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Sueños de dinosaurio

MONTANA, AMÉRICA DEL NORTE, C. 65 MILLONES ANTES DE NUESTROS DÍAS

I

Al llegar al borde del claro, Purga salió reptando de un denso helechal. Era de noche, pero había muchísima luz… no de la Luna, sino del cometa cuya espectacular cola se extendía sobre el despejado cielo, apagando todas las estrellas salvo las más brillantes.

Aquel pedacito de bosque se encontraba en una amplia cuenca superficial, entre las montañas volcánicas que se elevaban al oeste —las montañas que un día se convertirían en las Rocosas— y las llanuras Apalaches al este. Aquella noche, la húmeda atmósfera estaba muy clara, pero a menudo llegaban neblinas y nieblas desde el sur, nacidas en el gran mar interior que todavía cubría las profundidades del corazón de Norteamérica. El bosque estaba dominado por plantas capaces de extraer humedad del aire: las nudosas espaldas de los árboles de araucaria estaban tapizadas de líquenes y hasta los bajos arbustos de magnolia rezumaban moho. Era como si alguien le hubiese dado al bosque una gruesa capa de pintura verde.

Pero por todas partes las hojas estaban marchitas, y el moho y los helechos habían adquirido una tonalidad parduzca. Las lluvias, emponzoñadas por los gases de las grandes convulsiones volcánicas que se producían al oeste, habían sido terribles para las plantas y los animales. No era una época saludable.

Sin embargo, en el claro, los dinosaurios soñaban.

Cubiertos por el resplandor del rocío nocturno que pintaba su amarillenta coraza, los anquilosaurios habían formado un círculo defensivo, con las crías en el centro. En el suave aire del Cretácico, aquellos gigantes de sangre fría se erguían como tanques en reposo.

A la luz lechosa, los grandes y negros ojos de Purga se habían clavado en una polilla. El insecto descansaba sobre una hoja, con las alas marrones plegadas, grueso y complaciente. Con un eficiente salto, Purga atrapó la presa entre las zarpas. Le arrancó las alas con un par de mordiscos de los diminutos incisivos. Entonces, con un sonido parecido al de un mordisco en una manzana diminuta, empezó a devorar con deleite el abdomen de la polilla. Por un breve momento, con la boca llena de comida, Purga encontró un jirón de felicidad en su peligrosa y complicada vida.

La polilla, cuya consciencia fugaz, era incapaz de recordar demasiado dolor, murió casi instantáneamente.

Una vez consumido el insecto, Purga volvió a ponerse en marcha. No había hierba en el suelo —las plantas herbáceas todavía no dominaban la Tierra—, pero sí un tapiz verde de helechos bajos, moho, agujas de pino, belchos y semillas de conífera, e incluso unas pocas y extravagantes flores de color púrpura. Entre aquella espesura, escabulléndose de escondite en escondite, podía avanzar casi en silencio. En la oscuridad, la caza solitaria era la mejor estrategia. Los depredadores utilizaban la emboscada, recurriendo a las sombras de la noche. Un grupo no podía ser tan invisible como un cazador solitario. Así que Purga trabajaba sola.

Para Purga, el mundo era una llanura delineada en negro, blanco y azul, e iluminada por la luz imprecisa del cometa, que brillaba detrás de unas nubes dispersas y altas. Sus enormes ojos no eran tan sensibles como los de los dinosaurios más eficientes —algunos raptores podían distinguir colores que el ser humano jamás sería capaz de percibir, sombríos infrarrojos y cegadores ultravioletas— pero la visión de Purga se desenvolvía bien con la escasa luz de la noche. Y, además, tenía sus bigotes, que se abrían en abanico delante de ella, como un equipo de radar táctil.

Purga, con aquellos bigotes, el morro afilado y las pequeñas orejas plegadas, se parecía más a un roedor que a un primate. Tenía el tamaño de un pequeño lémur. Caminaba por la tierra a cuatro patas, arrastrando su larga y velluda cola tras de sí, como una ardilla. A unos ojos humanos le hubiese parecido una criatura extraña, con algo de reptil en su inmovilidad y capacidad de vigilancia, acaso incompleta.

Pero, como Joan aprendería un día, de hecho era un primate, un progenitor de aquella gran familia de animales. Por su breve vida fluía un río molecular cuya fuente estaba en el pasado remoto y cuya desembocadura iba a perderse en el mar del futuro lejano. Y de aquel río de genes, ensanchado y modificado con el paso de los miles de milenios, emergería un día toda la humanidad: todos los humanos que algún día nacieran, serían descendientes de los hijos de Purga.

Ella no sabía nada de esto. No tenía nombre para sí misma. No era consciente, como los humanos… y ni siquiera como los chimpancés o los monos. Su mente se parecía más a la de una rata o una paloma. Su comportamiento estaba formado por patrones fijos, controlado por impulsos primarios cuyo equilibrio y prioridad estaba en estado de constante modificación y que a cada momento alcanzaba una nueva suma. Era como un robot diminuto. Carecía de sentido del yo.

Y, sin embargo, era consciente. Conocía el placer —un estómago lleno, la seguridad de la madriguera, los hocicos de sus cachorros cuando buscaban la leche— y, en aquel peligroso mundo, conocía el miedo muy bien.

Se arrastró entre las patas de los anquilosaurios soñadores. Mientras se movía bajo los inmensos vientres, Purga podía oír el inmenso rugido de la interminable digestión de los dinosaurios, cuyos pedos nocivos inundaban la atmósfera. Como sus dentaduras eran muy toscas, todo el trabajo de procesamiento y digestión de su alimento recaía en las vastas entrañas de los dinosaurios, que trabajaban mientras ellos dormían.

Los anquilosaurios eran dinosaurios herbívoros. Pero esta era una época de enormes y feroces depredadores. Así que aquellos animales, más grandes que elefantes africanos, estaban protegidos por una coraza, una fusión de huesos, costillas y vértebras. El interior de su espalda lo recorría una gran columna vertebral amarilla y negra. El blindaje de sus cráneos era tan sólido que apenas dejaba espacio para el cerebro. Sus colas terminaban en pesados garrotes, capaces de destrozar piernas o cráneos.

Los dinosaurios eran tan grandes que Purga era incapaz de comprenderlos. Ella vivía en un mundo pequeño, donde un tronco caído o un charco suponía un obstáculo importante, donde un escorpión podía ser un depredador peligroso y donde un grueso ciempiés representaba un raro manjar. Para ella, los adormilados anquilosaurios formaban un bosque de patas inmensas y gruesas, y colas móviles y peligrosas, que no tenían conexión entre sí.

Pero para Purga, había allí un suculento tesoro: excremento de dinosaurio, inmensos montones esparcidos entre el lodo y la tierra pisoteada. Allí, en las fibrosas montañas de vegetación a medio digerir, podía encontrar insectos: hasta escarabajos del excremento, trabajando para destruir las inmensas deyecciones. Escarbó entre la humeante materia con ansiedad.

Aquel había sido el papel de los antepasados de la humanidad durante el prolongado estío de los dinosaurios: relegados a los márgenes de la gran sociedad de los reptiles, condenados a emerger de sus madrigueras por la noche, escarbando los excrementos en busca de insectos y otros pequeños hallazgos del bosque con los que alimentarse.

Pero aquella noche las recompensas eran escasas, y las deposiciones, líquidas y malolientes. La vegetación, dañada por las emanaciones del volcán, había alimentado poco y mal a los dinosaurios, y lo que salía por el orificio del otro extremo era de poco valor para Purga.

Cruzó el claro y entró en el bosque. Allí se alzaban las coníferas, enormes, extendiendo un abanico de hojas en las alturas. Entre ellas crecían árboles más pequeños, que se parecían un poco a palmeras, y unos pocos arbustos chatos con flores de un color amarillo pálido.

Purga trepó velozmente al ramaje anguloso de un gingko. Mientras ascendía, utilizó las glándulas de su entrepierna para marcar el territorio con su olor. En el mundo nocturno en el que vivía, el aroma y el sonido eran más importantes que la vista, y si alguna otra criatura como ella encontraba aquella marca antes de que hubiera pasado una semana, sería como una señal de neón que le indicaría que había estado allí y cuánto hacía de ello.

Trepar resultaba placentero: sentir que sus músculos trabajaban acompasadamente al elevarla sobre los peligros del suelo, utilizar el delicado equilibrio que le proporcionaba su larga cola… y, por encima de todo, saltar, volar por un breve momento de una rama a otra, utilizando todo el equipamiento de su cuerpo, su equilibrio, su agilidad, sus manos prensiles, sus magníficos ojos… En el suelo se veía obligada a buscar refugio en madrigueras. Pero todo cuanto poseía se había adaptado a una existencia en el complejo medio tridimensional de los árboles, donde casi todas las especies de primates, a lo largo de la dilatada historia de su familia, encontrarían refugio.

Pero la ácida lluvia de los últimos meses había marchitado los árboles y el sotobosque. La corteza era amarga y los insectos escaseaban.

Purga estaba perpetuamente hambrienta. Tenía que consumir el peso de su cuerpo todos los días: era el precio por su sangre caliente y la leche que debía producir para sus dos cachorros, a salvo en la madriguera del interior del bosque. De mala gana, volvió a descender por el tronco del gingko. Mientras el miedo y el hambre forcejeaban en su mente, probó suerte en uno o dos árboles más, pero sin resultado.

De repente levantó la cabeza, con los bigotes temblorosos y los ojos muy abiertos, y escudriñó el profundo verde del bosque. Olía a carne: el tentador aroma de la carne podrida. Y oyó un piar desesperado e impotente, como de pajarillos.

Se escabulló en busca del rastro.

En un pequeño claro situado en la base de una enorme y nudosa araucaria, había un montón de moho apilado. En uno de sus lados, un montoncillo de sedimentos cubiertos de piedras empezó a moverse. Tras unos instantes, el montoncillo se levantó como si fuera una tapa, y un cuello pequeño y flaco salió de debajo y asomó por entre la capa de lodo y piedras. Una boca parecida a un pico se abrió de par en par.

Con la pequeña cabeza temblando y las diminutas escamas y plumas manchadas todavía de yema, el bebé de dinosaurio respiró por primera vez. Parecía una cría de ave hipertrofiada.

Era el momento que el didelfodón había estado esperando. Aquel mamífero, del tamaño de un gato doméstico, era uno de los más grandes de su época. Era una criatura chata y tenía el pelaje negro y plateado. Se abalanzó sobre la cría, la cogió por el flaco cuello, la sacó de su cáscara y la levantó en volandas.

La vida de la cría fue un puñado de impresiones fugaces y vívidas: el aire frío más allá de la cáscara rota, el resplandor borroso del cometa, la sensación de estar volando… Pero entonces se abrió una inmensa caverna a su espalda. Con la piel manchada todavía de yema, la cría murió al instante.

Mientras tanto, más crías, saliendo simultáneamente de sus cascarones, estaban brotando del suelo. Fue como si la tierra se llenara de repente de bebés de dinosaurio. El didelfodón y otros mamíferos depredadores se acercaron a ellos para alimentarse.

Una ancestral estrategia de supervivencia se había puesto en funcionamiento. Los dinosaurios eran reptiles que ponían sus huesos en el suelo. Aunque algunos padres se quedaban con las crías, era imposible proteger a todos los vulnerables huevos y crías. Así que los dinosaurios ponían muchos huevos y las crías salían del cascarón de forma sincronizada. En aquel mismo momento debía de haber docenas de crías emergiendo a la vida en aquella zona del bosque. La idea era que el suelo del bosque fuera inundado de repente por crías de dinosaurio, demasiado numerosas hasta para los más voraces depredadores. La mayoría de ellas moriría… pero esto era lo de menos. Bastaba con que sobrevivieran algunas.

Pero allí, aquella noche, la estrategia había salido mal… espantosamente mal para las crías de dinosaurios. La madre de aquellos pequeños era una cazadora aislada de la manada. Confusa, hambrienta, embargada de temor a otros depredadores, había puesto sus huevos en el lugar de siempre, el lugar que conocía —un nido con miles de años de antigüedad— y los había tapado con vegetación descompuesta para darles calor. Había hecho lo que debía… solo que no era el momento preciso y los huevos se habían visto forzados a eclosionar sin la compañía de cientos de semejantes suyos.

El tufo de la sangre, los sordos gruñidos de los depredadores y el penoso piar de las condenadas crías inundaron el aire. Había muchas especies de mamíferos representadas en aquel horripilante banquete. El mayor de todos era el gran didelfodón. Había un par de deltatheridium, omnívoros parecidos a ratas, ni marsupiales ni placentarios, una peculiar especie que no sobreviviría a los dinosaurios. Muchas de las criaturas presentes tenían un potencial que superaba con creces a su condición actual: una fea criaturilla que merodeaba por allí era el ancestro de un linaje que acabaría por engendrar a los elefantes.

Pero por ahora, lo único que les preocupaba eran sus estómagos vacíos. Insatisfechos con el lento y trabajoso emerger de las crías, los mamíferos habían empezado a escarbar entre los sedimentos sueltos, buscando huevos todavía enteros y esparciendo por todas partes la manta de moho con la que había cubierto el nido la madre dinosaurio.

Cuando Purga llegó, el nido se había convertido en un pozo de muerte, una masa revuelta de cuerpos de mamífero que se alimentaban. Purga, una de las últimas en llegar, se arrojó con impaciencia al barro. No tardó mucho en estar mascando huesos diminutos entre las mandíbulas. Y tan profundamente enterró la cabeza en busca de tesoros ocultos que fue la última en percatarse del regreso de la madre dinosaurio.

Oyó un bramido furioso y sintió que la tierra se estremecía.

Con el hocico empapado de yema, Purga sacó la cabeza del barro. Los demás mamíferos estaban ya desvaneciéndose entre el negro y el verde del bosque. Por un instante, Purga pudo ver a la criatura entera, un extraño monstruo emplumado suspendido en el aire, con las extremidades extendidas y la boca muy abierta. Entonces, una inmensa zarpa afilada cruzó el cielo.

Purga exhaló un siseo y rodó por el suelo. Había descubierto demasiado tarde que aquel era el nido de un troodon: un asesino ágil y veloz… y un depredador especializado en mamíferos.

El nombre del troodon significaba «diente que hiere».

Diente que Hiere, apenas mayor que un perro, no era el dinosaurio más grande del mundo, pero era inteligente y ágil. Su cerebro era del mismo tamaño que el de las aves terrestres de épocas posteriores, con las que guardaba cierta semejanza. Sus ojos, tan grandes y tan bien adaptados a la oscuridad como los de Purga, le permitían enfocar lo que tenía delante y le proporcionaban visión binocular, lo que le permitía seguir mejor a las presas pequeñas y veloces que solía cazar. Tenía unas patas que le permitían saltar como un canguro, una garra larga y afilada como una guadaña en el segundo dedo de cada pata, y unas zarpas delanteras como picos, evolucionadas específicamente para excavar y para aplastar pequeños mamíferos.

Su cuerpo estaba cubierto de pequeñas y lustrosas plumas, una elaborada evolución de las escamas. Aquellas plumas no eran para volar, sino para proporcionarle calor en el frío de las noches de invierno. Con el clima templado que dominaba la Tierra en aquella época, no hacía falta poseer un motor metabólico de sangre caliente para sobrevivir. Si eras lo bastante grande, tu cuerpo conservaría el calor durante la noche aunque vivieras en los extremos de la Tierra, en los polos. Pero los dinosaurios más pequeños, como el troodon, necesitaban un poco de aislamiento adicional.

Pequeño o no, poseía uno de los mayores cerebros de los dinosaurios. En conjunto, era un cazador muy bien equipado. Pero Diente que Hiere también tenía sus propios problemas.

Puede que ella no lo supiera, pero el responsable era el ensanchamiento del Atlántico, el colosal acontecimiento geológico que había dominado el período Cretácico en su totalidad. A medida que las Américas experimentaban un empuje en dirección oeste, el enorme mar interior de Norteamérica se había ido secando, y en las proximidades de la costa oeste —escasamente a unos cientos de kilómetros del lugar en el que el troodon tenía su nido— había emergido, como una herida abierta, una fila de volcanes. El vulcanismo había perturbado de muchas formas diferentes la compleja telaraña de la vida. Los volcanes jóvenes estaban activos casi siempre, escupiendo humo y cenizas cargados de azufre que, al mezclarse con la lluvia, se convertía en ácido. Muchas especies de plantas habían desaparecido y en las tierras altas, los árboles habían quedado reducidos a troncos desnudos. En otros lugares, vastos dedos de lava se habían adentrado profundamente en el bosque y la destrucción había sido más directa.

La base alimenticia del troodon, los mamíferos, se habían visto menos perturbados que la mayoría de las especies de grandes dinosaurios predatorios. De hecho, gracias a sus diminutos cuerpos, sus gruesos pelajes y su elevada tasa reproductiva, los mamíferos estaban mejor preparados para sobrevivir a esta época que los grandes amos de la tierra.

Pero los troodones cazaban en manada. Y esta hembra concreta había quedado, varios días atrás, aislada de su manada por culpa del espectacular brote de vapor caliente de una fisura. Aunque estaba sola, Diente que Hiere llevaba en su organismo los huevos de su última fertilización. Así que había regresado al ancestral nido de la manada. En su fuero interno, una parte de ella había albergado la esperanza de encontrar allí a otros de la manada. Pero allí no había nadie más que ella misma.

Diente que Hiere estaba haciéndose vieja. A los cincuenta años, muchas de sus articulaciones sufrían la agonía de la artritis. Y, por culpa de la edad y de la pérdida de fuerza y flexibilidad, ella misma estaba amenazada: aquella era, a fin de cuentas, una era de depredadores tan poderosos como para justificar la presencia de corazas blindadas en animales más grandes que los elefantes. Tenía que reproducirse. Sus instintos así lo exigían.

Había puesto sus huevos, como tantas otras veces. ¿Qué otra cosa podía hacer?

El nido era un pozo circular excavado en la tierra, y había puesto sus huevos en él con precisión casi quirúrgica. Se había asegurado de que los veinte huevos no estuvieran demasiado próximos y de que las puntas estuvieran orientadas hacia el centro, a fin de que, al emerger, las crías tuvieran bastantes probabilidades de alcanzar la superficie. A continuación, los había cubierto con moho y tierra. Había regresado varias veces para sondear la tierra con las zarpas y comprobar el estado de los huevos. Estaban desarrollándose bien; podía verlo. Pero ahora que los huevos había eclosionado —sus pequeños habían emergido— no quedaba de ellos más que pedazos abandonados de carne roja y huesos mordisqueados. Y allí, en el centro del destrozado nido, había un mamífero, con la cara manchada de sangre, yema y tierra.

Y por esta razón, Diente que Hiere saltó.

Incapaz de hacer otra cosa, Purga soltó un chorro de almizcle y orina para dejar una señal de advertencia: ¡cuidado! ¡Cazador de mamíferos! Entonces escapó corriendo del bosque, tratando de alcanzar el claro de los anquilosaurios.

Pero al llegar al lindero del claro, Purga titubeó. Tenía que hacer una elección: una elección entre peligros. Tenía que escapar del troodon que la perseguía. Estaba regresando a su madriguera, donde la esperaban sus cachorros. Pero si volvía a cruzar el claro, renunciaría a la protección de los árboles. El inconsciente cálculo produjo rápidamente un resultado. Correría el riesgo: penetró en el claro.

Una soñolienta cría de gigante levantó un fino párpado.

La luz, que por alguna razón era más intensa que nunca, eliminaba toda posibilidad de ocultarse. Pero todavía no había llegado el amanecer. Era solo el cometa, su inmenso núcleo, borroso y brillante, los chorros de gas que brotaban de su superficie y que se veían con toda claridad a pesar de la atmósfera. Era una visión espeluznante y extraordinaria que encendió una fugaz chispa de curiosidad en su ágil mente mientras seguía corriendo.

Una sombra se movió en el extremo de su campo de visión.

Instintivamente, se hizo a un lado… al mismo tiempo que una pala de dinosaurio caía al suelo, en el mismo sitio que acababa de abandonar. Regresó corriendo a la manada de anquilosaurios, zigzagueando a toda velocidad, buscando la protección de la sombra de los letárgicos dinosaurios.

El troodon la persiguió entre las inmensas patas. Pero incluso el enfurecido cazador de mamíferos era remiso a perturbar a las inmensas y colosales bestias, cuyas pesadas colas la habrían aplastado en un abrir y cerrar de ojos. Purga se atrevió a escabullirse peligrosamente por debajo de la enorme pata alzada de uno de los anquilosaurios, que se cernió sobre ella como una luna precipitándose a tierra, mientras Diente que Hiere, frustrada, emitía siseos y arañaba el suelo.

Por fin, Purga alcanzó el otro extremo del claro. Guiada infaliblemente por el rastro y por sus instintos, se precipitó a la espesura.

Su madriguera era oscura como el carbón, tan oscura que ni siquiera sus enormes ojos eran capaces de distinguir nada. Era como penetrar en una boca abierta en la cálida tierra. Pero en el interior flotaba el olor consanguíneo de su familia y pudo oír el husmear de sus dos cachorros, que se retorcían a ciegas en la oscuridad. Sus cálidas y diminutas bocas no tardaron en estar mordisqueándole el vientre, buscando los pezones. Su pareja no se encontraba allí: también él había salido a cazar en aquella clara noche cretácica. Pero Diente que Hiere debía de encontrarse cerca. El aroma a carne fresca, pelaje y leche, que había ayudado a Purga a encontrar su hogar, atraería también al depredador hasta allí.

La jerarquía de los imperativos volvió a cambiar en su cabeza. Ocultó a sus crías detrás de sí y se abrió camino hasta el fondo de la madriguera, lejos de la entrada. A diferencia del troodon, Purga era joven —apenas unos meses, de hecho— y aquella era su primera camada. Y, a diferencia de los prolíficos dinosaurios, la especie de Purga tenía pocos cachorros. No podía permitirse el lujo de perder la camada. Así que se preparó para luchar por ella.

Hubo un crujido a su espalda.

El techo de tierra compactada explotó y cubrió a Purga y sus cachorros. La luz del cometa entró a raudales, aterradoramente ajena tras aquellos segundos de oscuridad. Fue como si hubiera caído una bomba. Una enorme zarpa cruzó el cielo y penetró en la madriguera. Los cachorros chillaron y se retorcieron… pero uno de ellos estaba empalado en una garra sanguinolenta. Su vida acabó en una fracción de segunda. Fue arrancado de la madriguera, un desecho desnudo y carente de vida, y también de la vida de Purga.

Purga siseó, espantada. Corrió hacia la entrada de la madriguera, lejos de la zarpa. Podía sentir cómo la seguían los demás cachorros, desnudos y temblorosos. Pero el astuto troodon lo había previsto. La garra se precipitó contra la entrada y derribó sus muros de tierra. Los dedos del reptil se cerraron y acabaron con la vida del segundo cachorro, aplastando el cráneo y los diminutos órganos y reduciendo los órganos a pulpa.

Purga, cuyo mundo había sido aniquilado en cuestión de instantes, escapó a rastras de los restos de la entrada y del techo derrumbado, y regresó a los rincones más profundos de la madriguera. Pero aquella zarpa, con la insistencia de un mecanismo de relojería, volvió a caer una y otra vez sobre ella, derribando su madriguera y abriendo paso a la luz lechosa del cometa.

El cuerpo de Purga la instaba a huir, a buscar la oscuridad, una nueva madriguera, refugio… a estar en cualquier otro sitio que no fuera allí. Volvía a estar hambrienta. Para una criatura de metabolismo tan rápido como ella, había pasado demasiado tiempo desde que se atracara con la yema de los huevos de Diente que Hiere.

Pero de repente la abandonaron las fuerzas.

Se acurrucó en el fondo de su arruinada madriguera, temblando, y se cubrió la cara con las patas, como si quisiera limpiársela de restos de comida. Desde el momento de su nacimiento a este mundo de enormes colmillos y garras, que podían caer desde el cielo sin previo aviso, había luchado por sobrevivir con sus instintos y su agilidad. Pero ahora sus cachorros habían muerto. Los impulsos innatos se disolvieron y la embargó algo parecido a la desesperación.

Y mientras Purga temblaba en los restos de su madriguera, el mundo tembló con ella.

Si se sometía ahora, no dejaría descendencia viva; el río molecular de la herencia quedaría bloqueado allí, para siempre. Otros miembros de su especie se reproducirían, claro; otros linajes se adentrarían en el futuro distante, para crecer, para evolucionar… pero no el linaje de Purga, no sus genes.

Y nunca llegarían hasta Joan Useb. La vida siempre ha sido azarosa.

La gran zarpa volvió a caer una vez más, a pocos centímetros de Purga. Y esta vez, Diente que Hiere, impaciente, introdujo la cabeza en la madriguera. Purga lanzó un chillido frente a una muralla de dentelladas.

Pero mientras el dinosaurio se le echaba encima, siseando, Purga captó un olor a carne, a huesos destrozados, y el lejano y dulce aroma de la leche. El cálido aliento del monstruo apestaba a los cachorros de Purga.

Con un espasmo de furia, Purga saltó.

Los dientes se cerraron, y como una fila de guadañas o una vasta pieza de maquinaria, mordieron el aire alrededor de Purga. Pero esta se encogió para esquivar los refulgentes arcos y hundió sus propios dientes en un extremo de los labios del dinosaurio. La piel escamosa era muy dura, pero Purga sintió que sus incisivos inferiores se hundían en la cálida y blanda carne del interior de la boca de la criatura.

Diente que Hiere profirió un rugido y se apartó. Purga, atrapada por sus propios dientes, se vio arrancada de la madriguera y arrojada por los aires, a una altura muchas veces superior a su propia estatura, por encima del vientre escamoso de Diente que Hiere, y a la oscuridad de la noche.

La neblina de rabia se desvaneció. Sacudió la cabeza para sacarse de los dientes un jirón de carne de dinosaurio mientras daba vueltas por el aire brumoso. Mientras caía, una pata terminada en una zarpa trató de alcanzarla con un movimiento de costado. Pero Purga era una criatura de los árboles y se revolvió en su vuelo. Una vez más, la suerte la favoreció, aunque la garra le pasó tan cerca que la brisa que levantó le erizó el vello de la parte baja del vientre.

Cayó sobre un trozo de tierra pisoteada. Por un momento, se quedó allí, sin aliento. Pero los dientes y las garras, teñidos de plata por la espeluznante luz del cometa, estaban ya descendiendo sobre ella. Con una rápida sacudida, Purga rodó sobre sí misma, se puso en pie y corrió a esconderse entre las raíces del árbol más cercano. Sola, con los ojos y la boca muy abiertos, se acurrucó allí, jadeando, respondiendo con un respingo a cada hoja que se movía.

Había un trozo de carne en su boca. Ya había olvidado que era del dinosaurio. Lo masticó y lo engulló rápidamente, apaciguando por un momento el hambre que, incluso en aquel momento de terror, trataba de llamar su atención a gritos. Entonces miró a su alrededor, buscando un refugio mejor.

Diente que Hiere caminaba en el exterior, aullando de frustración.

Purga había elegido la vida. Pero había hecho un enemigo.

II

La Cola del Diablo era tan vieja como el Sol.

El sistema solar había nacido de una densa nube giratoria de rocas y materiales volátiles. Sacudida por la explosión de una supernova, la nube no tardó en coagularse, dando lugar a los primeros planetesimales: terrones sueltos de hielo y roca que navegaban por la oscuridad siguiendo trayectorias caóticas, como peces ciegos.

Los planetesimales colisionaron. A menudo eran destruidos y su sustancia regresaba a la nube, pero algunos de ellos se fundían. De aquella violencia estrepitosa nacieron los planetas.

Cerca del centro, los nuevos planetas eran pelotas de roca como la Tierra, bañadas por el fuego del Sol. Más hacia el exterior nacieron inmensos mundos cubiertos de niebla, globos rellenos de gas, incluso los gases más livianos de todos, el hidrógeno y el helio, gases manufacturados en los primeros instantes de vida del propio universo.

Y alrededor de aquellos gigantes gaseosos en crecimiento, los cometas —los últimos planetesimales de hielo— revoloteaban como un enjambre de moscas.

Para los cometas fue una era peligrosa. Muchos de ellos se vieron atraídos por los pozos gravitatorios de Júpiter y los demás gigantes, y su masa pasó a engordar la adolescencia de estos monstruos. Otros, impulsados por la gravedad de los gigantes, fueron lanzados hacia el cálido y abarrotado centro y chocaron contra los planetas interiores.

Pero algunos supervivientes afortunados salieron despedidos en sentido contrario, lejos del Sol, en dirección a los inmensos y fríos espacios de las tinieblas exteriores. Muy pronto, se formó allí una difusa nube de cometas. Todos ellos describían vastas y lentas órbitas que podían llegar a cubrir la mitad del camino al vecino estelar más próximo al sol.

Uno de estos era la Cola del Diablo.

Allí, en el exterior, el cometa estaba a salvo. Durante la mayor parte de su prolongada vida, su vecino más cercano estaba tan lejos de él como Júpiter lo está de la Tierra. Y en el punto más lejano de su órbita, la Cola del Diablo había recorrido una tercera parte de la distancia que mediaba hasta la estrella más próxima, un lugar en el que el mismo sol se perdía entre los campos de estrellas y sus planetas se volvían invisibles. Lejos del calor del sistema solar, el cometa no tardó en enfriarse y endurecerse. El polvo de sílice tiñó de negro su superficie y una película de escarcha temporal grabó exóticas y frágiles esculturas de hielo sobre su superficie casi ingrávida, un país de las maravillas carente de sentido que nadie llegaría a ver.

El cometa navegó así durante cuatro mil quinientos millones de años, mientras los continentes de la Tierra bailaban y las especies aparecían y desaparecían.

Pero la suave gravedad del Sol nunca había terminado de soltarlo. Y lenta, más lentamente que la aparición de los imperios, el cometa había respondido.

Y había emprendido el camino de regreso a la luz.

La roja luz del amanecer bañaba el horizonte, al este. Las nubes parecían ampollas y el cielo estaba teñido de un peculiar color purpúreo, como el de las magulladuras. En aquella era remota el aire era muy diferente —denso, húmedo, cargado de oxígeno— y hasta el mismo cielo hubiera resultado extraño a los ojos del hombre.

Purga, exhausta, mareada ya por la luz naciente, seguía viajando. Había llegado a un lugar en el que ya no había bosques. Allí solo había árboles solitarios, desperdigados sobre un manto de helechos bajos que teñía la tierra de verde. Los árboles eran cicadas, una especie de elevada talla y corteza áspera parecida a la palmera, coníferas achaparradas, extrañamente similares a piñas, y gingkos, con aquellas insólitas hojas en forma de abanico, un linaje ya antiquísimo y que sin embargo sobreviviría hasta la era del hombre y más allá.

En la quietud del temprano amanecer, nada se movía. Las manadas de dinosaurios aún no habían despertado y los cazadores de la noche se habían retirado a sus madrigueras y nidos… todos ellos a excepción de Purga, que, con los nervios crispados por una aprensión de peligro, había salido a campo abierto.

Algo se movió por el cielo. Purga se pegó al suelo y levantó la mirada.

Una forma alada planeaba por delante de la bóveda celeste. La luz rojiza y gris del amanecer delineaba claramente su contorno. Parecía un avión. No lo era; estaba viva.

Los cómputos instintivos de la mente de Purga relegaron al pterosaurio a una cuestión carente de importancia. Para ella, la más feroz de las criaturas voladoras era un peligro mucho menos inmediato que los depredadores que podían ocultarse debajo de aquellas cicadas, los escorpiones y las arañas, y los reptiles carnívoros, siempre voraces, incluidas las muchas, muchas especies de dinosaurios grandes y pequeños.

Reanudó su marcha en dirección al amanecer. Al poco tiempo, el follaje empezó a ralear y Purga empezó a trotar sobre dunas compactadas de arenas rojizas. Coronó una loma baja y se encontró frente a una masa de agua que se extendía con languidez hasta el horizonte. El aire tenía un olor extraño: lleno de sal y curiosamente eléctrico.

Había llegado a la costa septentrional de la gran lengua oceánica que se adentraba en el corazón de Norteamérica. Se veían vastas y lánguidas formas en la superficie del agua.

Y al sudeste, donde estaba formándose el alba, el cometa estaba suspendido del cielo. Su cabeza era una masa lechosa de la que brotaban inmensas fuentes de gases de color blanco perla y que cambiaban delante mismo de sus ojos. Sus dos colas gemelas, en dirección opuesta al sol, serpenteaban alrededor de la Tierra, formando una masa confusa e hinchada. Era como estar mirando un disparo de escopeta. El inmenso y brillante espectáculo se reflejaba entero en la superficie del mar.

Indiferente a todo aquello, Purga siguió adelante y descendió a una playa estrecha y en pendiente. La costa estaba llena de conchas y algas medio resecas. Rebuscó entre los restos, pero las algas eran un alimento demasiado amargo y salado. Y se olía la sal en el agua. Allí no había nada para beber.

Se sentía increíblemente expuesta, como si un foco la estuviera enfocando.

Avistó un árbol de helecho de apenas un metro de altura. Se le acercó y empezó a excavar entre sus raíces tratando de preparar una madriguera. Pero la blanda arena caía dentro de la zanja. Al fin, mientras el rojizo sol se levantaba por el horizonte, Purga logró abrir un agujero lo bastante grande para albergar su cuerpo. Introdujo la cola tras ella, se tapó la cara con las patas y cerró los ojos.

El calor y la oscuridad de la madriguera le recordaban a la casa que había perdido. Pero el olor no era el que debía: no había en él otra cosa que sal y arena y ozono y algas en proceso de descomposición, los marcados aromas de un lugar en el que el mar y la tierra se encontraban. Su madriguera olía a ella, al otro que era su pareja, a los cachorros, que olían a su vez a una mezcla de ella y de su pareja… una maravillosa mezcolanza de yoes. Sintió un profundo acceso de pesar, aunque su mente no era lo bastante compleja para comprender el porqué.

Mientras dormía, todo aquel largo día, sus patas estuvieron arañando la arena joven y suelta.

La Tierra del Cretácico era un mundo de océanos, de mares poco profundos y de litorales.

Un océano gigante llamado Tethys —como una extensión del Mediterráneo— separaba Asia de África. Europa era más bien una colección dispersa de islas. En África, hasta el centro del Sahara era el lecho de un océano. El mundo era cálido, tan cálido que los casquetes polares no existían. Y, durante ochenta millones de años, los niveles del mar habían estado subiendo. La separación de los continentes posterior a la era de Pangea y la formación de enormes corales y macizos de creta alrededor de las costas habían vertido a los océanos inmensos volúmenes de materia sólida. Había sido como arrojar ladrillos a un cubo lleno a rebosar de agua, y los océanos habían inundado los continentes. Pero los mares vastos y superficiales carecían casi por completo de mareas y su oleaje era muy débil.

La vida en el mar era más rica y más variada que en cualquier otro período de la larga historia de la Tierra. Tremendas masas de plancton llenaban las aguas y se bebían la luz del Sol. El plancton era la base de la vasta pirámide trófica de los océanos. Y en el plancton había unas algas microscópicas llamadas haptofitas. Tras una corta fase en la que nadaban en libertad, las haptofitas construían a su alrededor diminutas e intrincadas armaduras de carbonato cálcico. Al morir, miles de millones de cadáveres diminutos se hundían hasta los cálidos lechos oceánicos, donde se posaban y se endurecían formando una compleja roca blanca: la creta.

Con el tiempo, tremendos lechos de creta, de varios kilómetros de grosor, engullirían Kansas y el golfo de la costa de Norteamérica y se extenderían por la mitad meridional de Inglaterra, y por el norte de Alemania y Dinamarca. Los científicos humanos llamarían a esta era el Cretácico en honor a sus monumentos más duraderos, erigidos por el diligente plancton.

Cuando empezó el goteo de la luz del cielo, Purga emergió de su refugio.

Corrió con dificultades por la arena seca, que cedía a cada paso que daba, y a veces le cubría el vientre. Había descansado, pero estaba hambrienta, confusa y enferma de soledad.

Llegó a la cima de la duna que había cruzado el día anterior. Se encontró frente a una amplia llanura, ligeramente ondulada, que se extendía en dirección a las montañas cubiertas de humo que había al oeste. Antaño, el vasto mar americano se extendía hasta allí. Pero ahora había retrocedido, dejando una llanura salpicada de amplios y plácidos lagos y marismas. Había vida por todas partes. Los cocodrilos gigantes navegaban como nudosos submarinos por las aguas superficiales, algunos de ellos con aves montadas a la espalda. Había bandadas de pájaros y emplumados pterosaurios, parecidos a pájaros, algunos de los cuales construían enormes balsas en el centro de los lagos, lejos de los depredadores que vivían en tierra firme.

Y allá donde dirigiera la vista, había dinosaurios.

En las proximidades de las aguas, jugando y peleando, se agolpaban las manadas de herbívoros gigantes, anquilosaurios y algunos grupos de torpes y lentos triceratops. Alrededor de sus patas corrían y saltaban ranas y salamandras, lagartos que parecían iguanas y geckos, y muchos dinosaurios de pequeño tamaño y grandes mandíbulas. En el aire, graznaban y aullaban las aves y los pterosaurios. En el lindero del bosque, se veían raptores, acechando, evaluando las apiñadas manadas.

Los hadrosaurios, dinosaurios con un pico parecido al de las aves, eran los herbívoros más comunes de esta época. Aunque eran más grandes que los mamíferos equivalentes de eras posteriores, como los ñus y los antílopes, caminaban sobre dos patas, como grandes avestruces, dando largas zancadas y sacudiendo la cabeza. Los machos, elaboradamente engalanados con enormes crestas que les cubrían la nariz y la frente, abrían la marcha. Las crestas, capaces de emitir notas tan graves como las de la octava baja de un piano, actuaban como trompetas naturales. De este modo, las voces quejumbrosas de los dinosaurios se extendían sobre las nubladas planicies.

A poca distancia, una manada de anatotitanes estaba atravesando la llanura aluvial. Era un auténtico convoy de carne. Aquellas inmensas criaturas, con sus poderosas patas traseras —cada una de ellas más alta que un humano adulto— y sus comparativamente pequeñas patas delanteras, parecían extrañamente desequilibradas y arrastraban tras de sí sus alargadas, gruesas y cónicas colas. Sus rugidos llenaban el aire: el bramido sordo de los estómagos colosales de los herbívoros y el gruñido más profundo de sus gargantas, que se adentraba en el registro de lo infrasónico. Su sonido era tan grave que el oído humano no hubiera podido captar nunca aquellas voces con las que intercambiaban mensajes tranquilizadores.

Los anatotitanes convergieron en una arboleda de cicadas. Las hojas maduras de las cicadas eran gruesas y espinosas, pero su carne en crecimiento, protegida por una corona de hojas más viejas, era verde y suculenta. De modo que los anatotitanes se levantaron sobre las gruesas patas traseras para alcanzar los brotes más tiernos. Al posarse sus grandes patas sobre los helechos que rodeaban los árboles, espantaron enjambres de insectos. Aquella falange de titanes dejaría las cicadas aplastadas y quebradas. A pesar de que llevarían muy lejos de allí las semillas que permitirían nuevos florecimientos, la vegetación tardaría mucho en recobrarse de la devastación que sembraban a su paso.

Había ruidos por todas partes: el poderoso bocinazo de sirena de los gigantes, los bramidos de los dinosaurios blindados, el graznido de las aves, el aleteo coriáceo de las enormes bandadas de pterosaurios. Y, por encima de todo ello, el rugido desagradable y desestructurado de un tiranosaurio hembra, el depredador dominante de la zona. Todos aquellos animales estaban en sus dominios y de este modo se lo hacía saber a ellos y a cualquier tiranosaurio competidor.

A un humano, la escena podría haberle recordado a África. Pero aunque había grandes herbívoros para desempeñar el papel de los antílopes, elefantes, hipopótamos, y también depredadores que cazaban como leones, panteras y hienas, todos estos animales eran parientes más próximos de las aves que de cualquier mamífero. Se pavoneaban, posaban, luchaban y anidaban con movimientos extrañamente rápidos, impulsados por la densidad en oxígeno del espeso aire. Los más pequeños y ágiles dinosaurios que corrían o acechaban entre la espesura habrían parecido imágenes surrealistas: no había nada parecido a aquellos corredores bípedos en la era del hombre. Y no había visión en el África del siglo XXI que pudiera compararse a la de los dos anquilosaurios que habían empezado a copular, frotando las espaldas con el más exquisito de los cuidados.

Era un paisaje de gigantes, en el que Purga era una figura perdida e impotente, completamente irrelevante. Pero al oeste, Purga avistó el frente de un bosque más denso que se alzaba, capa sobre capa, en dirección a los lejanos volcanes.

Purga se había equivocado de dirección al correr hacia el mar. Era una criatura del bosque y la tierra: allí es donde debía ir. Pero para llegar, tendría que cruzar la planicie, y esquivar a todos esos pies montañosos. Temblando, empezó a descender por la arenosa ladera.

En ese momento, atisbó un movimiento sigiloso entre los helechos. Corrió a ocultarse bajo una araucaria juvenil y se pegó al suelo.

Un raptor: erguido, tan quieto como una roca, estudiando el grupo de anatotitanes. Era un deinonychus, una criatura parecida a un pájaro, pero sin plumas e incapaz de volar. Estaba tan inmóvil como un cocodrilo. El raptor solo dejaba un rastro tenue —su piel no tenía tantas glándulas como la de los mamíferos— pero había una aroma entre acre y seco en el aire, un amizcle que embargó a Purga de temor.

Estaba muy cerca de Purga. Si la atrapaba, por supuesto, el raptor la mataría en un abrir y cerrar de ojos.

Un ave estaba trepando al árbol bajo el que se ocultaba. Sus plumas eran de un brillante color azul y tenía garras en los huesos de las alas y colmillos en el pico. Aquella criatura era una reliquia de tiempos ancestrales, del arcaico parentesco entre aves, cocodrilos y dinosaurios. El ave estaba trepando para alimentar a su prole de gruesos y ruidosos polluelos. Aparentemente, no había visto al raptor.

Pero por el momento, el raptor estaba acechando presas más grandes.

El raptor observaba la manada de anatotitanes con ojos muertos, como los de un halcón, tratando de evaluar cuál de aquellos titánicos herbívoros podía servirle de presa. Si era necesario, acosaría a la manada hasta conseguir que alguno de sus miembros quedara aislado, y por consiguiente, fuera vulnerable.

Pero no fue necesario.

Uno de los titanes adultos se rezagó y empezó a separarse de los demás. La hembra tenía más de setenta años de edad y caminaba con dificultades. Llevaba toda la vida creciendo y ahora era la más grande de toda la manada… de hecho, era uno de los especímenes más grandes de todo el mundo. Enterró la cabeza en las aguas lodosas de un estanque poco profundo.

El raptor empezó a caminar en línea recta, silenciosamente, hacia el viejo titán. Purga se pegó aún más a la araucaria.

El raptor tenía tres metros de altura, era compacto y ágil y poseía unas patas esbeltas capaces de alcanzar grandes velocidades y una cola larga y rígida para equilibrarse. Cada una de sus patas traseras terminaba en una enorme garra. Mientras caminaba, las garras se levantaron y dejaron de tocar el suelo.

El raptor no era demasiado listo. Tenía un cerebro pequeño, tan pequeño como el de un pollo o una gallina de Guinea. Y era un cazador solitario. No era lo bastante inteligente como para cazar en manada. Pero tampoco le hacía falta.

El anatotitán no sabía todavía el peligro que corría.

El raptor emergió de su escondite. Se revolvió en el aire y las garras de sus patas traseras, incrustadas de mugre, despidieron crueles destellos. Golpeó con precisión.

Brotó la sangre. Rugiendo, el anatotitán trató de apartarse del agua. Pero sus negras entrañas, humeantes, salieron a borbotones de las profundas heridas del vientre. Sus patas anteriores tropezaron en la resbaladiza masa. Con un sonido parecido a un trueno, se deslizó hacia delante y cayó sobre el pecho. Y entonces, con un espasmo, las enormes patas posteriores cedieron, y la inmensa masa de su corpachón se desplomó de costado.

Otro de los anatotitanes dirigió la mirada hacia allí y profirió un gemido lúgubre, un sonido profundo que hizo temblar la tierra bajo los pies de Purga. Pero la manada ya se había puesto en movimiento.

El raptor, con la respiración entrecortada, esperó a que el titán se debilitase.

Los dinosaurios habían aparecido más de ciento cincuenta millones de años antes, en una época de climas cálidos y secos más propicia para los reptiles que para los mamíferos. En aquellos tiempos, los continentes conformaban una única y vasta masa de tierra emergida, Pangea, y los dinosaurios habían podido extenderse por todo el planeta. Desde entontes, los continentes se habían fisionado, habían bailado y dado vueltas, mientras las bandas climáticas se desplazaban por todo el planeta. Y los dinosaurios habían evolucionado como respuesta.

Los dinosaurios eran diferentes.

No cazaban como los asesinos mamíferos de épocas posteriores. La sangre fría que corría por sus venas suponía que no eran aptos para mantener una velocidad elevada durante mucho tiempo. Nunca podrían ser cazadores pacientes como los lobos, que perseguían a sus presas durante largo tiempo. Pero poseían corazones versátiles, capaces de bombear la sangre a grandes presiones. Y el diseño de sus cuerpos tenía mucho en común con el de las aves: los huesos del torso y el cuello del raptor contenían un sistema de conductos que absorbía el aire de los pulmones y podía suministrar oxígeno a los tejidos a tremendas velocidades. Era capaz de dar grandes acelerones y de inyectar una tremenda energía a sus ataques.

Las cacerías de los dinosaurios eran acontecimientos de quietud, de emboscada, silencio e inmovilidad, interrumpidos por breves estallidos de salvaje violencia.

No es que los mamíferos estuvieran poco evolucionados en comparación con ellos. Como producto de millones de años de evolución por un camino alternativo, Purga estaba exquisitamente adaptada al nicho ecológico en el que vivía. Pero las brutales realidades de la economía energética mantenían a los mamíferos acorralados en los rincones olvidados del mundo de los dinosaurios. En conjunto, un cazador dinosaurio hacía un uso más eficiente de la energía que un mamífero. Aquel raptor podía correr como una gacela pero descansaba como un lagarto, y era esta combinación de eficiencia energética y efectividad en el asesinato lo que había garantizado durante tanto tiempo la supremacía de los dinosaurios.

El raptor era algo parecido a una enorme ave de presa, quizá. O a un cocodrilo esbelto. Pero no era realmente como estos animales. No se parecía a nada que viviera en la era del hombre, a nada que el ojo humano hubiera visto jamás.

Era un dinosaurio.

El modo favorito de matar del raptor era emerger de repente de su escondite, caer sobre su presa e infligirle una o más heridas, graves aunque normalmente no letales. La presa podía huir pero el proceso de debilitamiento continuaría con nuevos ataques a sus patas y flancos, o sería destripada, o desjarretada, además de sufrir los efectos de la hemorragia y el shock. El raptor tenía una pésima higiene bucal —su aliento despedía un hedor espantoso— y su mordisco transmitía una hueste de bacterias. El raptor la seguiría: puede que atacase de nuevo o puede que se limitara a seguir el rastro de las heridas infectadas, hasta que la debilidad incapacitase a su víctima.

Aquel día, el raptor había tenido suerte, pues había acabado con su víctima de un solo golpe. Lo único que tenía que hacer era esperar a que el titán estuviera demasiado débil para hacerle daño. Hasta puede que empezase a comer mientras su presa seguía viva.

El raptor no iba a molestarse con un bocado tan pequeño como Purga mientras un banquete gigante lo estuviera esperando. Moviéndose cauta y vigilantemente, el pequeño mamífero abandonó la protección del helecho, se escurrió entre la vegetación del suelo de la llanura aluvial y atravesó el rastro de devastación dejado por la manada de anatotitanes hasta alcanzar la seguridad de los árboles.

Por vez primera en cuatro mil millones de años, la superficie de la Cola del Diablo sintió calor. Frágiles esculturas de hielo más viejas que la Tierra se desplomaron en un abrir y cerrar de ojos.

Emergieron gases de las fisuras abiertas en la corteza. No tardó en formarse una brillante nube de polvo y gas del tamaño de la Luna alrededor del cometa. Los vientos solares, vientos de luz y de partículas empapadas, hicieron que el gas y el polvo fluyeran tras el núcleo del cometa en colas de millones de kilómetros de longitud. Las colas gemelas eran extremadamente finas y delicadas, pero atraparon la luz y empezaron a brillar.

Por vez primera, unos ojos que no comprendían lo que estaban viendo, otearon el cometa que se les aproximaba.

Girando, rodando, expulsando gases desde el núcleo cada vez con más fuerza, la Cola del Diablo siguió avanzando.

III

Otro largo y cálido día del Cretácico se desangraba hasta morir.

Purga había dormido todo el día rodeada por su nueva familia. Durmió incluso mientras sus cachorros estaban mamando. El suelo de la estrecha madriguera estaba tapizado por el suave pelaje de los primates y olía, de eso no cabía duda, a Purga, a su nueva pareja y a las tres crías que tenían una mitad de cada uno de ellos.

El macho de Purga no tenía nombre, y Purga no le había dado uno, como tampoco se lo daba a sí misma. Pero si lo hubiera hecho, puede que lo hubiera llamado —reconociendo que nunca podría ser el primero en su vida— Segundo.

Mientras dormía, Purga soñó. Los primates ya poseían cerebros tan grandes y complicados que necesitaban periódicas limpiezas auto-referenciales. Así que tuvo un sueño de calidez y oscuridad, de garras y colmillos, y de su propia madre, inmensa en sus recuerdos.

Purga, como todos los mamíferos, era una criatura de sangre caliente.

El metabolismo de todos los animales se basaba en la lenta consunción celular de los nutrientes y su transformación en oxígeno. Los primeros animales que habían colonizado la tierra firme —peces obligados a escapar de arroyuelos en proceso de desaparición y que, medio ahogados, habían empezado a utilizar sus vejigas natatorias como toscos pulmones— habían tenido que utilizar motores metabólicos concebidos para la vida en el mar: en aquellos pioneros de la tierra las hogueras del metabolismo habían ardido con escasas fuerzas. Sin embargo, su decisivo traslado a la tierra había dado sus frutos. Y desde entonces, y en el futuro, todos los animales —mamíferos, dinosaurios, cocodrilos y aves, e incluso serpientes y ballenas— utilizarían una variante del mismo y ancestral diseño fisiológico de cuatro patas, una columna vertebral, una caja torácica y manos y pies terminados en dedos.

Pero unos doscientos millones de años antes del nacimiento de Purga, ciertos animales habían empezado a desarrollar un nuevo tipo de metabolismo. Eran depredadores y la selección los había empujado a quemar los nutrientes con más rapidez para mejorar sus posibilidades en las cacerías.

Aquello había supuesto un rediseño completo, listos ambiciosos depredadores necesitaban más comida, una tasa digestiva más alta y un sistema de eliminación de residuos más eficiente. Todo esto había aumentado su tasa metabólica, aun cuando estaban en estado de inactividad, y habían tenido que incrementar el tamaño de los órganos que producían calor, como el corazón, los riñones, el hígado y el cerebro. Hasta el funcionamiento de sus células se había acelerado. Al final, sus organismos habían adoptado un nivel de temperatura corporal más alto y estable.

Los nuevos cuerpos de sangre caliente contaban con una ventaja que no estaba prevista en su diseño. Las criaturas de sangre fría dependían del entorno para obtener calor. Pero las de sangre caliente, no. Podían operar a máxima eficacia en el frío de la noche, cuando las de sangre fría tenían que esconderse. Podían incluso acechar a las criaturas de sangre fría —ranas, pequeños reptiles, insectos— en momentos como el anochecer y el alba, cuando eran más vulnerables.

Pero no hubieran podido derribar a los dinosaurios de su trono. La suprema eficiencia energética de estos se encargaba de impedirlo.

Sus sueños fueron perturbados por los inmensos pisotones de los dinosaurios, ocupados en quién sabe qué actividades en el mundo de la superficie. La tierra se estremeció como si estuviera produciéndose un terremoto y algunos pedazos de las paredes de la madriguera cayeron sobre la dormida familia. Era como si el mundo estuviera lleno de rascacielos ambulantes.

Pero no se podía hacer nada al respecto. Para Purga, los dinosaurios eran una fuerza de la naturaleza, tan ajenos a su control como el clima. En aquel mundo inmenso y peligroso, la madriguera era su hogar. La tierra compactada protegía a los primates del calor del día y amparaba a los cachorros, aún desnudos, frente al frío de la noche: la propia tierra era el refugio de Purga frente al clima de los dinosaurios.

Y sin embargo, en el fondo de su pequeña mente, había un diminuto nicho de memoria, el recuerdo de que aquel no era su primer hogar, ni aquella su primera familia, la persistente advertencia de que también podía perder todo esto, en otro instante de luz, garras y colmillos.

Cuando la Tierra completó una rotación y el aire se enfrió y los dinosaurios se entregaron al sopor de la noche, la tierra se agitó bajo sus pies. Emergieron las criaturas de la noche: insectos, anfibios y muchos, muchos mamíferos, que se alzaron como una inundación alrededor de los pilares que eran las patas de los dinosaurios.

Aquella noche, Purga y su nueva pareja viajaron juntos. Purga, un poco mayor y más experimentada, abría la marcha. Separados por unos pocos centímetros, avanzando a sacudidas y saltos, descendieron por la ladera en dirección al lago.

Normalmente no salían a buscar comida juntos. Pero el clima era muy seco y la prioridad para ambos era encontrar algo de beber.

Aquella parte de América había soportado un largo período de sequedad estacional. Allí, la reliquia del mar interior era una gran franja de tierra pantanosa, cubierta de sedimentos recientes de las Rocosas, al oeste, montañas jóvenes que se erosionaban casi a la misma velocidad que nacían. Y en aquella época de sequía relativa, cualquier masa de agua era un foco de atracción para todos los animales, grandes y pequeños.

Así que la ribera del lago estaba abarrotada de dinosaurios.

Allí había una manada de triceratops, gigantes de tres cuernos con enormes concreciones óseas sobre los hombros. Eran como inmensos rinocerontes blindados, dormitando en círculos irregulares, con los cuernos apuntando hacia fuera para desanimar a cualquier agresor nocturno.

Había muchos hadrosaurios. Las manadas se habían reunido alrededor del lago, una confusa y brillante colección de ellas, y Purga y Segundo tuvieron que sortear los bosques de sus patas inmóviles, como refugiados en un inmenso parque de esculturas. Incluso ahora, mientras los inmensos herbívoros dormitaban, sus inconscientes ronquidos formaban una cacofonía de profundos y lúgubres bocinazos, cuernos y graznidos, como buques navegando por un banco de niebla.

Finalmente, Purga y Segundo alcanzaron la orilla del lago. El agua había retrocedido y tuvieron que cruzar un trecho de lodo seco y piedras del lecho del lago, cubierto por una resbaladiza capa de moco y vegetación verde. Bajo aquella luz ominosa e inmóvil, Purga, con los ojos muy abiertos y los bigotes temblando, bebió rápidamente.

Una vez saciados, los primates se separaron. Segundo empezó a recorrer la playa, buscando los pequeños montículos de arena que señalaban la presencia de gusanos.

Purga se marchó siguiendo la ribera hasta llegar al margen de la maleza, siguiendo un olor más intrigante.

No tardó en encontrar su fuente: un pez. Estaba tendido sobre un montón de hojas de helecho de color óxido, con las plateadas escamas arrugadas. Emergido de alguna manera, llevaba muchas horas muerto. Cuando Purga perforó su piel, el pez reventó, liberando un terrible tufo… y una masa temblorosa de gusanos pálidos como fantasmas. Purga introdujo la zarpa en el cadáver y empezó a llenarse la boca de gusanos. Las saladas delicias reventaban entre sus dientes, liberando suculentos jugos corporales.

Pero, de pronto, otro pez pasó volando sobre su cabeza y aterrizó entre la maleza, más al interior. Sobresaltada y con los dientes temblando, se pegó al suelo.

Había un dinosaurio en los bajíos, completamente inmóvil. Era alto y erguido, de unos nueve metros, con una mandíbula como la de un cocodrilo y una enorme vela púrpura y roja en la espalda. Sus dientes eran curvos y cada una de sus extremidades superiores estaba equipada con garras como navajas de unos treinta centímetros de longitud. De improviso, hundió las garras en el agua, haciendo añicos la resplandeciente superficie. Un puñado de peces plateados levantaron el vuelo, retorciéndose y cimbreándose, y el dinosaurio, con enorme destreza, atrapó a la mayoría en el aire con su alargada boca.

Era un suchomimus, un cazador especializado en peces. Su especie había llegado hacía relativamente poco desde África, atravesando los puentes que, de forma esporádica, conectaban los continentes. Podía sacar las presas del agua con las garras o introducir aquellas fauces de cocodrilo en el lago para utilizar sus dientes curvos. Cazaba de noche, cuando la mayoría de las criaturas de su tamaño estaban durmiendo, porque era entonces cuando los peces, fiándose de la escasez de luz, acudían a la superficie y a la costa para alimentarse.

Algunos metros más allá, había un segundo suchomimus. Este era el macho. Al igual que muchos dinosaurios depredadores, los suchomimus cazaban en pareja.

La hembra de suchomimus volvió a meter la garra en el agua, y llovieron peces sobre la costa, donde se estremecieron fugazmente, antes de que la asfixia apagase la diminuta chispa de sus consciencias. Pero la hembra de suchomimus, aparentemente enfrascada en el placer de la cacería, ignoró estas presas fáciles.

Al igual que el deinosuchus que estaba mirándola.

El deinosuchus era un cocodrilo gigante. Avanzaba por las aguas del lago, casi en silencio, oculto bajo una fina capa superficial de helechos acuáticos. Sus párpados transparentes protegían a los ojos amarillos de la diminuta vegetación.

El deinosuchus era una hembra. Tenía unos sesenta años de edad, doce metros de altura y con muchos vástagos ya adultos y capaces de cazar por sí solos. Las temporadas así —las temporadas de sequía, cuando los animales se agolpaban en las aguas, azuzados por una sed que les hacía perder parte de su habitual precaución— eran tiempos de bonanza para los cocodrilos, tiempos de capturas fáciles. Pero el deinosuchus era una criatura capaz de acabar con un tiranosaurio. Rara vez estaba hambrienta, al margen el tiempo.

Los cocodrilos, descendientes de cazadores bípedos de hacía unos cincuenta millones de años, eran ya criaturas muy antiguas. Eran los señores supremos que dominaban los ríos poco profundos y los lagos de toda Norteamérica y más allá. En el Cretácico, los animales que llegaban a morir de vejez eran muy escasos, y entre ellos se contaban muchos cocodrilos. Sobrevivirían hasta la era del hombre y más aún.

Las fosas nasales del deinosuchus, exquisitamente adaptadas, podían captar los movimientos de la pareja de suchomimus en la orilla del lago. Batió una vez la poderosa cola.

Purga presenció una especie de erupción en la orilla del lago. Los pterosaurios y las aves abandonaron sus nidos flotantes entre ásperos graznidos de protesta. El suchomimus macho apenas tuvo tiempo de volver la inexpresiva cabeza antes de que las fauces del cocodrilo se cerraran sobre una de sus patas traseras. El cocodrilo levantó a su presa y la arrojó de espaldas sobre el lodo, destrozando la hermosa cresta. El suchomimus lanzó un ululato y luchó, tratando de defenderse con las alargadas y ensangrentadas garras. Pero el cocodrilo regresó reptando al agua, llevándoselo consigo.

Apenas un minuto después de que el deinosuchus hubiera emergido, la turbulencia provocada por su paso había desaparecido de la superficie del agua. La hembra de suchomimus parecía confundida por su pérdida. Empezó a patrullar por la orilla del agua, lanzando quejumbrosos gemidos.

El cocodrilo no era un asesino cuidadoso. El barro de la orilla estaba empapado de sangre y cubierto de trozos del suchomimus: relucientes pedazos de entrañas, trozos de carne desgarrada e incluso la cabeza arrancada, con los ojos todavía abiertos. Los primeros carroñeros en llegar a la escena fueron un par de pequeños y ágiles raptores. Emergieron de la maleza, saltando, brincando y haciendo cabriolas, mientras se propinaban golpes como kick-boxers para tratar de arrebatarse los jugosos pedazos de carne.

Los pterosaurios no tardaron en unirse a ellos, batiendo ruidosamente las alas. Se posaron sobre el barro y se aproximaron con andares torpes, con las patas y los codos extendidos como los de un murciélago. Tenían la cabeza alargada y el pico estrecho y erizado de afilados dientes. Los hundieron en los restos del suchomimus. Poco a poco, el cielo fue oscureciéndose con las alas enjutas de más pterosaurios que acudían al festín. Uno de ellos se precipitó sobre dos primates desprevenidos.

Purga lo vio venir. Segundo no.

Su única advertencia fue una bocanada de aire con olor a cuero y el atisbo de unas enormes alas cubiertas de vello que batían sobre él. Entonces, unas garras cayeron del cielo y lo atraparon en algo que parecía una jaula.

Todo terminó antes de que Segundo supiera lo que pasaba. Desde los confortables ruidos del suelo se vio elevado a un silencio quebrado solo por el rumor del batir de las enormes alas del pterosaurio, la sedosa tensión de sus músculos, duros como cables de acero, y el roce del viento. Oteó la tierra, verde, oscura y salpicada de lagos de color azulado, cada vez más lejana. Y entonces la visión se abrió espectacularmente hacia el sudeste, la dirección en la que se encontraba el cometa. La cabeza del cometa era una colosal e insólita linterna que pendía sobre la lengua de agua que se adentraba en tierra firme desde el Golfo de México.

Segundo no anhelaba más que salir de aquella jaula de carne escamosa, volver al suelo y a su madriguera. Arañó las garras que lo tenían preso y trató de morder la carne, pero las escamas de la enorme criatura eran demasiado duras para sus dientecillos.

Y el pterosaurio apretó hasta que las costillas del pequeño primate se partieron.

El pterosaurio era un guiñazuii. Su tamaño era semejante al de un ala delta. Su enorme cabeza desdentada, acabada en un pico triangular y afilado y coronada por una elaborada cresta, tenía forma aerodinámica. Sus huesos huecos y su poroso cráneo hacían de ella una criatura asombrosamente liviana, y tenía un cuerpo diminuto. No era nada más que alas y cabeza. Parecía un esbozo de Leonardo da Vinci.

Cada una de sus alas terminaba en un solitario y gigantesco dedo con forma de espolón. Los tres dedos restantes formaban una pequeña garra en mitad del extremo anterior. Las patas traseras las mantenía abiertas. Con las cuatro extremidades dedicadas a controlar las superficies aerodinámicas de su cuerpo, los parientes del guiñazuii nunca podrían diversificarse, como las aves, adoptando formas corredoras o acuáticas. Pero el éxito de los pterosaurios había sido asombroso. Junto con los pájaros y los murciélagos, era uno de los tres grupos de animales dotados de columna vertebral que habían conseguido dominar el vuelo y, de hecho, había sido el primero en hacerlo. En esta época, los pterosaurios llevaban más de ciento cincuenta millones de años oscureciendo los cielos de la Tierra.

El guiñazuii era capaz de pescar en aguas poco profundas pero normalmente se alimentaba de carroña. Raras veces capturaba mamíferos vivos. Pero Segundo, que había estado concentrado devorando un gusano que acababa de sacar de la arena, no se había dado cuenta de que, por culpa de la luz del brillante cometa, resultaba muy visible. No era el único animal cuyas costumbres e instintos se habían visto perturbados por la nueva luz del cielo. Había sido una captura fácil.

Se quedó inmóvil, envuelto en dolor, mientras el aire frío soplaba a su alrededor.

Veía las alas extendidas sobre él y la luz del cometa que brillaba azul a través de la piel traslúcida. Oyó el chillido de criaturas minúsculas: las alas de un pterosaurio formaban una extensión enorme de piel casi lampiña y cubierta de venas, una tentación difícil de resistir para los insectos parasitarios. Cada centímetro cuadrado de la superficie de las alas estaba controlada por una capa de tejido muscular que permitía al guiñazuii manejar con exquisita precisión su aerodinámica: su cuerpo era un planeador mejor diseñado que cualquiera construido por la mano del hombre.

El guiñazuii se ladeó para evitar una nube de polvo volcánico que flotaba sobre las jóvenes montañas. Para sus delicadas alas sería desastroso verse atrapadas en una masa de aire tan corrosiva. Era un experto detectando corrientes ascendentes de aire caliente —marcadas por cúmulos o por las laderas de las colinas orientadas al sol— y sabía explotarlas para ascender con facilidad. Para él, el mundo era una red tridimensional de invisibles cintas transportadoras, capaces de llevarlo a cualquier sitio al que deseara ir.

El nido del guiñazuii se encontraba en las colinas de las Rocosas, más allá de la altura a la que llegaban los árboles. Una empinada pared de roca joven ascendía en vertical sobre un saliente manchado de guano y cubierto de trozos de cáscara, huesos y picos. Las crías caminaban ruidosamente por esta estrecha zona, desperdigando las cáscaras de los huevos de los que habían emergido pocas semanas atrás. Había tres en total; ya habían devorado a un cuarto hermano, más débil.

El padre movió una espuela de hueso en la muñeca que manejaba la forma de las membranas de las alas: como si fueran unos frenos de aire, esto le permitía aminorar sin caer en picado. Se detuvo a un metro sobre la repisa y se posó sobre las patas traseras. Plegó las delicadas membranas de las alas, situó los miembros voladores sobre la espalda y echó a andar, con las rodillas dobladas hacia delante y los codos arqueados.

Segundo fue soltado. Cayó sobre la roca desnuda. Vio cómo se alejaba volando el guiñazuii adulto. Arañó la roca, pero era demasiado dura para excavarla.

Y entonces varios monstruos de pequeño tamaño, teñidos de azul y negro por la luz del cometa, cayeron sobre él. Alimentados por los suculentos regalos de pescado y carne que sus padres les traían, los polluelos estaban creciendo deprisa. Pero sus alas todavía no estaban maduras y sus cuerpos y cabezas eran demasiado grandes. Parecían dinosaurios en miniatura.

El primer pico se clavó en una de las patas traseras de Segundo, casi como en un juego. El olor de su propia sangre le trajo el recuerdo inesperado de su madriguera. Experimentó algo parecido al pesar. Enseñó los dientes. Las voraces crías lo rodearon. En un abrir y cerrar de ojos, su cálido cuerpo fue despedazado.

Pero ahora algo se movía, muy por encima del guiñazuii padre. El pterosaurio estiró aquel esbozo que tenía por cabeza para mirar hacia allí. En la alta atmósfera del Cretácico, alimentada por el aire rico en oxígeno, había aparecido una pirámide de depredadores, con el mismo salvajismo de sus equivalentes terrestres. Pero cuando el guiñazuii vio la vasta sombra que pasaba rozando por encima de las nubes más bajas, supo que no estaba en peligro.

Era solo una ballena voladora.

El animal volador más grande descubierto jamás por los humanos era una especie de guiñazuii conocido como Quetzalcoatlus. La envergadura de sus alas, con sus quince metros de longitud, era cuatro veces la de la mayor de las aves: el cóndor. Parecía un pequeño avión.

Pero el pterosaurio más grande del mundo era de un orden de magnitud superior.

Las tremendas y delicadas alas de la ballena tenían cien metros de longitud. Sus huesos, llenos de cavidades y huecos y asombrosamente ligeros, eran poco más que bosquejos. Su boca era vasta, una caverna traslúcida. El mayor peligro que la amenazaba era un calentamiento excesivo provocado por la luz del Sol, que llegaba sin filtrar a las capas superiores de la atmósfera, pero su cuerpo disponía de una serie de mecanismos para compensarlo, incluida la capacidad de variar el flujo de sangre en las inmensas alas y la posesión de sacos de aire en el cuerpo que permitían perder calor a sus órganos internos.

Su vida tenía por escenario esa tenue y alta capa de aire conocida como estratosfera, situada por encima de las montañas y de la mayoría de las nubes. Pues hasta tan lejos de la superficie había vida: un fino y etéreo plancton de insectos y arañas, remolcado por los vientos. Algunas veces, enjambres enteros de moscas, o incluso de langostas, se veían arrastrados hasta este elevado reino. Aquel era el botín de la ballena, que recogía incansablemente con su inmensa boca.

Mucho más abajo, si su hubiera dignado mirar, la ballena de aire habría asistido al pequeño drama de Segundo, las crías de guiñazuii y el pterosaurio. Pero desde las alturas en las que moraba, tan remotos acontecimientos carecían casi de interés para ella. Cuando bajaba la mirada desde sus aéreos dominios, la ballena podía ver la curva de la Tierra: la gruesa y azulada banda de aire más denso que señalaba el horizonte y el resplandor del mar bajo la luz del cometa. Sobre ella, el cielo se teñía de violeta en el cénit. Estaba a tal altura que el escaso aire que había apenas refractaba la luz. A pesar de la luminosidad del cometa, sus ojos veían estrellas.

La ballena de aire era capaz de circunnavegar el globo siguiendo los vientos estratosféricos y las corrientes ascendentes, sin tocar una sola vez el suelo. Su raza era poco numerosa —el plancton aéreo no permitía más— pero se extendía por todo el planeta. Tres o cuatro veces en su vida se había emparejado, convocada a las más elevadas cimas de la Tierra por mecanismos innatos desencadenados por los movimientos del Sol. Las cópulas eran superficiales y poco interesantes. Estas criaturas tan delicadas e inmensas no podían permitirse los despliegues y rituales de cortejo de las especies terrestres. Sin embargo, en ocasiones, unos instintos ancestrales salían a la superficie. Podían producirse luchas, a menudo salvajes, casi siempre letales, y cuando esto ocurría, llovían del cielo cuerpos enormes y fláccidos para asombro de los carroñeros de la superficie.

La ballena representaba el producto definitivo de una brutal competición evolutiva, dirigida principalmente a la reducción de peso. Con el paso de las generaciones, todo cuanto superara un mínimo había sido eliminado por selección o reducido hasta una magnitud insignificante. Y, puesto que nada ocurría nunca allí, en lo alto de la estratosfera, entre los órganos más superfluos para aquellas ballenas se encontraba el cerebro. La ballena de aire era uno de los más espectaculares, pero también más estúpidos, miembros de una gran familia. Su cerebro, aunque era un extraordinario centro de control para su complejo sistema de vuelo, era poco más que una calculadora orgánica. De modo que la magnífica vista de que disfrutaba en las alturas no significaba nada para ella.

Solo el aire cargado de oxígeno y cálido de finales del Cretácico permitía que tan inmensas y delicadas criaturas escaparan a las garras de la gravedad, y nunca volvería a existir un banco genético como el de los pterosaurios que suministrara la materia prima para un experimento evolutivo similar.

Los paleontólogos humanos, en su reconstrucción de esta era remota a partir de fragmentos de hueso y plantas fosilizadas, descubrirían muy poco sobre sus auténticos gigantes. La mayoría de los huesos de pterosaurios que encontraran pertenecerían a especies lacustres o marinas, porque era en estos medios donde mejor se conservaban los fósiles. En comparación con ellas, las criaturas que dominaban el techo del mundo, las tierras altas y las cimas de las montañas, dejaban pocos rastros, porque sus hábitats estaban a merced de los efectos furiosos de la tectónica y la erosión: la cordillera más importante de la era del hombre, el Himalaya, ni siquiera existía durante el Cretácico.

El archivo de los fósiles es incompleto y selectivo. En todos los tiempos han existido monstruos y maravillas que el ser humano no ha llegado siquiera a imaginar, como esta enorme criatura voladora.

Con el más delicado movimiento de sus inmensos dedos extendidos, la ballena plegó las alas y descendió en dirección a una capa especialmente rica en plancton aéreo.

La noche no había terminado aún con Purga.

A pesar de la pérdida de Segundo, continuaba buscando comida. No había otra alternativa. La muerte era una circunstancia siempre presente: la vida seguía. No había tiempo para el pesar.

Pero cuando regresó a su madriguera, una cara pequeña y estrecha salió de la oscuridad y se acercó a ella: un hocico arrugado y móvil, unos ojillos negros y brillantes, unos bigotes temblorosos. Uno de su raza, otro macho.

Siseó y se apartó de la entrada de la madriguera. Olía a sangre. La sangre de sus cachorros.

Ha vuelto a pasar. Sin vacilar, se abalanzó sobre el macho. Pero era rápido y fuerte —sin duda, le sería muy fácil conseguir comida— y la apartó sin dificultades.

Llena de desesperación, Purga salió corriendo al peligroso amanecer, donde los dinosaurios de las montañas estaban empezando a despertar y en el aire resonaban las primeras llamadas de los hadrosaurios. Se dirigía a un viejo helechal que conocía, cuya tierra era seca y estaba cuarteada alrededor de las raíces. Rápidamente se enterró allí, ignorando las húmedas caricias de los gusanos y los escarabajos. Una vez a salvo en su capullo de tierra, se quedó inmóvil, temblando, tratando de desterrar de su cabeza el terrible aroma de la sangre de sus cachorros.

Pero el extraño macho, tras descubrir el rastro de Purga —el aroma de una hembra fértil— la había seguido hasta la madriguera, cubriendo cuidadosamente las marcas que dejaba con su propio rastro para ocultársela a los demás machos.

Al entrar en la madriguera, los cachorros se habían apiñado a su alrededor. El olor de un congénere había anulado la prudencia que hubieran debido de sentir ante alguien que no pertenecía a su familia. El macho olió en los restos de pelaje y excrementos que allí vivía una hembra fértil y sana. La hembra le era útil, pero los cachorros no. No olían a él. No tenían nada que ver con él. Sin ellos, la hembra tendría muchas más razones para criar a la camada que él le daría.

Para él, la conclusión era de una lógica aplastante. Los dos cachorros mayores habían tanteado su vientre con las bocas, buscando leche, mientras él consumía a su hermana pequeña.

La noche siguiente, el macho, que había seguido su rastro, volvió a encontrar a Purga. Todavía apestaba a los cachorros muertos, la parte perdida de ella. Se resistió ferozmente.

Tardó dos noches más en aceptar su cortejo. Pero pronto su cuerpo empezaría a incubar a sus pequeños.

Era duro.

Era la vida.

Para Purga no habría supuesto el menor consuelo saber que aquel paisaje brutal, que había engullido ya dos camadas suyas, sería pronto anegado por una oleada de muerte y sufrimiento que empequeñecería cualquier cosa que ella hubiera sufrido.

IV

La Tierra se encontraba ya dentro de la hinchada cabellera del cometa, la nube dispersa de gases que envolvía el núcleo propiamente dicho.

Por toda la cara nocturna del planeta podía verse la cola, apartándose del Sol. Era como si el planeta se hubiera metido en un túnel lleno de destellos. Los meteoritos, diminutos trozos del cometa que se precipitaban sin causar daño contra la alta atmósfera de la Tierra, cubrían el cielo de estrellas y creaban un juego de luces que los dinosaurios, ajenos a su significado, contemplaban.

Pero el núcleo del cometa era más grande que cualquier meteorito. Se movía a velocidades interplanetarias, veinte kilómetros por segundo. Ya había cruzado la órbita de la Luna.

Desde allí, solo tardaría cinco horas más en llegar a la Tierra.

Durante toda la noche, las aves y los pterosaurios profirieron cantos de confusión. Durante el día, exhaustos, descansaron. En su programación neuronal no había espacio para una nueva luz en el cielo, y su aparición los había perturbado a un nivel celular. También en los mares poco profundos, la luz incesante había trastornado al plancton, y a criaturas más grandes, como los cangrejos y los camarones. Los cínicos cazadores de los arrecifes se alimentaban a sus anchas.

Solo los grandes dinosaurios estaban impávidos. La luz del cometa no suponía diferencia alguna en la temperatura del aire y al caer la auténtica noche se habían sumido en su habitual letargo. En la última noche de un reinado que había durado casi doscientos millones de años, los señores de la Tierra durmieron sin preocupaciones.

De no ser por los huevos de tiranosaurio, el joven gigantosaurio habría visto antes al inquieto troodon. Situado a sotavento de las montañas, se movía silenciosamente entre sombras de color verde. Su nombre significaba «gigante».

En aquella zona el bosque crecía ralo: delgadas araucarias y altos helechos, desperdigados por un suelo cubierto de rocas volcánicas de bordes afilados. No se movía nada. Todo lo que podía esconderse se había escondido ya y todo lo demás estaba inmóvil, esperando a que pasase la sombra de la muerte.

Llegó a un montículo de moho y líquenes. En la superficie, parecía un montón de desperdicios formado por el viento o por el paso de los animales. Pero Gigante reconoció los característicos arañazos y el persistente aroma de un devorador de carne.

Era un nido.

Con un rugido de impaciencia, se lanzó sobre el nido y empezó a desmantelarlo con las hipertrofiadas patas delanteras. Una vez que los huevos estuvieron a la vista, Gigante hundió su afilado pulgar, con una precisión quirúrgica, en el más grande de ellos. Primero sacó la cabeza del embrión. Mientras la clara y la yema resbalaban por el cuerpo, Gigante vio que la cría se estremecía levemente y que su diminuto corazón latía una vez.

Al igual que los embriones de chimpancés, gorilas y humanos, que resultaban inquietantemente semejantes, los fetos de dinosaurio se parecían todos entre sí. Hubiera sido imposible distinguir a aquel embrión de tiranosaurio de uno de cualquier otra especie. Ciego, sordo e inmaduro, el feto, con el atisbo impreciso de la imagen de una madre en su mente, trató de abrir la boca. Gigante se lo metió en la suya y lo engulló sin masticarlo. La vida de la cría terminó en un instante de oscuridad aplastante y ácida.

Lo mismo daba. Aunque no hubiera pasado ningún depredador por allí, el huevo habría sido destruido antes de eclosionar por un monstruo aún más terrible que el gigantosaurio.

Gigante descendía de una raza sudamericana que había llegado al continente mil años antes, atravesando un puente temporal.

En un mundo formado por continentes que se separaban lentamente, la fauna de los dinosaurios se había diversificado. En África había gigantes herbívoros de largo cuello y aspecto arcaico y criaturas parecidas a hipopótamos, con cuerpos gruesos y achatados y poderosos pulgares terminados en garras. En Asia había pequeños y rápidos dinosaurios cornudos, con morros que parecían picos de loro. Y en Sudamérica, los grandes saurópodos eran cazados por depredadores gigantes que operaban en manada. Aquí era como si no hubiera pasado el tiempo, como si todos siguieran en Pangea. Los gigantosaurios se habían mellado su compleja y perfeccionada dentadura cazando los grandes titanosaurios de Sudamérica.

Gigante era una criatura todavía joven y sin embargo ya superaba en peso a casi todos los grandes carnívoros de su época. Su cabeza era, en proporción al cuerpo, mayor que la de un tiranosaurio, y sin embargo tenía un cerebro más pequeño. Los gigantosaurios eran menos ágiles, menos rápidos y menos brillantes. Tenían más cosas en común con los antiquísimos allosauros, equipados para matar con los colmillos y las garras, mientras que en los tiranosaurios, toda la energía evolutiva se había canalizado hacia las enormes cabezas, especializadas en dentelladas como las de los tiburones. Mientras que los tiranosaurios eran cazadores solitarios y astutos, los gigantosaurios eran animales gregarios. Para derribar a un saurópodo de cincuenta metros de largo y cien toneladas, no hace falta tanto cerebro como fuerza bruta, un rudimentario trabajo de equipo… y una especie de implacable furia.

Pero, al cruzar el puente emergido y llegar a esta nueva tierra, los gigantosaurios se habían visto obligados a afrontar la presencia de un orden establecido de depredadores. Los invasores no habían tardado en aprender que nunca llegarían a controlar la zona hasta que llevasen a cabo un sanguinario golpe de estado contra el carnívoro dominante.

Y por esta razón, aquel joven gigantosaurio estaba devorando resbaladizos embriones de tiranosaurio. Implacable, Gigante fue rompiendo un huevo detrás de otro. El nido, cuidadosamente construido, se convirtió en una masa de fragmentos de huevo, moho y pedazos de crías desmembradas. Gigante estaba dándose un banquete… y lanzando un desafío.

Sería una transferencia de poder. El tiranosaurio había sido el depredador dominante, dueño y señor de la tierra en cien kilómetros a la redonda, como si el ecosistema entero fuera una inmensa granja establecida en su beneficio. Las especies predadoras habían alcanzado un compromiso con la formidable presencia que vivía entre ellas: gracias a su armadura, sus armas o sus estrategias evasivas, cada una de las especies cazadas había alcanzado un punto en el que sus pérdidas que sufrían a manos de los depredadores no suponían una amenaza para la supervivencia de las manadas.

Con el tiempo suficiente, todo aquello habría cambiado. El impacto de la voracidad de los invasores habría trastocado la cadena trófica y habría perturbado a todas las criaturas, grandes y pequeñas, antes de que pudiera alcanzarse un nuevo equilibrio. Y las especies depredadoras habrían tardado más todavía en aprender nuevos comportamientos, o incluso en evolucionar, copiando sistemas o armaduras para enfrentarse a los gigantosaurios.

Pero nada de todo esto ocurriría. El clan de los gigantosaurios no tendría tiempo de explotar su triunfo. No en las pocas horas que le quedaban.

Una vez destruido el nido, Gigante se alejó. Seguía hambriento, como siempre.

Olía a putrefacción en el aire inmóvil y nublado. Algo enorme había muerto. Puede que fuese carne fácil. Se abrió camino por un banco de helechos muy altos y emergió a otro pequeño claro. Al otro lado, tras una pequeña pantalla de follaje, se avistaba a duras penas el flanco negro de un joven volcán.

Y allí, en mitad del claro, estaba el dinosaurio —un troodon—, casi inmóvil sobre una franja de suelo arañado.

Gigante se detuvo. El troodon no lo había visto. Y estaba solo: no se veía a ninguno de los vigilantes compañeros que asociaba con las manadas de aquel pequeño y ágil dinosaurio.

Había algo raro en su forma de comportarse. Y eso, o al menos esa fue la conclusión a la que llegó el siniestro cálculo predatorio de su mente, le daba una oportunidad.

Diente que Hiere debería haber sido capaz de sobreponerse a la pérdida de un puñado de huevos.

A fin de cuentas, vivía en una era salvaje. Las tasas de mortalidad infantil eran inmensas. Y, en cualquier momento de la vida, la muerte repentina estaba presente. El troodon había aprendido a vivir en un mundo así y su evolución le permitía adaptarse a él.

Pero no podía sobreponerse, ya no.

Siempre había sido la más débil de su camada. Ni siquiera habría sobrevivido a los primeros días tras la eclosión de no ser porque el azar quiso que sus hermanos fueran diezmados por un marsupial depredador. Con el tiempo había logrado sobreponerse a su debilidad física y había terminado por convertirse en una cazadora eficaz. Pero en una parte oscura de su mente seguía siendo la más débil, la criatura a la que sus hermanos robaban la comida e incluso consideraban como posibilidad para saciar su apetito.

Añadámosle a esto el lento emponzoñamiento causado por los vapores y polvos de los volcanes del oeste. Añadámosle a esto la percepción de su propia vejez. Añadámosle a esto el mazazo de la pérdida de su prole. No había podido sacarse el olor de Purga de la cabeza.

Diente que Hiere estaba inmóvil y en silencio. El olfato le decía que la madriguera estaba justo debajo de ella. Se inclinó y apretó un lado de la cabeza contra el suelo. Pero no oyó nada. Los primates estaban muy quietos.

Así que esperó, largas horas, mientras el Sol ascendía por el cielo del último día, mientras la luz del cometa se iba volviendo poco a poco más brillante. Ni siquiera parpadeó cuando los meteoritos empezaron llenar el cielo de bengalas.

Si hubiera sabido que un gigantosaurio estaba observándola, no le habría importado. Ni siquiera le habría importado si hubiera conocido lo que significaba el cometa. Solo quería atrapar a Purga; eso era todo.

Era una curiosa ironía que su gran inteligencia fuera precisamente la que la hubiera llevado a ello. Pertenecía a una de las pocas razas de dinosaurio lo bastante inteligentes como para volverse locos.

Todavía no había oscurecido. Purga lo sabía gracias a la luz que se colaba por la tosca entrada de su madriguera. Pero ¿qué era el día y qué era la noche en estos tiempos extraños?

Tras pasar varias noches bañada en la luz del cometa estaba exhausta, malhumorada y hambrienta, lo mismo que su pareja, Tercero, y sus dos cachorros supervivientes. Los cachorros tenían ya casi el tamaño suficiente para cazar por sí solos, y por tanto eran peligrosos. Si no había comida suficiente, la familia, encerrada en aquella madriguera, podía recurrir al canibalismo.

Los imperativos reptaron por su mente y tomó una nueva decisión. Tendría que salir, aunque supiera que no era el mejor momento, aunque la tierra estuviera llena de luz. Con paso vacilante se encaminó a la entrada.

Una vez fuera, se detuvo para escuchar. No se oían pasos que hicieran temblar la tierra. Avanzó un paso más, con el hocico arrugado y los bigotes temblando.

La luz era intensa, extraña. En el cielo seguía cayendo material del cometa, que iluminaba la cúpula del firmamento como un espectáculo de silenciosos fuegos de artificio. Era extraordinario, sugerente de algún modo… demasiado remoto para dar miedo…

Una inmensa jaula cayó del cielo. Purga retrocedió hacia la madriguera. Pero aquellas grandes manos fueron más rápidas y los gruesos y nudosos músculos cerraron los dedos a su alrededor.

De pronto se encontró frente a una valla de colmillos, cientos de ellos, un rostro tremendo, unos ojos de reptil tan grandes como su cabeza. Una boca gigante se abrió y Purga olió a carne.

El rostro del dinosaurio, con su vasto, delgado y pelado hocico, carecía por completo de la musculosa agilidad del de Purga. La cabeza de Diente que Hiere era rígida, desprovista de expresión, como la de un robot. Pero aunque no lo pareciera, todo su ser estaba concentrado en el diminuto y cálido mamífero que tenía en su poder.

Con los miembros pegados al vientre, Purga dejó de resistirse.

Extrañamente, Purga, en aquel momento final, conoció una especie de paz que Diente que Hiere habría envidiado. Purga estaba ya en la madurez y tanto sus movimientos como sus pensamientos empezaban a dar señales de decadencia. Y había, a fin de cuentas, alcanzado todo lo que una criatura como ella podía aspirar a alcanzar. Había tenido hijos. Aun atrapada como estaba en la fría presa del troodon, podía captar el olor de sus cachorros en su propio pelaje. Ella moriría —allí y en aquel momento, en un abrir y cerrar de ojos— pero la especie perduraría.

… Pero algo se movió por detrás del voluminoso cuerpo del troodon, algo aún más grande, una montaña que se deslizaba en completo silencio.

El troodon estaba comportándose con inaudito descuido. A Gigante no le importaban las razones. Y tampoco le importaba el pedazo de carne cálida que tenía entre las garras.

Su ataque fue veloz, silencioso y completamente salvaje, un solitario mordisco en el cuello. Diente que Hiere tuvo tiempo de experimentar un instante de sorpresa, de increíble dolor… y entonces, mientras una luz blanca la envolvía, de curioso alivio.

Sus manos se abrieron. Una bola de pelo salió despedida.

Antes de que el cuerpo de Diente que Hiere cayera al suelo, Gigante había renovado su ataque. Con un movimiento rápido, le abrió el vientre y empezó a desparramar las entrañas. Arrojó el contenido al suelo sacudiéndolas de un lado a otro. La comida, manchada de sangre y a medio digerir, se esparció por el lugar.

Sus dos hermanos no tardaron en aparecer corriendo desde el otro lado del claro. Los gigantosaurios cazaban juntos pero lo mejor que puede decirse de su sociedad es que era frágil. Gigante sabía que no podía defender su captura, pero estaba decidido a no perderla entera. Al mismo tiempo que engullía el hígado de Diente que Hiere, se volvió para atacar con patas y colmillos.

Purga se encontró en el suelo. Sobre ella, las montañas batallaban con feroz salvajismo. Una lluvia de saliva y sangre caía a su alrededor. No sabía lo que había pasado. Estaba preparada para morir. Y de pronto volvía a estar en el suelo, libre de nuevo.

Y la luz del cielo se volvía cada vez más extraña.

El núcleo del cometa podría haber atravesado el volumen de espacio ocupado por la Tierra en apenas diez minutos.

Por culpa del enorme aumento de temperatura que había soportado, el cometa había perdido mucha masa, pero no en proporciones catastróficas. Si hubiera podido completar su órbita alrededor del Sol, había regresado a la nube de cometas, enfriándose rápidamente mientras sus hermosas cabellera y cola se dispersaban en la oscuridad, para reanudar su sueño de eones.

Si hubiera podido.

Durante días y semanas, el cometa había avanzado por el cielo, pero con lentitud, con un movimiento imperceptible para cualquier criatura que estuviera observando. Pero ahora la brillante cabeza estaba deslizándose: deslizándose cielo abajo como un sol poniente, hundiéndose en dirección al horizonte del sur.

Por toda la cara iluminada por el planeta se hizo el silencio. En los lagos medio secos, las manadas de grandes herbívoros levantaron la mirada. Los raptores dejaron de acechar y perseguir, solo por un momento, mientras sus astutos cerebros trataban de interpretar aquel espectáculo sin precedentes. Los pájaros y los pterosaurios levantaron el vuelo desde sus nidos, sobresaltados por una amenaza que no podían comprender, y buscaron la seguridad del aire.

Hasta los gigantosaurios cesaron en su brutal proceso de alimentación.

Purga corrió hacia la oscuridad de su madriguera. La cabeza decapitada del troodon cayó tras ella, tapó la entrada y siguió a Purga con una mirada grotesca y vacía mientras la luz continuaba cambiando.