La Pegaso, con trescientos pasajeros y sesenta tripulantes a bordo, había despegado de la Tierra con rumbo a Marte y llevaba cuatro días de viaje cuando estalló y acabó la guerra. Durante varias horas hubo a bordo gran confusión y alarma, mientras se captaban los mensajes por radio de la Tierra y de la Federación. El capitán Halstead se vio forzado a tomar firmes medidas con aquellos pasajeros que preferían regresar antes que ir a Marte, hacia un incierto futuro como prisioneros de guerra. No era fácil culparlos por ello; la Tierra estaba aún tan próxima que se la veía como una hermosa medialuna de plata, llevando la Luna a su lado como un eco reducido y leve. También allí, a pesar de la distancia, superior al millón de kilómetros, habían sido claramente visibles las energías desatadas sobre la faz de la Luna, con poco beneficio para la moral de los pasajeros.
Éstos no podían comprender que las leyes de la mecánica celeste no admitieran regresos. La Pegaso acababa de salir de la Tierra y estaba aún a varias semanas de su meta. Pero había alcanzado ya su velocidad orbital, lanzada como un proyectil gigantesco sobre la senda que la llevaría inevitablemente hacia Marte, bajo la guía de la omnipresente gravedad solar. No había forma de regresar: tal maniobra habría requerido una imposible cantidad de materia propulsora. La Pegaso llevaba en sus tanques la carga suficiente como para ajustar su velocidad con la de Marte hacia el final de su órbita y para permitir razonables correcciones a su curso durante el trayecto. Sus reactores nucleares podían proporcionar energía para diez o doce viajes…, pero la simple energía era inútil si no había masa propulsora para eyectar. Para bien o para mal, la Pegaso iba hacia Marte con la inexorabilidad de un tren sin maquinista. El capitán Halstead preveía un viaje poco agradable.
Las palabras mayday, mayday rugieron en la radio, borrando cualquier otra preocupación en la Pegaso y su tripulación. Desde hacía trescientos años, en el aire, en el mar o en el espacio, estas palabras eran una señal de alerta para las organizaciones de rescate; hacían que los capitanes cambiaran el rumbo y corrieran en ayuda de sus camaradas en desgracia. Pero no era mucho lo que podía hacer el comandante de una nave espacial; en toda la historia de la astronáutica, existían sólo tres antecedentes de rescates llevados a cabo con éxito en el espacio.
Esto se debe a dos razones principales, una de las cuales ha sido muy divulgada por las líneas de navegación espacial. Los accidentes graves son muy raros en el espacio; casi todos los problemas se presentan durante el despegue o la llegada. Una vez que la nave ha salido al espacio y ha alcanzado la órbita que la llevará sin esfuerzo a su destino, está a salvo de todo azar, con excepción de los desperfectos mecánicos internos. Éstos se producen con mucha mayor frecuencia de lo que podrían suponer los pasajeros, pero suelen ser triviales y la tripulación los soluciona sin darlos a conocer. Por disposición legal, todas las naves se construyen en varias secciones independientes, cada una de las cuales puede servir como refugio en caso de emergencia. De ese modo, el caso más grave sólo implicaría pasar algunas horas de incomodidad, mientras un iracundo capitán resopla sobre el cuello de su oficial ingeniero.
Pero hay otra razón para que los rescates espaciales sean tan escasos, y es su misma imposibilidad, debido a la naturaleza de las cosas. Las naves espaciales viajan a velocidades enormes en trayectorias exactamente calculadas, que no dan lugar a alteraciones de importancia…, según comenzaban a entender los pasajeros de la Pegaso. Cada nave describe, entre uno y otro planeta, una órbita única; ningún otro vehículo volverá a seguirla, entre la cambiante distribución de los planetas. No hay en el espacio «rutas de navegación» y es muy raro que dos naves pasen a menos de un millón de kilómetros una de otra. Aun cuando esto ocurre, la diferencia de velocidad es tan grande que hace imposible el contacto.
Todos estos pensamientos pasaron velozmente por la imaginación del capitán Halstead al recibir el mensaje de la sección Señales. Leyó la posición y el curso de la nave accidentada; la cifra correspondiente a la velocidad debía haberse alterado en la transmisión, pues era ridículamente alta. Era casi indudable; no podría hacer nada por ellos; estaba demasiado lejos y le llevaría días enteros alcanzarlos.
Entonces reparó en el nombre que cerraba el mensaje. Creía conocer todas las naves en funcionamiento, pero aquél le resultaba extraño. Tardó unos segundos en comprender quién era el que solicitaba su ayuda.
Cuando los hombres están en peligro, ya sea en el mar o en el espacio, toda enemistad se desvanece.
El capitán Halstead se inclinó sobre su cablero de controles y dijo:
—¡Señales! Póngame con el capitán.
—Está en onda, señor. Puede usted hablar.
El capitán se aclaró la garganta. Era una experiencia nueva y muy poco agradable. No le proporcionaba la menor satisfacción informar a un hombre, aunque fuera enemigo, de que nada podía hacer por salvarlo.
—El capitán Halstead, de la Pegaso, al habla —comenzó—. Están ustedes demasiado lejos para establecer contacto. Nuestra reserva operativa es inferior a los diez kilómetros por segundo. No necesito calcularlo; está claro que es imposible. ¿Tiene usted alguna sugerencia que hacer? Sírvase confirmar su velocidad; se nos ha dado una cifra equivocada.
Hubo un retraso de cuatro segundos, lo que resultó doblemente desconcertante dadas las circunstancias; la respuesta fue inesperada y asombrosa.
—Aquí el comodoro Brennan, del crucero federal Aqueronte. Confirmo nuestra cifra de velocidad. Podemos ponemos en contacto con usted en dos horas, y entre tanto, iremos realizando las correcciones de rumbo necesarias. Aún tenemos energía, pero debemos abandonar la nave en menos de tres horas. Nuestra protección antiradioactiva ha desaparecido y el reactor principal empieza a fallar. Podemos controlarlo manualmente y no ofrecerá peligro hasta una hora después de nuestro encuentro. Pero no podemos ofrecer más garantías.
El capitán Halstead sintió que se le erizaba la piel de la nuca. No comprendía cómo podía fallar un reactor, pero conocía las consecuencias. La Aqueronte incluía muchas cosas incomprensibles para él (la velocidad, sobre todo), pero un punto estaba muy claro y el comodoro Brennan debía saberlo.
—Pegaso a Aqueronte —replicó—. Tengo trescientos pasajeros a bordo. No puedo arriesgar la nave si hay peligro de explosión.
—No hay tal peligro; puedo garantizarlo. Contamos con cinco minutos de advertencia, cuanto menos y eso nos dará tiempo para alejarnos de ustedes.
—Muy bien. Prepararé mis esclusas de aire y haré que mis tripulantes se dispongan para tenderles una línea.
Hubo una pausa mayor que la impuesta por el lento avance de las ondas radiales. Por último, Brennan replicó:
—Ahí está el problema. Hemos perdido la sección delantera. No disponemos de esclusas exteriores y aquí sólo hay cinco trajes espaciales para ciento veinte hombres.
Halstead dejó escapar un silbido; antes de responder, se volvió hacia su oficial de navegación.
—No podemos hacer nada por ellos —dijo—. Tendrán que romper el casco para salir y eso será la muerte para todos, salvo para los cinco que usen los trajes. Ni siquiera podemos prestarles los nuestros. No hay manera de hacerlos subir sin dejar escapar la presión.
Y oprimió la llave del micrófono.
—Pegaso a Aqueronte. ¿De qué modo podemos ayudarlos?
Era horrible hablar con alguien que ya podía considerarse como muerto. Las tradiciones del espacio eran tan estrictas como las del mar: cinco hombres saldrían con vida del Aqueronte…, pero el capitán no estaría entre ellos.
Halstead no sabía que el comodoro Brennan tenía otras ideas; éste se negaba a abandonar la esperanza, por crítica que pudiera parecer la situación. En esos momentos, el oficial médico en jefe explicaba a la tripulación el plan del que era responsable. Era un hombre menudo y moreno; pocos meses atrás había sido reconocido entre los mejores cirujanos de Venus.
—He aquí lo que haremos —decía—. No podemos llegar a las esclusas de aire, pues estamos rodeados por el vacío y sólo disponemos de cinco trajes. Esta nave se hizo para luchar, no para transportar pasajeros; sus constructores tenían otras cosas en qué pensar aparte de las reglas de seguridad espacial. Aquí estamos y tendremos que hacer lo que se pueda.
En un par de horas estaremos junto a la Pegaso. Por suerte, tiene esclusas bastante grandes para cargar pasajeros y mercancías; en ellas hay lugar para treinta o cuarenta hombres si se forma un grupo compacto… y si no llevan trajes espaciales. Sí, ya sé que parece horrible, pero no es un suicidio. ¡Ustedes van a respirar de forma espaciada y saldrán con vida! No digo que sea agradable, pero tendrán algo de qué vanagloriarse hasta el día en que mueran.
»Y ahora, escuchen con atención. En primer lugar, debo probarles que se puede vivir durante cinco minutos sin respirar…; más aún, sin necesidad de respirar. Es un truco muy sencillo: los yoguis y los magos lo saben desde hace siglos, pero no tiene nada misterioso y se basa en la fisiología más elemental. Para darles confianza, quiero que hagamos una prueba.
El oficial médico extrajo un cronómetro del bolsillo y continuó:
—Cuando yo diga «¡Ahora!», ustedes exhalarán el aire de los pulmones, vaciándolos por completo, y veremos cuánto tiempo soportan sin tomar aliento. No se fuercen; limítense a contenerse hasta que les resulte incómodo y, entonces, vuelvan a respirar normalmente. Comenzaré a contar los segundos a partir de quince, para que ustedes vayan calculando. Si alguno es incapaz de aguantar quince segundos, recomendaré que le expulsen del Servicio.
Un estallido de risas quebró la tensión nerviosa: tal había sido la intención del médico. Enseguida levantó la mano y la bajó, gritando «¡Ahora!». Se oyó un gran suspiro, en tanto todo el pelotón vaciaba los pulmones. Luego, el silencio total.
Cuando el oficial médico comenzó a contar, a partir de quince se oyeron las toses de unos pocos que apenas habían logrado llegar a ese límite. Siguió contando hasta sesenta, acompañado por intensos jadeos, mientras los hombres capitulaban, uno a uno. Algunos continuaban aún, tozudamente, al completar el minuto.
—Ya es bastante —dijo el menudo cirujano—. Ustedes, los forzudos, dejen de presumir; están estropeando el experimento.
Nuevamente se oyó un murmullo divertido; los hombres iban recobrando ánimos con rapidez. Aún no comprendían lo que pasaba, pero al menos parecía haberse puesto en marcha algún plan que ofrecía esperanzas de rescate.
—Veamos ahora cómo nos ha ido —dijo el médico—. Levanten las manos quienes hayan retenido la respiración entre quince y veinte segundos… Ahora, de veinte a veinticinco… De veinticinco a treinta… Jones, usted es un desfachatado mentiroso; ¡terminó a los quince!… Ahora, de treinta a treinta y cinco…
Cuando el censo estuvo terminado, quedó claro que medio pelotón había logrado retener el aliento durante treinta segundos y nadie había bajado de quince.
—Es más o menos lo que esperaba —dijo el médico—. Pueden considerarlo como un experimento de control; ahora, vamos al grano. Debo decirles que aquí respiramos oxígeno casi puro, aproximadamente 300 mm. Por tanto, aunque la presión de la nave no alcanza a la mitad de la presión terrestre al nivel del mar, nuestros pulmones reciben el doble de oxígeno en la Tierra y mucho más de lo que absorberían en Marte o en Venus. Si alguno de ustedes se escondió alguna vez en el baño para fumar un cigarrillo, habrá notado que el aire era más denso, pues el cigarrillo sólo le habrá durado unos pocos segundos.
»Si les explico todo esto, es para que tengan confianza en el plan. Ahora van a limpiar bien los pulmones y a llenar el organismo de oxígeno. Se llama hiperventilación y no es más que respiración profunda. Cuando les dé la señal, quiero que todos aspiren tan profundamente como puedan; después exhalarán todo el aire y seguirán respirando de ese modo hasta que les ordene parar. Dejaré que lo hagan durante un minuto entero; algunos se sentirán un poco mareados al terminar, pero no será nada. Tomen todo el aire posible en cada aspiración; levanten los brazos para lograr la máxima expansión de la caja torácica.
»Después, cuando haya pasado un minuto, les ordenaré exhalar y dejar de respirar. Entonces volveré a contar los segundos. Creo que se llevarán una sorpresa. Bien. ¡Ahora!
Durante los siguientes minutos, los atestados compartimentos de la Aqueronte ofrecieron un espectáculo fantástico. Más de cien hombres levantaban los brazos, respirando jadeantemente, como si cada uno estuviera en el último suspiro. Algunos estaban demasiado apretujados como para respirar a gusto y todos debieron anclarse de algún modo para que los movimientos no los hicieran flotar por las cabinas.
—¡Ahora! —gritó el médico—. Dejen de respirar…, suelten todo el aire… y vean cuánto pueden soportar de ese modo. Contaré los segundos, pero esta vez a partir del medio minuto.
La respuesta a estas palabras fue que todos se quedaran callados aguantándose el aire. Sólo un hombre fue incapaz de completar el minuto; la mayoría dejó pasar dos minutos completos. En realidad, habría sido necesario un esfuerzo deliberado para tomar aliento. Algunos hombres se sentían cómodos aun pasados tres o cuatro minutos; uno había llegado a los cinco cuando el doctor le interrumpió.
—Creo que ya han comprendido lo que intentaba probar. Cuando los pulmones están llenos de oxígeno, no hace falta respirar durante varios minutos, del mismo modo que nadie tiene ganas de comer después de una buena comida. No provoca tensiones ni dificultades. No se trata de contener el aliento. Y, cuando la propia vida depende de ello, puedo asegurar que uno aguanta mucho más.
»Ahora vamos a amarrarnos lado a lado con la Pegaso; nos llevará menos de treinta segundos llegar hasta ella. Sus hombres estarán listos, con trajes espaciales, para ayudar a quien se quede atrás y las puertas de la esclusa se cerrarán en cuanto todos estén dentro. Entonces la cámara se llenará de aire y ustedes se verán libres de todo riesgo, con excepción de algunas hemorragias nasales.
Deseaba estar en lo cierto, pero sólo había un medio de comprobarlo. Era una apuesta peligrosa y sin precedentes, pero no cabía alternativa. Al menos, daría a cada uno la oportunidad de luchar por su vida.
—Ahora —continuó—, ustedes se preguntarán qué pasa con la presión. Ésa es la única parte incómoda, pero la exposición al vacío no será tan larga como para causarles daños graves. Abriremos las escotillas en dos etapas; primero dejaremos descender lentamente la presión, hasta un décimo de atmósfera; después la bajaremos súbitamente y habrá que correr. La descompresión total es dolorosa, pero no entraña peligro. Olviden todas esas tonterías que se dicen; el cuerpo humano no explota en el vacío. Somos bastante resistentes. La caída final, entre un décimo de atmósfera y cero, es mucho menos de lo que han soportado los voluntarios en pruebas de laboratorio. Mantengan la boca bien abierta y suelten los gases intestinales. Sentirán escozor en toda la piel, pero estarán demasiado atareados como para preocuparse por eso.
El oficial médico hizo una pausa para estudiar a su atento público. Parecían tomárselo bien, pero era de esperar: todos eran tripulantes entrenados, la flor y nata entre los técnicos e ingenieros de los planetas.
—A propósito —continuó alegremente el cirujano—, van a reírse de mí cuando les diga en qué consiste el mayor peligro. Ni más ni menos que en quemarse debido al Sol. Allá fuera estaremos bajo los rayos ultravioletas directos, sin la protección de la atmósfera; treinta segundos bastan para sufrir una buena quemadura, de modo que cruzaremos a la sombra de la Pegaso. Si alguien se encuentra fuera de la sombra, deberá protegerse el rostro con el brazo. Quienes tengan guantes, pueden llevarlos puestos.
»Bien, eso es todo. Yo voy a cruzar con el primer grupo para mostrarles lo fácil que es. Ahora divídanse en cuatro grupos y los adiestraré por separado.
* * *
La Pegaso y la Aqueronte navegaban en paralelo hacia el lejano planeta, donde sólo una de ellas podría llegar. Las compuertas de la primera estaban abiertas, a sólo unos pocos metros de distancia con respecto al casco ruinoso de la nave guerrera. Ese espacio estaba cruzado por cuerdas a modo de guías y entre ellas flotaban los tripulantes de la Pegaso, listos para prestar ayuda si alguno de los rescatados desfallecía durante aquel breve pero peligroso trayecto.
Afortunadamente para la tripulación del Aqueronte, cuatro de las mamparas a presión seguían intactas. Así pudieron dividir la nave en cuatro compartimentos separados, para que una cuarta parte de la tripulación saliera. Las esclusas de aire de la Pegaso no habrían podido dar cabida a todos a la vez en caso de ser necesaria una huida en masa.
Se dio la señal. El capitán Halstead observaba la escena desde el puente. Una bocanada de humo brotó súbitamente del casco y la escotilla de emergencia (que, por cierto, no había sido diseñada para emergencia semejante) salió despedida hacia el espacio. Se vio surgir una nube de polvo y vapor condensado que oscureció la vista por un segundo. En ese momento, los hombres ya preparados sentirían que el aire, al escapar, los aspiraba tratando de arrancarlos de la nave.
Cuando la nube se hubo dispersado, los primeros hombres estaban ya apareciendo. El jefe de grupo llevaba un traje espacial y todos los demás le seguían, ensartados en las tres cuerdas sujetas a él. De inmediato, los hombres de la Pegaso tomaron dos de las cuerdas y se dirigieron a sus respectivas compuertas. Los de la Aqueronte (para Halstead fue un alivio comprobarlo) se mostraban predispuestos a ayudar y colaboraban cuanto podían.
Parecieron transcurrir siglos enteros antes de que la última silueta sujeta al cable de remolque entrara a la esclusa, a tirones o a empujones. Por último, uno de los hombres vestidos con traje espacial gritó: «¡Cerrad la Número Tres!».
Hay que decir que la Número Uno estuvo lista casi de inmediato, pero la señal para cerrar la Número Dos sufrió una desesperante demora. Halstead no pudo ver la causa: alguien debía de estar aún fuera, retrasando al resto. Al fin, todas las esclusas estuvieron cerradas. No hubo tiempo para llenarlas de la manera habitual: las válvulas fueron abiertas por la fuerza bruta y las cámaras se inundaron con el aire proveniente de la nave.
A bordo de la Aqueronte, el comodoro Brennan esperaba a los nuevos tripulantes con los noventa hombres restantes, repartidos entre los tres compartimentos aún sellados. Ya estaban formados los grupos y cada uno ocupaba su puesto, sujeto a una hilera de diez hombres detrás del jefe. Todo salía como había sido planeado y ensayado: los segundos siguientes probarían si había sido en vano o no.
Los altavoces de la nave anunciaron, en un tono casi coloquial:
—Pegaso a Aqueronte. Todos sus tripulantes han salido de las esclusas. No hay accidentes. Unas pocas hemorragias. Dennos cinco minutos para prepararnos a recibir al siguiente grupo.
En la última maniobra perdieron a un hombre; fue presa del pánico y tuvieron que cerrar las esclusas sin él, para no arriesgar la vida de los demás. Era una pena que no todos lo hubiesen logrado, pero en esos momentos la gratitud era demasiado grande como para preocuparse por eso.
Sólo restaba una operación. A bordo de la Aqueronte sólo quedaba el comodoro Brennan. Éste ajustó el circuito de tiempo que pondría en marcha la nave en treinta segundos. Con eso alcanzaría; incluso con aquel pesado traje espacial podría salir por la escotilla abierta en la mitad de ese plazo. Quedaba muy poco tiempo, pero sólo su oficial ingeniero y él sabían lo escaso del margen.
Arrojó la llave y se lanzó hacia la escotilla. Acababa de llegar a la Pegaso cuando la nave a su mando, cargada aún con millones de kilovatios-siglos de energía, se dejó ver por última vez y se alejó silenciosamente hacia las estrellas de la Vía Láctea.
La explosión fue claramente visible entre los planetas interiores. Lanzó al abismo las postreras ambiciones de la Federación y los últimos temores de la Tierra.