CAPÍTULO XXI

Central City había crecido mucho desde la primera visita de Sadler, hacía ya treinta años. Una cualquiera de aquellas cúpulas abarcaba tanta superficie como las siete de aquella época. A ese paso, pronto la Luna estaría cubierta por completo. Sadler confiaba no vivir lo suficiente como para verlo.

La estación era casi tan grande como una de las antiguas cúpulas. En vez de cinco vías, contaba ahora con treinta. Pero el diseño de las monocabinas no era muy diferente y la velocidad parecía ser igual. El vehículo que traía a Sadler desde el espacio-puerto bien podía ser aquél en el cual había cruzado el Mar de las Lluvias, hacía tantos años; la cuarta parte de una vida humana.

La cuarta parte de una vida humana, siempre que uno habitara en la Luna, puesto que allí cualquiera podía llegar a cumplir los ciento veinte años. Y sólo la tercera parte de una vida para quien trabajaba y dormía luchando con la gravedad terrestre.

Por las calles circulaban muchos más vehículos: Central City había crecido demasiado para seguir siendo una ciudad de peatones. Sin embargo, una cosa permanecía idéntica: en lo alto lucía el cielo azul y salpicado por alguna nube de la Tierra; sin duda, la lluvia seguiría cayendo puntualmente.

Tomó un taxi; tras marcar la dirección, se dejó llevar cómodamente por las calles populosas. Su equipaje ya había sido llevado al hotel y no tenía prisa en seguirlo. En cuanto llegara allí, volvería a atraparlo el trabajo, y tal vez no se le presentara una nueva oportunidad de llevar a cabo esa misión.

Parecía haber en la ciudad tantos turistas y hombres de negocios como residentes. Aquéllos eran fáciles de identificar, no sólo por sus ropas y su conducta, sino también por la forma de caminar en la baja gravedad. Sadler se sorprendió al notar que, aunque sólo llevaba algunas horas en la Luna, la adaptación muscular aprendida hacía tanto tiempo volvía a ponerse en funcionamiento automáticamente. Era como aprender a andar en bicicleta; una vez que se lograba, no se olvidaba jamás.

Ahora tenían un lago completo, con islas y cisnes. Había leído algo sobre aquellos cisnes: era necesario recortarles las alas con cuidado para evitar que alzaran vuelo, estrellándose contra el «cielo». Con un súbito chapoteo, un gran pez quebró la superficie. Sadler se preguntó si le sorprendería alcanzar tanta altura con un salto.

El taxi, avanzando sobre sus vías cubiertas, bajó por un túnel que debía pasar bajo el borde la cúpula. La ilusión de cielo estaba tan lograda que no era fácil saber cuándo se pasaba de una a otra cúpula, pero Sadler pudo reconocer el lugar cuando el vehículo hubo pasado las grandes puertas metálicas que cerraban la parte más baja del tubo. Según había oído decir, esas puertas podían cerrarse en menos de dos segundos y lo hacían automáticamente en caso de que se produjera una pérdida de presión en uno u otro lado. Se preguntó si alguna vez los habitantes de la ciudad perdían el sueño pensando en eso. No parecía probable: gran parte de la raza humana había vivido siempre a la sombra de los volcanes, los diques y las presas, sin dar muestras de angustia por ello. Sólo una vez había sido necesario evacuar una de las cúpulas, debido a una pequeña pérdida que habría tardado varias horas en volverse peligrosa.

El taxi emergió del túnel en la zona residencial y Sadler se encontró ante un cambio total de decorados. No se trataba de una pequeña ciudad encerrada bajo una cúpula, sino de un solo edificio gigantesco, con corredores móviles en vez de calles. El taxi se detuvo y le recordó, muy cortésmente, que podía esperarle treinta minutos por un pago adicional de un dólar y medio. Sadler rechazó la oferta (probablemente ese plazo no alcanzaría más que para situar la dirección que buscaba) y el taxi se alejó en busca de nuevos pasajeros.

A pocos metros había un gran tablero transparente donde se veía un mapa tridimensional del edificio. Aquello se parecía a cierto tipo de colmena empleado hacía varios siglos y que Sadler había visto una vez en las ilustraciones de una vieja enciclopedia. Sin duda, era muy fácil encontrar el camino cuando se estaba acostumbrado, pero aquella mezcla de pisos, pasillos, zonas y sectores acabó por desconcertarlo.

—¿Busca algún lugar, señor? —dijo una vocecita a sus espaldas.

Sadler se volvió; un niño de seis o siete años lo miraba con expresión despierta e inteligente. Tenía aproximadamente la edad de Jonathan Peter II, su nieto. ¡Dios, cuánto tiempo había pasado desde su primer viaje a la Luna!

—Se ve poca gente de la Tierra por aquí —dijo el jovencito—. ¿Se ha perdido?

—Todavía no —respondió Sadler—. Pero creo que pronto lo estaré.

—¿Adónde va?

A pesar de las redes radiales interplanetarias, el idioma estaba experimentando notables variaciones en los distintos mundos, tal como Sadler empezaba a apreciar. Sin duda, aquel chico podía hablar en correcto inglés terráqueo cuando quería, pero no era su idioma normal.

Sadler leyó en voz alta, con lentitud, la compleja dirección anotada en su libreta.

—Venga —dijo su guía espontáneo y Sadler obedeció con gusto.

Hacia adelante se alzaba una rampa: ésta terminaba bruscamente en una ruta móvil, ancha y lenta, por la cual circularon unos cuantos metros antes de pasar a una sección de alta velocidad. Cruzaron a gran velocidad junto a las entradas de incontables pasillos, a lo largo de al menos un kilómetro. Por fin volvieron a tomar una sección lenta, para llegar a un gran espacio de confluencia. Estaba atestado de gente que iba y venía entre una y otra ruta o se detenía a hacer pequeñas compras en los kioscos. Dos rampas en espiral se alzaban por el centro de aquel transitado escenario: una llevaba hacia arriba y la otra hacia abajo. Subieron a la primera y dejaron que la superficie móvil los elevara cinco o seis pisos. Sadler, situado sobre un borde de la rampa, pudo ver que el edificio se prolongaba hacia abajo hasta alcanzar una inmensa profundidad. Muy abajo, a gran distancia, parecía haber una especie de red extendida. Tras algunos cálculos mentales, descubrió que era suficiente para detener a cualquier tonto capaz de caer por el borde. Los arquitectos responsables de las construcciones selenitas consideraban la gravedad con una despreocupación que, en la Tierra, habría causado instantáneamente un desastre.

La confluencia superior era idéntica a aquélla por donde habían entrado, pero allí había menor gente. Por muy democrática que fuera la República Lunar Autónoma, se notaban en ella sutiles distinciones de clase, como en cualquier otra cultura humana. Aunque desaparecieran las aristocracias de nacimiento o de fortuna, siempre existiría la diferencia de responsabilidad. Allí, sin duda, vivían las personas que gobernaban efectivamente la Luna. Contaban con unas pocas posesiones adicionales y con muchas más preocupaciones que sus conciudadanos de los pisos inferiores y el intercambio entre uno y otro nivel era constante.

El pequeño guía llevó a Sadler por otro pasaje móvil y, finalmente, por un tranquilo pasillo, decorado por un angosto cantero central y una fuente en cada extremo. Se detuvo frente a una de las puertas y afirmó: «Es aquí». La brusquedad de su observación quedó bastante contrarrestada por su orgullosa sonrisa, llena de amor propio satisfecho. Sadler se preguntó cuál sería la recompensa adecuada por sus servicios. ¿O quizá lo tomaría como una ofensa? El atento guía le solucionó aquel dilema social:

—Más de diez pisos; son quince.

«¡Ah, hay una tarifa establecida!», pensó Sadler. Le entregó una moneda de veinticinco; sorprendido, se vio forzado a aceptar el cambio. Ignoraba que las conocidas virtudes lunares de la honestidad, la competencia y el juego limpio se manifestaban ya a edad tan temprana.

—No te marches —dijo a su guía, mientras tocaba el timbre de la puerta—. Si no hay nadie, tendrás que llevarme de regreso.

—¿No telefoneó antes? —observó aquella práctica personita, dirigiéndole una mirada incrédula.

Sadler comprendió que no había explicación posible. La ineficacia y las divagaciones de los anticuados terrícolas eran muy poco apreciadas por aquellos enérgicos colonos… Y, si llegaba a utilizar esa palabra en presencia de ellos, ya podía ir invocando la protección del cielo.

De cualquier modo, la precaución habría sido inútil, pues el hombre a quien buscaba estaba allí. El pequeño guía se despidió con un alegre movimiento de la mano y se alejó por el pasillo, silbando una melodía recién llegada de Marte.

—No sé si usted me recuerda —dijo Sadler—. Estuve en el Observatorio Platón durante la batalla de Pico. Me llamo Bertram Sadler.

—Sadler, Sadler… Lo siento; en este momento no lo tengo presente. Pero pase. Siempre es un placer encontrarse con los viejos amigos.

Sadler pasó, echando una mirada curiosa a su alrededor. Era aquélla la primera vez que entraba a una casa particular selenita; como cabía esperar, no se diferenciaba en nada de cualquier residencia terráquea. Era sólo una celdilla en un vasto panal, pero eso no la hacía menos hogareña: hacía ya dos siglos que los seres humanos no vivían en edificios individuales y separados; la palabra «casa» había cambiado su sentido con el tiempo.

Sin embargo, había en el salón principal un toque anticuado en exceso para cualquier familia terrícola. En una de las paredes había un gran mural iluminado; Sadler llevaba años sin ver nada parecido. Mostraba una ladera montañosa cubierta de nieve y una diminuta aldea alpina, a más de un kilómetro de distancia. A pesar de la aparente lejanía, los detalles tenían la claridad del cristal; aquellas casitas y aquella iglesia de juguete eran edificios tan nítidos y destacados como si la escena estuviese fotografiada por un telescopio invertido. Más allá de la aldea, el suelo volvía a elevarse, más y más, hasta la gran montaña que, dominaba el horizonte con su perpetuo sombrero de nieve, como un gallardete blanco flameando eternamente en el viento.

Debía de ser un paisaje real, fotografiado hacía ya un par de siglos. Sin embargo, no era cosa segura: la Tierra se reservaba todavía ciertas sorpresas en los sitios alejados.

Sadler aceptó el asiento que se le ofrecía; pudo entonces observar bien a aquel hombre, por quien había escapado de asuntos bastante importantes.

—¿No me recuerda? —preguntó.

—Me temo que no…, pero tengo poca memoria para los nombres y las caras.

—No me sorprende, considerando que estoy mucho más viejo. Usted, en cambio, continúa igual, profesor Molton. Recuerdo todavía que usted fue la primera persona con quien hablé cuando iba hacia el Observatorio, en el monorraíl de Central City; yo miraba la puesta de sol tras los Apeninos. Fue muy poco antes de la batalla de Pico, en mi primera visita a la Luna.

Sadler pudo notar que el desconcierto de Molton era auténtico. Después de todo, habían pasado treinta años y debía tener en cuenta que su propia memoria era anormal.

—No se preocupe —continuó—. En realidad, no hay razones para que me recuerde, pues yo no estaba entre sus colegas. Era sólo un visitante del Observatorio, y no pasé mucho tiempo allí. No soy astrónomo, sino contable.

—¿De veras? —dijo Molton, todavía desorientado.

—Sin embargo, no era ésa la profesión que debía ejercer en el Observatorio, aunque sirvió para disimular. En realidad, iba como agente del Gobierno para investigar la divulgación de informaciones secretas.

Estaba observando con toda atención el rostro de aquel anciano y no se le escapó el breve parpadeo de sorpresa. Tras una breve pausa, Molton replicó:

—Me parece recordar algo de eso, aunque he olvidado su nombre. Hace tanto tiempo de aquello…

—Claro, por supuesto —repitió Sadler—. Pero ha de recordar otras cosas, sin duda. De cualquier modo, antes de seguir, será mejor aclararle una cosa. Mi visita no es oficial. Ahora no soy más que un contable y puedo decir con orgullo que tengo bastante éxito como tal. Soy socio de Carter, Hargreves y Tilltson; he venido para realizar un trabajo de auditoría en varías de las grandes compañías lunares. Si quiere, puede confirmarlo en la Cámara de Comercio.

—No comprendo qué… —empezó Molton.

—¿Qué relación tiene todo esto con usted? Bien, permítame refrescarle la memoria. Se me envió al Observatorio para que averiguase cómo llegaban ciertas noticias secretas a conocimiento de la Federación. Uno de nuestros agentes había informado de que el espía estaba en el Observatorio y fui a investigarlo.

—Prosiga —dijo Molton.

—Se me considera buen contable —observó Sadler con una sonrisa algo irónica—, pero no resulté muy bueno como agente de seguridad. Sospechaba de mucha gente, pero no pude averiguar nada, aunque descubrí por casualidad a un ladrón.

—Jenkins —dijo Molton súbitamente.

—Eso es. Su memoria no es tan mala, profesor. De cualquier modo, no pude encontrar al espía: ni siquiera probar su existencia, aunque investigué cuantas posibilidades se me ocurrieron. El caso se dio por cerrado, y unos pocos meses después volví a mi trabajo normal, que me hacía más feliz. Pero me quedó cierta preocupación: era un hilo suelto y no me gustaba; una diferencia en la hoja de balance. Había abandonado toda esperanza de localizarla, pero hace unas semanas leí un libro del comodoro Brennan. ¿Lo ha leído usted?

—No, aunque lo he oído nombrar.

Sadler abrió su portafolio y sacó de él un grueso volumen y lo entregó a Molton.

—Le traje un ejemplar; imaginé que le interesaría mucho. Es un libro bastante sensacionalista, como podrá juzgar por todo el jaleo que está provocando en el Sistema Solar. No se muerde la lengua y en la Federación hay varias personas furiosas con el autor. Sin embargo, no es eso lo que me interesa. Particularmente, me interesó el relato de los acontecimientos que concluyeron a la batalla de Pico. Para mi sorpresa, encontré allí la confirmación de que el Observatorio proporcionó informaciones vitales. Como dice el autor: «Uno de los principales astrónomos de la Tierra, por medio de un brillante subterfugio técnico, nos mantenía informados de las novedades que se producían en el Operativo Tor. No sería correcto mencionar su nombre, pero vive en la Luna, tras haberse retirado con todos los honores».

Se produjo una larga pausa. El rostro arrugado de Molton parecía haberse asentado sobre pliegues de granito y no dejaba traslucir sus emociones.

—Profesor Molton —prosiguió Sadler con severidad—, puede usted creerlo: he venido por mera curiosidad personal. En todo caso, usted es ciudadano de la República y yo no podría actuar contra usted aunque quisiera. Pero sé que era usted el agente. La descripción concuerda y he descartado las demás posibilidades. Más aún, tengo algunos amigos en la Federación que han revisado algunos registros, siempre a modo personal. No tiene sentido fingir que no sabe nada al respecto. Si no quiere hablar, me marcharé. Pero, si desea contármelo (y no veo qué importancia puede tener ahora), daría cualquier cosa por saber de qué modo lo hizo.

Molton había abierto el libro del profesor Brennan, ex comodoro, y recorría el índice con el dedo. Por último meneó la cabeza, con cierto fastidio.

—No tenía que haber escrito eso —comentó para sí, malhumorado.

Sadler dejó escapar un suspiro de satisfacción anticipada. De pronto, el viejo científico se volvió hacia él.

—Si se lo digo, ¿qué uso dará a la información?

—Ninguno, lo juro.

—Algunos de mis colegas podrían sentirse molestos, aun después de tanto tiempo. No era fácil, como usted sabe. Tampoco agradable, al menos para mí. Pero había que detener a la Tierra y creo que obré correctamente.

—El profesor Jamieson (ahora es director, ¿verdad?) tenía ideas similares. Pero no las llevó a la práctica.

—Sí, lo sé. En algún momento estuve a punto de confiar en él, pero tal vez fue mucho mejor que no lo hiciera.

Molton reflexionó por un instante y su rostro dibujó una sonrisa.

—Ahora lo recuerdo —dijo—. Le mostré mi laboratorio. Por entonces tenía mis sospechas; me parecía raro que usted hubiese llegado precisamente en ese momento. Así que le mostré todo, absolutamente todo, hasta que se aburrió.

—Eso ocurría con mucha frecuencia —observó Sadler en tono seco—. Había muchísimos instrumentos en el Observatorio.

—Sin embargo algunos de los míos eran únicos. Ni siquiera un colega especialista habría podido adivinar cómo funcionaban. Supongo, que ustedes buscaban radiotransmisores ocultos y cosas similares, ¿verdad?

—Sí; teníamos monitores en el puesto de observación, pero nunca detectaron nada.

Obviamente, Molton empezaba a divertirse. Quizá también él se había sentido frustrado durante los últimos treinta años, privado de explicar cómo engañaba a las fuerzas de seguridad de la Tierra.

—Lo mejor de todo —continuó Molton— es que mi transmisor estuvo siempre a la vista. En realidad, era el objeto más visible en todo el Observatorio. Verá: era el telescopio de mil centímetros.

—No lo entiendo —exclamó Sadler incrédulo.

Molton, que había aceptado una cátedra en la facultad al retirarse del Observatorio, volvió a convertirse en profesor.

—Piénselo: ¿qué hace, al fin de cuentas, un telescopio? Recoge la luz de un pequeño sector del cielo y lo lleva hasta el foco de una placa fotográfica situada en la abertura de un espectroscopio. Pero un telescopio puede operar en ambos sentidos… ¿Lo comprende?

—Empiezo a entenderlo.

—Mis programas de observación implicaban el uso del telescopio de mil centímetros para el estudio de estrellas poco visibles. Yo trabajaba con el ultravioleta extremo, el cual, por supuesto es invisible a simple vista. Con sólo reemplazar mis instrumentos habituales por una lámpara ultravioleta, el telescopio se convertía inmediatamente en un proyector de inmenso poder y precisión; con él podía enviar un rayo tan delgado que sólo sería detectado en el sitio preciso al que yo apuntaba. Interrumpir el rayo para modular señales era un problema insignificante.

No domino el código morse, pero ideé un modulador automático para que lo hiciera por mí.

Sadler asimiló lentamente la revelación. La idea, una vez explicada; era ridículamente simple. Sí; pensándolo bien, cualquier telescopio debe trabajar en ambos sentidos; puede recoger la luz de las estrellas o enviarla de regreso hacia ellas, en un rayo casi exactamente paralelo, si se enciende una luz en el extremo inferior. Molton había convertido aquel reflector de mil centímetros en la antorcha eléctrica de mayor poder jamás construida.

—¿Adónde dirigía esas señales? —preguntó Sadler.

—La Federación tenía una pequeña nave a diez millones de kilómetros. Aun a esa distancia, mi rayo era bastante delgado y hacía falta maniobrar con mucha destreza para localizarlo. Habíamos acordado que la nave permanecería siempre inmóvil, en línea con el Observatorio y una débil estrella septentrional, que siempre era visible por encima de mi horizonte. Cuando deseaba enviar una señal (ellos conocían mis horarios de trabajo, por supuesto), sólo tenía que suministrar las coordenadas al telescopio con un detector de rayos ultravioleta. Por medio de la radio común se mantenían en contacto con Marte. Debía de ser muy aburrido estarse allí, esperando mis señales. A veces no enviaba ninguna durante varios días.

—Ése es otro punto oscuro —señaló—. ¿Cómo conseguía usted la información?

—Oh, había dos métodos. Naturalmente, recibíamos copias de todos los periódicos especializados en astronomía. Yo debía vigilar determinadas páginas de ciertas publicaciones; recuerdo que El Observatorio era una de ellas. Algunas de las letras eran fluorescentes bajo los rayos ultravioleta extremo. Nadie podía detectarlos, pues nadie los empleaba.

—¿Y el otro método?

—Todos los fines de semana, solía asistir al gimnasio de Central City. Al desvestirse, uno deja la ropa en casilleros cerrados, pero las rendijas de las puertas son lo bastante anchas como para deslizar algo por ellas. A veces encontraba sobre mi ropa una tarjeta perforada para computadora, de las comunes. Era algo perfectamente normal e inocente, pues las hay en cualquier parte en el Observatorio, no sólo en la sección de Informática. Yo tenía siempre unas cuantas tarjetas auténticas en los bolsillos. Al regreso descifraba la tarjeta y enviaba el mensaje en la siguiente transmisión. Nunca supe qué transmitía; todo estaba en código. Y jamás descubrí quién introducía las tarjetas en el casillero.

Molton hizo una pausa y echó sobre Sadler una mirada burlona.

—En resumen —concluyó—, no creo que sus oportunidades fueran muchas. El único peligro habría consistido en que usted descubriera a mis contactos y advirtiera que me proporcionaban información. Aun así, creo que podría haber salido bastante bien parado de ello. Cada pieza del equipo que empleaba cumplía una función astronómica real. También el modulador era parte de un analizador de espectros que no resultó útil; nunca me tomé el trabajo de desarmarlo. Y mis transmisiones duraban sólo unos pocos minutos; en ese tiempo enviaba varios mensajes y luego seguía con mi programa normal.

Sadler miró al viejo astrónomo con evidente admiración. Empezaba a sentirse mucho mejor: había exorcizado un antiguo complejo de inferioridad. No tenía por qué sentirse culpable: difícilmente habría detectado alguien las actividades de Molton mientras se investigara sólo dentro del Observatorio. Los responsables eran los agentes de contraespionaje que operaban en Central City y en Operativo Tor; ellos debieron detener la divulgación de información que se producía en los puestos superiores de la escala.

Le quedaba aún una pregunta por formular, pero no se decidía a hacerla; después de todo, no era asunto suyo. El cómo ya no era un misterio, pero quedaba por saber aún el por qué.

Cabían muchas respuestas. Sus estudios pasados le habían enseñado que los hombres como Molton no se convierten en espías por dinero, ni por poder u otros motivos igualmente triviales. Algún impulso emotivo debió de empujarlo por ese camino y convencerle de que actuaba correctamente. La lógica debía decirle que la Federación necesitaba apoyo contra la Tierra, pero en un caso como ése no bastaba con la mera lógica.

Aquel secreto moriría con Molton. El científico, quizá consciente de los pensamientos de Sadler, se dirigió súbitamente a la amplia biblioteca y apartó uno de los paneles.

—Cierta vez encontré una cita que me ha servido de consuelo —dijo—. No sé si tiene un sentido cínico, o no, pero encierra una gran verdad. Según creo, son palabras de un estadista francés llamado Talleyrand, que vivió hace unos cuatrocientos años. Dijo: «¿Qué es la traición? Mera cuestión de fechas». Tal vez convendría meditarlo, señor Sadler.

Y se apartó de la biblioteca, llevando dos vasos y una gran jarra.

—Ésta es una de mis aficiones —dijo—. Una gran cosecha proveniente de Hesperus. Los franceses se ríen de ella, pero me arriesgaría a compararla con cualquier bebida terrestre.

Chocaron las copas.

—Por la paz entre los planetas —dijo el profesor Molton—; para que ningún otro hombre se vea forzado a desempeñar los papeles que nosotros jugamos.

Contra un paisaje que distaba cuatrocientos mil kilómetros en el espacio y dos siglos en el tiempo, espía y contraespía bebieron juntos. Ambos conservaban muchos recuerdos, pero sus memorias estaban ya despojadas de todo rencor.

No quedaba nada por decir: para ambos, la historia había terminado.

Molton acompañó a Sadler por el pasillo, más allá de la fuente serena, y le vio bajar por el suelo móvil que llevaba hacia la confluencia principal. Mientras regresaba a su casa, deteniéndose junto al diminuto y fragante jardín, estuvo a punto de ser arrollado por una tropilla de niños que corrían riendo hacia el parque infantil, situado en el Sector Nueve. El pasillo repitió brevemente sus voces agudas, antes de que se perdieran como una súbita ráfaga de viento.

El profesor Molton, sonriente, los vio correr hacia un futuro brillante y libre de todo problema; él había contribuido a edificar ese futuro. Entre sus muchos consuelos, ése era el mayor. Hasta donde alcanzaba su imaginación, la raza humana nunca más se volvería contra sí misma. Porque más allá de su propia voluntad, por encima de los techos de Central City, la inagotable riqueza de la Luna fluía a través de los espacios, hacia todos los planetas que el ser humano podía ya considerar suyos.