La Nova Draconis decaía; ya no apagaba con su luz la de todos los soles de la galaxia. Pero en los cielos de la Tierra relucía aún más que Venus en todo su esplendor y tal vez pasarían mil años antes de que los seres humanos volvieran a ver algo igual.
Aunque estaba muy próxima, según la escala de las distancias estelares, su distancia era tan grande que su magnitud visible no variaba al cruzar todo el ancho del Sistema Solar. Brillaba con igual esplendor sobre las tierras de fuego de Mercurio y en los glaciales nitrogenados[4] de Plutón. Y, a pesar de su transitoriedad, había hecho que el ser humano apartara el pensamiento de sus propios asuntos, por un instante, para pensar en las realidades últimas.
No fue por mucho tiempo. La fiera luz violácea de la mayor nova conocida en la historia resplandecía sobre un sistema dividido, sobre planetas que, habiendo superado la etapa de las mutuas amenazas, se preparaban ya para los hechos.
Los preparativos estaban mucho más adelantados de lo que la gente pensaba. Ni la Tierra ni la Federación habían sido francos con sus pueblos. En los laboratorios secretos, los hombres dedicaban a la destrucción aquellas herramientas que les habían otorgado la libertad del espacio. Aunque los adversarios habían trabajado de forma independiente, era inevitable que elaboraran armas similares, pues se basaban en la misma tecnología.
Además, cada parte contaba con sus espías y sus contraespías; cada una sabía, al menos por aproximación, qué armas podía estar preparando la otra. Tal vez hubiera algunas sorpresas (cualquiera de las cuales podría ser decisiva), pero, en términos generales, los antagonistas estaban en las mismas condiciones.
En un aspecto, la Federación llevaba una gran ventaja. Podía ocultar sus actividades y sus investigaciones y pruebas entre los satélites y los asteroides dispersos, donde era imposible descubrirlos. La Tierra, por el contrario, no podía lanzar una simple nave sin que la información llegara a Marte y a Venus en cuestión de minutos.
La gran incertidumbre que torturaba a cada una de las partes era la eficacia de su espionaje. Si se llegaba a la guerra, sería una guerra de aficionados. Los servicios secretos requieren una larga tradición, aunque quizá no muy honorable: no se puede entrenar a un espía de la noche a la mañana; aun si fuera posible, sería muy difícil lograr esa especie de instinto especial que caracteriza a un verdadero espía.
Nadie sabía esto mejor que Sadler. A veces se preguntaba si sus colegas desconocidos, diseminados por todo el Sistema Solar, se sentirían igualmente frustrados. Sólo quienes estaban en la plana mayor podían ver el cuadro completo… o algo aproximado. Nunca hasta entonces había comprendido el aislamiento en que debe trabajar un espía, la horrible sensación de estar solo, de que en nadie se puede confiar ni descargar las penas. Desde su llegada a la Luna, no había hablado (al menos sabiéndolo) con otro miembro de la Central de Inteligencia. Todos sus contactos con la organización habían sido impersonales e indirectos. Sus informes de rutina (los cuales, para cualquier lector casual, habrían parecido sólo análisis muy tediosos de la contabilidad del Observatorio) eran transportados por el monorraíl diario hasta Central City; apenas si tenía idea de lo que pasaba después con ellos. Por el mismo medio le llegaban algunos mensajes y el circuito de teletipo estaba a su disposición para casos de verdadera urgencia.
Esperaba con ansias el primer encuentro con otro agente, convenido desde hacía varias semanas. Aunque difícilmente sería de algún valor práctico, serviría para levantarle un poco la moral, cosa bastante necesaria.
Sadler había conseguido familiarizarse con los principales aspectos de los servicios administrativos y técnicos, al menos hasta donde le resultó satisfactorio. Había visto (desde una respetuosa distancia) el corazón ardiente de la micropila que constituía la principal fuente de energía para el Observatorio. Había contemplado los grandes espejos de los generadores solares, que esperaban pacientemente la salida del Sol; llevaban años fuera de uso, pero era agradable saber que allí estaban para casos de emergencia, dispuestos a aprovechar los ilimitados recursos del mismo Sol.
La granja del Observatorio fue lo más asombroso y fascinante para él. Resultaba extraño en esa época de maravillas científicas, de cosas sintéticas y artificiales por aquí y por allá, que la naturaleza tuviese aún productos insuperables. La granja formaba parte integral del sistema de aire acondicionado y ofrecía su mejor aspecto durante el largo día lunar. Cuando Sadler la visitó, varias líneas de lámparas fluorescentes proporcionaban un sustituto de luz solar; las grandes ventanas, que saludarían a la aurora cuando el Sol se levantara sobre el muro occidental de Platón, estaban por el momento cubiertas por persianas metálicas.
Aquello podía parecer cualquier invernadero terráqueo bien cuidado. El aire circulaba lentamente por las hileras de plantas, despojándose del dióxido de carbono, para emerger, no sólo más rico en oxígeno, sino también en esa indefinible frescura que los químicos no han logrado igualar.
Allí Sadler recibió como regalo una manzana pequeña, pero muy madura, totalmente cultivada en la Luna. La llevó a su cuarto para disfrutarla a solas; ya no le sorprendía que todo el mundo tuviera prohibida la entrada a la granja, con excepción de quienes la atendían. Cualquier visitante que recorriera aquellos corredores verdes habría tomado los árboles por asalto.
La sección de Señales constituía un absoluto contraste. Allí estaban los circuitos que conectaban al Observatorio con la Tierra, con el resto de la Luna y también, en caso necesario, con el resto de los planetas. Era el punto más peligroso. Todo mensaje, recibido o transmitido, pasaba por un control y los hombres que operaban el equipo habían sido analizados una y otra vez por Seguridad. Dos miembros del personal habían sido transferidos a trabajos de menor responsabilidad, sin que se conociese el motivo. Más aún (y Sadler lo ignoraba): una cámara telescópica, ubicada a treinta kilómetros de distancia, fotografiaba cada minuto los grandes dispositivos transmisores que el Observatorio utilizaba para comunicaciones de larga distancia. Si se daba el caso de que alguno de los transmisores apuntara en una dirección no autorizada, aunque sólo fuera por un instante, el hecho se sabía de inmediato.
Los astrónomos, sin excepción, se mostraban muy dispuestos a hablar de su trabajo y explicar el funcionamiento de sus equipos. Si alguna de las preguntas formuladas por Sadler les llamaba la atención, no daban señales de ello. Por su parte, él se esmeraba en no salirse de su papel. Utilizaba la técnica de decir las cosas francamente, cara a cara: «Claro que ésta no es mi especialidad, pero tengo mucho interés en la astronomía y me gustaría ver cuanto sea posible mientras esté en la Luna. Si en este momento usted está muy ocupado, por supuesto…». Siempre resultaba, como una fórmula mágica.
Wagnall solía arreglar las cosas de antemano, para allanarle el camino. El secretario se había mostrado tan comedido que, en un primer momento, Sadler se preguntó si no sería por salvaguardarse; más adelante averiguó que Wagnall era así: una de esas personas que siempre tratan de causar una buena impresión, debido a que necesitan estar en buenas relaciones con todo el mundo. Debía resultarle muy desalentador trabajar con alguien tan frío como el profesor Maclaurin.
El núcleo del Observatorio estaba constituido, naturalmente, por el telescopio de mil centímetros: el mayor instrumento óptico fabricado por el ser humano. Estaba en la cima de un pequeño otero, a cierta distancia de la zona residencial; su aspecto era más imponente que estético. El enorme cilindro estaba rodeado por una estructura en forma de caballete que controlaba su movimiento vertical y todo el armazón podía rotar en sentido circular.
—No se parece en nada a los telescopios de la Tierra —explicó Molton, mientras contemplaban la llanura desde la cúpula de observación más cercana—. El tubo, por ejemplo. Está hecho de modo que podemos trabajar durante el día; si fuera diferente, la luz del Sol se reflejaría en el espejo, proyectada por la estructura de apoyo. Eso arruinaría la observación y el calor distorsionaría el espejo. Exigiría horas reubicarlo. Los grandes reflectores terrestres no tienen tantos problemas; se utilizan sólo por la noche…, cuando se utilizan.
—No estaba seguro de que aún funcionara alguno de los observatorios terráqueos —comentó Sadler.
—¡Oh, quedan unos pocos! Casi todos son centros de enseñanza, por supuesto. Es imposible realizar una verdadera investigación astronómica en aquella atmósfera, que parece sopa de legumbres. Fíjese, por ejemplo, en mi especialidad: la espectroscopia ultravioleta. La atmósfera terrestre es completamente opaca a las longitudes de onda que me interesa estudiar. Nadie las observó hasta que salimos al espacio. A veces me maravillo de que la astronomía haya podido originarse allá en la Tierra.
—Esa estructura me resulta extraña —observó Sadler, pensativo—. Se parece más a una pistola que a cualquiera de los telescopios que he visto.
—Muy correcto. No se han preocupado por construir un montaje ecuatorial. Hay una computadora automática que lo mantiene sobre el curso de cualquier estrella que escojamos. Pero bajemos y le mostraré qué pasa en el otro extremo, donde se trabaja.
El laboratorio de Molton era un fantástico laberinto de equipos a medio montar, todos desconocidos para Sadler. Su guía se mostró muy divertido.
—No tiene por qué avergonzarse. Casi todos han sido diseñados y construidos aquí; siempre estamos a la búsqueda de mejoras. Pero, hablando en términos vulgares, lo que ocurre es esto: la luz del espejo grande (aquí estamos directamente debajo de él) pasa por ese tubo hasta aquí. En este momento no puedo hacerle una demostración, pues están tomando fotografías y hasta dentro de una hora no empieza mi turno. Pero, cuando estoy trabajando, puedo escoger cualquier parte del cielo que prefiera desde este puesto de control remoto y fijar en él el instrumento. Después, sólo me queda analizar la luz con estos espectroscopios. No podrá ver cómo funcionan, lo siento, porque están totalmente blindados. Cuando se emplean, es necesario hacer el vacío en todo el sistema óptico, porque, como acabo de mencionarle, una mínima cantidad de aire bloquea los rayos ultravioleta más lejanos.
Sadler tuvo, de pronto, una idea incongruente.
—Dígame —inquirió, echando una mirada sobre el embrollo de cables, calculadoras electrónicas con sus baterías y atlas de trazados espectrales—, ¿alguna vez ha mirado a través de este telescopio?
—Nunca —le respondió Molton, devolviéndole la sonrisa—. No habría muchos inconvenientes, pero no tendría razón de ser. Todos estos grandes telescopios son supercámaras. ¿Y quién va a mirar a través de una cámara?
Sin embargo, el Observatorio tenía telescopios por los cuales se podía mirar sin tantos problemas. Algunos de los menores estaban equipados con cámaras televisivas que podían ponerse en posición cuando era necesario, para buscar cometas o asteroides de ubicación desconocida. Una o dos veces, Sadler se las compuso para obtener en préstamo uno de esos instrumentos y recorrió los cielos al azar, a fin de ver qué encontraba. Marcaba una posición en el tablero de control remoto y luego miraba la pantalla para descubrir lo que había enfocado. Acabó por aprender el uso del Almanaque astronáutico; jamás olvidaría el momento en que estableció las coordenadas correspondientes a Marte y lo vio aparecer en medio del campo visual.
Contempló entre sentimientos confusos aquel disco verde y ocre, que llenaba la pantalla casi por completo. Uno de los casquetes polares estaba levemente dirigido hacia el Sol: era el principio de la primavera y las grandes tundras heladas empezaban a fundirse lentamente tras el implacable invierno. Contemplado desde el espacio, era un planeta hermoso, pero presentaba condiciones adversas para construir una civilización. No era de extrañar que sus tozudos hijos comenzaran a perder la paciencia para con la Tierra.
La imagen del planeta era increíblemente nítida y clara. Flotaba en el campo de visión sin el menor temblor, sin vacilaciones. Sadler, que cierta vez lo había contemplado a través de un telescopio terráqueo, pudo entonces apreciar por sí la liberación experimentada por la astronomía al dejar la atmósfera. Los observadores de la Tierra habían estudiado Marte durante décadas, con instrumentos más poderosos que ése, pero no les había alcanzado la vida entera para divisar cuanto él estaba viendo en unas pocas horas. La distancia era la misma; en realidad, el planeta estaba en ese momento bastante alejado de la Tierra. La diferencia consistía en que su visión no se veía empañada por los vaivenes y estremecimientos de la atmósfera.
Cuando hubo examinado Marte a su completa satisfacción, enfocó a Saturno. La misma belleza del espectáculo lo dejó sin aliento: parecía imposible que aquello fuera creación de la naturaleza y no alguna perfecta obra de arte. El gran globo amarillo, ligeramente achatado en los polos, pendía en el centro de su intrincado sistema de anillos. Las difusas bandas y sombras de las perturbaciones atmosféricas resultaban claramente visibles, aun a través de dos mil millones de kilómetros. Y, más allá de los cinturones concéntricos formados por sus anillos, se podían contar al menos siete de los satélites de ese planeta.
Sabía que el foco de la cámara televisiva, en su operación instantánea, no podía rivalizar con la paciente placa fotográfica; aun así, buscó también por entre las nebulosas distantes y los grupos de estrellas. Dejó que el campo de visión vagara a lo largo de aquella atestada ruta de la Vía Láctea, deteniendo la imagen cuando aparecía alguna constelación de especial belleza o una nube de polvo brillante. Tras un rato, se sintió arrebatado por el infinito esplendor de los cielos. Necesitaba algo que lo volviera al terreno de los asuntos humanos. Y volvió el telescopio a la Tierra.
Era tan enorme que, aun utilizando la potencia mínima, sólo pudo abarcar una parte de ella en la pantalla. La parte iluminada disminuía con rapidez, pero hasta la parte oscura del disco estaba llena de interés. Allá abajo, en la noche, incontables puntos fosforescentes marcaban la posición de las ciudades; y allá abajo estaba Jeanette, ahora dormida, pero tal vez soñando con él. Al menos, estaba seguro de que había recibido su carta: su respuesta intrigada, pero prudente, le había devuelto la confianza, aunque revelaba una soledad y un reproche callado que se le clavaron en el corazón. Tal vez él había cometido un error, después de todo. A veces lamentaba amargamente la cautela convencional que rigiera el primer año de su vida matrimonial. Como casi todas las parejas de aquel planeta superpoblado que giraba ante sus ojos, habían esperado a estar seguros de su compatibilidad como pareja antes de embarcarse en la aventura de la paternidad. En esa época, quienes tenían hijos sin llevar varios años de casados se exponían a un verdadero estigma social: eso se consideraba prueba de precipitación e irresponsabilidad.
Ambos querían hijos y, puesto que esas cosas podían resolverse de antemano, tenían intenciones de comenzar con un varón. Para entonces, Sadler debió hacerse cargo de aquella misión y comprendió por primera vez toda la seriedad de la situación interplanetaria. No daría vida a Jonathan Peter para enfrentarlo a tan incierto futuro.
En épocas anteriores, pocos hombres habrían dudado por tal razón. Por el contrario, la posibilidad de la propia extinción había aumentado, con frecuencia, sus deseos de buscar la única inmortalidad accesible a los seres humanos. Pero el mundo llevaba doscientos años en paz; si se producía entonces la guerra, el complejo y frágil esquema de la vida terrestre podía hacerse trizas. Y una mujer tendría pocas posibilidades de sobrevivir si tenía la carga de una criatura.
Tal vez se estaba poniendo demasiado melodramático; no debía permitir que los temores le anularan el sano juicio. Si Jeanette hubiese conocido los hechos, no habría vacilado en correr el riesgo. Pero él no podía decirle todo con franqueza y no quiso aprovecharse de su ignorancia.
Era demasiado tarde para lamentarse: todo lo que amaba estaba allí, en aquel globo dormido del que lo separaba el abismo del espacio. Sus pensamientos habían descrito un círculo completo. Desde las estrellas había viajado hasta el ser humano, cruzando los inmensos desiertos del cosmos, para llegar al solitario oasis del alma humana.