3
La cola del Diablo

AMÉRICA DEL NORTE, C. 65 MILLONES DE AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS.

I

Antaño los impactos interplanetarios habían sido constructivos, una fuerza del bien.

La Tierra se había formado en las proximidades de un sol en proceso de calentamiento. El agua y otros volátiles no habían tardado en evaporarse, dejando el joven mundo reducido a un vacío teatro de roca. Pero los cometas que caían desde el exterior del sistema solar habían aportado sustancias coaguladas en aquellas regiones frías: en especial el agua que llenaría los océanos de la Tierra y ciertos compuestos del carbono, cuya química de cadenas se alojaría en el corazón de toda vida. La Tierra se estabilizó en una prolongada era química en la que se manufacturaron complejas moléculas orgánicas en el inconsciente batir de los nuevos océanos. Fue un largo preludio para la vida. No se habría producido sin los cometas.

Pero ahora la era de los impactos había pasado, o eso parecía. En el nuevo sistema solar, los planetas y satélites restantes seguían órbitas casi circulares, como si formaran una vasta pieza de relojería. Los objetos que seguían trayectorias más extravagantes habían desaparecido en su mayor parte.

En su mayor parte.

La cosa que estaba saliendo de la oscuridad, envuelta en una capa de nieve sucia que chisporroteaba bajo el calor del Sol, era como un recuerdo de la traumática formación de la Tierra.

O un mal sueño.

En la época del hombre, la península del Yucatán era una lengua de tierra que sobresalía de México y se adentraba en el Golfo en dirección norte. En la costa septentrional de la península había un pequeño puerto de pescadores llamado Puerto Chicxulub. Era un lugar modesto, una llanura de piedra caliza salpicada de sumideros y manantiales de agua dulce, plantaciones de cabuya y maleza.

Sesenta y cinco millones de años antes de eso, en la húmeda era de los dinosaurios, aquel lugar era el lecho de un océano. Las llanuras del Golfo de México estaban inundadas hasta las primeras estribaciones de la Sierra Madre Oriental. La propia península del Yucatán se encontraba sumergida bajo cien metros de agua. Los sedimentos que darían lugar a Cuba y Haití se encontraban en las profundidades del lecho oceánico, esperando todavía a ser arrastrados hasta la superficie por los movimientos tectónicos.

En una era dominada por mares poco profundos, Chicxulub era un lugar como otro cualquiera. Pero era allí donde terminaría un mundo.

Chicxulub es una palabra maya, una palabra muy antigua acuñada por un pueblo que ha desaparecido. Más tarde, cuando los mayas ya no existieran, nadie sabría con seguridad lo que quiere decir. Las leyendas locales dicen que significa «la Cola del Diablo».

En sus últimos momentos, el cometa sobrevoló el Atlántico y Sudamérica desde el sudeste.

II

En las aguas brillantes y poco profundas navegaba un ammonite.

Aquel cazador de los lechos oceánicos, del tamaño de un neumático de tractor, parecía un caracol gigante, con una cáscara espiral de intrincada curvatura de la que asomaban con cautela unos brazos y una cabeza. A medida que crecía, había ido extendiendo la estructura espiral de su cáscara y desplazándose de una cámara a la siguiente. Ahora utilizaba las cámaras abandonadas para mejorar su flotabilidad y su control.

El ammonite se movía con sorprendente elegancia, cortando las aguas con su erguida espiral. Y escudriñaba los alrededores con ojos grandes y llenos de astucia.

El mar, bañado por el Sol, estaba abarrotado, traslúcido, lleno de suculento plancton. Algunas de las criaturas que vivían en él —ostras, almejas, muchas especies de peces— les habrían resultado familiares a los seres humanos. Pero otras no: había muchas especies de calamares ancestrales, estaba el propio ammonite y, apenas visibles como sombras que pasaban por los azulados confines de las profundidades del mar, nadaban los gigantescos reptiles marinos, mosasaurios y plesiosaurios, los delfines y ballenas de su época.

Conforme la luz del día iba aumentando, nuevos ammonites salían a la superficie, suspendidos como campanas del agua traslúcida.

Pero en ese momento el ammonite detectó movimiento en el lecho marino. Descendió rápidamente, sacando los tentáculos sensitivos fuera de la concha. Utilizando la visión y el tacto determinó rápidamente que la cosa que caminaba y cavaba en la arena suelta era un cangrejo. Otros brazos, terminados en diminutos garfios para ayudarle a asir a sus presas, salieron del cascarón y atraparon al crustáceo. Sin dificultades, levantó al pequeño cangrejo del lecho marino. Asomó un pico como de ave y el ammonite mordió la cáscara del cangrejo entre los ojos. Inyectó sus jugos gástricos en la cáscara y empezó a engullir el líquido resultante.

A medida que las partículas de carne se difundían por las aguas, aparecieron más ammonites.

El ammonite que había atrapado al cangrejo vio que una sombra se movía sobre él: una sombra con morro y aletas que nadaba silenciosa y rápidamente. Era un elasmosaurio: un reptil marino, una especie de plesiosaurio con un cuello inmensamente alargado. Tras abandonar su presa, el ammonite se escondió en el interior de su concha. La abertura fue sellada inmediatamente por un grueso tapón de tejido endurecido.

El elasmosaurio cayó sobre el ammonite, le dio la vuelta y clavó las poderosas mandíbulas en la parte más estrecha de la espiral. Pero no pudo atravesarla. Tras partirse varios dientes, el elasmosaurio soltó la concha y dejó que se hundiera hasta el lecho del océano. Su consciencia unidimensional hervía de frustración y dolor.

El ammonite había sufrido un violento zarandeo, pero estaba sano y salvo en el interior de su casa blindada.

Pero otro ammonite joven no había sido tan cauteloso. Trató de escapar utilizando sus chorros.

El elasmosaurio cayó sobre el premio de consolación. Sus dientes se deslizaron con la precisión de un auténtico experto por la concha espiral hasta alcanzar el punto en el que el cuerpo se unía a la superficie interior. A continuación, sacudió la concha con fuerza hasta que el ammonite, todavía vivo, salió despedido y dando vueltas a las aguas, desnudo por primera vez en toda su existencia. El pez-lagarto engulló su premio de un solo bocado.

A continuación, el elasmosaurio oteó una nube en el agua. Se lanzó hacia ella sin titubeos.

La nube era un banco de belemnites, miles de ellos. Los pequeños calamares se asociaban para protegerse unos a otros y sus sistemas defensivos, formados por una combinación de centinelas, tinta y movimientos engañosos, solían ser eficaces contra unos depredadores tan rápidos como aquel elasmosaurio. Pero la furiosa acometida de la criatura los pilló desprevenidos. Se alejaron nadando a toda velocidad, arrojando chorros de tinta a su inmenso invasor, o incluso emergiendo de un salto a la atmósfera iluminada por el cometa. No obstante, murieron cientos de ellos: cada uno de ellos una llamarada diminuta de consciencia, cada uno de ellos irrepetible y único a su manera.

Mientras tanto, con enorme cautela, el ammonite que había devorado al cangrejo había vuelto a abrir su concha. Un tubo de músculo brotó de la entrada y un chorro de agua a gran presión salió despedido e impulsó al ammonite hacia las capas superficiales de agua azulada. Había perdido el cangrejo. Pero no importaba. Siempre había más presas que capturar.

Así eran las cosas. Era una época de salvaje depredación, tanto en la tierra como en el mar. Los moluscos cazaban ammonites, perforando sus conchas, envenenando a sus presas y disparando dardos letales. Como respuesta, los bivalvos habían aprendido a enterrarse en los sedimentos o habían desarrollado espinas y conchas muy gruesas para desviar los ataques. Las lapas y los mejillones habían abandonado las profundidades marinas para colonizar los medios poco profundos del litoral en los que solo los cazadores más decididos podían alcanzarlos.

Mientras tanto, el mar era un hervidero de reptiles depredadores. Las tortugas carnívoras y los plesiosaurios de largo cuello se alimentaban de peces y ammonites, al igual que los pterosaurios, reptiles voladores que habían aprendido a sumergirse en busca de las riquezas del océano. Y enormes pliosaurios de gruesas mandíbulas acechaban a los depredadores: los carnívoros más grandes de la historia del planeta, con sus veinticinco metros de longitud y sus fauces de tres metros no conocían más estratagema que desgarrar a sus presas y sacudirlas hasta la muerte.

Los ricos océanos del Cretácico, bailes tridimensionales de cazadores y cazados, de vida y muerte, rebosaban de actividad. Así había sido durante millones de años. Pero ahora una brillante luz estaba apareciendo sobre la brillante superficie del océano, como si el mismo sol estuviera cayendo desde el cielo.

El ojo del ammonite se vio atraído hacia allí. El ammonite era lo bastante inteligente para sentir algo parecido a la curiosidad. Aquello era nuevo. ¿Qué podía ser?

Prevaleció la cautela: la novedad equivalía a peligro. Una vez más, el ammonite empezó a refugiarse en su concha.

Pero esta vez, ni siquiera su fortaleza móvil podría protegerlo.

El cometa atravesó la atmósfera de la Tierra en una fracción de segundo. El aire que lo rodeaba salía despedido y se perdía en el espacio, dejando un túnel de vacío por dondequiera que pasara.

El ammonite estaba atrapado justo bajo la trayectoria de caída del cometa. Fue como si una grande y brillante losa cruzara el cielo. Su sustancia se vaporizó al instante y el ammonite murió. Lo mismo ocurrió con los belemnites. Y con el elasmosaurio. Y con las ostras y almejas. Y con el plancton.

Los ammonites llevaban navegando por los océanos de la Tierra, dividiéndose en millares de especies, más de trescientos millones de años. En menos de un año, no quedaría con vida ni uno solo de ellos: ni uno. Ya, en esta primera fracción de segundo, estaba poniéndose abrupto final a largas biografías.

Las pocas docenas de metros de agua no ofrecieron más resistencia al cometa que el aire. Toda el agua se vaporizó en una centésima de segundo.

Entonces el núcleo del cometa chocó con el lecho marino. Sus más de un billón de toneladas formaban una montaña voladora de hielo y tierra. Tardaron dos segundos en colapsarse contra las rocas del lecho oceánico, y en esos dos segundos liberaron una energía calorífica equivalente a la de todos los volcanes y terremotos de la Tierra en mil años.

El núcleo del cometa quedó completamente destruido. El propio lecho marino fue vaporizado: las rocas se convirtieron en niebla. Una gran ola salió despedida desde el lugar del impacto. Y un fino cono de roca incandescente vaporizada regresó a la atmósfera, siguiendo la trayectoria de entrada del cometa por el túnel que había excavado en el aire durante sus últimos momentos. Parecía un enorme foco. Alrededor de este ardiente túnel central, un chorro mucho más grande de roca destrozada y pulverizada, equivalente a cientos de veces la masa del propio cometa, voló por los aires alrededor de un cráter cada vez más grande.

En estos primeros segundos, billones de toneladas de roca sólida, fundida y vaporizada fueron arrojados al cielo.

En la llanura costera del mar interior de Norteamérica, las manadas de inmensos herbívoros se agolpaban alrededor de los charcos. Profirieron lastimeros gritos mientras se apretaban y pegaban unos contra otros. Los depredadores, desde los raptores del tamaño de una gallina en adelante, observaban a los cachorros que se extraviaban elaborando fríos cálculos de probabilidades. En un lugar se había reunido una manada de anquilosaurios, las polvorientas armaduras reluciendo, como una legión romana en formación.

Un resplandor anaranjado apareció al sur, como un segundo amanecer. Entonces, una fina y brillante barra de luz perforó el cielo, tan tiesa como una demostración geométrica, más recta, de hecho, que un rayo láser, porque el haz de roca incandescente no sufrió refracción alguna al atravesar el aire súper-calentado de la Tierra. Todo esto ocurrió en completo silencio, ajeno a todos ellos.

El suchomimus, con su cara de cocodrilo, acechaba a la orilla del océano con las largas garras extendidas. Como todos los días, estaba buscando peces. La muerte de su pareja, días atrás, era un dolor apagado que estaba desapareciendo lentamente. Pero la vida seguía: su difuso pesar no le ofrecía respiro frente al hambre.

A su alrededor había un grupo de estegoceros buscando comida, disperso. Estos paquicefalosaurios eran casi tan altos como seres humanos. Los machos tenían enormes capuchones de hueso en el cráneo para proteger sus diminutos cerebros durante las estruendosas competiciones que los enfrentaban en las épocas de celo, en las que entrechocaban las cabezas como machos cabríos. En aquel momento, dos de ellos estaban luchando: sus cabezas reforzadas colisionaron con un estruendo óseo que resonó por las planicies. La especie había sacrificado gran parte de su potencial evolutivo para propiciar estas batallas. La necesidad de mantener este capacete protector de hueso había limitado el desarrollo del cerebro de los paquicefalosaurios durante millones de años. Atrapados en la lógica bioquímica, a estos machos les importaban bien poco las luces del cielo, o las sombras dúplices que se proyectaban por la tierra.

En aquella playa no era más que otro día en el Cretácico. Todo se desarrollaba con normalidad.

Pero algo estaba acercándose desde el sur.

A esas alturas el cráter era una cuenca cada vez más grande de brillante materia fundida, lo suficientemente ancha para engullir el área entera de Los Angeles, desde Santa Bárbara a Long Beach. Su profundidad era cuatro veces la altura del Everest y su borde superior estaba más lejos del fondo que los aviones supersónicos de la superficie de la Tierra. Era un cráter de noventa kilómetros de longitud y treinta de profundidad y se había formado en cuestión de minutos. Pero la tremenda estructura era pasajera. Ya se habían abierto grandes fallas e inmensos corrimientos de tierra, de docenas de kilómetros de anchura, empezaban a deslizarse por sus abruptas paredes.

Y el lecho marino estaba arqueándose. El martillazo del cometa había empujado hacia el interior a las más profundas rocas de la Tierra. Pero ahora rebotaron, se elevaron más de veinte kilómetros y atravesaron la materia fundida hasta llegar a la superficie. La propia roca, casi licuefactada, se extendió rápidamente formando una cordillera de cuarenta kilómetros de anchura erigida en cuestión de segundos. Mientras tanto, el agua trataba de llenar la cavidad abierta en el suelo oceánico. Y los derrubios eyectados estaban ya cayendo de nuevo al cambiante lecho del cráter, una lluvia de roca ardiente. Las temperaturas se elevaron miles de grados, tanto que el mismo aire se consumió y el nitrógeno se combinó con el oxígeno para formar venenos que tardarían años en disiparse. Era una caótica batalla de fuego, vapor y roca.

A partir del lugar del impacto, el aire súper-calentado volaba a velocidades interplanetarias. Desde el Yucatán, una gran masa circular de aire se extendió en dirección a Sudamérica y al otro lado del Golfo de México. La onda expansiva seguía moviéndose a velocidades supersónicas diez minutos más tarde, cuando alcanzó la costa de Texas.

Al sur de la playa, el fino pilar de luz se había desplegado en abanico. Se hizo más difuso y cambió de color, adoptando una tonalidad entre anaranjada y blanca. Alrededor de su base se veían volar diminutas volutas rojizas. De pronto, una franja de oscuridad se extendió sobre el horizonte, al sur. No obstante, el silencio continuaba. Lo que se acercaba se movía mucho más deprisa que el sonido. Las manadas de dinosaurios lo ignoraron del todo: los jóvenes paquicefalosaurios batallaban, entrelazados en su danza darwiniana.

Pero los pájaros y los pterosaurios conocían el cielo. Un grupo de estos había estado pescando, volando a ras de superficie para atrapar peces con sus picos de hidrodinámica elegancia. En aquel momento se volvieron y volaron hacia el interior, batiendo las alas para ganar velocidad. Una bandada de aves parecidas a gaviotas los siguió, moviendo unas alas grisáceas que parecían palpitar bajo la ardiente luz de las rocas.

De los miles de dinosaurios, solo el suchomimus reaccionó al espectáculo de luces. Se volvió hacia el sur y sus pupilas se entrecerraron al ver lo que había allí. Algún instinto hizo que saliera chapoteando del agua y corriera hacia el interior. La cálida arena estaba suelta bajo sus patas y lo frenaba. Pero no por ello dejó de correr.

Al pasar, dos jóvenes raptores, que estaban jugando con el caparazón de una tortuga tumbada en la playa, levantaron la cabeza con curiosidad. En una parte remota de la astuta mente del suchomimus estaban saltando todas las alarmas. Estaba rompiendo muchas de sus reglas innatas, estaba poniéndose en peligro. Pero un instinto más profundo le decía que la cortina de oscuridad que estaba extendiéndose por el horizonte era una amenaza mayor que cualquier raptor.

Llegó a un banco de dunas bajas. Una bola de pelo se revolvió indignada debajo de sus patas y huyó a velocidad de vértigo.

Finalmente, los dinosaurios empezaron a reaccionar. Las manadas de herbívoros, los allosaurios y los anquilosaurios dejaron de pacer, levantaron la cabeza y volvieron la mirada hacia el sur. El abanico de roca en ascensión era invisible todavía, oculto por un muro de oscuridad que cubría todo el horizonte. Pero era un muro móvil cuya parte delantera burbujeaba y se retorcía. Descargas eléctricas recorrían la superficie, haciendo que despidiera un resplandor entre púrpura y blanco.

Incluso ahora, en los últimos segundos, la visión no era demasiado insólita. Parecía un crepúsculo extraño, con algo de espeluznante. Incluso, algunos de los dinosaurios sintieron un cierto sopor al reaccionar sus sistemas autónomos a la disminución de la luz.

Entonces, desde el sur, la onda expansiva explotó. Del silencio al caos en una fracción de segundo. La onda aniquiló las manadas de animales. Los herbívoros volaron por los aires, retorciéndose, perdidos sus mugidos entre la inesperada furia. La competición que enfrentaba a los estegoceros terminó sin vencedor y no se reanudaría nunca. Algunos de los anquilosaurios resistieron, volviéndose hacia el viento y pegándose al suelo como búnkeres blindados. Pero la misma tierra reventó a su alrededor, la vegetación fue arrancada y desperdigada y los lagos se vaciaron. La duna explotó sobre el suchomimus, enterrándolo al instante en arenosa oscuridad.

Entonces, tan deprisa como había llegado, la onda expansiva pasó.

Cuando sintió que cesaba el estremecimiento de la tierra, el suchomimus empezó a arañar el suelo. Expulsó la arena de sus fosas nasales, sus traslúcidos párpados le limpiaron los ojos y se puso trabajosamente en pie.

Avanzó un paso con cautela. El nuevo suelo estaba cubierto de escombros, parecía inseguro y costaba caminar por él.

La llanura costera estaba irreconocible. La duna que la había protegido había sido demolida. El paciente trabajo que el viento había hecho en siglos se había borrado en cuestión de segundos. La llanura estaba salpicada de restos: pedazos de roca pulverizada, lodo del fondo del mar e incluso unas pocas algas y criaturas marinas de pequeño tamaño. En lo alto, las nubes hervían, dirigiéndose hacia el norte.

El ruido no había cesado, grandes chasquidos que llovían del cielo mientras las ondas sonoras se plegaban unas sobre otras. Pero el suchomimus no lo oyó. La onda expansiva le había destrozado los delicados tímpanos al llegar y lo había dejado sordo.

Había cuerpos de dinosaurios por todas partes.

Hasta los mayores herbívoros estaban tendidos en el suelo. Yacían, rotos y retorcidos, bajo arena y lodo. Había un grupo de raptores en el suelo, juntos, con los esbeltos cuerpos enmarañados. Por todas partes se mezclaban los jóvenes con los viejos, los padres con los hijos, los depredadores con las presas, unidos en la muerte. La mayoría de los desastres, como las inundaciones y los incendios, afectaban selectivamente a los más débiles, los jóvenes, los viejos y los enfermos. O, si no, afectaban a especies concretas: una epidemia, quizá, llevada por un anfitrión inconsciente a un continente nuevo a través de un puente de tierra. Pero esta vez, nadie había sido perdonado, solo los más afortunados, como el suchomimus.

El suchomimus vio un pez plateado. Arrastrado una docena de kilómetros en cuestión de segundos, todavía se retorcía, puede que vivo. El suchomimus lo engulló con delicadeza. Incluso ahora, al fin del mundo, estaba hambriento.

Pero la obra del viento no había terminado todavía. En ese mismo momento, estaba regresando en tropel sobre las aguas del océano para rellenar el vacío creado por el impacto. Era como una inmensa inhalación.

Mientras jugaba con su pez, el suchomimus vio que el muro de oscuridad volvía a echársele encima, pero esta vez provenía de tierra adentro y arrastraba incontables restos, tierras, rocas, árboles desarraigados e incluso un enorme tiranosaurio macho que se retorcía, muerto, a gran altura.

Una vez más, el suchomimus se tiró a la arena.

De la furia del cráter continuaban brotando ondas expansivas, como las que provoca el impacto de una piedra contra la superficie del agua. Tierra adentro, donde Gigante había destruido el nido de tiranosaurios, el frente había sembrado la devastación sobre un círculo lo bastante grande como para rodear la Luna.

El frente de avance era precedido por tornados, como niños traviesos y destructivos.

Para Gigante, el tornado era un tubo de oscuridad que conectaba cielo y tierra. En su base, se levantaban unas cosas parecidas a astillas, revoloteaban y volvían a caer. Los antepasados del gigantosaurio habían invadido un continente. Gigante se irguió sobre las patas traseras y empezó a sisear, balanceando la cabeza y siguiendo con la mirada a la amenaza que se le aproximaba.

Pero no se trataba de ningún saurio competidor. Mientras seguía aproximándosele, el tornado se hizo aún más grande, mucho más que él.

Finalmente, la mente de Gigante enfocó las ramitas desperdigadas a los pies de aquel monstruo climático. Aquellas «ramitas» eran árboles, secoyas y gingkos y grandes helechos, zarandeados como si fueran agujas de pino.

Sus hermanos lo vieron también y llegaron a la misma conclusión que él. Los tres dieron media vuelta y emprendieron la huida.

La base del tornado atravesaba despreocupadamente la superficie del bosque, destruyendo árboles y desperdigando rocas. Animales que pesaban cinco toneladas o más eran levantados en volandas, herbívoros pesados y lentos que de repente echaban a volar. Muchos de ellos morían de terror antes de caer al suelo.

En su madriguera, Purga despertó al oír que la Tierra temblaba. Su pareja y ella estaban acurrucados junto a sus dos cachorros. Escucharon el aullido del viento, el traqueteo y el crujido de los árboles destrozados, el chillido de los dinosaurios agonizantes.

Purga cerró los ojos, confundida, aterrorizada, ansiando que el ruido cesara.

Y en las colinas de las Rocosas, el pterosaurio sintió la aproximación del poderoso vendaval. Rápidamente, plegó las alas y regresó al nido reptando sobre las muñecas y las rodillas.

Sus cachorros se reunieron a su alrededor pero no tenía comida para ellos y la picotearon furiosamente. Todavía no podían volar pues las membranas de sus alas aún no habían madurado. Por ahora solo tenían pliegues sueltos de piel inútil entre los dedos de las alas y las patas traseras. Y a pesar de ello, a su manera, eran preciosos. Las escamas que rodeaban sus finos cuellos, una reliquia de sus antepasados reptiles, atrapaban los rayos del Sol y los devolvían multiplicados.

Pero entonces unas nubes se cruzaron por delante del Sol. Los tornados no alcanzaban aquellas alturas. Pero el frente de la onda expansiva seguía siendo una ardiente muralla de aire turbulento, todavía poderosa a pesar de la distancia que la separaba del punto de impacto.

Una bocanada de aire sacudió el nido. Las crías graznaron y se tambalearon.

Sin pensarlo dos veces, la madre abrió las alas y se dispuso a levantar el vuelo. Un imperativo primitivo se había impuesto. Siempre podría haber más camadas, si sobrevivía. Las crías, abandonadas, lanzaron chillidos de rabia y miedo.

Mientras la muralla de viento se aproximaba, hubo un momento de silencio.

La velocidad del viento se redujo. El pterosaurio se volvió y, obedeciendo a los impulsos de una respuesta instintiva, desplegó las alas. Extendió su largo dedo volador y las patas traseras y, con sutiles movimientos del muslo y la rodilla, ajustó la tensión de las alas. Era un exquisito dispositivo volador, un aparato de tendones, ligamentos, músculos, piel y pelo, modelado por decenas de millones de años de evolución.

Pero al viento del cometa eso le traía sin cuidado.

El viento alcanzó primero el nido. El saliente de roca quedó desnudo, el nido reducido a fragmentos. Los huesos de las víctimas del pterosaurio —incluidos los de Segundo— echaron a volar con el resto de los escombros. Las crías levantaron el vuelo al fin: siquiera un momento, siquiera por una vez, siquiera para ir en pos de su muerte.

Y entonces, para su madre, fue como si hubiera topado en su vuelo con una muralla de polvo y espuma, fragmentos de vegetación, madera y roca. Sintió que sus frágiles huesos se partían. Empezó a dar vueltas de campana, tan impotente como una hoja muerta.

Una vez más, el suchomimus se puso en pie. Le dolían los brazos, las piernas, la espalda, la cola, la cabeza, todo el cuerpo, que había recibido los impactos de los fragmentos, la chatarra de un mundo entero.

De nuevo, la playa se había convertido en un lugar totalmente irreconocible. Ahora la tierra estaba cubierta de restos del interior, fragmentos de árboles destrozados y animales aplastados, aves y pterosaurios muertos o agonizantes e incluso limo del fondo de los lagos. Nada se movía… nada, a excepción de las criaturas agonizantes y del suchomimus.

Se acordó del pez que estaba a punto de devorar. El pez había desaparecido.

Sobre su cabeza, oscuros bancos de nubes se extendían por el cielo, como una cortina echada. El sol desapareció. Nadie volvería a verlo en mucho tiempo.

Y hacia el sur, el horizonte empezó a despedir un espeluznante resplandor anaranjado. La brisa arrastró un agudo y distintivo olor hasta su nariz: ozono. El olor del mar. Pensó en las olas del mar, en los resplandecientes peces de los bajíos. Debía llegar hasta el mar. Siempre había extraído su sustento del mar; allí estaría a salvo. Con un gemido quejumbroso que él mismo no pudo oír, empezó a arrastrarse en dirección al olor, ignorando los horripilantes detritos que había bajo sus pies.

La tortuga marina había tenido suerte. Cuando cayó el cometa, nadaba por el fondo del mar, lejos de la zona de impacto.

La suya era una de las más primitivas de las grandes dinastías de reptiles. Pero primitiva o no, la tortuga era una cazadora eficaz. Su cuerpo no era muy exigente, pues solo requería la vigésima parte de la comida que un dinosaurio de su mismo peso. Bien protegida por su poderoso caparazón, prudente a pesar de ser una depredadora, el único riesgo que afrontaba en toda su vida eran las incursiones que todos los años tenía que hacer a las playas para poner sus huevos, antes de apresurarse a regresar a la seguridad de las aguas.

Tenía un cerebro pequeño y una consciencia tenue. Vivía sola, en un mundo de monotonía incolora. No tenía lazos con parientes o cachorros, ni sabía realmente que los huevos que ponía darían lugar a una nueva generación. Pero era antigua, cautelosa, resistente.

En ese momento, sin embargo, algo perturbó su azul y solitario mundo. Una corriente monstruosa empezó a arrastrar el mar hacia el sur.

Desconfiada, la tortuga empezó a nadar hacia las profundidades. Sus instintos, afinados por millones de años de tormentas tropicales, le dieron una simple instrucción: sumérgete, busca el fondo y encuentra refugio.

Pero aquella no se parecía a ninguna otra corriente que hubiera experimentado. En las aguas cada vez más llenas de barro y más turbulentas, oteó criaturas mucho más grandes, incluso pliosaurios gigantes, arrastradas por la poderosa marea. Y mientras estaba descendiendo empezó a recibir de frente las embestidas de los restos, impotentes ammonites, almejas, calamares y hasta rocas arrancadas del fondo.

Finalmente encontró el suave barro. Con los cuatro dedos, empezó a excavar la tierra, ignorando la llovizna de objetos que asaltaban su caparazón. En algún momento tendría que salir a la superficie en busca de aire y calor, pero podía sobrevivir mucho tiempo allí abajo, puede que hasta que la monstruosa tormenta hubiera pasado.

Pero entonces la brillante y combada superficie del mar descendió hacia ella —y el agua fue succionada— y se encontró de repente bajo la luz de la Luna, rodeada por el siseo del húmedo barro. Algo que era como asombro se encendió en su pequeña mente. El mundo había dado la vuelta; aquello no tenía sentido.

Y entonces el barro del fondo del mar, expuesto a la luz, empezó a temblar.

Bajo la luz extraña y cambiante, el suchomimus, al fin, avistó el mar. Con un áspero aullido de alivio, corrió hacia él.

Pero el mar se alejaba de él, sin dejar tras de sí nada más que brillante barro. Y por muy deprisa que corriera, el mar era más rápido.

Un pez cayó a sus pies. Se detuvo, lo recogió del suelo y se lo metió en la boca. Para la diminuta consciencia del pez fue una especie de alivio. Aquella muerte era rápida comparada con la espantosa asfixia que había sufrido en la nueva playa.

El fondo del mar, descubierto por vez primera en millones de años, era un resplandeciente lecho de vida. Estaba cubierto de almejas, crustáceos, calamares, peces, ammonites de todos los tamaños, todos ellos asfixiándose en la atmósfera.

Más hacia el sur había formas gigantescas. El suchomimus vio un plesiosaurio, tan varado como los demás. Con sus ocho metros de longitud, yacía en el barro, boqueando, con las cuatro enormes aletas extendidas y rotas a su alrededor. Se debatía, toneladas de carnívoro marino estremeciéndose de un lado a otro, sacudiendo las enormes aletas, lanzando salvajes dentelladas a la suerte que se había cebado con él.

En cualquier otro momento hubiera sido una visión asombrosa. El suchomimus le dio la espalda, perplejo.

Al mirar hacia el norte, vio que algunas criaturas salían cautelosamente de los bosques devastados, de las marismas que el viento había recorrido. Muchos de ellos eran anquilosaurios y otras criaturas blindadas, protegidas hasta el momento por la gruesa armadura que la evolución les había proporcionado, capaz incluso de desviar los colmillos y las garras de los tiranosaurios. Se arrastraban en dirección al lecho marino, buscando refugio, alimento, agua.

Pero entonces los anquilosaurios abrieron la boca y empezaron a retroceder otra vez. El suchomimus los miró, perplejo. Estaban rugiendo pero él no podía oírlos.

Se volvió de nuevo hacia el mar. Y entonces vio lo que los había aterrado.

Lo mismo que había hecho el aire, lo hacía ahora el agua.

Desde el lugar del impacto, empujada por un inmenso pulso de calor, una ola circular nacida en el centro del océano se expandía hacia allí. Su potencia destructiva era limitada porque el impacto no se había producido en aguas profundas. No obstante, a medida que se aproximaba a las costas de Norteamérica, la ola había ido creciendo hasta alcanzar una altura de treinta metros. Y al llegar a las aguas poco profundas de Texas, el tsunami cobró fuerzas renovadas y su altura original se multiplicó entre diez y veinte veces.

No había nada en la herencia evolutiva del suchomimus que lo hubiera preparado para aquello. El mar en su retorno era como una cordillera en movimiento que devolvía toda el agua que se había llevado. No podía oírlo pero sintió el estremecimiento del lecho marino y olió el denso aroma de la sal y la roca pulverizada. Se enderezó, empezó a menear la cabeza y le enseñó los dientes al tsunami.

El agua se cernió sobre él como una montaña. Hubo un momento de presión, de negrura, una fuerza inmensa que lo comprimió. Murió en menos de un segundo.

El tsunami se extendió sobre la tierra, empequeñeciendo los pesados anquilosaurios antes de aplastarlos, con armadura y todo. Se abrió camino como un ariete por el lecho del mar ancestral, seco hace mucho tiempo. Al remitir, las aguas dejaron tras de sí un montón de restos, grandes bancos escupidos desde el fondo. Había sido una inmensa onda levantada por una roca arrojada en aquel estanque cretácico.

En tierra firme, en Texas, nadie sobrevivió.

En el mar, solo un puñado de criaturas consiguieron superar la catástrofe oceánica.

Una de ellas fue la tortuga marina. Se había hundido tanto en el barro que la fuerza del tsunami no la arrastró. Cuando sintió que volvía algo parecido a la calma, salió a tientas del barro y empezó a ascender por unas aguas turbias de restos y trozos de plantas y animales muertos.

Las tortugas, criaturas ancestrales, habían dejado atrás ya el cénit de su diversidad. Pero mientras que criaturas más espectaculares habían perecido en masa, ella sobrevivió. En un mundo peligroso, la humildad equivalía a longevidad.

El impacto había provocado una descarga de energía que recorrió toda la Tierra. En América del Norte y del Sur, a lo largo de miles de kilómetros, se abrieron fallas y se produjeron desplazamientos de tierra, mientras las placas tectónicas, sacudidas, se estremecían. Las ondas rocosas se fueron debilitando a medida que se propagaban, pero las capas internas de la Tierra actuaron como una lente gigantesca que reenfocó la energía sísmica en las antípodas del impacto, el sudoeste del Pacífico. Incluso allí, al otro lado del planeta, el lecho oceánico se abombó hasta alcanzar alturas diez veces superiores a las que se vieron en el terremoto de San Francisco en 1960.

Las ondas expansivas continuaron recorriendo todo el planeta, cruzando, interfiriéndose y reforzándose. Durante días, la Tierra repicaría como una campana.

Desde el espacio, se veía como si una brillante herida estuviera extendiéndose desde el alfilerazo todavía ardiente del punto del impacto. Era una gran nube de roca fundida que se precipitaba hacia el espacio.

En el vacío, los grumos dispersos de materia sólida empezaban a enfriarse y condensarse, formando granos endurecidos de polvo. La Tierra perdería para siempre parte de este material, que se uniría a la fina llovizna de materiales que nadaban entre los planetas: pocos milenios más tarde, fragmentos del lecho oceánico de Yucatán, caerían en forma de meteoritos en Marte, Venus y la Luna. Y parte de los materiales que flotaban en el espacio entrarían, merced a la reconfiguración gravitatoria que se había producido, en la órbita del planeta, hasta formar un anillo temporal alrededor de la Tierra —oscuro, poco espectacular— que no tardaría en dispersarse a causa de las cambiantes influencias de la Luna y Marte.

Pero la mayor parte del material eyectado regresaría a la Tierra.

La gran lluvia había empezado ya. Lo primero en caer fueron los sedimentos más groseros del perímetro del cráter, formados en su mayor parte por fragmentos de piedra caliza arrancados del fondo del océano. Estos pedazos no se habían fundido por el calor del impacto inicial. Pero al regresar al cálido envoltorio de aire de la Tierra, empezaron a brillar con intensidad. Haces de luz de cientos de kilómetros de longitud se extendieron por el cielo, formando un demente ejercicio geométrico. Parte de los restos eran tan grandes que se fragmentaron y se abrieron al calentarse y otros haces secundarios se abrieron en abanico a partir de las explosiones.

De todas las criaturas que se encontraban a varios miles de kilómetros a la redonda del punto del impacto, la gran ballena aérea había sido la menos afectada hasta el momento.

Había visto cómo descendía la luz sobre la península del Yucatán, había visto el perforante rayo láser formado por los materiales vaporizados de la roca del lecho oceánico y el cometa e incluso había entrevisto la formación del cráter cuando las ondas de roca se extendían por el lecho marino antes de coagularse formando en una gran cavidad tectónica. De haber podido describir lo que veía, la ballena habría proporcionado a la prosperidad el emocionante relato de un testigo presencial de la catástrofe, el más violento impacto desde el fin de los bombardeos constitutivos de la Tierra, cuatro mil millones de años antes.

Pero a la ballena nada de esto le importaba. Ni siquiera el viento la había molestado. Volaba demasiado alto y había podido seguir alimentándose mientras las capas de aire descolorido sobrevolaban la superficie, mucho más abajo. Las luces lejanas en el cielo, los problemas en la superficie —como los sistemas climáticos turbios y turbulentos que a menudo cruzaban la tierra y los océanos— no significaban nada para una criatura que vivía en la frontera con el espacio. Así que mientras el fino plancton aéreo que la alimentaba siguiera ascendiendo desde la tierra, ella seguiría vagando por su delicado nicho.

Pero esta tormenta era diferente.

La ballena aérea estaba acostumbrada a los meteoritos. No eran más que rayas de luz en el firmamento púrpura que se extendía sobre ella. Casi la mitad de los miles de millones de pequeños fragmentos de materia cósmica que caían a la Tierra se consumían en la estratosfera, el reino de la ballena.

Pero parte de aquellos rastros estaban penetrando hasta las capas de aire más densas de la Tierra, mucho más abajo. La ballena carecía de oído —no lo necesitaba en aquel aire tenue y silencioso, donde no había depredadores— pero si lo hubiera tenido, habría podido escuchar el agudo aullido que emitían los meteoritos al regresar al planeta del que hacía tan poco habían salido despedidos. Hasta podría haber visto el lugar en el que caían los primeros fragmentos del lecho marino: en la superficie, mucho más abajo, brotaban chispas de luz como diminutas florecillas, una detrás de otra. Era como presenciar un bombardeo desde las alturas.

Por primera vez desde que era un cachorro, la ballena empezó a conocer el miedo. De repente, aquello había dejado de ser un espectáculo de luces y se había convertido en una lluvia de luz y fuego. Una lluvia que estaba cayendo a su alrededor y que estaba haciéndose más densa a cada momento que pasaba. Lentamente describió un giro en el aire. Con una lenta batida de sus inmensas alas, se dirigió hacia el norte.

Hubo un destello.

El fragmento de roca al rojo blanco era minúsculo. Tras el encuentro con la ballena, consumida solo una fracción de su energía cinética, continuó su descenso hacia las densas junglas del Cretácico. Pero el complejo sistema nervioso de la ballena llevó a su pequeño cerebro mensajes de dolor agonizante. Al volver su vasta cabeza a la derecha, vio que la superficie de su ala estaba desgarrada y chamuscada.

Si el meteorito hubiera golpeado el ala cerca del centro, puede que no hubiera hecho más que una pequeña perforación y la ballena podría haber vivido un poco más. Pero no tuvo suerte. El meteorito había atravesado una articulación de su inmenso y frágil espolón director. El ala empezó a plegarse en grandes secciones alrededor del segmento de hueso roto.

La Tierra, azul y gris, dio la vuelta. A pesar de que seguía batiendo torpemente el ala sana, la ballena estaba ya abandonando la horizontal y empezaba a caer sin control. Sin embargo, mientras se retorcía poco a poco y se plegaba sobre sí misma como una cometa de juguete rota, permanecía consciente. Pero la lluvia de meteoritos se hizo más intensa. Los meteoritos, como balas, abrieron túneles por las finas cavernas de su cuerpo, reventaron los sacos de aire, destrozaron la delicada filigrana de su esqueleto, liviana como el mismo aire, y continuaron perforando sus magníficas alas.

El dolor se hizo abrumador. Su mente se llenó con confortables y suculentos recuerdos de vuelos a gran altura sobre una Tierra tranquila. Murió mucho antes de que su cuerpo llegase al suelo, con los pulmones aplastados por la densidad del aire.

Gigante estaba tratando de incorporarse.

Frente a él se movía pesadamente un estegoceros, confuso, con la absurda corona de hueso y carne teñida de escarlata. Gracias a la providencial presencia de una densa arboleda de araucarias, el joven macho había sobrevivido al tornado sin sufrir nada más grave que una costilla rota. Pero a su clan se lo había llevado el viento. Levantó la cabeza y lanzó un aullido lastimero. Era como el grito de inquietud de una cría, una llamada perdida.

No fue su madre quien respondió, sino dos enormes gigantosaurios carnívoros, que se le acercaron lentamente meneando la cabeza y con los ojos clavados en él. Incluso ahora, el juego del depredador y la presa continuaba.

Pero en medio del terror provocado por la adrenalina que inundaba su organismo, el estegoceros advirtió algo extraño. Un tercer gigantosaurio, tan grande y poderoso como los demás, no mostraba el menor interés por él. El tercer monstruo sacudía la cabeza con aire amenazante… frente a algo que se aproximaba desde el cielo. Confuso, aterrado, el estegoceros se volvió hacia el sur, donde un canceroso resplandor anaranjado continuaba extendiéndose entre las veloces nubes negras.

El primer meteorito se precipitó aullando sobre ellos como un abejorro luminoso. Sobrevoló la destrozada jungla y chocó contra las colinas que se extendían más allá. La joven roca volcánica estalló, y provocó una lluvia secundaria de humeantes fragmentos, que cayó con un traqueteo sobre la tierra cubierta de restos. Todos los dinosaurios se volvieron hacia allí, sobresaltados y asombrados, olvidada su innata animosidad.

Y entonces el segundo meteorito atravesó el cuerpo del estegoceros como un proyectil de alta velocidad. Una fracción de segundo más tarde, al entrar en contacto con el suelo, el meteorito expulsó la energía a la superficie que todavía conservaba. La explosión reventó el cuerpo del estegoceros antes de que tuviera tiempo de caer al suelo. En la fugaz lluvia de sangre, Gigante se encogió, incapaz de comprender lo que estaba pasando.

En ese momento empezaron a caer los meteoritos sobre los restos de la destrozada jungla. Llovió fuego.

Gigante y sus hermanos sucumbieron al pánico y echaron a correr. Pero la lluvia de meteoritos arreció. Los meteoritos golpeaban la tierra alrededor de los dinosaurios, abriendo cráteres y provocando pequeños incendios en la maleza dispersa. Era como si los hermanos estuvieran corriendo en medio de un bombardeo artillero.

Purga también podía oler el humo.

Los primates podían escapar a los incendios en sus madrigueras, profundamente enterradas en la tierra fresca, para luego emerger a las ruinas de un bosque quemado y destrozado. Pero los instintos de Purga le decían que esta vez era diferente. Se abrió paso entre su asustado compañero y sus cachorros, y la horripilante cabeza cortada del troodon. Emergió a la luz del día. Al instante, incapaces sus sensibles ojos de soportar la intensidad de la luz, se sintió abrumada por una sensación de mareo. Pero a pesar de ello pudo distinguir las características principales del terrible día: los incendios que se extendían por la destrozada jungla y la incesante e incomprensible lluvia de meteoritos.

No podía quedarse allí. Pero ¿adónde ir?

Los vientos habían demolido parte de los árboles que normalmente obstruían la vista, así que pudo ver las primeras estribaciones de las Rocosas, cuyas cimas estaban cubiertas por nubes de humo volcánico. Allí donde los vientos del cometa habían empujado masas de aire cálido y húmero por los flancos de la cordillera, densos cúmulos se aferraban a las laderas superiores de las montañas.

Sombras. Oscuridad. Puede que hasta hubiera lluvia.

Sacudiendo los bigotes, se aventuró a salir un paso al exterior. Se movía con rápidas convulsiones, deteniéndose cada pocos pasos para pegarse al suelo.

Miró atrás. Más allá de la cabeza segada del troodon, pudo ver a su pareja y sus cachorros, tres pares de ojos muy grandes que la miraban. Sus instintos, refinados a lo largo de cien millones de años, la instaron a regresar a la fría tierra, o encaramarse a los árboles, donde estaría a salvo, porque, de lo contrario, seguro que la reclamaban las terribles garras y colmillos y patas de aquel mundo gigantesco. Pero los árboles estaban rotos y hechos pedazos y ya no le ofrecían refugio.

Corrió hacia las montañas envueltas en nubes.

Su pareja la siguió con más cautela. Uno de los cachorros lo siguió a él. El segundo, aterrado, confundido, se escondió en las profundidades de la madriguera. No había nada que Purga pudiera hacer por él. No volvería a verlo nunca.

Así que aquellas tres criaturas diminutas, parecidas a musarañas, en cuyo interior se ocultaba todo el potencial de la humanidad, recorrieron lentamente la machacada y humeante llanura, mientras a su alrededor caía una tormenta de meteoritos.

El fuego se alimentaba a sí mismo. Los pequeños incendios dispersos estaban empezando a unirse. A medida que subía la temperatura del aire, hasta la húmeda maleza del sotobosque estaba empezando a arder. Soplaba el aire y el humo ascendía en espiral. Allí, en toda América del Norte y del Sur, el fuego empezó a desplegar una lógica propia, formando sistemas que se sustentaban y se perpetuaban.

Entonces empezaron las lluvias de fuego. Todo lo que podía arder, ardió: hasta el más pequeño jirón de vegetación, hasta las plantas marinas, todavía empapadas de agua. Los animales simplemente fueron engullidos por las llamas: los raptores ardían como retoños de árbol y los grandes herbívoros se cocían en sus monstruosos caparazones.

Los tres gigantosaurios emergieron por fin de la jungla. Habían llegado a un claro centrado en un enorme lago. El calor era casi insoportable y venían con la boca abierta y la cabeza llena con la peste del humo.

El cielo era una visión extraordinaria. Una losa de negrura estaba acercándose desde el sudeste, como si estuviera cerrándose una cortina colosal sobre ellos. El espeluznante resplandor anaranjado estaba también extendiéndose, cada vez más intenso y próximo al amarillo. Y los meteoritos seguían barrenando la cenagosa superficie.

Cerca del propio lago, una escena de desolación dio la bienvenida a los gigantosaurios.

Los dinosaurios corrían en estampida. Las manadas de especies de herbívoros rivales se mezclaban, las bestias blindadas como los triceratops y los anquilosaurios trataban de hacerse sitio a empujones, los herbívoros corrían junto a los depredadores. Había incluso mamíferos, parpadeando bajo la luz, corriendo entre las patas de los gigantes. Todos los animales cargaban, presa del pánico, chamuscándose los pies en la tierra humeante, chocando ciegamente unos contra otros. Apenas un par de horas antes, la escena habría sido inimaginable. Las intrincadas relaciones ecológicas de herbívoros y carnívoros, de depredadores y presas, edificadas a lo largo de ciento cincuenta millones de años, se habían desplomado por completo.

Impulsado por un instinto profundo, Gigante echó a correr entre la turba aterrorizada en dirección al agua. Se arrojó al lago, ignorando los restos humeantes que flotaban en su superficie. Las capas profundas seguían deliciosamente frías. Pero incluso con la cabeza sumergida pudo ver que los meteoritos seguían cayendo al lago, dejando tras de sí rastros de burbujas, como si fueran balas.

Y en ese momento, algo que tenía forma de proyectil se alzó frente a él, unas fauces enormes y blancas se abrieron y vio, entre el limo de las aguas, varias filas de colmillos cónicos. Retrocedió.

El cocodrilo se había tumbado en el fondo del lago y allí había esperado, en silencio, paciente.

Pariente lejano del deinonychus marino, hasta el momento los acontecimientos de aquel día tumultuoso habían significado poca cosa para él. Había sentido la trepidación de la Tierra y el movimiento de las aguas que se había producido como respuestas. Había reparado en las extrañas luces del cielo. Pero había creído que la tormenta pasaría, como tantas otras antes que ella. Podía permanecer sumergido una hora entera, pues poseía un metabolismo capaz de anular casi por completo todos los procesos cuando era necesario. Su mente era lenta y paciente. Sabía que lo único que tenía que hacer era tumbarse allí, en el barro, y la tormenta pasaría y, una vez más, la comida acudiría a su puerta.

Pero entonces un dinosaurio entró torpe y ruidosamente en el agua. No se limitó a merodear por el borde para beber y pacer, como los estúpidos herbívoros, sino que se sumergió entero, y hasta empezó a nadar en sus dominios. La intrusión provocó en ella un acceso de furia, mezclada con el deleite que acarreaba la perspectiva de una presa fácil. Se apartó del barro y emergió a la superficie, en la que resplandecían como estrellas las luces de los meteoritos. Pero entonces, otros cuerpos colosales empezaron a arrojarse a las aguas turbias y a luchar con el traicionero lodo del fondo del lago.

Atacó, por supuesto.

Gigante se revolvió, esquivó las largas fauces del cocodrilo y logró propinarle una patada a su enemigo en el morro. El cocodrilo retrocedió un instante. Pero no tardó en volver a atacar. Gigante podría haber retrocedido. Pero una hueste de animales estaba entrando en el agua a su espalda. El cocodrilo luchaba y lanzaba dentelladas a los invasores, y los animales luchaban entre sí.

Entonces se levantó una poderosa ola, mientras una onda expansiva secundaria provocada por el seísmo recorría el fondo de roca. La tierra se levantó, se partió en dos y el agua desapareció de repente, dejando a Gigante entre vegetación mojada y animales temblorosos.

El cocodrilo, expuesto de repente al aire cálido y seco, era incapaz de comprender lo que había pasado. Trató de enterrarse en el fango, impelido por unos instintos que lo habían guiado desde que saliera del cascarón hasta su primer baño. Pero el barro estaba endureciéndose y secándose muy deprisa. No pudo ni siquiera arañar la superficie.

Y los meteoritos seguían cayendo, perforando las nubes como pilares de luz.

Los vientos y el tsunami habían barrido ya la mayoría de los seres vivos, desde los insectos a los dinosaurios, de la superficie de América del Norte y América del Sur. Y por todo el mundo, los incendios estaban matando a la mayoría de los que habían sobrevivido.

Pero lo peor estaba aún por llegar.

Las eyecciones más groseras de la periferia del lugar del impacto habían vuelto a caer rápidamente, en su mayor parte sobre la tierra destrozada que se extendía de uno a dos diámetros del cráter central, y el resto en forma de los meteoritos que habían provocado los incendios en las junglas. Pero el gran pilar de vapor de roca había seguido ascendiendo, empujado por su propia energía calorífica. En el vacío del espacio, las partículas sólidas de esta resplandeciente nube se habían condensado y, todavía al rojo blanco, habían emprendido el camino de regreso a la Tierra. Pero si antes habían ascendido por un túnel de vacío, ahora caían atravesando una atmósfera, y su energía se transmitía al aire. Era una letal lluvia de fuego, una película de incontables billones de diminutos meteoritos al rojo blanco, extendida por todo el planeta.

Por toda la Tierra, el aire empezó a brillar.

Purga había alcanzado una colina. Su pareja, Tercero, y el cachorro superviviente se encontraban a su lado. No podían seguir avanzando hacia las Rocosas, porque incluso allí las olas de roca habían quebrado y sacudido la tierra, que ahora estaba cubierta de rocas que superaban muchas veces la altura de Purga.

Tendrían que quedarse allí. Empezó a excavar en la tierra suelta, tratando de construir una madriguera.

Volvió la mirada atrás, hacia el camino por el que habían venido. Bajo los bancos de denso humo negro, la tierra entera despedía un brillante resplandor anaranjado; era una visión extraordinaria. Incluso allí, en aquel alto rocoso, podía sentir el calor; incluso allí percibía el tufo del humo y de la carne quemada.

Podía ver las nubes que la habían atraído hasta allí: estaban hechas jirones pero seguían cubriendo las laderas superiores de las montañas. Recortadas contra un cielo tan negro como la noche, las nubes estaban teñidas de naranja y blanco, los colores que reflejaban el brillo de la tierra incendiada. Pero en aquel momento, más allá de las nubes, la luz anaranjada proveniente del sur empezó a ascender poco a poco. El propio cielo empezó a brillar, como si estuviera amaneciendo simultáneamente por todas partes. El color experimentó una escalada de tonalidades, primero al naranja, luego al amarillo y por fin a un vertiginoso blanco, brillante como una estrella.

El primer hálito de calor los alcanzó.

Los primates arañaron desesperadamente el suelo.

En el lecho agrietado del estanque, Gigante, rodeado de muertos, había logrado de alguna manera ponerse en pie. No podía respirar: su pecho trataba de procesar un aire que el humo y los brillantes fragmentos de vegetación quemada habían espesado hasta volverlo irrespirable. Era como estar sumergido en una niebla grisácea. No veía otra cosa que humo, polvo y cenizas arremolinadas.

El calor, tan intenso como en de un horno, llegaba a bocanadas. El aire apestaba a carne quemada.

Sintió un agudo dolor en la mano. La levantó, obedeciendo a una vaga curiosidad. Sus dedos estaban ardiendo, como si fueran velas.

Pensó en sus hermanos. Ese fue su último pensamiento.

Su muerte se produjo en un momento de shock fulminante. No fue consciente de ella: sus órganos vitales fueron destruidos tan deprisa que su mente no tuvo tiempo de procesar una reacción. Entonces sus músculos se cocieron y se coagularon. Le contrajeron los brazos y las piernas, pero tenía la columna extendida, así que en el momento de la muerte adoptó una postura extrañamente parecida a la de un boxeador: la cabeza hacia atrás, las manos levantadas y las piernas flexionadas. Su carne se quemó y el esmalte de sus dientes empezó a quebrarse.

Todo esto, antes de que tuviera tiempo de caer al suelo.

Y entonces, hasta las rocas empezaron a fragmentarse.

Como una joya, dotada de una repentina brillantez que parecía un reflejo de los ancestrales mares de su compañera, la Luna, la Tierra estaba hermosísima. Pero era la belleza de un mundo agonizante.

La mitad de la energía calorífica liberada por el aire ardiente se inyectó a la atmósfera alta y a la superficie. Por todo el planeta, el cielo estaba tan caliente y brillante como el Sol. Las plantas y los animales se quemaban en el sitio. Los árboles de las poderosas junglas cretácicas fueron consumidos como hojarasca. Los pájaros en vuelo desaparecían en llamaradas repentinas y los pterosaurios se esfumaban, engullidos por las fauces de la extinción. Las madrigueras de los mamíferos, insectos y anfibios se convirtieron en diminutos ataúdes. El segundo cachorro de Purga, tembloroso y solo, se coció en un abrir y cerrar de ojos.

Purga se salvó. Las últimas nubes, teñidas de negro, empezaron a disiparse y se dispersaron con rapidez, convertidas en vapor, pero durante los minutos cruciales de la gran ola de calor sirvieron para escudar la tierra que había debajo de ellas de un cielo tan brillante como el Sol.

Solo había pasado una hora desde el impacto.

III

Después de los primeros días, cesaron los temblores de tierra. El sonido cotidiano de las pisadas de los grandes reptiles de montaña había desaparecido.

Purga estaba acostumbrada a la oscuridad. Pero no al silencio: aquella espeluznante quietud que nunca cesaba.

Durante generaciones incontables, los dinosaurios habían presidido la vida de la raza de Purga. Incluso después de aquel cataclismo, tenía vagas visiones de grupos de dinosaurios, en filas silenciosas, esperando para atrapar a cualquier mamífero lo bastante insensato para asomar el hocico fuera de su madriguera.

Pero no podía quedarse allí, en aquel improvisado agujero. Para empezar, no había nada para comer. La familia había desenterrado y devorado rápidamente todos los gusanos y escarabajos que había podido encontrar. Ni siquiera sabían cuándo era de día y cuándo era de noche. Sus ciclos de sueño se habían visto perturbados por la huida emprendida el día del impacto, y ahora despertaban a horas diferentes y descubrían que su hambre litigaba con el miedo que les inspiraba el extraño y frío silencio del exterior. Reñían entre ellos a mordiscos.

Y conforme pasaba el tiempo la temperatura iba descendiendo, desde el intenso calor de las horas del cielo ardiente a un frío amargo. Los primates contaban con la protección de la gruesa capa de tierra pero ni siquiera esto podría protegerlos para siempre.

Finalmente, Tercero se volvió hacia el cachorro: Última, porque era la única superviviente de los hijos de Purga. Purga no veía a Tercero. Pero gracias a sus bigotes y a su magnífico sentido del oído, notaba que su pareja se acercaba al cachorro, paso a paso, con la boca abierta, como si se dispusiera a cazar a un ciempiés.

Tercero estaba furioso, confuso, aterrado y muy, muy hambriento. Pero lo que estaba haciendo tenía cierto sentido. Después de todo, allí no había nada para comer. Si la carne del cachorro mantenía con vida a los adultos un poco más, el tiempo suficiente para producir otra camada, habrían cumplido con su programación genética. Los cálculos eran de una lógica implacable.

Puede que en otro momento Purga se hubiera sometido a la agresión de Tercero. Hasta puede que lo hubiera ayudado a acabar con el cachorro. Pero había llevado una vida larga para su raza y había sufrido una serie de acontecimientos extraordinarios: la destrucción de su primera morada, la persecución incesante de Diente que Hiere y ahora la pesadilla del impacto del cometa y de su vida en aquel mundo de frío y silencio.

Los imperativos lucharon entre sí y se llegó a una conclusión. Asestó un salvaje mordisco en el muslo a Tercero, pasó sobre él y se colocó delante del cachorro.

Última estaba tan confundida como los demás. Pero comprendía que su madre estaba protegiéndolo frente a un ataque de su padre, o algo parecido. Así que se puso a su lado y le enseñó los dientes a Tercero. Durante medio minuto, en la madriguera no se oyó otra cosa que el sonido de los siseos y las minúsculas garras que arañaban agresivamente la tierra; tres pares de bigotes llenaban el espacio que separaba a los primates, cada uno de los cuales esperaba que el otro fuese el primero en atacar.

Al final, fue Tercero el que retrocedió. Se rindió inesperadamente. Depuso su actitud agresiva y se acurrucó en un rincón de la madriguera, solo. Purga se quedó con su hijo hasta que su organismo expulsó del todo la rabia y la agresividad.

Fue este último incidente el que cambió el equilibrio de fuerzas en la mente de Purga.

No podían quedarse allí para siempre, porque morirían de hambre o se congelarían, si antes no se mataban unos a otros. Tenían que salir, por muchos peligros que acecharan en el silencioso y nuevo mundo del exterior. Ya era suficiente. Cuando su reloj corporal volvió a despertarla, Purga apartó la tierra que tapaba la entrada de la madriguera.

Y emergió a la oscuridad.

Después de dos días, el fuego del cielo se había extinguido. Pero ahora, de un polo a otro, la herida Tierra estaba cubierta de polvo y cenizas, un negro sudario envuelto a su vez en la hinchazón amarillenta de las nubes de ácido sulfúrico. La Tierra había pasado de una luminosidad de estrella a una oscuridad funesta y desolada, más tenebrosa que el corazón del cometa que había sembrado aquella devastación. Polvo y cenizas: el polvo estaba formado por los fragmentos del cometa, el barro del fondo del mar y hasta los restos volcánicos escupidos por los inmensos temblores sísmicos que habían recorrido el planeta. Y las cenizas eran los sedimentos de la vida quemada, árboles y mamíferos y especies divergentes de dinosaurios de América y China y Australia y la Antártida, reducidas a cenizas por la lluvia de fuego planetaria y vueltas a incinerar en la ola de calor y mezcladas ahora en la asfixiante estratosfera. Mientras tanto el azufre, arrancado a las rocas del lecho marino en los primeros momentos del impacto, perduraba todavía en el aire, formando cristales de ácido sulfúrico. Las elevadas y brillantes nubes de ácido reflejaban la luz del Sol e intensificaban el frío aún más.

Seguida por Tercero y Última y sacudiendo nerviosamente los bigotes, Purga salió con cautela de la madriguera. Era media tarde, allí, en el gélido corazón de América del Norte. Si el cielo hubiera estado despejado, el Sol seguiría todavía a buena altura sobre el horizonte. Pero solo se veía el más oscuro de los crepúsculos, apenas suficiente hasta para los enormes y sensibles ojos de Purga.

Avanzó sobre una roca desnuda y chamuscada. Todo estaba mal. No olía las cosas verdes, ni el fuerte y característico aroma de los dinosaurios. Ni siquiera sus excrementos. Solo olía a cenizas. La densa capa de vegetación de la vida cretácica se había consumido del todo: hasta las hojas muertas, hasta las deposiciones. Todo había sido destruido. Lo único que quedaba eran los minerales, el polvo sin vida y la roca. Era como si los hubieran transportado a la superficie de la Luna.

Y hacía frío, un frío tan penetrante que atravesaba rápidamente las cada vez más finas capas de grasa de sus cuerpos hasta llegar a los huesos.

Llegó a las ruinas de lo que había sido un pequeño helechal. Arañó la tierra con las garras, pero estaba extrañamente dura, y tan fría que le lastimó las almohadillas de las patas. Pero cuando se lamió la pata, un diminuto reguero de agua se formó en su boca.

Pocos días atrás, allí se extendían bosques tropicales y marismas. Llevaba millones de años sin formarse escarcha. Pero ahora la había. Purga araño el suelo y se metió en la boca la extraña y fría sustancia. Lentamente, se transformó en agua, aunque llena de polvo y cenizas.

Trató de llegar más hondo. Sabía que incluso después de los peores incendios se podía encontrar comida: nueces endurecidas, insectos enterrados profundamente y gusanos. Pero las nueces y las esporas estaban atrapadas debajo de una losa de tierra helada, demasiado dura para las patitas de Purga.

Empezó a moverse, tanteando el camino en la oscuridad con los bigotes.

Llegó a un charco. De hecho, era la huella de un anquilosaurio ya muerto. Su morro chocó con una superficie dura: brutalmente fría pero tan dura como la roca. El frío que atravesó su pelaje era muy intenso. Retrocedió apresuradamente.

Al igual que la escarcha, nunca antes había visto hielo sólido.

Con más cautela, lo tocó con el morro y las manos. Lo arañó y arañó —olía el agua que escondía en alguna parte y la enloquecía no ser capaz de acercarse a ella— y, frustrada, empezó a dar vueltas a su alrededor, empujando y tanteando. Finalmente llegó a un lugar en el que la pata del anquilosaurio, pisando lo que en aquel momento era tierra blanda y caliente, se había hundido un poco más. Allí la capa de hielo era más fina y al empujarla, la superficie cedió y se levantó. Purga retrocedió de un salto, sobresaltada. Los fragmentos de hielo que había levantado se hundieron lentamente en las aguas negras. Volvió a acercarse con más cautela. Y esta vez, al introducir el hocico con prudencia, encontró agua líquida: estaba helada y la superficie empezaba a cubrirse de escarcha, pero era líquida de todos modos. Empezó a beber a grandes tragos, ignorando el amargor de las cenizas y el polvo que contenía.

Atraídos por los sonidos que hacía al beber, Tercero y Última se acercaron corriendo. Rápidamente expandieron el agujero que había abierto y se pegaron a ella para poder beber también del turbio charco.

Por primera vez desde la llegada del cometa, las cosas habían mejorado para Purga, no mucho, pero al menos algo.

Pero en ese momento, algo le tocó en el hombro: algo ligero y frío. Lanzó un chillido y se volvió. Era una voluta blanca que ya estaba fundiéndose.

Empezaron a caer más copos flotando del cielo. Lo hacían con movimientos fortuitos y suaves. Cuando un copo llegaba lo bastante cerca de ella, daba un salto y lo atrapaba con la boca, como si fuera una mosca. Se llenó la boca de hielo.

Estaba nevando.

Superada al fin su capacidad de aguante, se volvió y corrió hacia la seguridad de la madriguera.

El impacto había arrojado a la atmósfera cantidades ingentes de agua de mar en forma de vapor. Tras varias semanas en suspensión, finalmente terminó por caer.

Había mucho vapor. Una lluvia estacional cayó por todo el planeta.

Pero la lluvia trajo más devastación. El agua arrastraba consigo el ácido sulfúrico de las nubes de hielo y el impacto había inyectado a la atmósfera finas nubecillas de metales tóxicos, metales que ahora empezaron a precipitarse sobre la superficie. Solo el níquel alcanzó el doble del umbral de toxicidad para la vegetación. El agua corriente arrastraba sustancias como mercurio, antimonio y arsénico de los suelos y las concentraba en lagos y ríos.

Así estaban las cosas. Durante años, cada gota de lluvia que cayera estaría envenenada.

La lluvia se llevó el polvo y las cenizas. Por todo el mundo, se posó una fina capa de arcilla ennegrecida, un estrato de oscuridad que se manifestaría como un acento en las rocas sedimentarias del futuro: una arcilla fronteriza, el último testimonio de una biosfera, que un día estudiarían Joan Useb y su madre.

Tras meses de oscuridad, el Sol asomó al fin entre las capas de polvo y cenizas que envolvían el planeta entero. Pero no fue más que un diminuto alfilerazo, que apenas dio un poco de calor a la tierra helada. Durante un año entero, no habría otra cosa que un sombrío crepúsculo.

Al retornar, el Sol alumbró un paisaje esquelético.

A las pocas plantas tropicales que no se habían quemado las había matado el brusco descenso de las temperaturas. Los dinosaurios supervivientes estaban sucumbiendo al hambre y al frío y la carne de sus huesos sería pasto de los depredadores que todavía vivían. Pero aquí y allá, entre las cenizas, se movían cosas: insectos, como hormigas, escarabajos y cucarachas, caracoles, ranas, salamandras, tortugas, lagartos, serpientes, cocodrilos —criaturas que habían podido esconderse en el lodo o en las aguas profundas— y muchos, muchos mamíferos. El pelaje de sus cuerpos y su costumbre de buscar refugio en la tierra los estaban protegiendo de los peores efectos del frío. Y también ayudaban sus indiscriminados hábitos alimenticios.

Era como si el mundo se hubiera llenado de ratas.

E incluso en aquel momento, los supervivientes ya estaban procreando. Incluso entonces, a pesar del frío y de la escasez de alimento, gracias a la súbita desaparición de sus ancestrales depredadores, su número estaba aumentando. Incluso entonces, el ciego escalpelo de la evolución cogía la materia prima adaptada a un mundo desaparecido y la modelaba para acondicionarla a las condiciones del nuevo.

Sola, la hembra de euplocephalus recorría el interminable frío, buscando el alimento que necesitaba.

Su especie era pariente de los anquilosaurios. Su cuerpo tenía diez metros de altura y antes de que empezara el lento proceso de privaciones, había llegado a pesar seis toneladas. Tenía una armadura de hueso: placas montadas sobre la piel de la espalda, el cuello, la cola, los flancos y la cabeza. Hasta sus párpados eran placas óseas. Las placas se entrelazaban con una capa de duros ligamentos, que proporcionaban flexibilidad al enorme y pesado caparazón. Su larga cola terminaba en una gruesa masa de hueso. En una ocasión la había utilizado para rechazar a un joven tiranosaurio macho, su mayor triunfo. Aunque ella no lo recordaba. Toda esa armadura apenas dejaba espacio para un cerebro de grandes dimensiones (y eliminaba la necesidad de contar con él).

Aunque repentina desde un punto de vista geológico, la gran oleada de muerte que estaba abatiéndose sobre el planeta no era instantánea en la percepción de aquellos que la sufrían. Durante días, semanas y meses, muchos de los condenados —incluidos los dinosaurios— se aferrarían a la vida.

En términos relativos, la euplocephalus estaba bien equipada para sobrevivir al fin del mundo. La enormidad de su masa, su gran fuerza y pesada armadura, unidas a la providencial presencia de unas nubes en las proximidades de la orilla de un río, le habían permitido sobrevivir, junto a algunos compañeros, a las primeras y horrorosas horas. Ya había sobrevivido a algunas sequías. Debía superar esta inesperada calamidad. Lo único que tenía que hacer era seguir moviéndose y mantener a raya a los depredadores.

Así que empezó a recorrer el mundo en busca de comida. Pero no encontró casi nada.

Uno por uno, sus compañeros habían caído, hasta que se encontró sola.

Pero, en una última ironía, se había apareado una última vez, con un macho que ahora estaba muerto. Y se había encontrado llena de huevos.

En este nuevo mundo, una tierra de hielo y negrura, en la que el cielo era una losa negra y grisácea, la euplocephalus había sido incapaz de encontrar los nidos ancestrales. Así que, utilizando el suelo desnudo y cubierto de cenizas de lo que en su tiempo había sido una jungla frondosa, había construido un nido lo mejor que había podido. Había puesto los huevos, mugiendo, y los había dispuesto formando una pulcra espiral sobre el suelo. Las euplocephalus no eran madres atentas: un tanque de seis toneladas no está hecho para prodigar suaves caricias. Pero ella se había quedado cerca del nido, dispuesta a defenderlo de los depredadores.

Puede que, a pesar del frío, los huevos hubieran llegado a eclosionar. Puede que algunas de las crías hubieran logrado sobrevivir a las grandes heladas. De todos los dinosaurios puede que un anquilosaurio fuera precisamente el más preparado para enfrentarse al nuevo y duro mundo que se avecinaba.

Pero la lluvia ácida había agostado los nutrientes que el cuerpo de la euplocephalus necesitaba para fabricar los huevos como es debido. Algunos de ellos tenían una cáscara tan gruesa que ninguna cría podría romperla, mientras que otros la tenían tan fina que se partieron en cuanto los puso. Y entonces la lluvia empezó a ejercer su dañina acción directamente sobre ellos, cubriendo su superficie protectora con líquido mugriento y corrosivo.

Ninguno de los huevos había eclosionado. La euplocephalus, desolada, confundida a un nivel celular profundo, se había marchado. En cuanto desapareció, una nube de mamíferos depredadores había caído sobre los huevos y entre chillidos y riñas habían reducido el nido a un campo de batalla sanguinolento.

La última de su raza, la euplocephalus había seguido vagando, impulsada por un solo imperativo: sobrevivir. Pero el veneno que contenía la lluvia también operaba sobre ella. Las criaturas como Purga buscaban cobijo en sus madrigueras o debajo de las rocas —o, incluso, en una ocasión bajo el caparazón vacío de una tortuga muerta—. La euplocephalus era demasiado grande: no podía esconderse en ningún sitio y no podía excavar la tierra. Así que su espalda sufrió una furiosa corrosión, las grandes placas óseas perdieron toda la carne y los ligamentos que las conectaban se desgastaron y corroyeron.

Sin saber muy bien por qué, se encaminó con paso errabundo en dirección al mar.

Tres meses después del impacto, Purga y Última avanzaban penosamente por una tierra helada tan dura como la roca.

Se veían muy pocos animales: a veces, una rana cautelosa los veía pasar, o un pájaro huía al ver que se acercaban, lanzando un gorjeo de espeluznante volumen y abandonando algún pedazo de alimento helado en el suelo. Las reliquias de la exuberante vegetación del Cretácico, los tocones de los árboles y los matorrales, estaban ahora congeladas y endurecidas, como esculturas negras, y todo intento de mordisquearlas obtenía por única respuesta un puñado de hielo y, demasiado a menudo, un diente roto.

Solo quedaban ellos dos. Tercero había muerto de hipotermia.

Purga ansiaba seguridad, trepar a un árbol o excavar la tierra blanda. Pero ya no había árboles. Solo quedaban cenizas, polvo y pedazos de raíces, y la tierra estaba demasiado dura para excavarla. Cuando tenían que descansar solo podían tenderse entre los restos, haciendo nidos de cenizas, hojas quemadas y trozos de madera, donde se acurrucarían temblando, tratando de encontrar calor en la proximidad del otro.

Tras varios días vagabundeando, Purga y Última avanzaban lentamente por la orilla del océano interior de América.

Incluso allí, la arenosa playa estaba congelada y el mismo mar, tan gris y ceniciento como el cielo en lo alto, estaba cubierto de témpanos de hielo. Pero el suave oleaje todavía arrastraba aguas saladas sobre la arena. Y allí, a la orilla del mar, los primates encontraron comida: algas, pequeños crustáceos y hasta algún que otro pez.

También los océanos habían quedado devastados por el impacto. La desaparición de la luz del Sol y la lluvia ácida habían masacrado al plancton fotosintético que habitaba las capas superiores del mar. Una vez desaparecido el pilar fundamental de la cadena trófica marina, las extinciones estaban sucediéndose como fichas de dominó caídas. En la Tierra herida, la muerte acechaba en todos los reinos, y las aguas salpicadas de hielo de los tenebrosos océanos escondían un holocausto tan espantoso como el que estaba produciéndose en tierra firme. Los mares tardarían un millón de años en recobrarse.

Purga se llegó hasta una estrella de mar que el océano había arrastrado a la playa. Como aquel reino era nuevo para ella, nunca había visto un animal semejante. Lo empujó con el hocico, tratando de determinar a qué categoría se ajustaba mejor: amenaza o bueno para comer.

Sus movimientos denotaban apatía. De hecho, apenas podía ver la estrella de mar.

Purga estaba debilitándose. Sentía una sed constante y un dolor cansino que se le pegaba a la boca y la garganta y le llegaba hasta el fondo del estómago. Desde el impacto había estado perdiendo peso constantemente, y eso que había empezado con un cuerpecillo que tenía muy poco que perder. Y era una criatura tropical atrapada de repente en un medio ártico. Aunque el pelaje la ayudaba a acumular calor, tenía un cuerpo alargado y esbelto, no la forma esférica y cerrada en sí misma que caracteriza a las criaturas adaptadas al frío. Así que consumía aún más energía y masa corporal tiritando.

Estaba en los huesos, débil, continuamente exhausta, con la mente cada vez más confusa y los instintos más apagados.

Y estaba haciéndose vieja. Cuando los primates vivían como alimañas, su principal táctica de supervivencia había sido la reproducción rápida: simplemente, siempre había demasiados para que la feroz depredación de los dinosaurios los eliminara. Para estas criaturas, la longevidad no suponía un valor. Y Purga ya estaba llegando al final de su corta y explosiva vida.

Última también sufría, claro. Pero como era más joven, tenía más energías que gastar. Purga ya había percibido la creciente distancia que las separaba. No era una cuestión de deslealtad. Era la lógica de la supervivencia. Purga sentía, en lo más hondo de sí, que llegaría un día en que su hija empezaría a verla, no como una compañera de merodeos o siquiera un estorbo, sino como un recurso. Después de todo lo que había sobrevivido, puede que el último recuerdo de Purga fuera el de los dientes de su propia hija en la garganta.

Pero en ese momento olieron carne. Y vieron más supervivientes, más mamíferos parecidos a ratas escabullándose por la playa. Había algo allí. Purga y Última los siguieron.

Por fin, con la consciencia chisporroteando como una bombilla agonizante, la euplocephalus llegó tambaleándose a la orilla del océano.

Bajó la mirada, perpleja. El agua, moteada por gruesas gotas de lluvia, le lamía las patas. La arena estaba salpicada de manchas negras de hollín y polvo volcánico, y cubierta de huesos de criaturas diminutas. Vio los cuerpos plateados de los peces, muertos, los ojos picoteados por aves carroñeras. Pero la euplocephalus solo era consciente de su propio cansancio, su hambre, su sed, su soledad, su dolor.

Alzó la cabeza. El sol poniente, al sudoeste, era un disco de color rojo sangre, no muy lejos de un horizonte que era carbón contra carbón.

La euplocephalus permaneció inmóvil a la orilla del mar. Era uno de los últimos grandes dinosaurios que quedaban en toda la Tierra y ahora se erguía como una estatua erigida en honor de su extinta raza. La cabeza y la cola, recubiertas por aquella armadura, le pesaban mucho. Las dejó caer. Estaba muriendo sin haber llegado a engendrar una sola cría viable. Una abyecta miseria protestaba en el interior de su pequeña consciencia.

Sintió un agudo pellizco en la base de la pata.

Era un mamífero, un terios. Tan pequeño como Purga, y sin embargo equipado con unos dientes capaces de cortar tan bien como, un día, lo harían los de un león. Se había adelantado y, con absurda osadía, la había mordido. La euplocephalus lanzó un bramido de indignación. Con un vasto esfuerzo, levantó una de sus inmensas patas. Pero, cuando dio un pisotón sobre el agua, solo obtuvo un chapoteo: el pequeño mamífero se había escabullido.

A su alrededor, sin embargo, se habían reunido más supervivientes.

Ninguno de estos animales era grande. Purga e Última estaban allí, así como otros animales que se habían mantenido con vida en sus madrigueras subterráneas durante todo el invierno gracias a su constante calor corporal. Había pájaros, protegidos por su sangre y su pequeño tamaño de un evento que sus parientes más espectaculares no podrían superar. Había también insectos, caracoles, ranas, salamandras, serpientes, criaturas que habían sobrevivido en madrigueras y en las orillas de los ríos o en profundos agujeros. Aquellas criaturas pequeñas y asustadizas ya estaban acostumbradas a alimentarse de restos y esconderse en los rincones; para ellas, el impacto del cometa no había empeorado demasiado las cosas.

Ahora se aproximaron a aquel gigante, el último de los monstruos que había dominado su mundo durante cien millones de años. En los largos y vacíos meses transcurridos desde el impacto, mientras se dispersaban por un mundo que era como un matadero, muchos de ellos habían aprendido a explotar una nueva fuente de alimento: la carne de dinosaurio. Los tiempos habían cambiado. Extinción era un término más drástico que muerte.

Al menos con la muerte existía el consuelo de que tus descendientes te sobrevivirían, de que una parte de ti perduraría. La extinción se llevaba hasta este consuelo. La extinción era el fin de tu vida… y de la de tus hijos, y tus nietos potenciales y de cualquiera de tu raza hasta el fin de los tiempos. La vida continuaría, pero no sería la vida que conocía tu especie.

Aunque eran acontecimientos terribles, las extinciones siempre habían sido moneda corriente. La naturaleza estaba abarrotada de especies, conectadas unas con otras por relaciones de competición o cooperación y sumidas todas ellas en una constante lucha por la supervivencia. Aunque nadie podía conseguir una posición de permanente ventaja, era posible perder, por culpa de la mala suerte, de un desastre o de la invasión de un competidor mejor equipado. Y el precio del fracaso era siempre la extinción.

Pero el impacto del cometa había desencadenado una extinción en masa, una de las peores en la larga y accidentada historia del planeta. La muerte estaba abatiéndose sobre todos los reinos biológicos, en tierra, mar y aire. Familias enteras de especies, reinos completos, estaban hundiéndose en la oscuridad. Era una colosal crisis biótica.

En momentos así no importaba lo adaptado que estuvieras, lo bien que esquivaras a los depredadores o compitieras con tus vecinos, porque las reglas más básicas estaban cambiando. En una extinción en masa, compensaba ser una raza pequeña, numerosa, geográficamente extendida y capaz de ocultarse.

Y, un elemento crucial, ser capaz de devorar a otros supervivientes.

Incluso entonces, la supervivencia dependía tanto de la buena suerte como de los buenos genes: no era evolución sino azar. A pesar de su pequeña tamaño y su capacidad para ocultarse, más de la mitad de los mamíferos habían acompañado a los dinosaurios en la extinción.

Pero el futuro era suyo.

La euplocephalus no era consciente de que sus piernas estaban fallando. Pero de repente sintió un frío húmedo debajo del vientre y una salinidad arenosa en la boca cuando su cabeza cayó al agua.

Cerró los ojos. Su coraza volvía opacos sus párpados. Emitió un profundo gruñido —un sonido que cualquier otro miembro de su especie hubiera oído a kilómetros de distancia, de haber quedado alguno para escuchar— y trató de escupir el agua salada que le llenaba la boca. Se retiró al interior de su armadura ósea, como una tortuga en su caparazón. Pronto, fue como si ya no pudiera oír el siseo de la lluvia sobre la arena y el agua y el movimiento inquieto de las feas criaturillas que la rodeaban.

Ni siquiera al final experimentó paz, sino solo una enorme desolación. Pero sintió poco dolor cuando los pequeños dientes empezaron a hacer su trabajo.

Aquel último gran dinosaurio fue una despensa de carne y sangre que alimentó a la nerviosa horda de animalillos durante una semana.

Pasado este tiempo, mientras la lluvia ácida empezaba a blanquear las enormes placas roídas de la espalda de la euplocephalus, Purga y Última se encontraron con otro grupo de primates. Eran varios, más o menos de la misma edad que Última, o más jóvenes todavía, así que posiblemente hubieran nacido después del impacto y no hubieran conocido en toda su vida otra cosa que aquel mundo de penurias. Parecían flacos, hambrientos. Decididos. Dos de ellos eran machos.

Pero olían de forma extraña. No estaban ni lejanamente emparentados con la familia de Purga, aunque sin duda eran Purgatorias. Los machos no estaban interesados en Purga; su aroma les decía que era demasiado vieja para alumbrar nuevas camadas.

Última miró a su madre una vez más. Y entonces se acercó corriendo al grupo, donde los machos, con los bigotes temblorosos, empezaron a husmearla y a arrimarse a ella con los hocicos ensangrentados.

Después de aquel día, Purga no volvió a ver a su hija.

IV

Un mes más tarde, Purga, sola, llegó a la alfombra de helechos.

Como si estuviera en trance, corrió hacia ella lo más deprisa posible. Solo era un pequeño tapiz de matorrales, pero sus frondas daban una tenue sombra verde. En la cara interior de las hojas pudo ver pequeños los puntitos marrones de los sacos de esporas.

Verde, en un mundo gris de ceniza y hollín.

Los helechos eran robustos supervivientes. Sus esporas eran lo bastante duras como para soportar el fuego y lo bastante pequeñas como para recorrer grandes distancias llevadas por los vientos. En algunos casos, las nuevas plantas brotaban directamente de los sistemas de raíces que habían sobrevivido, raíces negras y nudosas que eran mucho más resistentes que las de los árboles. En tiempos como aquellos, mientras la luz empezaba a reaparecer y la fotosíntesis volvía a activarse, los helechos tenían pocos competidores. Entre la ceniza y la arcilla enfangadas, el mundo estaba adoptando un rostro que no había tenido desde el Devónico, cuatrocientos millones de años antes, cuando las primeras plantas del mundo —entre ellas unos helechos primitivos— habían formado sus primeras y experimentales colonias.

Trepó. Las más altas de aquellas plantas achaparradas le proporcionaban una plataforma situada apenas a unos centímetros del suelo, pero a pesar de ello sintió una especie de deleite al encaramarse a las hojas. El mero acto bastó para provocar una riada de recuerdos de los tiempos en que se escabullía entre las grandes y desaparecidas junglas cretácicas.

Luego empezó a excavar. La lluvia seguía cayendo y la tierra estaba empantanada, pero cavando cerca de las duras raíces de los helechos pudo construir una madriguera satisfactoria. Empezó a relajarse, por primera vez desde el impacto, puede que por primera vez desde que el enloquecido troodon había empezado a perseguirla.

La vida no podía pedirle nada más. Uno de sus cachorros había sobrevivido y se reproduciría y, a través de ella, el río de los genes seguiría fluyendo hacia un futuro incognoscible. Y lo más irónico era que de haber estado aún en el pasado, a estas alturas ya habría sucumbido a algún depredador: era la gran desolación del mundo lo que le había permitido sobrevivir. Unos pocos meses a expensas de la muerte de incontables miles de millones de criaturas.

Tan satisfecha como podía estar en aquellas circunstancias, se tumbó para dormir en un capullo de tierra que todavía olía al incendio que había puesto fin a un mundo.

El planeta estaba poblándose de criaturas que se reproducían deprisa y vivían poco tiempo. Casi toda la población de la Tierra había nacido ya en la nueva era, y no conocía otra cosa que cenizas, tinieblas y carroña. Pero mientras Purga dormía, sus patas traseras se convulsionaron y sus pezuñas delanteras empezaron a arañar la Tierra. Porque para Purga, una de las últimas criaturas de la Tierra que recordaba a los dinosaurios, los terribles reptiles aún acechaban, al menos en sueños.

Llegó una mañana en que no despertó, y la madriguera se convirtió en su ataúd.

Muy pronto un manto de sedimentos depositado por el océano cubrió el inmenso cráter del impacto. La deformación geológica acabaría por quedar escondida debajo de una capa de arenisca de mil metros de grosor.

De la Cola del Diablo, no quedaban más que vestigios. El núcleo había sido destruido en los primeros segundos del impacto. Mucho antes de que los cielos de la Tierra se despejasen, los últimos restos de la cabellera y de la gloriosa cola —el tenue cuerpo del cometa, segado ahora de su diminuta cabeza— fueron dispersados por los vientos solares.

Pero, a pesar de todo, el cometa dejó una especie de monumento. En el estrato fronterizo se encontrarían tectitas —pedazos de la Tierra que se habían arrojado al espacio y habían regresado, fundidos y moldeados a imitación de gotas de rocío cristalinas por la reentrada en la atmósfera—, así como fragmentos de cuarzo y otros minerales, dotados de extrañas configuraciones cristalinas por la energía cinética del impacto. Había fragmentos de carbono cristalino, que normalmente se formaban solo en las profundidades del interior de la Tierra, pero que habían aparecido en la superficie en aquellos segundos de furia geológica: diamantes diminutos desperdigados entre las cenizas de los bosques cretácicos y la carne de los dinosaurios. Había hasta trazas de aminoácidos, los complejos compuestos orgánicos traídos antaño por cometas ya desaparecidos a una Tierra por entonces desierta y rocosa, los compuestos que habían permitido que la vida emergiera allí: un nostálgico regalo de un visitante que había llegado tarde.

Y, a medida que las nubes de polvo se dispersaban finalmente y el frío empezaba a remitir, el último regalo del cometa a la Tierra empezó a manifestarse. El aire conservaba todavía enormes cantidades de dióxido de carbono, emitido por la piedra caliza del golpeado lecho oceánico. Un salvaje efecto invernadero empezó a manifestarse. La vegetación, aún empeñada en la lucha por la supervivencia, tuvo que capear este nuevo temporal. Los primeros milenios fueron tiempos de pantanos y ciénagas apestosas, donde la vegetación muerta asfixiaba lagos y ríos. Por todo el mundo se formaron enormes vetas de carbón.

Al fin, no obstante, conforme las esporas y semillas se desperdigaban por el mundo, empezaron a emerger nuevas comunidades de plantas.

Lentamente, la Tierra se tiñó de verde.

Mientras tanto, el tiempo hizo su trabajo con los diminutos restos de Purga.

Horas después de su muerte, las moscardas ya habían puesto huevos en sus ojos y su boca. Las moscas de la carne no tardaron en dejar larvas en su piel. Mientras los gusanos excavaban su pequeño cadáver, las bacterias intestinales que la habían servido toda la vida empezaron a salir al exterior. Los intestinos reventaron. Su contenido empezó a pudrir los demás órganos, y el cadáver se licuefactó, con una peste atroz parecida a la del queso. Esto atrajo a escarabajos y moscas carnívoros.

En los días que siguieron a su muerte, quinientos tipos de insectos diferentes se alimentaron de su cadáver. Al cabo de una semana, no quedaba de ella nada más que huesos y dientes. Ni siquiera las grandes moléculas de ADN pudieron sobrevivir mucho. Las proteínas se dividieron en sus componentes individuales, los aminoácidos, que a su vez se degradaron y quedaron reducidos a formas reflejas.

Unos días después de esto, una riada de agua ácida inundó la pequeña madriguera. Los huesos de Purga fueron arrastrados hasta una depresión superficial situada a medio kilómetros de allí, donde quedaron acumulados entre huesos de raptores, tiranosaurios, herbívoros e incluso troodones: enemigos igualados por la democracia de la muerte.

Con el tiempo, nuevas inundaciones y crecidas arrastraron más capas de lodo. A causa de la presión, las capas de sedimento se convirtieron en roca. Y, en su pétrea tumba, los huesos de Purga sufrieron nuevas transformaciones: aguas ricas en minerales se introdujeron en cada uno de sus poros y los llenaron de calcita, así que también ellos acabaron por convertirse en cosas hechas de roca.

Enterrada profundamente, Purga emprendió una espectacular travesía que duraría millones de años. Conforme chocaban los continentes, la tierra se levantaba, llevando consigo a todos los pasajeros que sepultaba, como un enorme trasatlántico al remontar una ola. Las fuerzas térmicas y la presión fracturaron y retorcieron la roca. Pero la erosión, una fuerza implacable y destructiva que equilibraba el creativo levantamiento de la Tierra, continuó su labor. Finalmente, aquella tierra acabó convertida en un paisaje anguloso de mesetas, montañas y cuencas desérticas.

Por fin, la erosión alcanzó la fosa común que se había tragado los huesos de Purga. Cuando la roca se desmoronó, emergieron a la luz pedacitos de huesos fósiles, cuerpos que salían a la superficie después de un letargo de sesenta y cinco millones de años.

Casi todos los huesos de Purga habían desaparecido, reducidos a polvo en meros instantes geológicos: un derroche de paciente preservación tectónica. Pero en el año 2010, un descendiente lejano de Purga arrancaría un ennegrecido fragmento de una pared de roca gris bajo una extraña capa de arcilla oscura y reconocería lo que era: un diente diminuto.

Pero aquel momento se encontraba todavía muy lejos, en el futuro.