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Cazadores de Pangea

PANGEA, C. 145 MILLONES AÑOS ANTES DE NUESTROS DÍAS

I

Ochenta millones de años antes de que Purga naciera, un ornitolestes caminaba silenciosamente por la densa jungla jurásica, cazando diplodocus.

El ornito era un activo dinosaurio carnívoro. Era casi tan alto como un humano adulto pero su esbelto cuerpo no alcanzaba ni la mitad de su peso. Poseía poderosas patas anteriores, una cola alargada que utilizaba para equilibrarse y afilados colmillos cónicos. Estaba cubierta de un plumón de color pardo, un camuflaje que resultaba muy útil en los linderos de los bosques, donde su especie había evolucionado como cazadores de carroña y huevos. Era como un pájaro grande y cubierto de plumón.

Pero su frente, con un arco superciliar muy elevado que descansaba como un detalle incongruente sobre un rostro afilado, como de cocodrilo, casi podría haber pasado por humana. Alrededor del talle llevaba un cinturón y un látigo enrollado. Sus alargadas manos prensiles empuñaban una herramienta, una especie de lanza.

Y tenía nombre. Su traducción sería algo así como «atenta» porque, aunque era joven, había demostrado ya que poseía un oído excepcional.

Atenta era un dinosaurio: un dinosaurio que creaba herramientas y tenía nombre.

A pesar de su capacidad de destrucción, las manadas de grandes herbívoros y dinosaurios blindados de la época de Purga no eran más que un recuerdo de los gigantes del pasado. En la era jurásica la Tierra había visto los mayores animales terrestres de toda su historia. Y habían sido perseguidos por cazadores con lanzas envenenadas.

Atenta y su pareja caminaban silenciosamente por entre las sombras verdes de los linderos del bosque, moviéndose con una silenciosa coordinación que les hacía parecer dos mitades de una misma criatura. Durante generaciones, remontándose hasta la inconsciencia teñida de rojo de sus antepasados, esta raza de carnívoros había cazado en parejas, así que eso es lo que ellos hacían.

Los bosques de esta era estaban dominados por altas araucarias y gingkos. En los espacios abiertos había un escondite de helechos bajos, árboles jóvenes y arbustos de cicádeas. Pero no había plantas en flor. Aquel era un mundo bastante monótono, de aspecto inacabado, un mundo gris, verde y pardo, un mundo sin color por el que caminaban los cazadores.

Atenta fue la primera en oír la manada de diplodocus que se aproximaba. Lo sintió como una suave trepidación en los huesos. Inmediatamente cayó al suelo, apartó los helechos y las agujas de conífera y pegó la cabeza al suelo pisoteado.

El sonido era un rugido sordo, como un lejano terremoto. Aquellas eran las voces más graves de los diplodocus, las que Atenta llamaba voces del vientre, una forma de contacto de baja frecuencia que podía alcanzar kilómetros de distancia. La manada debía de haber abandonado la arboleda en la que había buscado refugio del frío de la noche, esas horas de tregua en las que tanto los cazadores como los cazados se sumergían en una inmovilidad desprovista de sueños. Cuando los diplodocus se movían era cuando tenías la oportunidad de acosarlos y, con un poco de suerte, de capturar algún cachorro o inválido.

La pareja de Atenta se llamaba Estego, porque era muy terco, tan reacio a dejarse apartar de su camino como los poderosos —pero famosos por su estupidez— estegosaurios. Preguntó, ¿están moviéndose?

, contestó ella, están moviéndose.

Los cazadores carnívoros estaban acostumbrados a trabajar en silencio. Así que su lengua estaba compuesta de suaves cloqueos, señales y movimientos corporales. No utilizaban expresiones faciales porque las caras de los ornitos eran tan rígidas como las de cualquier dinosaurio.

Conforme se aproximaban a la manada, el ruido de las voces del vientre de los grandes animales se hizo más evidente. Hacía temblar la tierra: las lánguidas frondas de los helechos vibraban y se levantaban nubecillas de polvo que echaban a bailar, como si estuvieran impacientes por su llegada. Los ornitos no tardaron en oír las pisadas de los poderosos animales, impactos tremendos y remotos que sonaban como si unos peñascos estuvieran desplomándose por la ladera de una colina.

Los ornitos llegaron al extremo mismo del bosque. Y allí, frente a ellos, se encontraba la manada.

Cuando los diplodocus andaban, era como si el paisaje estuviera cambiando, como si las colinas hubieran sido desarraigadas y estuvieran desplazándose líquidamente por la tierra. A un observador humano le habría costado comprender lo que veía. La escala era imposible: aquellas inmensas masas deslizantes tenían que ser algo geológico, no animal.

El más grande de los cuarenta ejemplares que formaban aquella manada era una inmensa matriarca diplodocus que llevaba casi un siglo gobernándola. Tenía más de treinta metros de longitud, cinco metros de altura en las caderas y pesaba veinte toneladas, pero hasta los cachorros de la manada, algunos de ellos de menos de diez años de edad, eran más grandes que el mayor elefante africano. La matriarca caminaba con el inmenso cuello y la cola casi horizontales, paralelos al suelo durante decenas de metros. El peso de sus inmensas tripas lo sustentaban las poderosas caderas y unas patas tan gruesas como elefantes. A lo largo de su cuello, su espalda y su cola corrían poderosos ligamentos, anchos como cables de acero, alojados en los canales que cubrían la columna vertebral. El peso del cuello y de la cola tensaba los ligamentos, equilibrando el peso del torso. Estaba construida como un puente de suspensión biológico.

La cabeza de la matriarca era tan pequeña que resultaba casi absurda, como si perteneciera a un animal completamente diferente. Sin embargo, era el conducto por el que tenía que pasar toda la comida. Se alimentaba constantemente, con unas mandíbulas poderosas capaces de arrancar trozos enteros de árboles, y una musculatura que vibraba como si fuera fluida mientras procesaba con rapidez la dieta de baja calidad con la que se alimentaba. Incluso mientras dormía, seguía paciendo. En un mundo tan feraz como el de finales del Jurásico, encontrar comida no suponía problema.

Un animal tan grande solo podía moverse con tectónica lentitud. Pero la matriarca no tenía nada que temer. Contaba con la protección de su inmenso tamaño, una fila de protuberancias óseas afiladas como colmillos y las recias placas blindadas de su espalda. No necesitaba ser inteligente, veloz ni ágil. Su pequeño cerebro se ocupaba principalmente de la biomecánica de su inmenso cuerpo, de equilibrar, disponer y mover. A pesar de la inmensidad de su masa, la matriarca poseía una extraña elegancia. Era una bailarina de veinte toneladas.

Mientras la manada avanzaba, los herbívoros gruñían y pifiaban, irritados cuando un poderoso cuerpo impedía el paso a otro. Por debajo de todo esto se oía el chirriante y mecánico ruido de los estómagos de los diplodocus. En el interior de aquellos poderosos estómagos había rocas que retumbaban y entrechocaban continuamente para contribuir al proceso de digestión. Las tripas de un diplodocus eran un procesador altamente eficiente del material dispar y de baja calidad que apenas masticaban la pequeña cabeza y las mandíbulas, carentes de musculatura. Emitía el sonido de una batería de maquinaria pesada en funcionamiento.

Alrededor de este inmenso desfile se encontraban los seguidores del campamento de los grandes herbívoros. Los insectos volaban entre los propios diplodocus y los inmensos montones de deyecciones. Entre los enjambres se veía gran variedad de pequeños pterosaurios insectívoros. Algunos de estos se posaban en los lomos de los diplodocus, sin que estos lo advirtiesen siquiera. Había incluso una pareja de desgarbadas proto-aves parecidas a gallinas, correteando entre las patas de los diplodocus y picoteando alegremente los gusanos, las garrapatas y los escarabajos. Y luego estaban los dinosaurios carnívoros, que a su vez cazaban a los cazadores. Atenta vio una manada de jóvenes coelurosaurios acechando a sus presas entre las patas de los herbívoros, anchas como troncos, y arriesgándose cada segundo a morir por culpa de un pisotón o un movimiento inesperado de alguna cola.

Era una comunidad vasta y móvil, una ciudad que marchaba sin descanso por aquel mundo boscoso. Y era una comunidad de la que Atenta formaba parte, en la que había pasado toda su vida y a la que seguiría hasta el día de su muerte.

La matriarca diplodocus acababa de llegar a una arboleda de gingkos, altos y rebosantes de follaje. Los cables de su cuello levantaron la cabeza para que pudiera inspeccionarlos con más detenimiento. A continuación, introdujo la cabeza entre las hojas y empezó a comer, arrancando las hojas con sus gruesos dientes. Los demás adultos se unieron a ella. Los animales empezaron a derribar los árboles, rompiendo los troncos e incluso desarraigándolos del todo. La arboleda desapareció en cuestión de instantes. Los gingkos tardarían décadas en recobrarse de esta breve visita. Así era como los diplodocus modelaban el paisaje. Dejaban tras de sí un gran garabato de tierra despejada, un corredor de verde sabana en un mundo dominado por los bosques, porque la manada arrasaba de tal modo la vegetación de cualquier área por la que pasaba que tenía que mantenerse en constante movimiento, como un ejército saqueador.

No eran los herbívoros más grandes. Este honor correspondía a los gigantescos braquiosaurios, tan altos como árboles y capaces de alcanzar las setenta toneladas de peso. Pero los braquiosaurios eran animales solitarios o se movían en grupos pequeños. Las manadas de diplodocus, formadas a veces hasta por un centenar de miembros, habían modelado el paisaje como ninguna otra criatura lo había hecho o volvería a hacerlo.

Aquella manada llevaba reunida, viajando siempre en dirección este, con miembros diferentes y la misma estructura, desde hacía diez mil años. Pero había sitio para travesías titánicas como la suya.

La tierra del Jurásico estaba dominada por un solitario e inmenso continente: Pangea, nombre que significaba «la tierra de toda la Tierra». Era un poderoso continente. Sudamérica y África se habían acoplado para formar una parte de la colosal plataforma de roca y un río titánico drenaba el corazón del supercontinente, un río del que el Amazonas y el Congo no eran más que afluentes.

Al fundirse los continentes se había producido una enorme pulsación de muerte. La desaparición de las barreras de montaña y océano habían forzado a las especies de plantas y animales a mezclarse. Ahora, una uniformidad de fauna y flora ocupaba toda Pangea, de un océano al otro, de un polo al otro, una uniformidad que se mantenía mientras las vastas fuerzas tectónicas empezaban a trabajar para fracturar las inmensas masas continentales. Solo un puñado de especies había sobrevivido a la fusión: insectos, anfibios, reptiles… y protomamíferos, criaturas parecidas a reptiles con ciertos rasgos de mamífero, una calaña torpe, fea e incompleta. Pero este puñado de especies terminaría con el tiempo por dar a luz a todos los mamíferos, el ser humano incluido, y a los linajes de las aves, los cocodrilos y los dinosaurios.

Como si quisieran responder al colosal paisaje en el que se encontraban, los diplodocus habían crecido hasta alcanzar proporciones inmensas. Desde luego, su inmensidad era apropiada para estos tiempos de vegetación impredecible e híbrida. Gracias a la longitud de su cuello, un diplodocus podía recorrer metódicamente una gran área sin necesidad de moverse, tomando todo cuanto pudiera necesitar incluso de las ramas bajas de los árboles.

Sin embargo, en la inteligencia de los ornitos, los diplodocus afrontaban un peligro nuevo, un peligro para el que la evolución no los había preparado. Empero, tras más de un siglo de vida, la matriarca había adquirido una especie de sabiduría y sus ojos, teñidos de un profundo rojo por el paso de los años, revelaban que sabía algo de los diestros horrores que perseguían a sus hermanos.

Los pacientes ornitos tuvieron al fin su oportunidad.

Los diplodocus seguían apiñados alrededor de los troncos de los gingkos, formando una estrella con sus cuerpos. Las cabezas, sobre sus alargados cuellos, se inclinaban sobre el esparcido follaje como brazos mecánicos recogiendo fruta. Los cachorros permanecían cerca de la manada pero por el momento, estaban excluidos de las tareas de los gigantescos adultos.

Excluidos, olvidados, expuestos.

Estego alargó el cuello hacia uno de ellos. Era un poco más pequeño que los demás: tan grande como el más grande de los elefantes africanos, un auténtico enano. Estaba teniendo dificultades para abrirse camino entre los adultos, y deambulaba por el extremo de la formación con el nerviosismo de un pájaro colosal.

Entre los diplodocus no existía auténtica lealtad. La manada era una formación de conveniencia, no una agrupación familiar. Los diplodocus ponían sus huevos en los linderos del bosque y luego los abandonaban. Las crías que sobrevivieran tendrían que esconderse en los bosques hasta alcanzar un tamaño suficiente para salir a campo abierto y buscar una manada.

La manada tenía un sentido estratégico: los diplodocus se protegían unos a otros por su mutua presencia. Y todas las manadas necesitaban sangre nueva para pervivir. Pero si un depredador se llevaba a un cachorro, así eran las cosas: en los inmensos bosques de Pangea siempre había otro para ocupar su lugar. Era como si la manada aceptara estas pérdidas como un peaje obligado pagado por su paso continuo por las ancestrales arboledas.

Aquel día, parecía que aquella pequeña hembra era la que iba a pagar el peaje.

Atenta y Estego sacaron los látigos de piel de diplodocus que llevaban en el cinturón. Con los látigos levantados y las lanzas preparadas, avanzaron sigilosamente entre los arbolillos y helechos que jalonaban el linde del bosque. Probablemente, los diplodocus no reaccionaran aunque los vieran: su programación evolutiva no contenía una señal de alarma frente a la aproximación de dos depredadores tan pequeños.

Se entabló una silenciosa conversación con movimientos sutiles, gestos de la cabeza y miradas.

Esa, dijo Estego.

Sí. Débil. Joven.

Voy a acercarme a la manada. Usaré el látigo. Trataré de asustarlos. De separar al cachorro.

Sí. Yo iré la primera…

Debería de haber sido cosa de rutina. Pero mientras los ornitos se aproximaban, los coelorosaurios se escabulleron y los pterosaurios batieron sus torpes alas para remontar el vuelo.

Estego soltó un siseo. Atenta se volvió.

Y se encontró frente a otro ornito.

Había tres en total, vio Atenta. Eran un poco mayores que Estego y ella. Eran animales hermosos, cada uno de ellos con la característica cresta de escamas decorativas a lo largo de la cabeza y el cuello. Atenta sintió que su cuerpo, obedeciendo a un instinto ancestral e incontrolable, respondía levantando sus propias escamas.

Pero aquellos ornitos estaban desnudos. No llevaban un cinturón de corteza tejida alrededor del talle, como el suyo; no tenían látigos, ni lanzas, y sus alargadas manos estaban vacías. No pertenecían a la nación de Atenta. Eran sus parientes lejanos —ornitos salvajes—, las criaturas de pequeño cerebro de las que descendía su raza.

Lanzó un siseo, con la boca muy abierta, y salió a campo abierto. ¡Largaos! ¡Fuera de aquí!

Los ornitos salvajes no retrocedieron. Con las bocas muy abiertas y meneando las cabezas, le lanzaron miradas furiosas.

Atenta sintió una punzada de aprensión. Hacía no tanto, tres criaturas como aquellas habrían huido al verla. Los salvajes habían aprendido a temer la picadura de las armas que empuñaban sus parientes más listos. Pero el hambre superaba su temor. Seguramente había pasado mucho tiempo desde la última vez que habían topado con una manada de diplodocus, su fuente de sustento principal. Lo más probable es que los muy rastreros tuvieran la intención de robar lo que Atenta y Estego cazaran.

El mundo-bosque estaba cada vez más abarrotado.

Atenta, enfrentada a aquel inesperado recordatorio de la estupidez de su pasado, sabía que no debía mostrar miedo. Siguió dirigiéndose en línea recta hacia los tres ornitos salvajes, inclinando la cabeza y gesticulando. Si creéis que vais a robarme las presas, será mejor que lo penséis dos veces. Marchaos de aquí, animales. Pero sus tontos parientes respondieron con siseos y graznidos.

La conmoción estaba empezando a distraer a los diplodocus. La pequeña hembra acababa de refugiarse entre la manada, donde los cazadores no podrían alcanzarla. La gran matriarca miró a su alrededor, girando la cabeza como una cámara montada sobre una grúa.

Era la oportunidad que los allosaurios habían estado esperando.

Los allos esperaban, inmóviles como estatuas, a la sombra de los árboles, erguidos sobre sus enormes patas traseras y con las tres garras de las esbeltas extremidades delanteras plegadas. Era una manada formada por cinco hembras que, aunque todavía no habían alcanzado la edad adulta, superaban ya los diez metros de altura y las dos toneladas de peso. Los allosaurios no estaban interesados en las crías. Su objetivo era un obeso macho que, al igual que ellas, todavía no había alcanzado la madurez. Mientras la manada, distraída por la conmoción de la pelea entre los ornitos, se arremolinaba, el macho, sin darse cuenta, se separó de la protectora proximidad de sus hermanos.

Los cinco allos atacaron inmediatamente, por el suelo y por el aire. Sus garras delanteras, parecidas a garfios, infligieron inmediatamente profundas y feas heridas. Utilizaron sus sólidas cabezas como garrotes, para golpear al diplodocus, y sus dientes, afilados como dagas serradas, se hundieron en la carne del herbívoro. A diferencia de los tiranosaurios, poseían manos grandes y brazos largos y fuertes, que utilizaban para sujetar a los diplodocus mientras los desmembraban.

Los allosaurios eran los carnívoros más pesados terrestres de todos los tiempos. Eran como elefantes, solo que caminaban erguidos, podían correr a gran velocidad y comían carne. La escena fue una inmensa y feroz carnicería.

Mientras tanto, la manada de diplodocus estaba preparándose para repeler el ataque. Los adultos, entre bramidos de protesta, balanceaban sus enormes cuellos de un lado a otro, a poca distancia del suelo, a fin de barrer a cualquier depredador que fuera tan estúpido como para acercárseles. Incluso, uno de ellos se levantó sobre las patas traseras, una visión realmente imponente.

Y desplegaron su arma más terrible. Las colas de diplodocus empezaron a restallar alrededor de la manada y el aire se llenó con el estallido de unas ondas expansivas increíblemente ruidosas. Ciento cuarenta y cinco millones de años antes de la humanidad, los diplodocus habían sido los primeros animales de la historia en romper la barrera del sonido.

Los allosaurios reaccionaron con rapidez. Sin embargo, uno de ellos recibió en plena caja torácica el latigazo de una cola supersónica. Los allosaurios eran animales rápidos y sus huesos eran muy livianos. La cola partió tres costillas, que atormentarían al allosaurio durante meses.

Pero el ataque, en aquellos momentos escasos y abrasadores, había tenido éxito.

Ya una de las patas del macho, incapaz de sostener todo su peso con los tendones destrozados, había cedido. Muy pronto, la pérdida de sangre lo debilitaría más aún. Levantó la cabeza y profirió un rugido quejumbroso. Aún tardaría horas en morir —a los allosaurios, como a tantos otros carnívoros, les encantaba jugar— pero su vida estaba condenada.

Gradualmente, el crepitar de los latigazos fue remitiendo y la manada se tranquilizó.

Pero fue la gran matriarca la que lanzó el último coletazo.

Cuando los allosaurios habían atacado, los ornitos, repentinamente unidos en el terror, habían escapado del claro. Ahora, Atenta y Estego, con las armas ociosas en las manos, frustrada la cacería, habían tenido que esconderse entre la maleza del linde del bosque. Pero no todo eran malas noticias. Puede que, cuando los allos hubieran terminado de comer, quedase algo de carroña del caído diplo…

En ese momento cayó aquel último coletazo. La inmensa cola descendió sobre la espalda de Estego y lo hirió de muerte. Lanzó un grito, se tambaleó y cayó en el claro, con la boca abierta. Las pupilas verticales de sus ojos palpitaron mientras levantaba la mirada hacia Atenta.

Y uno de los allosaurios, no muy lejos, se volvió hacia él con vidrioso interés. Atenta, conmocionada, permaneció inmóvil, como paralizada.

De un solo salto, el allo alcanzó a Estego. Estego chilló y arañó el suelo. El allo lo tanteó con el hocico, casi con suavidad.

Entonces, con asombrosa rapidez, la cabeza del allo salió despedida hacia delante y de una sola dentellada limpia, le seccionó la cabeza a Estego. Lo cogió por los hombros y lo levantó en volandas. La cabeza pendía de unos jirones de piel pero el cuerpo seguía convulsionándose. Se lo llevó al otro extremo del claro, lejos de la manada, donde empezó a devorarlo. El proceso fue muy eficiente. El allo tenía articulaciones en las mandíbulas y el cráneo que le permitían, igual que una pitón, abrir la boca y colocar los dientes de la manera que le permitiera consumir mejor a sus presas.

Atenta se encontró mirando estúpidamente la huella de un allosaurio, un cráter de tres dedos plantado firmemente sobre el barro pisoteado. Un cazador sin pareja es como una manada sin matriarca: un proverbio ornito que se repetía una y otra vez en su cabeza.

La gran matriarca de los diplodocus volvió la cabeza y miró directamente a Atenta. Atenta comprendió. La pelea de los ornitos había dado a los allosaurios una oportunidad de atacar. De modo que, con su coletazo, la matriarca había sacado a Estego de su escondite. Se lo había entregado a los allos. Había sido un acto de venganza.

Algo, un núcleo oscuro, se endureció en el interior de Atenta.

Sabía que pasaría el resto de su vida con aquella manada. Y sabía también que la matriarca era el individuo más importante en su seno, la que ofrecía protección a los demás con su tamaño y fuerza y la que los guiaba con la sabiduría adquirida a lo largo de los años. Sin ella, la manada estaría mucho menos coordinada y sería mucho más vulnerable. En cierto modo, la matriarca era la criatura más importante de la vida de Atenta.

Pero en aquel momento, juró que también ella se cobraría venganza.

Cada noche, los ornitos se retiraban a su bosque ancestral, donde antaño habían cazado mamíferos, insectos y huevos de diplodocus. Se dispersaban en pequeños grupos y rodeaban la zona con grupos de centinelas bien armados. Aquella noche todos compartieron los lamentos. La nación ornito solo tenía varios centenares de miembros y no podía permitirse el lujo de perder a un macho joven tan fuerte e inteligente como Estego.

Mientras el frescor de la noche la cubría, Atenta descubrió que no podía descansar.

Levantó la mirada hacia el cielo, cubierto de auroras, esbeltas esculturas tridimensionales de luz verde y púrpura. En esta época el campo magnético de la Tierra era tres veces más intenso que en tiempos del hombre y cuando las brillantes auroras atrapaban los vientos solares, a veces envolvían el planeta de polo a polo. Pero las luces del cielo no significaban nada para Atenta y no le proporcionaron consuelo ni distracción.

Buscó refugio en los recuerdos de tiempos más sencillos y felices, cuando Estego y ella, emulando a sus parientes lejanos, habían cazado huevos de dinosaurio. El truco estaba en buscar un trecho de bosque, no muy lejos de los linderos, que aparentara carecer de vida y que estuviera cubierto de tierra y hojas. Si pegabas la oreja al suelo y tenías suerte, podías oírlo, el revelador sonido de las crías de diplodocus al arañar el interior de los huevos. Atenta siempre había preferido esperar, proteger «su» nido de los demás hasta que las crías de diplodocus empezaban a salir de los huevos y asomaban la cabecita entre la tierra.

Para una mente inventiva como la de Atenta, el número de juegos que aquello permitía era infinito.

Podías tratar de adivinar qué cría sería la siguiente en salir. Podías ver el tiempo que tardabas en matar a una cría después de que hubiera visto por vez primera la luz del día. Podías hasta dejar que salieran del todo del cascarón. Con más de un metro de longitud, con los flojos cuellos y las colas columpiándose, la única prioridad de las crías era escapar al interior del bosque. Podías dejar que una de ellas llegara casi hasta la maleza y cuando estuviera a punto de conseguirlo, la arrastrabas de nuevo al punto de partida. Podías devorarle las patas una por una, o arrancarle trozos de la cola y, mientras engullías la delicada carne, ver cómo luchaban por escapar en los escasos instantes que duraba su vida.

A todos los carnívoros inteligentes les gustaba jugar con sus presas. Era una manera de aprender sobre el mundo, sobre el comportamiento de los animales de presa, de afinar sus reflejos. Para su época, los ornitos habían sido unos carnívoros muy inteligentes.

Una vez, hace no más de veinte mil años, un nuevo juego se le había ocurrido a uno de ellos. Había cogido un palo cercano con su mano prensil y lo había utilizado para buscar huevos.

La siguiente generación, los palos se utilizaban ya como ganchos para extraer los embriones y como afiladas lanzas para atravesarlos.

Y la siguiente, estaban utilizándose las nuevas armas en presas más grandes: crías de diplodocus de no más de cinco o seis años, que todavía no formaban parte de ninguna manada pero ya valían en carne lo que centenares de embriones. Mientras tanto había nacido un rudimentario lenguaje a partir de las sutiles comunicaciones entre los miembros de la manada.

Siguió una especie de carrera armamentística. En aquella era de presas inmensas, las herramientas de los ornitos, sus comunicaciones más sofisticadas y sus estructuras complejas recibieron enseguida la recompensa de mejores y más grandes capturas. Los cerebros de los ornitos se expandieron rápidamente para responder a las necesidades de la fabricación de herramientas, la creación de sociedades y el procesamiento del lenguaje. Pero también experimentaron la necesidad de consumir más alimento para sustentar sus grandes cerebros en expansión, lo que hizo que fueran necesarias herramientas aún mejores. Fue una espiral virtual que se reproduciría mucho más adelante, en la larga historia de la Tierra.

Los ornitos se extendieron por toda Pangea, siguiendo a las manadas de sus presas en su recorrido por el supercontinente a lo largo de los vastos corredores que abrían en los bosques.

Pero las condiciones estaban cambiando. Pangea estaba fracturándose y su columna vertebral se debilitaba. Estaban empezando a abrirse valles tectónicos, inmensas zanjas llenas de cenizas y lava. Nacerían nuevos océanos formando una gran cruz. Con el tiempo, el Atlántico separaría las Américas de África y Eurasia, mientras el gran Tethys ecuatorial separaría a Europa y Asia de África, India y Australasia. Pangea se dividiría en cuatro.

Era un tiempo de rápidos y dramáticos cambios climáticos. La deriva de las placas continentales creaba nuevas montañas que a su vez proyectaban sombras pluviales sobre la tierra. Morían los bosques y se extendían inmensos campos de dunas. Generación tras generación —conforme sus reservas se desintegraban y la vegetación dejaba de tener tiempo de recobrarse de su devastador paso— las grandes manadas de saurópodos estaban menguando.

Sin embargo, de no haber sido por los ornitos, puede que los saurópodos hubieran perdurado mucho más e incluso es posible que hubieran sobrevivido hasta el gran verano de la evolución de los dinosaurios, el Cretácico.

De no haber sido por los ornitos.

Aunque Atenta escogió nuevas parejas y crio nuevas y orgullosas camadas de saludables y salvajes cachorros, nunca olvidó lo que había sido de su primer macho, Estego. No se atrevía a desafiar a la matriarca. Todo el mundo sabía que para garantizar la supervivencia de la manada, lo mejor era que la vieja hembra siguiera viviendo mucho tiempo. A fin de cuentas, no había emergido ninguna matriarca para reemplazarla.

Pero, lenta e implacablemente, los planes de Atenta fueron madurando.

Tardó una década. En ese tiempo, el número de diplodocus de la manada se dividió por la mitad. Y también los allosaurios, a medida que sus presas empezaban a escasear, comenzaron a sufrir un acusado proceso de declive.

Al fin, después de una estación especialmente dura y seca, la anciana empezó a cojear. Puede que tuviera artritis en las caderas, como la que sufría ya en el largo cuello y la cola.

El momento se acercaba.

Entonces Atenta captó un olor en el viento del este, algo que no había olido desde hacía mucho tiempo. Era sal. Y comprendió que el destino de la matriarca había dejado de ser importante.

Finalmente obtuvo el consenso de los cazadores.

La gran diplodocus tenía por entonces ciento veinte años. Su piel lucía las cicatrices de los ataques fallidos de numerosos depredadores y muchas de las espinas de su espalda estaban rotas. Sin embargo, todavía seguía creciendo, y ya había alcanzado la considerable cifra de veintitrés toneladas. Pero la degeneración de sus huesos, después de una heroica y larga vida cargando peso, había mermado cruelmente sus fuerzas.

El día que al fin le fallaron del todo, solo hicieron falta unos pocos minutos del trote continuado de la manada para que se quedara rezagada.

Los ornitos estaban esperando. Llevaban días esperando. Reaccionaron instantáneamente.

Tres machos, hijos de Atenta todos ellos, se movieron los primeros. Empezaron a dar vueltas alrededor de la matriarca, haciendo restallar los látigos, finas hebras de cuero tratado que emulaban los graznidos supersónicos de los diplodocus.

Algunos de los miembros de la manada se volvieron un momento para mirar. Vieron a la matriarca y a los diminutos depredadores. Ni siquiera ahora, el millón de años de programación de los pequeños cerebros de los diplodocus pudo aceptar que aquellos flacos y minúsculos carnívoros representaran una auténtica amenaza. Se dieron la vuelta y siguieron alimentándose imperturbablemente.

La matriarca veía a las saltarinas y diminutas figuras frente a ella. Emitió un rugido de irritación y las rocas rechinaron en su estómago. Trató de levantar la cabeza y de levantar la cola, pero eran demasiadas las articulaciones que habían quedado reducidas a un estado de dolorosa inmovilidad.

La segunda oleada de cazadores se puso en marcha. Armados con lanzas envenenadas y utilizando las garras de sus manos y pies, atacaron como si fueran allosaurios, golpeando y retrocediendo a continuación.

Pero la matriarca no había sobrevivido más de un siglo por casualidad. Reuniendo sus últimas energías e ignorando las cuchilladas calientes de su costado, se levantó sobre las patas traseras. Como un edificio que se desmorona, se irguió sobre la banda de carnívoros, que huyeron frente a ella. Cayó de nuevo a tierra con un impacto comparable a un pequeño terremoto y desde las patas delanteras, que golpearon el suelo, brotaron oleadas de dolor que se extendieron por todas las articulaciones de su cuerpo.

Si hubiera huido entonces, si hubiera corrido detrás de la manada, puede que hubiera sobrevivido, a pesar de los efectos del veneno. Pero este último esfuerzo monumental la había dejado momentáneamente exhausta. Y no le dieron tiempo para recuperarse. Los cazadores volvieron a rodearla y atacaron de nuevo con lanzas, garras y colmillos.

Entonces apareció Atenta.

Se había despojado de todo, hasta del látigo que llevaba alrededor de la cintura. Se lanzó contra el flanco de la diplodocus, que temblaba como una montaña en pleno terremoto. La piel era como cuero grueso, resistente hasta a sus poderosas garras, y estaba cubierta de cavidades, las cicatrices de antiguas heridas, en cuyo interior florecían los parásitos, criaturas teñidas de rojos y verdes insalubres. El hedor de la carne podrida era casi abrumador. Pero Atenta se encaramó a su enemiga y trepó hasta alcanzar las espinas que cubrían la espalda de la matriarca. Una vez allí, mordió la carne del diplodocus y empezó a arrancar las placas coriáceas que había debajo.

Puede que en algún rincón oscuro de su mente ancestral, la diplodocus recordase el día en que había arruinado la vida de la pequeña ornito. Ahora, al sentir aquella agonía nueva en la espalda, trató de volver el cuello, si no para eliminar la irritación, al menos para ver al culpable. Pero no pudo volverse.

Atenta no puso fin a su frenética y horripilante excavación hasta llegar a la espina dorsal, que seccionó de un cruel mordisco.

Durante muchos días, la montaña de carne sirvió para alimentar a la nación de cazadores, mientras los jóvenes jugaban en la cavernosa cámara de las grandes costillas de la matriarca.

Pero Atenta fue criticada, con furiosos cabeceos, danzas y gestos. Ha sido un error. Era la matriarca. Deberíamos haber esperado a que surgiera otra. ¿No ves que la manada, indisciplinada y cada vez menos numerosa, está dispersándose? Ahora tenemos que comer. Puede que pronto muramos de hambre. Te ha cegado la rabia. Y nosotros hemos sido unos necios por seguirte. Y así sucesivamente.

Atenta se guardó sus pensamientos. Porque sabía el daño que la pérdida de la matriarca le había hecho a la manada, lo mucho que la había debilitado y en qué medida había reducido sus posibilidades de supervivencia. Pero sabía también que ya no importaba. Porque había olido la sal.

Cuando la matriarca fue consumida del todo, la nación de cazadores volvió a ponerse en marcha, siguiendo el corredor de sabana en dirección este, como siempre había hecho, caminando en la inconfundible estela de tierra pisoteada y árboles destrozados que la manda dejaba tras de sí.

Hasta que se les acabó el continente. Tras un último cinturón de bosque, más allá de un acantilado de arenisca, se extendía un océano cegador. Los gigantescos diplodocus vagabundeaban de acá para allá, confusos en aquel lugar desconocido con su peculiar aroma eléctrico a ozono y sal.

La manada había llegado a la costa oriental de lo que un día se convertiría en España. Lo que estaban contemplando era el poderoso Mar de Tethys, que se había abierto camino hacia el oeste entre las placas continentales que en aquel momento se separaban. Muy pronto, las aguas tethyanas inundarían todas las tierras que se extendían hasta la costa oeste y el supercontinente quedaría dividido en dos.

Atenta se irguió sobre el borde del acantilado. La luz del mar la deslumbraba, pues sus ojos estaban adaptados a las condiciones de los bosques. Volvió a oler el ozono y la sal que había detectado días atrás. La matriarca había sido destruida, pero no importaba. Porque, tras recorrer de un lado a otro un supercontinente, la manada de diplodocus no tenía adónde ir.

Puede que a los ornitos les hubiera ido mejor de haber tenido una cultura más flexible. Puede que si hubieran aprendido a explotar a los grandes saurópodos —o simplemente a no presionarlos tanto en esta época de cambios— hubieran sobrevivido más. Pero todo en ellos estaba determinado por su origen de cazadores carnívoros. Hasta su rudimentaria mitología estaba dominada por la caza, por leyendas que hablaban de una especie de Valhalla de su raza. Eran cazadores capaces de fabricar herramientas: eso es lo único que llegarían a ser, hasta que no quedara nada más que cazar.

La totalidad del auge y la caída de los ornitos se contenía en unos pocos miles de años, una diminuta fracción de tiempo comparada con los ochenta millones de años que persistiría el imperio de los dinosaurios. Todas sus herramientas estaban hechas de materiales perecederos: madera, fibras vegetales, cuero. No llegaron a descubrir el metal ni aprendieron a tallar la piedra. Ni siquiera aprendieron a hacer fuego, que podrían haber usado para crear hogares. Su presencia en la Tierra había sido demasiado breve: el fino estrato de su historia no preservaría sus cráneos hinchados. Cuando desaparecieran, los ornitos no dejarían rastro alguno que pudieran examinar los arqueólogos humanos, nada salvo el misterio de la abrupta extinción de los grandes saurópodos. Atenta y su cultura, como las ballenas de aire e incontables criaturas fabulosas más, desaparecerían para siempre.

Con una brusca punzada de congoja, Atenta arrojó su lanza al océano. El arma se hundió en la resplandeciente masa de agua y desapareció.