenios incluso, si era necesario, hasta el día en que el azar abría un agujero en el dosel y la carrera por la vida podía dar comienzo.
Plesi descendió trepando por una raíz que hacía las veces de contrafuerte y llegó al suelo. Bajo las anchas frondas de un helecho corrió a pasos cortos e inseguros para atravesar una franja de luz directa. El suelo sólido, que ni cedía ni se tambaleaba, le resultaba muy extraño, tan extraño como le hubiera parecido a un humano un terremoto.
Había más animales en el claro, atraídos por la perspectiva de nuevas capturas. Había ranas, salamandras e incluso unos pocos pájaros, que cruzaban el claro en repentinos estallidos de color, buscando insectos y semillas.
Y había mamíferos.
Eran criaturas parecidas a mapaches pero emparentadas con los ungulados del futuro e insectívoros veloces y cautelosos entre cuyos descendientes se encontrarían las musarañas y los puercoespines. Había un taeniodonte, parecido a un pequeño y obeso wombat. Ninguno de los pequeños parásitos del suelo le habría resultado familiar a un humano que se hubiera encontrado allí. Eran criaturas furtivas, extrañas, desgarbadas, más parecidas a reptiles por su forma de comportarse, siempre mirando en todas direcciones, moviéndose a hurtadillas como ladroncillos temiendo el regreso del señor de la casa.
Aquellos mamíferos eran vestigios del Cretácico. Por aquel entonces había sido como si la Tierra entera fuera una vasta ciudad, organizada para satisfacer las necesidades de sus habitantes, los dinosaurios. Pero ahora los habitantes dominantes habían desaparecido, los edificios se habían desplomado y las únicas criaturas que quedaban con vida eran las especies urbanas que vivían en los desagües y alcantarillas y se alimentaban de la basura.
Pero la Tierra, en el proceso de su recuperación, se había convertido en un lugar muy diferente al que era en tiempos del onírico Cretácico. Ahora, las nuevas junglas eran mucho más densas. No había grandes herbívoros: los saurópodos habían desaparecido y faltaba mucho tiempo aún para la llegada de los elefantes. No había animales lo bastante grandes como para llegar a las copas de aquellos árboles, para abrir por la fuerza claros y corredores y para crear sabanas dispersas como parques. Como respuesta, la vegetación había enloquecido y había cubierto el mundo con una densidad y una profusión inauditas desde que los primeros animales caminasen por la tierra.
Pero era una abundancia extrañamente vacía. En aquellas densas junglas no había ya dinosaurios depredadores, pero tampoco había jaguares, leopardos o tigres.
Prácticamente, sus únicos habitantes eran pequeños mamíferos que moraban en los árboles, como Plesi. Durante un período de tiempo extraordinariamente prolongado —millones de años— los animales se aferrarían a sus hábitos del Cretácico y no habría ninguna especie de mamífero que alcanzara siquiera un tamaño moderadamente grande. Seguirían buscando refugio en la oscuridad y los rincones de un mundo vacío, alimentándose de insectos y borrando cualquier innovación evolutiva más espectacular que un nuevo tipo de dentadura.
Como reos condenados a una larga pena, los supervivientes del impacto se habían institucionalizado. Hacía tiempo que habían desaparecido los dinosaurios, pero para los hábitos de los mamíferos, arraigados durante un período de tiempo mucho mayor, ciento cincuenta millones de años de condena, no era tan fácil acostumbrarse.
Sin embargo, las cosas estaban cambiando.
Por fin, Plesi escuchó el maullido callado de su cachorro.
Al borde del claro, Fuerte estaba acurrucada, penosamente, sobre una especie de nido hecho de frondas resecas. Tras caer del árbol y precipitarse sobre el claro, al menos había tenido el sentido común de buscar cobijo. Pero distaba mucho de estar a salvo: una gran rana depredadora de vientre púrpura estaba observándola con una curiosidad ausente en los negros ojos. Al ver a Plesi, Fuerte echó a correr y se lanzó sobre su madre. Trató de encontrar sus pezones, igual que su hermana había hecho antes, pero Plesi le negó su consuelo con un mordisco.
Plesi estaba profundamente perturbada. Un carpoleste que era fuerte en el nido pero carecía de instintos para el árbol —que carecía hasta de la sensatez de guardar silencio cuando estaba expuesta— tenía pocas posibilidades de sobrevivir. De repente, Fuerte no parecía tan fuerte. Plesi sintió el extraño impulso de buscar una pareja, de volver a reproducirse. Por el momento, no obstante, se limitó a darle otro pequeño mordisco en el costado con sus afilados incisivos y la condujo hacia el árbol por el que había descendido.
Pero no había recorrido más que la distancia de varios cuerpos cuando se quedó helada.
Los ojos negros del depredador se clavaron en ella con frío cálculo.
El depredador era un oxyclaenus. Era un animal esbelto de cuatro patas y pelaje oscuro: con aquel cuerpo largo y las patas cortas parecía una comadreja hipertrofiada, aunque su rostro y su hocico recordaban más a los de un oso. Pero no estaba emparentado ni con las comadrejas ni con los osos. En realidad era un ungulado, un miembro primitivo de la gran familia que un día incluiría a todos los animales con cascos en las patas, como los cerdos, los elefantes, los caballos, los camellos e incluso las ballenas y los delfines.
Puede que el oxy le hubiera parecido torpe, lento, hasta un poco inacabado, a unos ojos acostumbrados al guepardo y al lobo. Pero su raza había aprendido a cazar sus presas por el ralo sotobosque de la interminable jungla. Hasta podía trepar para seguirlas a las ramas inferiores de los árboles. En aquella era arcaica, el oxy no tenía apenas competencia.
Así, mientras examinaba la forma de Plesi, aterrorizada y pegada al suelo, dos frías preguntas dominaban la mente del oxy: ¿Cómo te atrapo? ¿Estarás sabrosa?
Plesi, pegada al suelo, estaba temblando, sacudiendo los bigotes, y enseñando los pequeños y afilados dientes. Pero contaba con unos instintos afilados por más de un millón de siglos pasados a los pies de los dinosaurios. En los fríos cálculos de su mente estaban comenzando a llevarse a cabo una evaluación de riesgos. En aquel lugar no podía ocultarse. No podría alcanzar un árbol para escapar del oxy. Seguramente, si trataba de escapar corriendo, no tendría dificultades en atraparla con una de aquellas zarpas crueles.
Solo le queda una alternativa.
Arqueó la espalda, abrió la boca y siseó, con tanta violencia que roció al oxy con su saliva.
El oxy se encogió ante aquella agresión, inesperada en una criatura tan pequeña. Pero no es una amenaza. Enfurecido, recobró rápidamente la compostura y se preparó para responder al farol de Plesi.
Pero Plesi se había esfumado en el sotobosque. Nunca había tenido la intención de atacar al oxy: solo de ganar un precioso segundo de tiempo. Y había dejado a Fuerte detrás.
La joven carpoleste, paralizada por la mirada del carnívoro, se pegó a la tierra. El oxy aplastó a Fuerte con la zarpa y le partió la columna al pequeño primate. Inundada de dolor, Fuerte se revolvió contra su atacante y trató de hundirle los dientes en la carne. En sus últimos momentos, Fuerte descubrió algo parecido al valor. Pero no le sirvió de nada.
El oxy jugó un rato con el animalillo. Luego empezó a comer.
Conforme se iba recuperando el mundo, las cambiantes condiciones moldeaban a sus habitantes vivos.
Los mamíferos estaban empezando a experimentar con roles nuevos. Los ancestros de los auténticos carnívoros, que con el tiempo acabarían por engendrar a los cánidos y los felinos, eran todavía animales parecidos a hurones, omnívoros laboriosos y oportunistas. Pero los oxyclaenus habían empezado a desarrollar las especializaciones de los depredadores mamíferos que los seguirían: patas verticales para poder mantener la velocidad en carrera, dientes permanentes y fuertes anclados por raíces dobles y con cúspides entrelazadas diseñadas para desgarrar la carne.
Todo formaba parte de un antiquísimo patrón.
Todas las cosas vivas luchaban por permanecer con vida. Se alimentaban, se reparaban, crecían y evitaban a los depredadores.
Ningún organismo vive para siempre. El único modo de contrarrestar la aterradora aniquilación de la muerte es la reproducción. Por medio de la reproducción, la información genética de cada organismo se transmite a su descendencia.
Pero ninguna cría es idéntica a sus padres. En un momento dado, toda especie contiene el potencial de engendrar numerosas variaciones. Pero todos los organismos tienen que existir en el marco de habitabilidad impuesto por su medio: un medio hecho de clima, tierra y criaturas vivientes que a su vez van modelando ellos mismos. Como la supervivencia se persigue con implacable ferocidad, el marco del medio ambiente se llena hasta los topes. Todas las variaciones viables de una especie que puedan encontrar sitio para sobrevivir se manifiestan.
Pero en aquel mundo el espacio era muy escaso. Y la competición por él era incesante e interminable. Nacían muchas más crías de las que tendrían posibilidades de sobrevivir. La lucha por la existencia era incesante. Los perdedores eran diezmados por el hambre, la depredación y la enfermedad. Aquellas criaturas que estaban un poco mejor adaptadas a su rincón concreto del medio ambiente gozaban inevitablemente de unas probabilidades ligeramente superiores de salir triunfantes en la batalla por la supervivencia… y, por consiguiente, de transmitir su información genética a las generaciones posteriores.
Pero el medio ambiente podía cambiar cuando se modificaban los climas o los continentes chocaban y las especies migraban, se entremezclaban y se encontraban con nuevos vecinos. Al mismo tiempo que cambiaban los entornos, del clima y de las criaturas vivientes, lo hacían los requisitos de adaptación. Pero el principio de selección seguía imperando.
De este modo, generación tras generación, las poblaciones de organismos seguían la pista a los cambios del mundo. Todas las variaciones de especies que resultaban viables en el nuevo entorno eran seleccionadas y aquellas que dejaban de ser viables desaparecían, sumergidas en los archivos fósiles o sumidas totalmente en el olvido. Estos vuelcos eran interminables, como un proceso de agitación perpetuo. Mientras las variaciones «requeridas» por el medio se encontraran entre las variaciones genéticas disponibles, los cambios de las poblaciones podían ser muy rápidos… como descubrirían los humanos con sus especies domesticadas de plantas y animales en la búsqueda de su propia idea de perfección en su patrimonio de criaturas vivientes. Pero cuando se agotaban las variaciones posibles, los cambios se estancaban hasta que aparecía una nueva mutación, acontecimiento fortuito provocado, quizá, por la radiación, que abría nuevas posibilidades de variación.
Esto era la evolución. No había más: era un principio sencillo, basado en leyes sencillas y obvias. Pero moldearía a todas las especies que alguna vez habitaran la Tierra, desde el nacimiento de la vida hasta la extinción definitiva de todo, que tendría lugar bajo un sol furioso, en un futuro muy lejano.
Y estaba operando en aquel mismo momento.
Era duro.
Era la vida.
Plesi había llegado a un tácito acuerdo con el oxy. Llévate a mi hija. Perdóname a mí. Mientras regresaba atravesando las capas de follaje a la seguridad de los árboles, en busca de la hija que había sobrevivido, la terrible estratagema resonaba todavía en su mente.
Pero la embargaba también una sensación que provenía de lo más hondo de sus células, una idea que podría haberse expresado de la siguiente manera: Siempre supe que había que ser prudente. Los dientes y los colmillos no habían desaparecido. Solo estaban escondiéndose. Siempre supe que regresarían.
Sus instintos tenían razón. Dos millones de años después de la intranquila tregua impuesta por la muerte de los dinosaurios, los mamíferos habían empezado a alimentarse unos de otros.
Aquella noche, Débil, confundida, aterrorizada, observó cómo se agitaba y gruñía su madre en sueños.