CAPÍTULO XX

Cada mañana, cuando el Sol se hunde tras la solitaria pirámide de Pico, la sombra arrojada por la gran montaña se alarga hasta cubrir la columna metálica que se erguirá en el Mar de las Lluvias mientras éste perdure. En esa columna figuran quinientos veintisiete nombres, por orden alfabético. No hay señal que distinga a quienes murieron por la Federación de quienes lo hicieron por la Tierra y quizás este solo hecho es la mejor prueba de que no murieron en vano.

La batalla de Pico puso fin al dominio de la Tierra e indicó la entrada de los planetas en su mayoría de edad. La Tierra estaba cansada por su larga saga y por los esfuerzos que le demandara la conquista de los mundos más próximos, aquéllos que, inexplicablemente, acababan de volverse contra ella, así como, largo tiempo atrás, las colonias americanas se habían vuelto contra la Madre Patria. En ambos casos, los motivos eran similares y en ambos los resultados finales fueron igualmente ventajosos para la humanidad.

Si alguna de las partes hubiese logrado una clara victoria, aquello habría representado el desastre. La Federación podría sentir la tentación de imponer a la Tierra un acuerdo que nunca había logrado. La Tierra, por su parte, podría desentenderse de sus hijos errantes y privarlos de todo suministro, con lo que se retrasaría durante siglos la colonización de los planetas.

En cambio, todo había acabado en un empate. Cada adversario recibió de ese modo una dura y saludable lección: por encima de todas las cosas, cada uno aprendió a respetar al otro. Y ahora ambos se apresuraban a explicar a los ciudadanos qué se había hecho en nombre de ellos.

A la última explosión de la guerra siguieron, con pocas horas de diferencia, las explosiones políticas en la Tierra, en Marte y en Venus. Cuando el humo se dispersó, muchas personalidades ambiciosas habían desaparecido, al menos por el momento, y quienes ejercían el poder tenían ya un objetivo principal: restablecer las relaciones amistosas y borrar todo recuerdo de un episodio que a nadie favorecía.

El incidente de la Pegaso, al pasar por encima de las divisiones establecidas por la guerra, recordó a los hombres la unidad esencial y facilitó la tarea de los estadistas. El Tratado de Phobos se firmó en una atmósfera de avergonzada reconciliación, tal como la calificó un historiador. Se llegó a un rápido acuerdo, pues tanto la Tierra como la Federación poseían cada una algo que la otra necesitaba mucho.

La superioridad científica de la Federación había hallado el secreto del movimiento sin aceleración, tal como se lo llama ahora, aunque el término es incorrecto. Por su parte, la Tierra estaba ahora dispuesta a compartir la riqueza que había detectado en las grandes profundidades de la Luna. La corteza estéril había sido penetrada y el denso corazón rendía ya sus tesoros, tercamente custodiados. Aquella riqueza bastaría para satisfacer las necesidades de toda la humanidad durante muchos siglos.

Estaba destinada a transformar el sistema solar en pocos años y alteraría por completo la distribución de la raza humana. Su efecto inmediato consistió en hacer de la Luna (por mucho tiempo el pariente pobre de la Tierra, más antigua y más próspera) el más rico e importante de los mundos. En un plazo de diez años, la República Lunar Independiente dictaría condiciones FOB a la Tierra y a la Federación, con idéntica imparcialidad.