CAPÍTULO XIII

Cada persona tiene su debilidad y no hay más que descubrirla. La de Jamieson era tan obvia que parecía deshonesto explotársela; pero Sadler no podía permitirse tales escrúpulos. Todos los del Observatorio consideraban que los cuadros del joven astrónomo eran motivo para una tranquila diversión y no lo alentaban en absoluto. Sadler, sintiéndose bastante hipócrita, comenzó a desempeñar el papel de simpático admirador.

Le había llevado algún tiempo ganarse la confianza de Jamieson para hacerlo hablar con franqueza. El proceso no se podía acelerar sin despertar suspicacias, pero Sadler había logrado grandes progresos con la simple técnica de apoyar a Jamieson cuando sus colegas se ensañaban con él; esto era común que ocurriera cada vez que presentaba un nuevo cuadro.

No fue tan difícil desviar las conversaciones del arte a la política, pues ésta se había convertido en uno de los grandes temas de preocupación. En realidad, cosa extraña, fue el mismo Jamieson quien formuló la pregunta que Sadler trataba de introducir. Según parecía, había estado pensando mucho, a su manera metódica, en el problema que preocupaba a todos los científicos, cada vez más, desde el nacimiento de la energía atómica.

—¿Qué haría usted —preguntó Jamieson bruscamente pocas horas después de que éste regresara de Central City— si se viera forzado a elegir entre la Tierra y la Federación?

—¿Por qué preguntármelo a mí? —replicó Sadler tratando de ocultar su interés.

—Se lo he preguntado a mucha gente —fue la respuesta.

Había en su voz cierta melancolía, el desconcierto de quien busca un guía en un mundo extraño y complejo. Enseguida agregó:

—¿Recuerda aquella discusión en la sala comunitaria, cuando Mays dijo que sólo un tonto podía creer en aquello de «Mi planeta, tenga razón o no»?

—Lo recuerdo —respondió Sadler, cauteloso.

—Creo que Mays tenía razón. La lealtad no es sólo cuestión de nacimiento, sino también de ideales. A veces, la moral y el patriotismo toman posiciones opuestas.

—¿Y qué lo ha inducido a pensar en estos asuntos?

—La Nova Draconis —fue la inesperada respuesta—. Acabamos de recibir los informes proporcionados por los observatorios de la Federación que están más allá de Júpiter. Los enviaron vía Marte y allí alguien agregó una nota; Molton me la mostró. No estaba firmada y era muy breve. Decía tan sólo que, pasara lo que pasara (y la frase estaba subrayada), se encargarían de que los informes siguieran llegando.

«Un conmovedor ejemplo de solidaridad científica», pensó Sadler; obviamente, había causado en Jamieson una profunda impresión. Cualquiera, fuera de los círculos científicos, habría considerado aquello como un incidente trivial. Pero tales nimiedades eran las que podían cambiar la opinión de un hombre en los momentos cruciales.

—No sé qué conclusiones saca usted de esto —dijo Sadler, con la sensación de estar patinando sobre una capa de hielo muy frágil—. Después de todo, nadie ignora que en la Federación hay muchos hombres tan honestos y bien intencionados como los de aquí. Pero no se puede gobernar un sistema solar dejándose llevar por las emociones. ¿Usted cree de veras que no tendría dudas si se produjera un enfrentamiento entre la Tierra y la Federación?

Hubo una larga pausa. Por último, Jamieson suspiró.

—No lo sé —contestó—. En verdad, no lo sé.

Era una respuesta totalmente franca y honesta. En lo que a Sadler concernía, eliminaba virtualmente a Jamieson de su lista de sospechosos.

* * *

El fantástico incidente del reflector encendido en el Mare Imbrium se produjo unas veinticuatro horas después. Sadler se enteró al reunirse con Wagnall para tomar el café de la mañana, tal como solía hacer cuando estaba cerca de la Administración.

—Aquí hay algo que ha de interesarle —le dijo Wagnall al verlo entrar en su oficina—. Uno de los técnicos de Electrotécnica estaba en la cúpula, admirando el panorama, cuando de pronto se vio un rayo de luz sobre el horizonte. Duró apenas un segundo y dice que fue de color blanco-azulado brillante. No cabe duda: proviene del sitio que visitaron Wheeler y Jamieson. Sé que los de Instrumentación han estado teniendo problemas con ellos y acabamos de verificar que sus magnetómetros dieron un salto fuera de escala hace diez minutos y se ha producido un severo temblor local.

—No veo cómo es posible que un reflector pueda causar todo eso —replicó Sadler muy sorprendido.

Pero entonces comprendió todo lo que implicaba aquella afirmación.

—¿Un rayo de luz? —exclamó—. ¡Pero si es imposible! No sería visible en este vacío.

—Exactamente —le respondió Wagnall disfrutando de su perplejidad—. Un rayo es visible sólo cuando pasa a través del polvo o del aire. Y éste era realmente potente, casi deslumbrante. William dijo: «Parecía una barra sólida». ¿Sabe qué es aquel sitio, en mi opinión?

—No —dijo Sadler, preguntándose hasta qué punto se aproximaría Wagnall a la verdad—, no tengo idea.

El Secretario pareció algo intimidado, como si tratara de explicar una teoría de la cual se sentía avergonzado en parte.

—Creo que es una especie de fortaleza. ¡Oh!, ya sé que suena novelesco, pero, si uno piensa las cosas, es la única explicación que concuerda con todos los hechos.

Antes de que Sadler pudiera replicar, o siquiera pensar una respuesta adecuada, se oyó la señal del escritorio y una hoja de papel surgió del teletipo. Era un formulario común de señales, pero contenía un punto nada común. Llevaba la banda carmesí que indicaba «Prioridad».

Wagnall lo leyó en voz alta, dilatando los ojos cada vez más:

URGENTE. AL DIRECTOR DEL OBSERVATORIO PLATÓN. DESMANTELE TODOS LOS INSTRUMENTOS DE SUPERFICIE Y TRASLADE TODO EQUIPO DELICADO BAJO TIERRA COMENZANDO POR LOS ESPEJOS GRANDES. SERVICIO DE MONORRAÍL SUSPENDIDO HASTA NUEVO AVISO. MANTENGA AL PERSONAL BAJO TIERRA DENTRO DE LO POSIBLE. DESTAQUE CARÁCTER PRECAUCIÓN, REPITO MEDIDAS DE PRECAUCIÓN. NO SE ESPERA PELIGRO INMEDIATO.

—Y eso parece ser todo —dijo Wagnall, lentamente—. Mucho temo que mi suposición estaba completamente en lo cierto.

* * *

Por primera vez, Sadler tuvo oportunidad de ver a todo el personal del Observatorio. El profesor Maclaurin subió al estrado ubicado en un extremo del salón principal, sitio donde tradicionalmente se producían los anuncios, los recitales musicales, los interludios dramáticos y otras formas de entretenimiento. Pero esta vez no se trataba de diversiones.

—Comprendo perfectamente —dijo Maclaurin, con amargura— lo que esto representa para vuestros programas. Sólo nos queda confiar en que este traslado sea totalmente innecesario y que podamos volver al trabajo dentro de pocos días. Pero, como es obvio, no podemos correr riesgos con nuestros equipos: los espejos de quinientos y de mil centímetros deben ser puestos a cubierto de inmediato. No tengo idea sobre cuál es el peligro que se avecina, pero, según parece, aquí estamos en una posición desventajosa. Si las hostilidades se producen, enviaré de inmediato mensajes a Marte y a Venus, para recordarles que ésta es una institución científica, que muchos de sus compatriotas han sido recibidos aquí como huéspedes de honor y que no tenemos la menor importancia desde un punto de vista militar. Ahora, les ruego que se reúnan con sus jefes de grupo para cumplir con las instrucciones con tanta rapidez y eficiencia como sea posible.

El director descendió del estrado. Pequeño como era, parecía ahora más reducido aún. En ese momento no había en la sala quien no compartiera sus sentimientos, por mucho que lo hubieran vituperado en el pasado.

—¿Puedo colaborar en algo? —preguntó Sadler, quien había quedado fuera de los planes urgentemente trazados en la emergencia.

—¿Alguna vez ha usado trajes espaciales? —preguntó Wagnall.

—No, pero podría probar.

Para desilusión de Sadler, el secretario meneó la cabeza.

—Demasiado peligroso; podría meterse en problemas y además no hay bastantes trajes. Pero podría ayudar en la oficina; tenemos que descartar todos los programas existentes y poner en marcha un sistema de dos guardias. Hay que cambiar todos los turnos y horarios y usted debe echarnos una mano.

«Eso es lo que pasa por ofrecerse voluntario», pensó Sadler. Pero Wagnall tenía razón: nada podía hacer él para ayudar a los equipos técnicos. En cuanto a su propia misión, probablemente sería de más utilidad en la oficina del Secretario que en ninguna otra parte, pues allí estarían los cuarteles de operación desde ese momento en adelante.

Aunque eso ya no importaba mucho, como se dijo Sadler, ceñudo. Si el señor X había existido alguna vez, si aún estaba en el Observatorio, podía descansar con la conciencia de haber hecho bien su trabajo.

* * *

Según se había decidido, algunos instrumentos deberían correr el riesgo. Eran los más pequeños, fácilmente reemplazables. La Operación Salvaguardia, como la llamó alguien inclinado a las nomenclaturas militares, debía concentrarse en los inapreciables componentes ópticos de los gigantescos telescopios y coelostatos.

Jamieson y Wheeler salieron con Ferdinando para recoger los espejos de los interferómetros, aquellos grandes instrumentos cuyos ojos gemelos, separados por veinte kilómetros, permitían medir los diámetros de las estrellas. En cualquier caso, la principal actividad se centraba en torno al reflector de mil centímetros.

Molton estaba al cuidado de ese equipo. El trabajo habría sido imposible sin el detallado conocimiento de los pormenores ópticos y técnicos de aquel telescopio. Habría sido imposible, aun con su ayuda, si el espejo hubiese estado constituido por una sola pieza, como el histórico instrumento que aún se erguía en el Monte Palomar. Ese espejo, en cambio, estaba compuesto por más de cien piezas hexagonales, ajustadas en un gran mosaico. Cada una podía ser desmontada para transportarla a lugar seguro, aunque era un trabajo lento y tedioso; necesitarían semanas enteras para volver a armar el espejo con la precisión necesaria.

Los trajes espaciales no han sido diseñados para ese tipo de trabajo y uno de los colaboradores, debido a la inexperiencia o a la prisa, dejó caer el extremo del espejo que sostenía, en el momento de sacado de su sitio. Antes de que nadie pudiera detenerlo, el gran hexágono de cuarzo fundido había tomado la velocidad suficiente como para astillarse en una de las esquinas. Aquél fue el único accidente óptico, lo cual, dadas las circunstancias, era digno de encomio.

Doce horas después de comenzadas las operaciones, regresó el último de los hombres, cansado y abatido, y se introdujo por la esclusa de aire. Sólo un proyecto de investigación continuaba en marcha: un telescopio simple seguía aún el lento declinar de la Nova Draconis, que se hundía en la extinción final. Con guerra o no, ese trabajo debía proseguir.

Cuando se anunció que ambos espejos estaban a salvo, Sadler subió a una de las cúpulas de observación. No sabía cuándo volvería a tener la oportunidad de contemplar las estrellas y la Tierra menguante y deseaba llevarse el recuerdo a su refugio subterráneo.

Hasta donde se podía apreciar, el Observatorio permanecía igual. El gran cilindro del reflector apuntaba directamente al cénit; lo habían puesto en dirección vertical para bajar hasta el suelo las celdillas del espejo. Sólo un golpe directo podría dañar su maciza estructura y debería correr los riesgos de las horas o días de peligro que se avecinaban.

Aún quedaban algunos hombres al descubierto; uno de ellos era el director: era tal vez el único hombre de la Luna que se podía identificar a pesar del traje espacial. Lo habían hecho especialmente a su medida y elevaba su estatura a un metro y medio.

Uno de los camiones abiertos utilizados para el traslado de equipo avanzaba hacia el telescopio, despidiendo pequeñas nubes de polvo. Se detuvo junto a la gran pista circular sobre la que se movía la estructura y las siluetas enfundadas en trajes espaciales lo abordaron torpemente. El vehículo giró hacia la derecha y desapareció bajo tierra al descender por la rampa que llevaba a las compuertas de la cochera.

La gran llanura estaba desierta; el Observatorio, ciego, con excepción de un instrumento fiel que apuntaba hacia el norte, en sublime desafío a las locuras humanas. En ese momento, el altavoz del único sistema de comunicaciones ordenó a Sadler salir de la cúpula; obedeció a desgana, dirigiéndose hacia las profundidades. ¡Ojalá hubiesen podido aguardar un ratito!; en pocos momentos más, las paredes occidentales de Platón recibirían el toque de los primeros dedos de la aurora lunar. Era una pena que nadie estuviera allí para saludarla.

* * *

La Luna se volvía lentamente hacia el Sol, como jamás podría volverse hacia la Tierra. El filo del día iba trepando por montañas y llanuras, alejando el inimaginable frío de la noche larga. Toda la cara occidental de los Apeninos estaba ya iluminada y el Mare Imbrium escalaba hacia la aurora. Pero Platón estaba aún en tinieblas, sólo alumbrado por el resplandor de la Tierra menguante.

Un grupo de estrellas esparcidas apareció súbitamente a poca altura, hacia el oeste. Las espiras más altas del gran muro circular empezaron a captar el Sol; minuto a minuto, la luz se esparció por los flancos, hasta enhebrarlos en un collar de fuego.

Ahora el Sol brillaba claramente a través del vasto círculo del cráter, mientras las murallas del este se alzaban hacia la aurora. Cualquier observador, en la Tierra, habría visto a Platón como un anillo luminoso completo en torno a un charco de sombra negra como la tinta. Aún pasarían horas hasta que el Sol pudiera franquear las montañas para someter los últimos baluartes de la noche.

Cuando aquella barra de luz blanco-azulada destelló brevemente por segunda vez, hacia el sur, no hubo ojos que la vieran. Así convenía a la Tierra. La Federación había descubierto muchas cosas, pero todavía quedaban algunas que descubría acaso demasiado tarde.