El hombre del traje azul dijo:
—No tengo razones para suponer que alguien sospeche de usted, pero sería difícil encontrarnos en Central City sin llamar la atención. Hay demasiada gente y todo el mundo conoce a todo el mundo. Le sorprendería saber cuánto cuesta gozar de cierta privacidad.
—¿No parecerá extraño que yo venga aquí? —preguntó Sadler.
—No. Casi todos los visitantes lo hacen, si les es posible. Es como ir a las cataratas del Niágara: nadie quiere perdérselo. Y es comprensible, ¿verdad?
Sadler se mostró de acuerdo. Tenía ante sí un espectáculo ante el cual nadie podía sentirse desilusionado, que superaría siempre a toda publicidad. Aun en ese momento, no se le había borrado la terrible impresión de asomarse a aquel balcón. No era difícil comprender por qué algunas personas se sentían físicamente incapaces de llegar hasta ese punto.
Estaba de pie sobre la nada, encerrado en un cilindro transparente que sobresalía del borde del cañón. Como única garantía de seguridad, contaba con una pasarela metálica bajo los pies y una endeble barandilla. Sus nudillos se aferraron a aquel pasamanos.
La quebrada Hyginus figuraba entre las mayores maravillas de la Luna. De extremo a extremo media más de trescientos kilómetros y en algunos puntos su anchura llegaba a los cinco. No se podía considerar propiamente como un cañón, sino como una serie de cráteres intercomunicados, que se abrían en dos ramas a partir de un vasto pozo central. Tal era la puerta por donde el ser humano había alcanzado los tesoros ocultos de la Luna.
Sadler logró al fin contemplar sin estremecerse aquellas profundidades. Por debajo, a lo que parecía una infinita distancia, algunos insectos extraños se arrastraban lentamente hacia atrás, hacia adelante, en pequeños charcos de luz artificial. Parecía un grupo de cucarachas sobre el que se hubiera encendido una antorcha.
Sin embargo, Sadler sabía que aquellos diminutos insectos eran grandes máquinas en funcionamiento, allá en el fondo del cañón. Desde allí se veía sorprendentemente lleno, a muchos miles de metros; según parecía, la lava se había volcado en la grieta poco después de formarse ésta para enfriarse en un pétreo río enterrado.
La Tierra, casi en el cénit, iluminaba el inmenso muro opuesto. El cañón se extendía a derecha e izquierda hasta donde alcanzaba la vista; a veces, la luz verde-azulada que caía sobre la roca provocaba una asombrosa ilusión óptica. Sadler, al mover la cabeza con rapidez, podía imaginar que miraba hacia el centro de una gigantesca catarata, precipitada eternamente hacia las profundidades de la Luna.
Cruzando la superficie de esa catarata subían y bajaban los baldes con metales, llevados por cables invisibles. Sadler los había visto alejarse de la quebrada por otros cables colgados en lo alto y sabía que su tamaño superaba la altura de un hombre. Pero en ese momento parecían pequeñas cuentas deslizadas lentamente por un alambre, mientras transportaban sus cargas a las distantes plantas de fundición. Era una pena que llevaran tan sólo sulfuro, oxígeno, silicona y aluminio; sería preferible tener menos elementos livianos y mayor abundancia de los metales pesados.
Pero había ido allí en plan de negocios, no para extasiarse con el panorama como los turistas. Sacó las notas codificadas de su bolsillo y comenzó su informe.
No le llevó tanto tiempo como habría deseado. Era imposible adivinar si aquel resumen, tan poco terminante, complacía o disgustaba a su interlocutor. Tras meditarlo un momento, éste comentó:
—¡Ojalá pudiera brindarle más ayuda! Pero usted sabe hasta qué punto estamos escasos de personal. Las cosas se están poniendo difíciles; si se producen problemas, será en los próximos diez días. En Marte pasa algo raro, pero no sabemos qué es. La Federación ha estado construyendo al menos dos naves de diseño muy extraño y creemos que las están probando. Por desgracia, no se puede ver nada; sólo nos llegan ciertos rumores carentes de sentido, pero que han alertado a Defensa. Le digo esto para proporcionarle más datos. Nadie aquí debe saber nada y, si usted escucha algún comentario al respecto, significará que alguien tiene acceso a la información reservada.
—Ahora veamos su lista de sospechosos provisionales. Veo que ha anotado a Wagnall, pero para nosotros está fuera de esto.
—Está bien, lo pasaré a la lista B.
—En cuanto a Brown, Lefevre y Tolanski…, la verdad es que no tienen contactos aquí.
—¿Está seguro?
—Bastante. Emplean sus horas libres en ocupaciones totalmente alejadas de la política.
—Así me parecía —comentó Sadler, permitiéndose el lujo de una sonrisa—. Los borraré también.
—Ahora, este Jenkins, de Depósitos. ¿Por qué insiste en vigilarlo?
—No tengo la menor prueba contra él. Pero me parece el único que objetó mis actividades oficiales.
—Bien, seguiremos observándolo por nuestra parte. Viene a la ciudad con bastante frecuencia, pero tiene una buena excusa: hace la mayor parte de las compras locales. Eso deja cinco hombres en la lista A. ¿No?
—Sí, y francamente me sorprendería que fuese alguno de ellos. Sobre Wheeler y Jamieson ya hemos discutido. Sé que Maclaurin sospecha de Jamieson desde aquel viaje al Mare Imbrium, pero yo no comparto esa opinión. De cualquier modo, fue exclusivamente idea de Wheeler.
—Luego están Benson y Carlin. Sus esposas vienen de Marte y ellos siempre discuten cuando se comentan las noticias. Benson es electricista del Departamento de Mantenimiento Técnico y Carlin es asistente médico. Se podría decir que tienen algún motivo, pero no lo suficientemente importante. Más aún, los dos resultarían demasiado obvios como sospechosos.
—Bueno, aquí hay otro nombre que nos gustaría incluir en su lista A… Molton.
—¿El doctor Molton? —exclamó Sadler con sorpresa—. ¿Alguna razón particular?
—Nada serio, pero ha viajado a Marte varias veces en misiones astronómicas y tiene allí algunos amigos.
—Nunca habla de política, le he abordado una o dos veces y simplemente no me pareció interesado. No creo que se reúna con mucha gente en Central City: parece estar completamente absorbido por su trabajo y creo que sólo va a la ciudad para ponerse en forma en el gimnasio. ¿Tiene alguna otra cosa?
—No, lo lamento. Éste es todavía un caso a medio resolver. En algún lugar existe una filtración, tal vez en Central City. Los informes sobre el Observatorio pueden ser una estratagema. Como usted dice, es muy difícil descubrir cómo alguien puede pasar información. Los monitores radiales no han detectado nada, salvo unos pocos mensajes personales e inocentes.
Sadler cerró su agenda y la apartó con un suspiro. Echó un nuevo vistazo hacia las profundidades vertiginosas sobre las cuales estaba suspendido precariamente. Las cucarachas se arrastraban con energía alejándose de la base del acantilado; de pronto, una lenta marcha pareció extenderse a través de la pared inundada de luz. ¿A qué distancia estaba? ¿Dos kilómetros? ¿O tres? Una bocanada de humo surgió a lo lejos y se dispersó en el vado. Sadler comenzó a contar los segundos para calcular la distancia de la explosión y llegó hasta doce antes de recordar que estaba malgastando sus esfuerzos. Si eso hubiese sido una bomba atómica, él no hubiera escuchado nada desde allí.
El hombre de azul ajustó la correa de su cámara, saludó a Sadler con una inclinación de cabeza y volvió a ser nuevamente un perfecto turista.
—Deme diez minutos para poder alejarme —dijo—, y recuerde que no me conoce si volvemos a encontrarnos.
Sadler se sintió algo molesto por esta última advertencia. Después de todo, no era tan novato: había operado activamente durante casi un medio día lunar.
La actividad en el pequeño café de la estación Hyginus era escasa y Sadler estaba prácticamente solo en el lugar. La incertidumbre general había desanimado a los turistas y aquéllos que se encontraban ocasionalmente en la Luna regresaban a sus hogares apenas obtenían plazas en el transporte espacial. En principio, hacían lo correcto, puesto que de haber problemas éstos se producirían allí. Nadie creía verdaderamente que la Federación atacase la Tierra y destruyese millones de vidas inocentes. Tales barbaridades pertenecían al pasado, o al menos ésa era la esperanza. ¿Pero cómo se podía estar seguro? ¿Quién sabía lo que ocurriría si se declarase la guerra? La Tierra era estremecedoramente vulnerable.
Por un momento Sadler quedó ensimismado en su nostalgia y lamentándose de su propia suerte. Se preguntó si Jeanette se imaginaba dónde se encontraba; no estaba seguro, ahora, de que fuese lo mejor. Esto sólo serviría para aumentar sus preocupaciones.
Junto a su taza de café —que aún pedía mecánicamente a pesar de que no había encontrado en la Luna ninguno que valiese la pena beber—, meditó la información que su contacto desconocido le había proporcionado. No era muy valiosa y estaba aún buscando a tientas en la oscuridad. La advertencia sobre Molton había sido sin duda una sorpresa, y no la tomó con demasiada seriedad. Había un aire de honradez en el astrofísico que hacía que fuese difícil pensar en él como en un espía. Pero Sadler sabía que era fatal fiarse de tales intuiciones y, a pesar de sus propios sentimientos, ahora vigilaría más a Molton. Sin embargo apostó consigo mismo a que esto no conduciría a nada.
Sadler pasó revista a todos los datos que podía recordar sobre el jefe de la sección de espectroscopia. Sabía ya sobre los tres viajes de Molton a Marte. La última visita se había producido más de un año atrás, pero el propio director había estado allí aún más recientemente. Por otra parte, no había dentro de la fraternidad interplanetaria de astrónomos un solo miembro del plantel superior que no tuviese amigos tanto en Marte como en Venus.
¿Existía alguna característica fuera de lo común en Molton? Ninguna que Sadler pudiese recordar, además de su curiosa frialdad, que contrastaba con una real calidez interna. Estaba también, por supuesto, esa graciosa y conmovedora costumbre del «lecho de flores», como había escuchado a alguien bautizarla. Pero, si se dedicaba a la investigación de tan inocentes excentricidades, nunca llegaría a nada.
Existía, sin embargo, una cosa en que tal vez valiera la pena profundizar. Había tomado nota del negocio donde Molton compraba las reposiciones; era prácticamente el único sitio que visitaba además del gimnasio, y alguno de los agentes especializados de la ciudad podía husmear un poco en el lugar.
Convencido por tales reflexiones y pensando que no había dejado de lado ninguna posibilidad, Sadler pagó su cuenta y caminó a través del corto corredor que comunicaba el café con la estación casi desierta.
Tomó el ramal corto que regresaba a Central City encima de terrenos de increíble relieve, más allá de Triesnecker. Durante casi todo el trayecto, el monorraíl se cruzaba con los cántaros cargados provenientes de Hyginus y con los que regresaban allí vacíos. Aquellos cables de tantos kilómetros de longitud proporcionaban el medio más barato y más práctico de transporte…, siempre que no hubiera prisa por entregar la mercancía. Sin embargo, poco después de que las cúpulas de Central City aparecieran en el horizonte, los postes cambiaron de dirección, orientándose hacia la derecha, para encaminarse hacia las grandes plantas químicas que, directa o indirectamente, vestían y alimentaban a todos los seres humanos residentes en la Luna.
Ya no se sentía extraño en la ciudad y recorrió cada una de las cúpulas con la seguridad de un viajero experimentado. Lo primero debía ser un buen corte de pelo, ya bastante postergado; uno de los cocineros del Observatorio ganaba algún dinero adicional como peluquero, pero Sadler, tras haber visto los resultados, prefería limitarse a los profesionales. Después tocaría llamar al gimnasio para un turno de quince minutos en el centrífugo.
Como de costumbre, el local estaba lleno; el personal del Observatorio quería mantenerse en condiciones de vivir en la Tierra, por si se les ocurría regresar. Varias personas aguardaban turno para entrar en el centrífugo, de modo que Sadler dejó sus ropas en un casillero y fue a nadar un rato, hasta que el silbido menguante del motor le reveló que la gran máquina aguardaba una nueva carga de pasajeros. Notó, con irónica diversión, la presencia de dos sospechosos pertenecientes a la lista A (Wheeler y Molton) y al menos siete de los de la B. Pero lo último no era sorprendente: el noventa por ciento del personal figuraba en esa ingrata lista que, de necesitar un título se habría llamado: «Personas lo suficientemente inteligentes y activas como para actuar a modo de espías, sobre las cuales no existe la menor evidencia».
El centrífugo tenía espacio para seis ocupantes; algún ingenioso dispositivo de seguridad le impedía ponerse en marcha a menos que la carga estuviera debidamente equilibrada. Se negó a cooperar hasta que un hombre obeso, situado a la izquierda de Sadler, cambió su posición con el hombre delgado que estaba frente a él. Entonces el motor comenzó a tomar velocidad y el gran tambor, con su carga humana, ligeramente ansiosa, empezó a girar sobre su eje.
Mientras la velocidad aumentaba, Sadler sintió que su peso también iba creciendo. La dirección de la vertical también iba variando, dirigiéndose hacia el centro del tambor. Aspiró profundamente y trató de levantar los brazos; le parecieron plomo.
El hombre que estaba a su derecha se puso en pie y empezó a caminar hacia atrás y hacia adelante, sin sobrepasar las líneas blancas que demarcaban cuidadosamente su territorio. Todos los demás estaban haciendo lo mismo: resultaba extraño observarlos así, de pie sobre una superficie que, desde el punto de vista de la Luna, era perfectamente vertical. Pero estaban sujetos a ella por una fuerza seis veces mayor que la débil gravedad lunar, una fuerza igual al peso que habían tenido en la Tierra.
No era una sensación agradable. A Sadler le parecía casi imposible haber pasado su existencia completa, hasta hacía muy poco, en un campo gravitatorio de tal poder. Era de presumir que volvería a habituarse a ella, pero por el momento se sentía tan débil como un gatito. Se sintió realmente feliz cuando el centrífugo aminoró la marcha y pudo ir disponiéndose para la suave gravedad de la Luna amiga.
Se alejó de la ciudad en el monorraíl, cansado y algo descorazonado. El Sol, escondido todavía, tocaba los picos más altos de las montañas occidentales, dejándose entrever el nuevo día; ni siquiera aquello logró animarlo. Llevaba allí más de diez días terrestres y la prolongada noche lunar estaba llegando a su fin. Sin embargo, le aterraba pensar en lo que podía traer el día naciente.