CAPÍTULO XV

El doctor Carl Steffanson no perdió tiempo en preguntarse si era o no valiente. Nunca en su vida, hasta entonces, había sentido la necesidad de virtud tan primitiva como el coraje físico y se sintió agradablemente sorprendido por su propia calma ante la proximidad de la crisis. En cuestión de horas tal vez estuviera muerto. Aquella idea le causaba más fastidio que temor; le quedaba tanto trabajo por hacer, tantas teorías por probar… Sería maravilloso volver a la investigación científica, después de aquella lucha en la que llevaba ya dos años. Pero eso eran sólo ensoñaciones: por el momento sólo podía pensar en la supervivencia.

Abrió su portafolios y extrajo de él un fajo de diagramas y gráficos. Notó algo divertido que Wheeler miraba con franca curiosidad aquellos complejos circuitos y las etiquetas pegadas sobre ellos, con el membrete «SECRETO». Lo cierto es que ahora ya no había que preocuparse por la seguridad; además, el mismo Steffanson no habría podido acabar de entender esos circuitos de no haber sido su inventor.

Volvió a echar una mirada sobre la caja de madera para asegurarse de que estuviera en perfectas condiciones. Según todos los indicios, en ella descansaba el futuro de la humanidad. ¿Cuántos hombres habían tenido encomendada una misión como la suya? Sólo recordó dos ejemplos, ambos situados en la época de la Segunda Guerra Mundial. Un científico inglés había llevado, a través del Atlántico, una cajita que contenía el envío más valioso jamás llegado a las costas de Estados Unidos. Se trataba del primer magnetón de cavidad, invento que convertiría el radar en el instrumento clave de la guerra y acabaría con el poder de Hitler. Unos pocos años más tarde, un avión cruzó el Pacífico hacia la isla de Timan, transportando casi todo el uranio libre 235 que existía.

Sin embargo, ninguna de esas misiones, a pesar de su inmensa importancia, era tan urgente como la suya.

Steffanson se limitó a cambiar unas pocas palabras formales con Jamieson y Wheeler, agradeciéndoles su cooperación. Nada sabía sobre ellos, excepto que eran astrónomos del Observatorio y que se habían ofrecido como voluntarios para ese viaje. Dada su condición de científicos, debían sentir curiosidad por saber qué hacía allí y no le sorprendió que Jamieson entregara los mandos a su colega y se bajara del puesto de conductor.

—De aquí en adelante el camino no es tan malo —dijo—. Llegaremos a Operativo Tor en unos veinte minutos. ¿Le parece bien?

—Es mejor de lo que esperábamos cuando se acabó con aquella maldita nave —asintió Steffanson—. Tal vez le den una medalla especial por esto.

—No tengo interés —replicó Jamieson con bastante frialdad—. Sólo quiero hacer lo que sea correcto. Y usted, ¿está seguro de estar haciéndolo?

Steffanson le miró, sorprendido, pero en un instante se hizo cargo de la situación. Había tratado con personas de ese tipo entre los miembros más jóvenes de su personal. Todos aquellos idealistas se sometían a los mismos análisis interiores. Y todos se liberaban de ello con el tiempo, al madurar. A veces se preguntaba si era una bendición o una tragedia.

—Para contestarle, tendría que ser capaz de predecir el futuro —dijo con serenidad—. Nadie puede asegurar si, a la larga, sus actos conducirán al bien o al mal. Pero trabajo por la defensa de la Tierra y, si hay un ataque, será por parte de la Federación, no nuestra. Le convendría recordarlo.

—En cualquier caso, ¿acaso no lo hemos provocado?

—Quizás en cierto sentido; pero queda mucho por decir a favor de ambas partes. Ustedes creen que los federales son pioneros idealistas que construyen maravillosas civilizaciones nuevas en lejanos planetas. Pero olvida que también suelen ser duros y sin escrúpulos. No olvide que nos arrebataron los asteroides al negarse a embarcar mercaderías si no era a cambio de tarifas exorbitantes. Fíjese las dificultades que nos han causado para enviar naves más allá de Júpiter. ¡Si han puesto casi tres cuartas partes del Sistema Solar fuera de nuestro alcance! Si obtienen todo lo que desean, se volverán insoportables. Se han ganado un escarmiento y confiamos en poder dárselo. Es una pena haber llegado a tanto, pero no veo otra alternativa.

—¿Por qué no pone el noticiario? Me gustaría escuchar las últimas novedades.

Jamieson encendió el receptor y dirigió el sistema de antenas hacia la Tierra. Había mucho ruido proviniente del fondo solar, pues la Tierra estaba casi en línea con el Sol, pero el mismo poder de la estación hizo que el mensaje fuera perfectamente inteligible, sin indicios de borrarse.

Steffanson se sorprendió al notar que el cronógrafo del tractor estaba un segundo adelantado. Enseguida comprendió que lo habían regulado según aquel híbrido de nombre extraño: «hora lunar de Greenwich». La señal que acababa de escuchar había atravesado un abismo de 400.000 kilómetros desde la Tierra. Aquello sirvió para que recordara, con un estremecimiento, la inmensa distancia que lo separaba de su patria.

A continuación se produjo un silencio tan prolongado que Jamieson alzó el volumen para verificar si el aparato funcionaba todavía. Tras un minuto entero el locutor habló, tratando desesperadamente de que su voz fuera tan impersonal como siempre.

«Aquí la Tierra. La siguiente noticia viene de La Haya:

»La Federación Interplanetaria ha declarado al Gobierno de la Tierra que sus intenciones consisten en apoderarse de ciertas partes de la Luna y que cualquier intento de resistir esa acción será contrarrestado por la fuerza.

»Este Gobierno está tomando las medidas necesarias para preservar la integridad de la Luna. Tan pronto como sea posible se hará un nuevo anuncio. Por el momento, se recalca que no hay peligro inmediato, ya que no hay naves hostiles dentro de un radio de veinte horas de distancia con respecto a la Tierra.

»Aquí la Tierra. Estad alerta».

Se hizo un súbito silencio. Sólo el siseo de la onda y el crujido ocasional de la estática solar seguían surgiendo del altavoz. Wheeler había detenido el tractor para escuchar el anuncio y miró hacia abajo desde la pequeña plataforma del conductor. Steffanson tenía la vista clavada en los diagramas de circuitos extendidos sobre la mesa de mapas, pero era obvio que no los observaba. Jamieson aún tenía la mano en el control del volumen; no se había movido desde el comienzo de la transmisión. En ese momento, sin decir una palabra, trepó a la cabina del conductor y se hizo cargo del puesto.

Steffanson tuvo la impresión de que pasaron siglos entre ese momento y la advertencia de Wheeler:

—¡Ya casi hemos llegado! Mire bien hacia adelante. Se dirigió al puesto delantero de observación y contempló la superficie escabrosa y agrietada. «Y por ese lugar luchamos», se dijo con amargura. Pero aquél páramo de lava y polvo meteórico, naturalmente, era sólo un disfraz. La naturaleza había escondido bajo ella tesoros que habían supuesto al hombre doscientos años de búsqueda. Tal vez habría sido mejor no haberlos encontrado nunca.

Dos o tres kilómetros hacia delante, la gran cúpula metálica centelleaba bajo el Sol. Desde ese ángulo, tenía un aspecto sorprendente, pues la parte en sombras era tan oscura que resultaba casi invisible.

A primera vista la cúpula daba la impresión de haber sido dividida en dos partes por un cuchillo enorme. Todo aquel paraje parecía completamente desierto; sin embargo, y Steffanson lo sabía, el interior sería una colmena de febril actividad. Deseaba que sus asistentes hubiesen completado la instalación de los circuitos de energía y del submodulador.

Steffanson empezó a ajustarse el casco del traje espacial; no se había molestado en quitárselo al entrar en el tractor. Se ubicó detrás de Jamieson, agarrándose a un raíl para conservar el equilibrio.

—Ahora que estamos llegando —dijo—, lo mínimo que puedo hacer es explicarles lo que ha ocurrido. —Señaló con un gesto la cúpula, a la que se acercaban rápidamente—. Este lugar fue en principio una mina y todavía lo es. Hemos logrado hacer algo que nunca antes se hizo: perforar un agujero de cien kilómetros de profundidad a través de la corteza lunar, hasta riquísimos yacimientos de metal.

—¡Cien kilómetros! —exclamó Wheeler—. ¡Es imposible! Ningún hoyo podría mantenerse abierto; no resistiría la presión.

—Puede hacerse y ya se ha hecho —repitió Steffanson—. No tengo tiempo para explicarles la técnica ni tampoco la conozco en detalle. Pero recuerde que en la Luna se puede hacer una perforación seis veces más profunda que en la Tierra antes de que las paredes cedan. Sin embargo, eso es sólo parte de la historia. El verdadero secreto consiste en lo que hemos llamado «minas de presión». En cuanto se ha perforado el hoyo, se llena con aceite siliconado pesado, de igual densidad que las rocas. Así, por mucha profundidad que uno alcance, la presión es la misma en el interior que en el exterior y la tendencia de las paredes a derrumbarse queda anulada. Como casi todas las ideas simples, llevarla a la práctica ha exigido mucha habilidad. Todo el equipo de operación debe trabajar sumergido, bajo presiones enormes, pero ya estamos superando los problemas que ello supone y se cree que las cantidades de metal que podrán extraerse merecen tanto trabajo.

»La Federación supo esto hace dos años. Parece que ellos intentaron algo parecido, pero sin éxito. Por tanto, decidieron que, si no podían compartir este tesoro, tampoco nosotros lo tendríamos. Según parece, quieren forzamos a colaborar, pero no lo conseguirán.

»Ésos son los antecedentes, pero en estos momentos hay cosas mucho más importantes. Aquí también hay armas. Algunas están completas y han sido probadas; otras esperan los ajustes finales. Yo traigo los componentes claves para una que puede ser decisiva. Por esa razón, la Tierra quizá tenga con ustedes una deuda que jamás podrá pagar. No me interrumpan: ya estamos llegando y lo que quiero decirles es esto: la radio no dijo la verdad al hablar de veinte horas de seguridad. Eso es lo que la Federación quiere que pensemos y queremos que crean que nos han engañado. Pero hemos detectado sus naves, y están aproximándose a una velocidad diez veces mayor que la de cualquier vehículo conocido. Mucho temo que hayan descubierto algún método nuevo de propulsión… y espero que no lo hayan aprovechado también para nuevas armas. Sólo nos quedan tres horas hasta su llegada…, siempre que no aumenten la velocidad todavía más. Ustedes podrían quedarse, pero por su propia seguridad les aconsejo dar la vuelta y volver al Observatorio a toda velocidad. Si ocurre algo mientras ustedes todavía se hallan a descubierto, retírense tan pronto como puedan. Busquen una grieta, cualquier lugar donde estén protegidos y permanezcan allí hasta que todo haya terminado. Ahora, adiós y buena suerte. ¡Ojalá tengamos la oportunidad de volver a encontrarnos cuando esto haya terminado!

Steffanson desapareció dentro de la esclusa de aire, sin soltar su misteriosa caja, antes de que nadie le hubiese podido responder. Estaban ya bajo la sombra de la gran cúpula y Jamieson miró a su alrededor en busca de una apertura. Al fin reconoció el sitio por donde él y Wheeler habían entrado, y detuvo el motor de Ferdinando.

La puerta exterior del tractor se cerró de un golpe y enseguida se encendió el indicador de «Esclusa libre». Vieron que Steffanson corría hacia la cúpula; en perfecta sincronización, una puerta circular se abrió para permitirle la entrada y se cerró tras él.

El tractor estaba solo bajo la enorme sombra del edificio. No se veía señal alguna de vida, pero de pronto la estructura metálica de la nave comenzó a vibrar con una frecuencia que aumentaba progresivamente. Los medidores del panel de control describieron curvas fantásticas y las luces se amortiguaron. De repente todo terminó. Si bien parecía haber vuelto la normalidad, algún tremendo campo de fuerza había emergido de la cúpula y seguía expandiéndose hacia el espacio. Dejó en los dos hombres la sobrecogedora impresión de que poderosas energías esperaban la señal de salida. Comprendieron entonces la ansiedad contenida en el aviso de Steffanson. Todo el paisaje desierto parecía expectante.

El tractor, como un diminuto escarabajo, corría a través de la llanura curva, buscando la protección de las montañas distantes. Pero, aun allí, ¿podrían sentirse seguros? Jamieson lo dudaba. Recordaba las armas fabricadas doscientos años antes por la ciencia: debían ser sólo el fundamento de aquéllas que las artes marciales habría construido ahora. El paraje silente que le rodeaba, abrasado en esos momentos por el Sol del mediodía, podía saltar por los aires en poco tiempo bajo las radiaciones aún más feroces.

Condujo el tractor hacia adelante, hacia su propia sombra, en dirección a los terraplenes de Platón, que se erguían en el horizonte como alguna fortaleza ciclópea. Pero la verdadera fortaleza estaba detrás, preparando sus armas desconocidas para la dura prueba que debería soportar.