CAPÍTULO XVII

Aún hoy es poco lo que se ha revelado con respecto a las armas empleadas en la batalla de Pico. Se sabe que los misiles jugaron una parte poco importante en el encuentro: para la guerra espacial, lo que no sea capaz de un impacto directo resulta de poca utilidad, pues la falta de atmósfera impide la expansión de una onda. La explosión de una bomba atómica a pocos cientos de metros no provoca mayores daños y ni siquiera su radiación puede perjudicar las estructuras bien protegidas. Además, tanto la Tierra como la Federación poseían medios efectivos para desviar proyectiles enemigos.

Fueron las armas puramente inmateriales las que resultaron. Las más simples consistían en rayos iónicos, desarrollados directamente a partir de los equipos de accionamiento de las naves espaciales. Desde la invención de los primeros tubos de radio al vacío, ocurrida casi tres siglos antes, el ser humano había descubierto la manera de producir y enfocar corrientes cada vez más intensas de partículas eléctricamente cargadas. Aquellos mortíferos rayos habían causado muchos accidentes en el espacio, aún antes de que se enfocaran para limitar su dispersión.

Naturalmente, había una defensa obvia contra tales armas: los campos eléctricos y magnéticos que las producían también podían utilizarse para su dispersión y convertirlas, de rayos aniquiladores, en un rocío disperso e inocuo.

Más efectivas, pero también más difíciles de construir, eran las armas basadas en la radiación pura. Sin embargo, aun en ese terreno, se había tenido éxito, tanto por parte de la Tierra como de la Federación. Quedaba por averiguar quién llevaba ventaja: si la superioridad científica de la Federación o la mayor capacidad productiva de la Tierra.

El comodoro Brennan era plenamente consciente de todos estos factores mientras su pequeña flota se dirigía hacia la Luna. Como cualquier comandante, se preparaba para la acción con menos recursos de los que habría deseado. Por cierto, habría preferido no entrar en acción.

La Erídano y la Leteo eran, respectivamente, una nave de pasajeros y un carguero totalmente reformados; en otros tiempos habían figurado en los registros de Lloyd bajo los nombres de Morning Star y Rigel. Ambas describirían en esos momentos el curso cuidadosamente fijado, entre la Tierra y la Luna. No sabía si llevaban todavía la ventaja de la sorpresa. Incluso si los habían detectado, la Tierra podía ignorar la existencia de la tercera nave, mayor aún: la Aqueronte. Brennan se preguntó quién habría sido el romántico aficionado a la mitología que les diera tales nombres; probablemente el comisionado Churchill, que hacía lo posible por emular a su famoso antepasado. Sin embargo, no eran inapropiados. El río de la Muerte y el río del Olvido…; sí, quizá muchos hombres se hundieran en ellos antes de terminar el día.

El teniente Curtis, uno de los pocos miembros de su tripulación que habían pasado gran parte de la vida en el espacio, se dirigió a él desde el tablero de comunicaciones.

—Acabo de recibir un mensaje proveniente de la Luna, señor. Dirigido a nosotros.

Brennan tuvo un tremendo sobresalto. Aunque sus adversarios los hubiesen detectado, ¡sin duda no los despreciarían tanto como para hacérselo saber! Tras echar una rápida mirada al mensaje, soltó un suspiro de alivio.

DEL OBSERVATORIO A LA FEDERACIÓN. DESEAMOS RECORDARLES LA EXISTENCIA DE IRREEMPLAZABLES INSTRUMENTOS PLATÓN. TAMBIÉN TODO PERSONAL OBSERVATORIO AÚN AQUÍ. MACLAURIN. DIRECTOR.

—No vuelva a asustarme así, Curtís —dijo el comodoro—. Creí que el mensaje me estaba dirigido directamente. Sería muy mala señal que pudieran detectarnos a tanta distancia.

—Lo siento, señor. Es sólo una transmisión general. Siguen emitiéndola en la longitud de onda correspondiente al Observatorio.

Brennan entregó el mensaje al capitán Merton, a cargo del control de operaciones.

—¿Qué le parece esto? ¿Usted trabajó allá, verdad?

Merton leyó el mensaje con una sonrisa.

—Muy propio de Maclaurin —dijo—. Primero, los instrumentos; después, el personal. Yo no me preocuparía demasiado. Haré lo posible por no tocarlo. Si piensa bien, cien kilómetros es un margen de seguridad bastante aceptable. A menos que los alcancemos con un disparo perdido, no tienen nada que temer. Como usted sabe, están bastante a cubierto.

La incansable aguja del cronómetro iba segando los últimos minutos. Aun confiado en que su nave, oculta en su coraza de noche, no hubiese sido detectada, el comodoro Brennan contempló aquellas tres chispas: su flota avanzaba por las rutas prefijadas hacia el blanco. Nunca había imaginado que así sería su destino: tener entre las manos el futuro de los mundos.

Pero no pensaba en los poderes que dormitaban en los depósitos de reacción, a la espera de sus órdenes. No le preocupaba el lugar que le tocaría dentro de la historia cuando los seres humanos recordaran aquel día. Sólo se preguntaba, como cualquier hombre que se ve por primera vez ante una batalla, donde estaría al día siguiente, a la misma hora.

A un millón de kilómetros de allí, Carl Steffanson, sentado frente a un tablero de control, observaba la imagen del Sol, tomada por una de las muchas cámaras que Operativo Tor utilizaba a modo de ojos. Estaba rodeado por un grupo de cansados técnicos, quienes habían completado la instalación antes de su llegada. En esos momentos ya se habían conectado a los circuitos los equipos discriminatorios traídos por él desde la Tierra con tan desesperada prisa.

Steffanson accionó una tecla y el Sol desapareció. Cambió la posición de la cámara, pero todos los ojos de la fortaleza estaban igualmente cegados. La cobertura era absoluta. Demasiado cansado para sentirse satisfecho, se recostó en el asiento y señaló hacia los controles con un gesto.

—Ahora es cosa de ustedes. Gradúenlos de modo que dejen pasar suficiente luz como para ver, pero rechazando totalmente los rayos ultravioletas provenientes de lo alto. Sabemos que nuestros enemigos no poseen rayos con energía superior al millar de angstroms. Se sorprenderán cuando todos los disparos reboten. ¡Lástima que no podamos devolverlos al punto partida!

—¿Cómo será nuestro aspecto desde fuera cuando se encienda la pantalla? —preguntó uno de los ingenieros.

—Como un espejo perfecto. Mientras conserve la capacidad reflectora, estaremos a salvo contra la radiación pura. Eso es cuanto puedo prometer.

Echando una mirada a su reloj, agregó:

—Si Inteligencia está en lo cierto, nos quedan veinte minutos. Pero yo no contaría con ellos.

* * *

—Al menos Maclaurin sabe ya donde estamos —observó Jamieson apagando el transmisor—. Pero no puedo reprocharle el que no envíe a alguien a buscarnos.

—¿Y qué haremos ahora?

—Comer algo —respondió Jamieson encaminándose hacia la pequeña despensa—. Nos lo hemos ganado y tal vez nos quede mucho camino por recorrer.

Wheeler echó una mirada nerviosa a través de la llanura, hacia la cúpula del Operativo Tor, claramente visible a pesar de la distancia. Se quedó boquiabierto; pasaron varios segundos antes de que pudiera creer en lo que le revelaban los ojos.

—¡Sid! —gritó—. ¡Ven a ver esto!

Jamieson se reunió con él de inmediato y miraron juntos hacia el horizonte. La hemisfera de la cúpula, parcialmente sombreada, había cambiado de aspecto por completo. Ya no era una hoz de luz fija, sino una sola estrella deslumbrante, como si la imagen del Sol se reflejara sobre un espejo perfectamente esférico.

El telescopio confirmó esa impresión. La cúpula misma no era ya visible: parecía haber sido reemplazada por aquella fantástica aparición plateada. A Wheeler le dio la impresión de ser una gran burbuja de mercurio posada en el horizonte.

—Me gustaría saber cómo lo hicieron —comentó Jamieson con voz tranquila—. Supongo que se trata de algún efecto de interferencia. Debe ser parte del sistema de defensa.

—Será mejor que empecemos a andar —observó Wheeler ansioso—. No me gusta esto. Aquí estamos demasiado al descubierto.

Jamieson había empezado a abrir armarios y estaba sacando alimentos. Arrojó a Wheeler algunas barras de chocolate y paquetes de carne comprimida.

—Empieza a comer algo de esto —dijo—. No hay tiempo para hacer una comida formal. Si tienes sed, toma un trago. Pero no demasiado; recuerda que estarás dentro del traje durante varias horas y éstos no son modelos de lujo.

Wheeler estaba haciendo algunos cálculos mentales. Debían de estar a ochenta kilómetros de la base; todo el terraplén de Platón se interponía entre ellos y el Observatorio. Sí, el trayecto que los separaba del hogar era largo y tal vez, después de todo, estuvieran más seguros allí. El tractor, que ya les había sido de gran utilidad, podía protegerlos de muchos problemas.

Jamieson estuvo dando vueltas a esta idea, pero enseguida la descartó.

—Acuérdate de lo que nos dijo Steffanson —recordó a Wheeler—. Dijo que nos metiéramos bajo tierra en cuanto nos fuera posible. Y parecía saber lo que decía.

A cincuenta metros del tractor encontraron una grieta, sobre la cuesta de la colina que los separaba de la fortaleza. Era lo bastante profunda para ver por encima del borde estando de pie y el fondo estaba lo bastante nivelado para acostarse. Parecía una trinchera cavada a medida y Jamieson se sintió mucho más aliviado tras encontrarla.

No hubo la menor advertencia. Súbitamente, las rocas grises y polvorientas del Mar de las Lluvias se vieron encendidas por una luz como nunca habían visto en su vida. La primera impresión de Wheeler fue que alguien había dirigido un gigantesco reflector sobre el tractor: enseguida comprendió que aquella explosión, capaz de eclipsar la luz del Sol, se había producido a muchos kilómetros de distancia. A mucha altura por encima del horizonte, una esfera ígnea, perfectamente circular, se expandía con velocidad, perdiendo su fulgor. En pocos segundos se había reducido a una gran nube de gas luminoso. Se iba hundiendo detrás del borde lunar; desapareció tras el horizonte casi de inmediato, como un fantástico Sol.

—Fuimos unos imbéciles —dijo Jamieson con gravedad—. Fue una explosión atómica. Ya podríamos estar muertos.

—Tonterías —replicó Wheeler, aunque sin mucha confianza—. Fue a cincuenta kilómetros. Los rayos gammas habrán perdido la fuerza antes de llegar hasta aquí… y estas paredes no son mal refugio.

Jamieson no respondió: iba ya rumbo a la esclusa de aire. Wheeler debía seguirlo, pero recordó que a bordo había un detector de radiaciones y regresó para buscarlo. ¿Habría acaso alguna otra cosa útil? En un súbito impulso, arrancó la cortina que separaba el lavabo y quitó el espejo colgado sobre la pileta.

Al reunirse con Jamieson, que lo esperaba impaciente en la esclusa, le entregó el detector sin más explicaciones. Sólo cuando estuvieron situados en la trinchera, adonde llegaron sin mayores incidentes, explicó su propósito.

—Si hay algo que odio —dijo petulante—, es no estar informado de lo que pasa.

Comenzó a colocar el espejo en el rollo de cortina, utilizando un segmento de alambre extraído de su traje. Tras algunos esfuerzos, logró sacar un rudimentario telescopio por encima del agujero.

—Se puede ver la cúpula —dijo satisfecho—. Está igual, por lo que puedo apreciar.

—Claro —replicó Jamieson—. Deben habérselas arreglado para hacer estallar esa bomba mientras estaba todavía a varias millas de distancia.

—Tal vez fue sólo un disparo de advertencia.

—¡Imposible! Nadie gasta plutonio en fuegos artificiales. Eso iba en serio. ¿Qué pasará ahora?

Durante cinco minutos, no pasó nada. Después, casi simultáneamente, otros tres soles atómicos estallaron contra el cielo. Sus trayectorias estaban dirigidas hacia la cúpula, pero, antes de llegar a ella, se dispersaron en tenues nubes de vapor.

—Primer y segundo asaltos, favorables a la Tierra —murmuró Wheeler—. ¿De dónde vienen esos misiles?

—Si alguno de ellos estalló sobre nosotros, estamos listos —dijo Jamieson—. Aquí no hay atmósfera que absorba los gammas.

—¿Qué indica el medidor de radiación?

—Nada todavía, pero me preocupa la primera explosión, cuando todavía estábamos en el tractor.

Wheeler, demasiado ocupado en investigar el cielo, no se molestó en contestar. Ahora que ya no estaba bajo el resplandor directo del Sol, podía ver las estrellas; en algún sido, entre ellas, debían estar las naves de la Federación, preparadas para el próximo ataque. Difícilmente serían visibles, pero quizá pudiera ver sus armas en acción.

En algún punto, más allá de Pico, seis espadas ígneas surgieron en el cielo con enorme aceleración. La cúpula lanzaba sus primeros misiles, directamente hacia la faz del Sol. El Leteo y el Endono empleaban un truco tan antiguo como la guerra misma: se aproximaban desde una dirección que cegaría parcialmente a sus adversarios. Hasta el radar podía sufrir la interferencia solar y el comodoro Brennan contaba con dos grandes manchas solares, que debían actuar como aliados secundarios.

En pocos segundos, los cohetes se perdieron contra el resplandor. Parecieron transcurrir minutos enteros: entonces, la luz del Sol se centuplicó. «Los de la Tierra —pensó Wheeler reajustando los filtros de su visor— han de tener una vista espléndida esta noche. Y la atmósfera, tan molesta para los astrónomos, les servirá de protección contra cualquier radiación de esas cabezas atómicas».

No había modo de saber si los misiles habían causado algún daño. Aquella enorme explosión silenciosa podía haberse disipado inocuamente en el espacio. Aquélla sería una batalla extraña. Tal vez nunca pudiera ver las naves de la Federación; sin duda las habrían pintado de negro para hacerlas menos visibles.

En ese momento, algo ocurrió en la cúpula. Ya no era un espejo esférico reluciente, en el que sólo se reflejaba la imagen del Sol. De ella surgían destellos de luz en todas direcciones; su fulgor aumentaba, segundo a segundo. Desde algún lugar del espacio, alguien enviaba energía hacia la fortaleza. Y eso debía significar que las naves de la Federación, volando allá arriba, entre las estrellas, irradiaban incontables millones de kilovatios hacia la Luna. Pero aún no había señal de ellas, pues nada revelaba el curso de aquel río energético que fluía invisible a través del espacio.

Wheeler, notando que la cúpula era demasiado brillante para contemplarla directamente, reajustó sus filtros. Se preguntó cuándo respondería al ataque y hasta si podría hacerlo bajo tal bombardeo. En ese momento vio que la hemisfera estaba circundada por una corona ondulante, similar a una descarga en efluvio. Casi en el mismo instante, la voz de Jamieson exclamó en sus oídos:

—¡Mira, Con! ¡Allá arriba!

Apartó la vista del espejo para mirar directamente al cielo. Por primera vez pudo ver una de las naves federales. Aunque él lo ignoraba, aquélla era la Aqueronte, única nave espacial jamás construida específicamente para la guerra. Podía contemplarse con claridad y parecía muy cercana. Entre ella y la fortaleza flotaba un disco de luz como un escudo impalpable; se tornó de color rojo cereza, pasó luego al blanco azulado y acabó en el abrasador violáceo que sólo presentan las estrellas más cálidas. El escudo onduló hacia atrás y hacia adelante, dando la impresión de estar equilibrado por tremendas energías opuestas. Bajo la fija mirada de Wheeler, completamente olvidado del peligro, la nave quedó rodeada por un leve halo de luz, que llegaba a la incandescencia sólo en los puntos alcanzados por las armas de la fortaleza.

Sólo un rato después notó que había otras dos naves en el cielo, cada una protegida por su propio nimbo llameante. Ahora la batalla empezaba a tomar forma: cada una de las partes había probado cuidadosamente sus defensas y sus armas y sólo entonces podía comenzar el verdadero enfrentamiento de fuerzas.

Los dos astrónomos contemplaron asombrados aquellas móviles bolas de fuego. Había en ellas un detalle totalmente nuevo, mucho más importante que cualquier arma. Esos vehículos poseían un medio de propulsión que relegaba a la obsolescencia a cualquier cohete. Podían pender inmóviles a voluntad para salir disparados en cualquier dirección a una velocidad altísima. Aquella movilidad les era imprescindible: la fortaleza, con todo su equipo fijo, era mucho más poderosa que ellas, que tenían que basar gran parte de su defensa en la rapidez.

En total silencio, la batalla se acercó al punto culminante. Hacía millones de años, la roca fundida se había helado y originado el Mar de las Lluvias; en ese momento, las armas de las naves volvían a convertirla en lava. Alrededor de la fortaleza, los rayos de los atacantes descargaban su furia contra las rocas indefensas y las convertían en nubes de vapor incandescente que estallaban hacia el cielo. Era imposible juzgar cuál de las partes infligía a la otra mayor daño. De vez en cuando, la vaharada de calor despedida por el acero candente formaba una pantalla encendida. Cuando algo así ocurría a una de las naves, ésta se alejaba con tan increíble aceleración que pasaban varios segundos antes de que la fortaleza, con sus dispositivos de enfoque, pudiera localizada nuevamente.

Tanto Wheeler como Jamieson se extrañaron de que la batalla se desarrollara a tan corta distancia. No más de cien kilómetros parecían separar a los adversarios y con frecuencia se reducían a muchos menos. Cuando se lucha con armas que viajan a la velocidad de la luz (en realidad, cuando se lucha con la misma luz) tales distancias son ridículas.

La explicación no se les ocurrió hasta el fin del encuentro. Todas las, armas radioactivas tienen una limitación: deben obedecer a la ley de los cuadrados inversos. Solamente los misiles explosivos son igualmente efectivos, sea cual fuere la distancia desde la que han sido proyectados: cuando un punto es alcanzado por una bomba atómica, importa muy poco que haya recorrido diez kilómetros o mil. Ahora bien, si se duplica la distancia de cualquier arma radioactiva, su poder se reduce a la cuarta parte, debido a la expansión del rayo. No era de extrañar, por tanto, que el comandante federal se acercara al blanco tanto como se lo permitía su coraje.

La fortaleza, carente de movilidad, se veía forzada a soportar todo el castigo propinado por las naves. Tras varios minutos de lucha, era ya imposible mirar hacia el sur sin protegerse los ojos de algún modo. De vez en cuando, las nubes de vapor desprendidas de la roca se elevaban hacia el cielo, para volver a caer sobre la superficie como una corriente luminosa. Al fin Wheeler pudo ver, a través de sus gafas oscuras y mediante maniobras de su tosco periscopio, algo casi increíble. Alrededor de la base de la fortaleza se iba extendiendo un lento círculo de lava, que derretía crestas y hasta pequeñas colinas como si se tratara de cera.

Aquel espectáculo sobrecogedor le hizo comprender, mejor que ninguna otra cosa, el aterrador poder de los armamentos que se estaban empleando a pocos kilómetros de allí. Bastaría el más insignificante reflejo de aquellas energías para aniquilar a los dos astrónomos; sus cuerpos durarían tanto como los de una polilla sobre la llama de gas oxídrico.

Las tres naves parecían moverse siguiendo un complejo trazado táctico, para desarrollar un máximo bombardeo sobre la fortaleza y, al tiempo, reducir la posibilidad del contraataque. En varias oportunidades, alguna de las naves pasó directamente sobre los astrónomos; en esos casos, Wheeler se retiraba tanto como podía dentro de la grieta, Jamieson, tras desistir en el intento de persuadirlo a no arriesgarse tanto, se había arrastrado a lo largo de la quebradura, en busca de un sitio más profundo y, mejor aún, con una buena superficie. Pero estaba lo bastante cerca como para apreciar la radiación y Wheeler no cesaba de describirle cuanto ocurría.

Era difícil creer que hubiesen transcurrido sólo algunos minutos desde el comienzo de aquel combate. Wheeler, al observar cautamente aquel infierno, notó que la hemisfera parecía haber perdido en parte su simetría. En un primer momento pensó que habría fallado uno de los generadores, de modo tal que ya no se podía mantener el campo de protección. Pero entonces vio que el lago de lava se extendía ya en un radio de un kilómetro y comprendió que los mismos cimientos de la fortaleza habían acabado por fundirse. Tal vez sus defensores no habían reparado en eso; el campo aislante que los defendía de una temperatura solar debía verse muy poco afectado por el discreto calor de la roca fundida.

Y entonces empezó a producirse algo muy extraño. Los rayos disparados por ambas partes dejaron de ser invisibles, pues la fortaleza no estaba ya en el vacío. En torno a ella, la roca hirviente soltaba enormes cantidades de gas, a través del cual los trayectos luminosos eran tan visibles como lo es en la Tierra el haz de un reflector en una noche neblinosa. Al mismo tiempo, Wheeler comenzó a notar una llovizna de diminutas partículas a su alrededor. Por un momento se sintió intrigado, pero acabó por comprender que el vapor de la roca estaba condensándose después de haberse elevado hacia lo alto. Parecía demasiado liviano para ser peligroso y no quiso advertir a Jamieson de lo que ocurría; no serviría más que para aumentar sus preocupaciones. Mientras la caída de polvo no fuera demasiado espesa, la aislación normal de los trajes podría soportarla. De cualquier modo, se habría enfriado bastante al llegar al suelo.

Aquella tenue y fugaz atmósfera que rodeaba la cúpula produjo otro efecto inesperado, consistente en relámpagos ocasionales descargados entre la tierra y el cielo, en los que se descargaban las enormes cargas estáticas acumuladas alrededor de la fortaleza. Habrían resultado muy espectaculares, de no perderse en el fondo de las nubes incandescentes que los generaban.

Wheeler, a pesar de estar acostumbrado a los eternos silencios de la Luna, experimentaba una sensación de irrealidad ante la total ausencia de sonido con que se producía aquel choque de fuerzas terribles.

A veces le llegaba una suave vibración, quizá causada por la caída de lava sobre la roca firme. Pero, aparte de eso, era como ver un programa televisivo cuando se corta el sonido.

Más tarde le parecería imposible haber cometido la tontería de exponerse a tales riesgos, pero en ese momento no sentía temor alguno: sólo una inmensa y excitada curiosidad. Sin saberlo, había sido presa del mortal atractivo de la guerra. Hay en el ser humano una fuerza fatal, opuesta a todos los dictados de la razón, que acelera el latir del corazón ante la visión del color desatado y ante la antigua música de los tambores.

Cosa extraña, Wheeler no se sentía en absoluto identificado con ninguna de las dos partes. En aquel estado de sobreexcitación, tenía la impresión de que todo aquello era un vasto espectáculo impersonal montado para su propio placer. Y sentía algo similar al desprecio por Jamieson, que se perdía todo aquello por buscar un sitio seguro.

Tal vez, la verdad fuera que, tras haber escapado del primer peligro, Wheeler se hallaba en un estado de entusiasmo similar a una borrachera, en donde cualquier idea de riesgo físico parece absurda. Había logrado salir de aquel terreno impracticable; ya nada podía hacerle daño.

Jamieson no tenía tal consuelo. Aunque era muy poco lo que veía de la batalla, experimentaba con mucha más profundidad todo su terror y su grandeza. Era demasiado tarde para lamentaciones, pero no cesaba de luchar con su conciencia. Estaba furioso con el destino por haberlo puesto en posición de decidir, con sus actos, la suerte de varios mundos. Se sentía igualmente furioso con la Tierra y con la Federación, por haber dejado que las cosas llegaran a tal punto. Y sufría profundamente al pensar en el futuro que esperaba, quizá, a la raza humana.

Wheeler nunca supo el motivo de que la fortaleza esperara tanto antes de usar su arma decisiva. Tal vez Steffanson (o quien estuviera a cargo de todo) aguardaba a que la ofensiva disminuyera, para correr entonces el riesgo de atenuar las defensas de la cúpula durante la fracción de segundos indispensable para lanzar su estilete.

El astrónomo lo vio surgir en línea recta hacia lo alto, como una sólida barra de luz lanzada hacia las estrellas. Recordó los rumores que habían circulado por el Observatorio: eso era, entonces, lo que se había visto destellar por encima de las montañas. No tuvo tiempo para reparar en que aquel fenómeno violaba increíblemente todas las leyes de óptica: sobre su cabeza pendían los restos de la nave estelar.

El rayo había atravesado a la Leteo como si no existiera: la fortaleza la había perforado como los entomólogos clavan un alfiler en una mariposa.

Ya fuera uno partidario de la Tierra o de la Federación, el espectáculo era terrible: las pantallas protectoras de la gran nave se desvanecieron súbitamente al fallar los generadores, dejándola indefensa y desprotegida allá en lo alto. De inmediato, las armas secundarias de la fortaleza hicieron presa en ella, arrancándole grandes trozos de metal y derritiendo su armadura, capa a capa. Después, lentamente, el vehículo comenzó a descender hacia la Luna, conservando aún su posición horizontal. Nadie sabrá jamás qué la detuvo: tal vez algún cortocircuito producido en sus controles, puesto que ningún miembro de la tripulación podía estar vivo aún. Lo cierto es que de pronto se desvió hacia el este en una trayectoria recta y larga. Para entonces, la mayor parte del casco se había fundido y el esqueleto de su armazón estaba casi completamente a la vista. Minutos después llegó el estallido, mientras se hundía fuera de la vista por detrás de las montañas Tenerife. Una aurora blanco-azulada parpadeó por un instante sobre el horizonte; Wheeler aguardó a que el impacto llegara hasta ellos.

Entonces, mientras dirigía la vista hacia el este, vio una línea de polvo levantada sobre la llanura; se encaminaba hacia él bajo la dirección de un viento poderoso. La vibración corría a través de la roca, arremolinando el polvo superficial, que se elevaba a gran altura ante su paso. Aquel muro silente que se aproximaba inexorablemente, a varios kilómetros por segundo, habría podido petrificar de terror a quien no conociera su causa. Sin embargo, era inofensivo; cuando la ola llegó hasta Wheeler, fue como si un leve terremoto hubiese pasado bajo sus pies. El velo de polvo redujo la visibilidad a cero durante varios segundos, antes de desaparecer tan velozmente como había llegado.

Cuando Wheeler volvió a buscar con la vista las dos naves restantes, las divisó a tanta altura que sus pantallas se habían reducido a dos bolitas de fuego contra el cénit. En un principio pensó que se batían en retirada; pero entonces las pantallas empezaron a expandirse, mientras las naves se lanzaban al ataque con asombrosa aceleración vertical. Por encima del fuerte, la lava alcanzada por los rayos se lanzó enloquecida hacia lo alto, como una torturada criatura viviente.

La Aqueronte y la Erídano resurgieron de sus descensos en picado a un kilómetro de la fortaleza. Permanecieron inmóviles por un instante, para regresar juntas al cielo. Pero la Erídano había sido mortalmente herida, aunque Wheeler sólo pudo ver que una de las pantallas protectoras disminuía a mucha menor velocidad. Con desolada fascinación, contempló la caída de la nave alcanzada, preguntándose si el fuerte volvería a emplear su enigmática arma, o si los defensores comprenderían que era innecesario.

A unos diez kilómetros de altura, las pantallas de la Erídano parecieron explotar y quedó desprotegida como un torpedo romo de metal negro, casi invisible contra el cielo. De inmediato, toda su pintura opaca y la armadura que ésta cubría desaparecieron, arrancadas por los rayos de la fortaleza. La gran nave, se volvió roja como una cereza y luego blanca. Giró sobre sí misma de tal modo que la proa quedó orientada hacia la Luna y se lanzó en un postrer picado. Wheeler tuvo la impresión de que se abalanza directamente hacia él; enseguida pudo ver que apuntaba a la fortaleza, obedeciendo la última orden de su capitán.

Fue un impacto casi directo. La nave agonizante se zambulló en el río de lava y explotó instantáneamente, envolviendo al fuerte en una creciente hemisfera de fuego. Aquél debía ser el fin, sin duda alguna. Se preparó para recibir la onda del impacto. El muro de polvo pasó nuevamente, esa vez hacia el norte. La sacudida fue tan violenta que estuvo a punto de hacerlo caer.

Nadie podía haber sobrevivido en el fuerte. Con cautela, bajó el espejo por el que había visto gran parte de la batalla y espió por encima del borde de la trinchera. Pero el paroxismo final aún no había llegado.

Parecía increíble: la cúpula estaba todavía allí, aunque parte de ella se veía como cercenada. Estaba inerte y sin vida, sus pantallas apagadas, exhaustas sus energías y probablemente huérfana de toda su guarnición. De todos modos, habían cumplido con su misión. No había señales de la restante nave federal. Se retiraba ya rumbo a Marte, con su armamento principal completamente inútil y sus equipos propulsores a punto de fallar. Ya no volvería a luchar; sin embargo, en las pocas horas de vida que le restaban, se vería llamada a cumplir otro papel.

—Todo terminó, Sid —dijo Wheeler, por la radio de su traje—. Ya puedes salir a mirarlo todo.

Jamieson emergió de una grieta a cincuenta metros de distancia, sosteniendo el detector de radiaciones.

—Todavía hace mucho calor aquí —gruñó entre dientes—. Cuanto antes nos vayamos, mejor.

—¿No será peligroso volver a Ferdinando para radiar…?

Wheeler se interrumpió. Algo ocurría en la cúpula.

En una explosión similar a una erupción volcánica, la tierra se abrió.

Un enorme géiser comenzó a brotar hacia el cielo, lanzando grandes cantos rodados a miles de metros de altura. Trepó rápidamente por encima de la superficie, dejando tras de sí un torbellino de humo y llovizna. Por un momento se irguió contra el cielo meridional, como un árbol increíble que intentara llegar a los cielos tras haber brotado del estéril suelo lunar. Por último, con la misma rapidez, se hundió en silencioso colapso y sus coléricos vapores se dispersaron por el espacio.

Los miles de toneladas de líquido espeso que mantenían abierta la perforación más profunda intentada por el ser humano acababan de entrar en ebullición, al filtrarse en la roca las energías de la batalla. La mina había hecho volar su parte superior, tan espectacularmente como cualquier pozo de petróleo de la Tierra, en clara demostración de que se podía producir una excelente explosión sin ayuda de la energía atómica.