CAPÍTULO XIV

El Observatorio se había preparado para resistir un sitio de duración indefinida. En términos generales, la experiencia no resultaba tan frustrante como se podía suponer. Aunque los programas principales estaban interrumpidos, siempre quedarían las interminables tareas de deducir resultados, verificar teorías y escribir artículos que hasta entonces habían sido postergados por falta de tiempo. Muchos astrónomos bendecían aquella pausa y la cosmología experimentó varios adelantos fundamentales como consecuencia directa de la forzada quietud.

Según la opinión unánime, lo peor de todo aquello era la falta de noticias. ¿Qué estaba ocurriendo en realidad? ¿Se podía confiar en los boletines de la Tierra, que parecían tratar de calmar al público sin dejar de prepararlo para lo peor?

Por lo que se podía deducir, se esperaba alguna especie de ataque y el Observatorio tenía la mala suerte de estar muy cercano al punto de posible peligro. Tal vez la Tierra adivinaba en qué consistiría el ataque y lo cierto es que había hecho algunos preparativos para contrarrestarlo.

Los dos adversarios se rondaban mutuamente, cada uno reacio a dar el primer golpe y confiando en asustar al otro hasta inducirlo a capitular. Pero se había llegado demasiado lejos y ninguno podía retroceder sin enfrentarse a un fatal desprestigio.

Sadler sentía el temor de que ya se hubiese sobrepasado el punto desde el cual ya no fuera posible echarse atrás. Tuvo la certeza de ello cuando se supo, a través de la radio, que el Ministro de la Federación ante La Haya había presentado un verdadero ultimátum ante el Gobierno de la Tierra. Acusaba a éste de no cumplir con los cupos convenidos para metales pesados, de retener suministros deliberadamente, con propósitos políticos, y de ocultar la existencia de nuevos recursos. Si la Tierra no aceptaba parlamentar sobre la explotación de tales descubrimientos, la Federación actuaría de modo tal que ella tampoco pudiera utilizarlos.

Seis horas después del ultimátum, una emisión general fue radiada desde Marte a la Tierra por un transmisor de asombroso poder. Aseguraba al pueblo terrícola que no se le causaría daño alguno y que cualquier destrozo provocado en el Planeta Madre se debería a un infortunado accidente de guerra, del que sólo el Gobierno sería responsable. La Federación evitaría cualquier acto que pudiera dañar zonas pobladas y confiaba en que su ejemplo fuera imitado.

El Observatorio escuchó aquella transmisión con sentimientos confusos. En cuanto a su significado, no cabían dudas…; y también era indudable que el Mare Imbrium representaba, según los términos de la ley, una «zona no poblada». Uno de los efectos de la transmisión fue el de acrecentar las simpatías por la Federación, aún entre aquéllos que podían verse perjudicados por sus actos. Jamieson, en especial, empezó a mostrarse mucho menos cauteloso en la expresión de sus opiniones y llegó a hacerse bastante impopular. En verdad, al poco tiempo existían ya dos facciones distintas entre el personal del Observatorio. Por un lado, estaban quienes opinaban de modo bastante similar al de Jamieson (los más jóvenes, en su mayoría); para ellos la Tierra era reaccionaria e intolerante. En el bando opuesto, se hallaban los individuos asentados y conservadores, quienes siempre apoyaban automáticamente a quienes detentaban la autoridad, sin preocuparse mucho por las abstracciones morales.

Sadler escuchaba estas discusiones con gran interés, aun consciente de que el fracaso o el éxito de su misión había sido ya decidido, sin que pudiera hacer nada por alterarlo. Sin embargo, siempre existía la posibilidad de que el señor X, personaje quizá mítico, se volviera ahora descuidado y hasta intentara salir del Observatorio. Sadler había tomado ciertas precauciones para evitarlo, con la cooperación del director. Nadie podía utilizar trajes espaciales o tractores sin autorización y la base quedaba, de ese modo, cerrada de forma hermética. El vivir en el vacío tiene ciertas ventajas desde el punto de vista de la seguridad.

El estado de sitio del Observatorio había proporcionado a Sadler un pequeño triunfo, que parecía un comentario irónico a todos sus esfuerzos. Jenkins, su sospechoso de la sección Depósitos, fue arrestado en Central City. Al suspenderse el servicio de monorraíl, él estaba en la ciudad en misión muy poco oficial y fue apresado por los agentes que lo observaban debido a las sospechas de Sadler.

Los temores de Jenkins con respecto a Sadler tenían buenos fundamentos. Pero jamás había traicionado ningún secreto de Estado, dado que nunca tuvo acceso a ellos. Como muchos predecesores, se ocupaba de vender cosas pertenecientes al Gobierno.

Era un caso de justicia divina: su propia conciencia culpable lo había denunciado. Sin embargo, a pesar de que Sadler eliminaba con ello un nombre de su lista, la victoria le proporcionó muy poca satisfacción.

Las horas pasaban lentamente y los ánimos se iban alterando más y más. En lo alto, el Sol trepaba ya por el cielo matutino, muy por encima de la muralla occidental de Platón. Al aplacarse la primera conmoción de la emergencia, sólo quedó la frustración. Se intentó organizar un concierto, pero fue un fracaso y todos quedaron aún más deprimidos.

Puesto que nada parecía ocurrir, la gente empezó a subir nuevamente a la superficie, siquiera para echar un vistazo al cielo, a fin de comprobar que todo estaba bien. Algunas de esas excursiones clandestinas causaron a Sadler mucha ansiedad, pero logró convencerse de que eran bastante inocentes. El director acabó por reconocer aquella necesidad y permitió que un limitado número de personas subiera a las cúpulas de observación en determinados momentos del día.

Uno de los ingenieros de Energía organizó una competición; el ganador sería quien acertara la duración de aquel peculiar estado de sitio. Todo el mundo participó y Sadler, a modo de remota posibilidad, leyó concienzudamente la lista completa. Si alguien conocía la respuesta correcta, pondría mucho cuidado en no ganar. Al menos, así debía ser, en teoría. Aquel análisis no le reveló nada. Sadler acabó por preguntarse si sus procesos mentales no se estaban volviendo demasiado tortuosos. A veces tenía la horrible sensación de que jamás podría volver a pensar sin dar tantos rodeos a las cosas.

La espera concluyó precisamente cinco días después de la alarma. Allá, en la superficie, el mediodía estaba cercano y la Tierra se había reducido a una fina hoz, demasiado próxima al Sol y, por tanto, dañina a la vista. Pero los relojes del Observatorio indicaban la medianoche. Mientras Sadler dormía, Wagnall entró en su cuarto sin ceremonias.

—¡Despierte! —le dijo mientras Sadler se frotaba los ojos—. ¡El director lo llama!

Wagnall parecía fastidiado por verse obligado a oficiar de cadete y se quejó, echando sobre Sadler una mirada suspicaz:

—Ni siquiera a mí me ha dicho de qué se trata.

—Me parece que tampoco yo lo sé —replicó Sadler poniéndose bata.

Aquello era verdad; de camino a la oficina del director, especuló soñoliento sobre lo que podía haber pasado.

El profesor Maclaurin había envejecido mucho en pocos días. Ya no era el hombrecito fuerte y activo que había conocido, el que manejaba el Observatorio con mano de hierro. Hasta había un desordenado montón de documentos a un lado de su escritorio, en otros tiempos impecable.

En cuanto Wagnall, con obvio disgusto, hubo salido del cuarto, Maclaurin dijo bruscamente:

—¿Qué está haciendo Carl Steffanson en la Luna?

Sadler parpadeó, vacilando: aún no estaba del todo despierto. Por último, respondió sin mucha convicción:

—Ni siquiera sé quién es. ¿Lo conozco?

La expresión de Maclaurin reveló sorpresa y desencanto.

—Pensé que los suyos le habrían advertido de su llegada. Es uno de nuestros físicos más brillantes, dentro de su especialidad. Acaban de llamar de Central City para comunicar que ha alunizado; tenemos que llevarlo al Mare Imbrium con la mayor brevedad posible, hasta ese sitio llamado Operativo Tor.

—¿No puede ir por vía aérea? ¿Qué función os corresponde en el juego?

—Debía ir en cohete, pero el vehículo está averiado y no podrá ser utilizado hasta dentro de seis horas, cuanto menos. Por esa razón, lo enviarán hacia aquí en el monorraíl, para que lo llevemos en tractor por el último tramo. Me han pedido que designe a Jamieson para esa tarea. Es bien sabido que es el mejor conductor de tractores de la Luna…, y también es el único que ha llegado hasta Operativo Tor, sea lo que sea.

—Prosiga —dijo Sadler, adivinando a medias lo que oiría a continuación.

—No confío en Jamieson. No me parece prudente enviarlo con una misión tan importante.

—¿Hay alguien más capaz de cumplirla?

—En el tiempo de que disponemos, no. Es una tarea delicada; no se imagina usted lo fácil que es perderse.

—En ese caso, tendrá que ser Jamieson. ¿Por qué le parece poco prudente?

—Le he oído hablar en la sala comunitaria. ¡Usted también le habrá escuchado! No oculta en absoluto su simpatía por la Federación.

Sadler observaba a Maclaurin con toda atención. Por un momento le asaltó una sospecha: ¿acaso el director trataba de desviar la atención de su propia persona?

Aquella vaga desconfianza duró sólo un instante: no había necesidad de buscar motivos tan profundos a su irritación. Maclaurin estaba cansado, al borde del agotamiento, y aquello confirmaba la opinión de Sadler. A pesar de su fortaleza exterior, era tan pequeño en espíritu como en estatura. La frustración le hacía reaccionar con infantilismo: habían desorganizado sus planes, detenido sus programas y hasta su precioso equipo estaba en peligro. Todo aquello era culpa de la Federación, y quien no estuviera de acuerdo debía ser considerado como enemigo potencial de la Tierra.

Era difícil no sentir cierta simpatía por él. Sadler intuyó que estaba a punto de sufrir un colapso nervioso; había que tratarlo con mucho cuidado.

—¿En qué puedo ayudarlo al respecto? —preguntó, con el tono de voz menos comprometido que supo poner.

—Me gustaría saber si usted comparte mi opinión con respecto a Jamieson. Usted ha de haberlo estudiado bien.

—No se me permite expresar mis conclusiones —replicó Sadler—. Con demasiada frecuencia se basan en comentarios oídos y en impresiones personales. Pero creo que su misma franqueza es un punto a su favor. Como usted sabe, hay mucha diferencia entre disentir y traicionar.

Maclaurin guardó silencio por un rato. Por último meneó furiosamente la cabeza:

—Es demasiado riesgo. No aceptaré la responsabilidad.

Aquello presentaría dificultades. Sadler no tenía la menor autoridad allí y no podía invalidar las decisiones del Director. Nadie le había dado instrucciones; probablemente, quienes habían enviado a Steffanson hacia el Observatorio no sabían siquiera de su existencia. Los vínculos entre Defensa e Inteligencia Central no eran tan estrechos como convendría.

Sin embargo, aun sin instrucciones, su obligación estaba clara. Si Defensa quería enviar a una persona a Operativo Tor con tanta urgencia, tendría una buena razón y su deber era ayudar, aunque eso le obligara a abandonar su papel de observador pasivo.

—He aquí mi proposición, señor —dijo rápidamente—. Hable con Jamieson y descríbale la situación. Pregúntele si se ofrecería como voluntario. Yo escucharé la conversación desde el cuarto de al lado. Mi opinión es que, si se compromete a hacerlo, lo hará. De otro modo, se negará rotundamente. No creo que pretenda jugar sucio.

—¿Y usted dejará constancia de esto?

—Sí —replicó Sadler, impaciente—. Si me permite darle un consejo, trate de disimular sus sospechas. Sea cual sea su opinión, trate de mostrarse franco y amistoso.

Maclaurin lo pensó por un momento; después se encogió de hombros con resignación y oprimió la llave del micrófono.

—Wagnall —dijo—, haga venir a Jamieson.

Sadler, que esperaba en el cuarto inmediato, tuvo la sensación de que habían pasado horas enteras antes de que el altavoz transmitiera el ruido hecho por Jamieson al llegar. De inmediato oyó la voz de Maclaurin:

—Lamento interrumpir su descanso, Jamieson, pero tenemos un trabajo urgente. ¿Cuánto tardaría en llegar a Paso Panorámico con un tractor?

Sadler sonrió ante la clara exclamación de sorpresa; podía comprender muy bien los pensamientos de Jamieson. Paso Panorámico era el corredor que se abría a través de la pared sur de Platón, hacia el Mare Imbrium. Los tractores no pasaban por allí, sino por una ruta más fácil, aunque más larga, a unos pocos kilómetros de distancia en dirección al oeste. Sin embargo, las monocabinas pasaban por él sin dificultad y, si la iluminación era adecuada, los pasajeros podían contemplar allí uno de los más famosos panoramas de la Luna: la gran curva descendente hacia el Mare Imbrium, y el lejano colmillo de Pico en el horizonte.

—Apresurando las cosas, podría hacerlo en una hora. Son sólo cuarenta kilómetros, pero a través de un camino muy malo.

—Muy bien —replicó la voz de Maclaurin—. Acabo de recibir un mensaje de Central City en el que se me pide que usted se encargue de la misión. Saben que es el mejor conductor de que disponemos; y que ya ha estado allí.

—¿Adónde? —preguntó Jamieson.

—En Operativo Tor. Usted no conoce este nombre, pero así se llama. Es el sitio al que usted fue la otra noche.

—Prosiga, señor, le escucho —replicó Jamieson, con evidentes signos de tensión en la voz.

—La situación es ésta: hay un hombre en Central City que debe llegar a Operativo Tor inmediatamente. Debía ir en cohete, pero no es posible. Por tanto, lo enviarán hasta aquí en el monorraíl y usted, para ahorrar tiempo, le esperará fuera, en el Paso. Enseguida lo llevará campo a través hasta Operativo Tor. ¿Entendido?

—No del todo. ¿Es que los de Operativo Tor no pueden recogerlo con una de sus «orugas»?

Sadler se preguntó si aquello no sería una evasiva y concluyó que, por el contrario, era una pregunta muy razonable.

—Si echa una mirada al mapa —dijo Maclaurin—, verá que el único lugar apropiado para que un tractor se encuentre con el monorraíl es Paso Panorámico. Más aún: no hay ningún conductor entrenado allá, en Operativo Tor, por lo que parece. Van a enviar un tractor, pero con toda probabilidad usted habrá completado la misión antes de que ellos lleguen a Paso Panorámico.

Hubo una larga pausa; Jamieson debía estar estudiando el mapa.

—Estoy dispuesto a encargarme de la misión —dijo Jamieson—. Pero me gustaría saber de qué se trata.

«Ahora —se dijo Sadler— espero que Maclaurin haga lo que le dije».

—Muy bien —replicó el director—, está en su derecho, supongo. El hombre que va a Operativo Tor es el doctor Carl Steffanson. Tiene encomendada una misión vital para la seguridad de la Tierra. Eso es todo cuanto sé, pero no creo que sea necesario decir más.

Sadler aguardó inclinado sobre su altavoz; el silencio se prolongaba. Podía adivinar la decisión que Jamieson estaba tomando. El joven astrónomo estaba a punto de descubrir que criticar a la Tierra y condenar su política es fácil, siempre que el asunto no tenga importancia práctica, pero que es muy distinto escoger una línea de acción que pueda colaborar en su derrota. Sadler había leído en alguna parte que los pacifistas abundaban antes de que estallara la guerra; ahora, en cambio, quedaban muy pocos. Jamieson estaba descubriendo quién era el depositario de su lealtad, aun contra la lógica.

—Iré —dijo finalmente, en voz tan baja que Sadler apenas lo oyó.

—No lo olvide —insistió Maclaurin—, puede elegir libremente.

—¿De veras? —dijo Jamieson.

No había sarcasmo en su tono. Estaba pensando en voz alta y hablaba más para sí que para el director. Sadler pudo oír que éste hojeaba sus papeles.

—¿Quién será su copiloto? —le oyó decir.

—Llevaré a Wheeler. El vino conmigo la última vez.

—Muy bien. Vaya a advertirle y yo me pondré en contacto con Transportes. Y… buena suerte.

—Gracias, señor.

Sadler aguardó hasta que Jamieson cerró la puerta tras de sí y enseguida se reunió con el Director. Maclaurin levantó la vista cansinamente.

—¿Y bien? —preguntó.

—Salió mejor de lo que yo esperaba. Lo ha manejado muy bien.

No lo decía porque sí: estaba sorprendido por la habilidad con que Maclaurin había ocultado sus sentimientos. Aunque la entrevista no había sido exactamente cordial, tampoco había revelado una abierta enemistad.

—Me alegra mucho que Wheeler vaya con él —dijo Maclaurin—. En él se puede confiar.

A pesar de su preocupación, Sadler contuvo a duras penas una sonrisa. Sin lugar a dudas, la fe del director en Conrad Wheeler se debía principalmente a su descubrimiento de la Nova Draconis y a su reivindicación del Integrador de Magnitud Maclaurin. Pero ya no necesitaba pruebas para saber que los científicos, como cualquier otra persona, solían dejar que las emociones interfirieran en su lógica.

El altavoz del escritorio solicitó su atención:

—El tractor acaba de partir, señor. Las puertas exteriores se están abriendo.

Maclaurin miró automáticamente el reloj de pared.

—Se han movido con rapidez —dijo dirigiendo a Sadler una mirada sombría.

—Bien, señor Sadler, ya es tarde para arrepentirse. Sólo espero que usted esté en lo cierto.

* * *

Es difícil aceptar que conducir en la Luna durante el día es mucho menos agradable y hasta más arriesgado que conducir durante la noche. El implacable resplandor requiere el uso de pesados filtros de Sol y las renegridas manchas de sombra, que sólo desaparecen en raras ocasiones, precisamente cuando el Sol se encuentra en el cénit, suelen ser muy peligrosas. A menudo ocultan grietas imposibles de evitar para un tractor lanzado a gran velocidad. Conducir a la luz de la Tierra, en cambio, resulta mucho más descansado. El resplandor es mucho más suave y los contrastes menos marcados.

Jamieson se veía forzado a dirigirse hacia el sur, casi en dirección al Sol. A veces las condiciones eran tan malas que no le quedaba otro remedio zigzaguear salvajemente para evitar el resplandor de algunas rocas desnudas. Las zonas polvorientas eran menos dificultosas, pero éstas escaseaban más y más a medida que el suelo se elevaba hacia los bordes interiores de la montaña.

Wheeler no cometió la imprudencia de hablar a su compañero en esa parte de la ruta: la tarea de Jamieson requería demasiada concentración. Al fin se encontraron trepando hacia el Paso, avanzando entre curvas por las escabrosas cuestas que conducían a la llanura. Las estructuras de los grandes telescopios marcaban la ubicación del Observatorio, como frágiles juguetes sobre el horizonte lejano. Wheeler se dijo, con amargura, que en ellos se había invertido una enorme cantidad de tiempo, habilidad y trabajo. Y allá estaban, inútiles. Cuanto más, cabía esperar que, algún día, aquellos espléndidos instrumentos volvieran a utilizarse para observar los más recónditos lugares del universo.

Una cresta les impidió la vista de la llanura y Jamieson giró hacia la derecha, para cruzar un valle angosto. Hacia adelante, a lo lejos, la vía del monorraíl era ya visible sobre las cuestas; descendía en grandes curvas por la faz de la montaña. No había forma de llegar hasta allí con un tractor «oruga», pero, una vez fuera del Paso, no tendrían dificultades en acercarse hasta unos pocos metros de distancia.

Allí el terreno era demasiado escarpado y traicionero, pero había huellas dejadas por los conductores que habían pasado antes por allí, a modo de guía para los demás. Jamieson comenzó a utilizar con frecuencia los faros delanteros, pues debía cruzar muchas zonas de sombra. En general, prefería eso antes que el Sol directo, pues era mucho más fácil ver el terreno con los rayos móviles proyectados desde el techo de la cabina. Pronto Wheeler se hizo cargo de su operación; le fascinaba observar las manchas ovaladas de luz que se deslizaban por entre las rocas, dando un mágico efecto a la escena: allí, en el vacío casi perfecto, los rayos eran invisibles. La luz parecía provenir de la nada, como si no tuviera la menor conexión con el tractor.

Llegaron a Paso Panorámico en cincuenta minutos y comunicaron su posición al Observatorio. Desde allí deberían recorrer sólo unos pocos kilómetros, colina abajo, hasta llegar al lugar de la cita. La vía del monorraíl convergía hacia la ruta que llevaban y describía después una curva hacia el sur, más allá de Pico, similar a un hilo de plata que se perdiera de vista sobre la faz de la Luna.

—Bien —dijo Wheeler, satisfecho—, no les hemos hecho esperar. Me gustaría saber a qué se debe todo esto.

—¿No es obvio? —replicó Jamieson—. Steffanson es nuestro principal experto en física de radiaciones. Si va a haber guerra, ya puedes imaginar qué clase de armas se usarán.

—No lo he pensado mucho; nunca me pareció cosa para tomar en serio. Misiles teleguiados, supongo.

—Muy probablemente, pero deberíamos tener algo mejor que eso. Los hombres llevan siglos hablando de armas radioactivas. Si quisieran, en estos momentos podrían fabricarlas.

—¡No vas a decirme que crees en los rayos de la muerte!

—¿Y por qué no? Si recuerdas tus libros de historia, los rayos de la muerte mataron a miles de personas en Hiroshima. Y eso fue hace unos doscientos años.

—Sí, pero no es difícil acorazarse contra esa clase de cosas. ¿Te parece que puede causarse un verdadero daño físico por medio de un rayo?

—Dependería del alcance. Si estuviera a pocos kilómetros, yo diría que sí. Después de todo, podemos generar cantidades ilimitadas de energía. A esta altura deberíamos ser capaces de encaminarla toda en la misma dirección, si quisiéramos. Hasta ahora no hemos tenido motivos para hacerlo. Pero en este momento… ¿cómo saber lo que ocurre en los laboratorios secretos de todo el Sistema Solar?

Antes de que Wheeler pudiera responder, vio a lo lejos un punto centelleante, sobre la llanura. Se dirigía hacia ellos con increíble velocidad, alzándose sobre el horizonte como un meteorito. En pocos minutos se había convertido en el cilindro achatado de la monocabina, encorvada sobre su única vía.

—Será mejor que me baje a echarle una mano —dijo Jamieson—. Quizá sea la primera vez que usa un traje espacial. Y, además, traerá algún equipaje.

Wheeler se sentó en el sitio del conductor, mientras su amigo subía gateando por la roca hacia el monorraíl. Se abrió la puerta en la esclusa de aire del vehículo y un hombre se apeó por ella con cierta inestabilidad. Por sus movimientos, Wheeler adivinó de inmediato que nunca hasta entonces había estado en un sitio de baja gravedad.

Steffanson llevaba un grueso portafolios y una gran caja de madera que trataba con el mayor cuidado. Jamieson se ofreció a cargar con aquellos estorbos, pero el hombre se negó a separarse de ellos. Aparte de aquello, sólo llevaba una pequeña maleta de viaje, de la que Jamieson se hizo cargo sin que pusiera objeciones.

Las dos siluetas bajaron con dificultad la cuesta rocosa y Wheeler abrió la esclusa de aire para permitirles la entrada. Ya entregada su carga, el monoplaza giró hacía el sur y desapareció a toda velocidad por donde había venido. Al parecer, el conductor tenía mucha prisa por llegar a su casa. Wheeler nunca había visto circular aquellos vehículos a tanta velocidad y entrevió en aquello un síntoma de la tormenta que se estaba formando en aquel paisaje sereno y soleado. Sospechó que no sólo ellos tenían una cita en el Operativo Tor.

Y estaba en lo cierto. Allá lejos, en el espacio, a mucha altura sobre el plano donde giraban la Tierra y los planetas, el comandante de las fuerzas federales reunía su diminuta flota. Así como un halcón vuela en círculos sobre su presa antes de descender como una flecha hacia ella, así el comodoro Brennan, ex profesor de Ingeniería Eléctrica en la universidad de Hesperus, mantenía sus naves inmóviles sobre la Luna.

Esperaba una señal, confiando todavía en que no había de llegar.