CAPÍTULO XVIII

En el Observatorio, la batalla fue sólo un terremoto ocasional y distante, una leve vibración del suelo que perturbó los instrumentos más delicados, pero sin causar daños materiales. El daño psicológico, en cambio, fue otro cantar. Nada es tan desmoralizante como saber que se están produciendo hechos importantísimos sin poder conocer los resultados. El Observatorio hormigueaba de rumores descabellados y mil preguntas asediaban la Oficina de señales, pero ni siquiera allí había información alguna. Todas las transmisiones desde la Tierra estaban suspendidas; la humanidad entera parecía esperar conteniendo el aliento, como esperando a que amainara la furia de la batalla, para conocer al vencedor. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que no habría vencedor alguno.

Sólo cuando se apagaron las últimas vibraciones, sólo cuando la radio hubo anunciado que las fuerzas federales estaban en completa retirada, Maclaurin dio su autorización para subir a la superficie. Tras la tensión de las horas pasadas, el informe subsiguiente representó, no sólo un alivio, sino también un gran descenso de la emoción. Los alrededores acusaban un pequeño aumento de la radioactividad, pero ningún daño. Por supuesto, al otro lado de las montañas la cosa podía ser muy diferente.

La novedad de que Wheeler y Jamieson estuvieran a salvo fue un gran aliciente para el ánimo del personal. Debido a una parcial interrupción de las comunicaciones, les había llevado casi una hora ponerse en contacto con la Tierra para que los conectaran con el Observatorio. El retraso había sido enervante y angustioso, pues no sabían si el Observatorio estaba destruido o no. No se atrevían a emprender la marcha a pie sin estar seguros de que tenían dónde ir y Ferdinando estaba demasiado radioactivo como para representar un buen refugio.

Cuando el mensaje llegó, Sadler estaba en Comunicaciones tratando de averiguar qué ocurría. Jamieson, con voz muy cansada, suministró un breve informe de la batalla y pidió instrucciones.

—¿Qué radioactividad hay dentro de la cabina? —preguntó Maclaurin.

Jamieson proporcionó las cifras. Sadler todavía no lograba aceptar que el mensaje hubiera de recorrer todo el trayecto hasta la Tierra para ser recibido a sólo cien kilómetros de distancia, en la misma Luna y jamás se habituó a los tres segundos de demora que esto implicaba.

—Haré que Sanidad calcule la tolerancia —respondió Maclaurin—. ¿Dice usted que al aire libre la cifra es cuatro veces menor?

—Sí; tratamos de no entrar en el tractor en lo posible; hemos venido cada diez minutos para intentar ponernos en contacto con ustedes.

—Lo mejor será que enviemos un tractor oruga ahora mismo. Ustedes empiecen a caminar en esa dirección. ¿Quieren que nos encontremos en algún punto determinado?

Jamieson lo pensó por un momento y al cabo respondió:

—Diga al conductor que se dirija hacia el mojón del kilómetro cinco, en este costado de Panorámico; llegaremos allí al mismo tiempo. Mantendremos encendidas las radios del traje, para evitar confusiones.

Mientras Maclaurin daba sus órdenes, Sadler preguntó si había sitio para un pasajero más en el tractor de rescate. De lo contrario, pasaría mucho tiempo antes de que pudiera interrogar a Wheeler y Jamieson. Cuando llegaran al Observatorio (aunque todavía lo ignoraban), serían hospitalizados de inmediato y sometidos a un tratamiento contra la radioactividad. Si bien no estaban en serio peligro, Sadler tendría muy pocas oportunidades de verlos mientras estuvieran bajo tratamiento médico.

Maclaurin prometió satisfacer el pedido, agregando:

—Naturalmente; de ese modo se verá forzado a decirles quién es. Y entonces todo el Observatorio se enterará en diez minutos.

—Ya lo he pensado —replicó Sadler—. Pero ya no importa.

«Si es que alguna vez importó», añadió para sí.

Media hora después estaba descubriendo la diferencia entre el rápido y confortable monorraíl y los traqueteos de la «oruga». Acabó por habituarse a los escalofriantes gritos que el conductor realizaba sin preocupaciones y dejó de lamentarse por haberse lanzado a esa misión. El vehículo transportaba, además de a los conductores, al oficial médico en jefe, quien deseaba poder efectuar un análisis de sangre y aplicar algunas inyecciones a Wheeler y a Jamieson en cuanto se cumpliera el rescate.

La expedición no tuvo tintes dramáticos: tan pronto franquearon el Paso Panorámico, establecieron contacto por radio con los dos hombres, que avanzaban hacia ellos. Quince minutos después, las dos siluetas aparecieron en el horizonte y no hubo ceremonias, aparte de unos fervientes apretones de mano.

Se detuvieron por un rato, para que el oficial médico pudiera aplicar sus inyecciones y efectuar sus pruebas. Al terminar, éste dijo a Wheeler:

—Tendrá que permanecer en cama durante toda la semana, pero no hay necesidad de preocuparse.

—¿Y yo? —preguntó Jamieson.

—Usted está bien; una dosis mucho menor. Le bastará con un par de días.

—Valía la pena —replicó Wheeler alegremente—. No creo que hayamos pagado un precio muy alto por haber presenciado el Armagedón.

Y luego, superada la reacción de saber que estaba a salvo, añadió en tono ansioso:

—¿Qué noticias hay? ¿Algún otro punto atacado por la Federación?

—No —respondió Sadler—. No ha vuelto a atacar y no creo que pueda hacerlo. Pero parece haber alcanzado su objetivo principal: impedir que usáramos la mina. Lo que pase ahora será cosa de los políticos.

—¡Vaya! —exclamó Jamieson—; y usted, ¿qué hace aquí entonces?

Sadler sonrió.

—Todavía estoy investigando, pero digamos que mi campo es más amplio de lo previsto.

—¿No es un reportero de radio? —preguntó Wheeler, suspicaz.

—Ejem… no exactamente. Preferiría no…

—Ya sé —interrumpió Jamieson—, usted tiene algo que ver con Seguridad. Ahora lo comprendo.

Sadler lo miró con cierto fastidio. Jamieson, sin duda, tenía un talento especial para dificultar las cosas.

—Eso no importa. Pero quiero enviar un informe completo de cuanto ustedes vieron. Como sabrán, son los únicos testigos oculares sobrevivientes, con excepción de los tripulantes de la nave federal.

—Me lo temía —dijo Jamieson—. ¿Eso significa que Operativo Tor fue aniquilado?

—Sí, pero creo que cumplió con su tarea.

—¡Pero a qué precio! ¡Steffanson y todos los demás! De no haber sido por mí, él podría estar vivo.

—Sabía lo que iba a hacer y eligió libremente —replicó Sadler algo seco.

Sin duda, Jamieson sería un héroe muy recalcitrante.

Durante los treinta minutos siguientes, mientras trepaban por el terraplén de Platón en el trayecto de regreso, interrogó a Wheeler sobre el desarrollo de la batalla. Aunque el astrónomo había visto sólo una pequeña parte del encuentro debido a su limitado ángulo de visión, sus informes serían inestimables cuando los estrategas de la Tierra analizaran lo ocurrido.

—Lo que me intriga —terminó Wheeler— es el tipo de arma que empleó la fortaleza para destruir esas naves. Parecía algún tipo de rayo, pero es imposible, por supuesto. No hay rayos visibles en el vacío. ¿Y por qué lo utilizaron sólo una vez? ¿Sabe usted algo al respecto?

—Me temo que no —respondió Sadler.

Pero no era totalmente cierto. Aún sabía muy poco sobre las armas de la fortaleza, pero no tenía ninguna duda de lo que había ocurrido. Una eyección de metal fundido, lanzado a través del espacio a varios cientos de kilómetros por segundo por los electroimanes más poderosos jamás fabricados, podía parecer un rayo de luz, encendido por un instante.

Y era un arma de corto alcance, diseñada para traspasar campos que rechazaran a los proyectiles comunes. Sólo podía ser empleada bajo condiciones ideales y se tardaba varios minutos en recargar los gigantescos condensadores que daban energía a los imanes.

Los astrónomos tendrían que resolver este misterio por sí mismos. Sadler comprendió que no tardarían mucho en hacerlo una vez que se concentraran en ello.

El tractor recorrió cautamente las empinadas cuestas interiores de la gran llanura amurallada y el enrejado de los telescopios apareció en el horizonte. Sadler los comparó con dos chimeneas de fábrica rodeadas por un andamiaje. Durante su breve estancia en el Observatorio había acabado por aficionarse a ellos; los consideraba ya como a seres vivos, tal como hacían quienes los empleaban. Y compartía el temor de los astrónomos a que algo pudiera dañar a tan extraordinarios instrumentos, capaces de devolver a la Tierra el conocimiento esparcido por cien mil millones de años luz en el espacio.

Un imponente acantilado ocultó el Sol y la oscuridad cayó sobre ellos al entrar en la sombra. En lo alto empezaban a reaparecer las estrellas y los ojos de Sadler se ajustaron automáticamente al cambio de luz. Dirigió la vista hacia el cielo septentrional y vio que Wheeler hacía lo mismo.

Nova Draconis figuraba aún entre los astros más brillantes del cielo, pero se apagaba velozmente. En pocos días no sería más luminosa que Sirio; pocos meses después, resultaría ya invisible al ojo humano. Encerraba, sin duda, algún mensaje, algún símbolo apenas intuido. La ciencia podría aprender muchas cosas de Nova Draconis, pero ¿qué lograrían descubrir en ella los mundos del ser humano?

«Sólo una cosa —pensó Sadler—. Los cielos pueden encenderse con portentos, la galaxia puede arder con los faros de estrellas detonantes, pero el ser humano seguirá sumido en sus problemas, con sublime indiferencia». Ahora estaba atareado con los planetas y las estrellas tendrían que esperar. Nada de lo que pudieran ofrecer lograría sobrecogerlo; ya se ocuparía de ellas cuando llegara el momento.

Ni los rescatados ni sus salvadores dijeron gran cosa en el último tramo del viaje. Wheeler, como era de esperar, empezaba a sufrir los efectos retardados de la impresión; sus manos acusaban un temblor nervioso. Jamieson permanecía sentado, contemplando el Observatorio que se acercaba, como si lo viera por primera vez. Cuando la prolongada sombra del telescopio de mil centímetros cayó sobre ellos, se volvió para preguntar a Sadler:

—¿Pudieron poner todo a salvo a tiempo?

—Creo que sí —replicó Sadler—. No tengo noticia de ningún daño.

Jamieson asintió distraído. No daba muestras de placer ni de alivio: había llegado a la saturación emotiva y nada podría afectarlo mucho mientras no pasara el impacto de las últimas horas.

En cuanto el tractor entró a la cochera subterránea, Sadler corrió a su cuarto para redactar el informe. Aquello no entraba en los términos de su misión, pero le alegraba poder hacer al menos algo constructivo.

En esos momentos, la emoción disminuía, como si la tormenta hubiese descargado toda su furia para no regresar. Los efectos de la batalla resultaron, para Sadler, mucho menos depresivos que los días anteriores. Parecía pensar que tanto la Tierra como la Federación estaban igualmente espantadas por las fuerzas que habían liberado, e igualmente sedientas de paz.

Por primera vez desde que había partido de la Tierra, se atrevió a pensar nuevamente en el futuro. Aún no se podía descartar el peligro de un ataque a la propia Tierra, pero ahora parecía remoto. Jeanette estaba a salvo y pronto volvería a verla. Al menos, podría decirle dónde estaba, pues, ante los últimos acontecimientos, todo resultaba absurdo.

Sin embargo, una frustración persistía en su conciencia. Detestaba dejar incompleto su trabajo y esa misión, dada la naturaleza de las cosas, permanecería para siempre incompleta. Habría dado cualquier cosa por saber si existía o no un espía en el Observatorio.