CAPÍTULO X

La voz del locutor sonaba profunda, culta y sincera. Había viajado a través del espacio durante varios minutos, lanzada por entre las nubes de Venus, en un lazo de doscientos millones de kilómetros hasta la Tierra, para ser retransmitida desde allí hasta la Luna. Y, a pesar de aquel inmenso viaje, seguía siendo clara y limpia, casi libre de interferencias y distorsiones.

—La situación, aquí, ha empeorado desde mi último comentario. En los círculos oficiales nadie quiere dar opiniones, pero la prensa y la radio no son tan reticentes. He regresado esta mañana de Hesperus y las tres horas que llevo aquí han sido suficientes para calibrar la opinión pública.

»Debo hablar con toda franqueza, aunque con ello preocupe a nuestra gente. La Tierra no goza en estos sitios de mucha popularidad. Se oye hablar con mucha frecuencia de “el perro del hortelano”. Se tienen en cuenta las necesidades de abastecimiento, pero también se piensa que los planetas fronterizos sufren muchas necesidades mientras la Tierra malgasta gran parte de sus recursos en lujos superfluos. Daré un ejemplo: ayer se supo que la dotación de Mercurio ha perdido cinco hombres debido a un defecto en los dispositivos acondicionadores de temperatura colocados en una de las cúpulas. El control de temperatura falló y cayeron bajo la lava; una muerte nada placentera. Si el fabricante no hubiera estado escaso de titanio, tal cosa no habría ocurrido.

»Naturalmente, no se puede culpar a la Tierra por esto. Pero, por desgracia, ustedes volvieron a reducir el suministro de titanio hace una semana y las partes interesadas se encargan de que el público lo tenga en cuenta. No puedo ser más explícito, pues no quiero que corten mi transmisión, pero ustedes saben a quienes me refiero.

»No creo que la situación empeore, a menos que se ponga en juego algún otro factor. Pero supongamos, y aquí he de aclarar que lo hago sólo a modo de hipótesis, que en la Tierra se pretendiera localizar nuevas fuentes de metales pesados. En las profundidades oceánicas aún no exploradas, por ejemplo, o en la misma Luna, a pesar de las desilusiones sufridas en el pasado.

»Si algo así ocurriera y la Tierra tratara de reservarse el descubrimiento, las consecuencias podrían ser graves. Es muy correcto decir que la Tierra estaría en su derecho. Pero los argumentos legales no pesan mucho cuando se lucha, por ejemplo, contra una atmósfera de alta presión en Júpiter, o cuando se trata de descongelar los satélites helados de Saturno. Mientras disfrutan de sus cálidos días primaverales y sus pacíficas noches de verano, no olviden que tienen la fortuna de vivir en la región templada del Sistema Solar, donde el aire no se hiela y las rocas no se funden.

»¿Cómo actuaría la Federación en una situación semejante? Si lo supiera, no puedo decirlo. Sólo puedo hacer ciertas suposiciones. Me parece absurdo hablar de una guerra en el sentido anticuado. Cada una de las partes podría causar serios daños a la otra, pero ninguna evaluación de fuerzas resulta terminante. La Tierra tiene demasiados recursos, aunque peligrosamente concentrados. Y posee casi todas las naves del Sistema Solar.

»La Federación tiene la ventaja de su dispersión. ¿Cómo haría la Tierra para librar una lucha simultánea contra cinco o seis planetas y satélites, por mal equipados que éstos puedan estar? El problema del suministro sería insalvable.

»Si llegáramos a la violencia (Dios no lo quiera), podrían producirse súbitas incursiones en puntos estratégicos, llevadas a cabo por vehículos especialmente equipados, que se retirarían al espacio después de cada ataque. Hablar de invasiones interplanetarias es pura fantasía. Por cierto, la Tierra no tiene el menor interés en apoderarse de los planetas. Y la Federación, aunque quisiera imponerle su voluntad, no tiene ni hombres ni naves suficientes para un asalto en gran escala. Según mi punto de vista, el peligro inmediato radica en que se produzca algo similar a un duelo (cada uno puede imaginar dónde y cómo), al intentar una de las partes impresionar a la otra con su poder. Pero a quienes estén pensando en una guerra limitada y caballeresca, les advierto que las guerras fueron rara vez limitadas; caballerescas, ¡jamás! Adiós, Tierra. Ha sido Patrick Beynon, hablándoles desde Venus.

Alguien extendió la mano y apagó la radio, pero nadie parecía con ganas de iniciar la inevitable discusión. Por último Jansen, de Energía, dijo con admiración:

—Beynon tiene agallas, hay que admitirlo. No se ha mordido la lengua. No sé cómo autorizaron esta transmisión.

—Creo que habló con mucho sentido —contestó Mays, el sumo sacerdote de Informática, con su estilo mesurado, tan en contraste con la deslumbrante velocidad de sus máquinas.

—¿De qué lado está usted? —preguntó alguien con suspicacia.

—¡Oh, soy amistosamente neutral!

—Pero está a sueldo de la Tierra. ¿A quién apoyaría en caso de conflicto?

—Bueno, eso dependería de las circunstancias. Me gustaría apoyar a la Tierra, pero me reservo el derecho de usar mi propio criterio. Quienquiera que haya dicho aquello de «Mi planeta, tenga razón o no», fue un idiota. Estaría de parte de la Tierra si ésta estuviera en lo cierto, y probablemente le otorgaría el beneficio de la duda en caso de incertidumbre. Pero, si sus motivos me parecieran errados, no la apoyaría.

Se produjo un largo silencio, mientras todos meditaban estas palabras. Sadler había observado atentamente a Mays, mientras éste hablaba. Sabía que todos respetaban su honestidad y su lógica. Si hubiese estado trabajando activamente contra la Tierra, nunca se habría expresado directamente. Pero ¿habría dicho otra cosa de saber que un agente de contraespionaje estaba sentado a dos metros de él? Probablemente no habría cambiado una palabra.

—Pero veamos —dijo el ingeniero en jefe, bloqueando, como de costumbre, el fuego sintético—, aquí no se trata de estar equivocado o en lo cierto. Cualquier cosa que se descubra en la Tierra o en la Luna está a nuestra disposición para hacer de ello lo que nos plazca.

—Sin duda. Pero no olvide que hemos estado recurriendo a nuestros cupos de suministro, dijo Beynon. La Federación ha contado con ellos para elaborar sus planes. Si rechazamos los acuerdos por carecer del material, es una cosa. Pero sería algo muy distinto disponer de él y no entregarlo a la Federación.

—¿Y qué razones tendríamos para hacer algo así?

Fue Jamieson quien contestó, cosa que nadie esperaba:

—Por temor. Nuestros políticos temen a la Federación. Saben que cuenta con más cerebros, que un día puede gozar de mayor poder. En ese caso, la Tierra quedaría en un plano secundario.

Antes de que nadie pudiera contradecirlo, Czuikov, del Laboratorio de Electrónica, lanzó un nuevo desafío.

—He estado pensando —dijo— en esa transmisión que escuchamos. Sabemos que Beynon es un hombre bastante honesto, pero hay que tener en cuenta que transmitía desde Venus, con permiso de sus gentes. Quizá su charla encierra más de lo que el oído puede captar.

—¿A qué se refiere?

—Puede estar difundiendo propaganda para ello. Tal vez sin querer; pueden haberle dado instrucciones de decir que ellos querían que les escucháramos. Por ejemplo, habló de ataques sorpresivos; quizá fue para asustarnos.

—Es una idea interesante. ¿Qué piensa usted, Sadler? Ha sido el último en venir desde la Tierra.

Ese ataque frontal tomó a Sadler por sorpresa, pero devolvió diestramente la pelota.

—No creo que la Tierra se asuste por tan poco. Pero lo que me interesó fue su referencia a posibles fuentes nuevas de recursos descubiertas en la Luna. Parece que se están difundiendo los rumores.

Aquello era una indiscreción deliberada por parte de Sadler. Sin embargo, la indiscreción no era tanta, pues nadie en el Observatorio ignoraba que: a) Wheeler y Jamieson habían tropezado con algún extraño proyecto del Gobierno, allá en el Mare Imbrium; b) que se les había ordenado no hablar al respecto. Sadler tenía especial interés en ver sus reacciones. Jamieson tomó un aire de intrigada inocencia, pero Wheeler tragó el anzuelo sin vacilaciones.

—¿Qué esperaba? —dijo—. Medio mundo ha visto que esas naves descendían en el Mare Imbrium. Y debe de haber cientos de hombres trabajando allí. No es posible que todos hayan ido de la Tierra; irán a Central City y contarán todo a sus mujeres en cuanto tomen unas copas de más.

«Cuánta razón tiene —pensó Sadler—, y qué dolor de cabeza representa ese problemita para los de Seguridad».

—De cualquier modo —continuó Wheeler—, mi opinión al respecto está libre de prejuicios. Pueden hacer lo que quieran allí, mientras no interfieran con lo mío. Viendo las cosas desde fuera, sólo se puede adivinar que esto cuesta al pobre contribuyente una buena suma de dinero.

Un hombrecito gentil tosió suavemente; era de Instrumentación, donde Sadler había pasado un par de horas esa misma mañana, viendo telescopios de rayos cósmicos, magnetómetros, sismógrafos, relojes de resonancia molecular y otros mil artefactos que almacenaban información con tanta rapidez que nadie podía analizarla.

—No sé si ellos interferirán con lo suyo, pero a mí me están haciendo pasar las de Caín.

—¿Y por qué? —preguntaron todos a un mismo tiempo.

—Hace media hora eché una mirada a los medidores de potencia de campos magnéticos. Por lo común, el campo es bastante estable, salvo cuando hay tormenta, y siempre sabemos cuándo se aproxima alguna. Pero en este momento ocurre algo extraño. El campo no deja de subir y de bajar; no es mucho, apenas unos cuantos microgaus; estoy seguro de que se trata de algo provocado. He controlado todo el equipo del Observatorio y todos juran que nadie ha estado jugando con imanes. Se me ocurrió que nuestros amigos, los de Mare Imbrium, podían ser los culpables y eché un vistazo a otros instrumentos para salir de dudas. No encontré nada raro hasta llegar a los sismógrafos. Como ustedes saben, tenemos un telemétrico en la pared sur del cráter. Ha sido golpeado por todas partes. Algunas de las irregularidades parecen explosiones como las que aparecen siempre en Hyginus y en las otras minas. Pero también se presentan sacudidas muy peculiares, casi sincronizadas con las pulsaciones magnéticas. Teniendo en cuenta la diferencia cronométrica provocada por la roca, la distancia coincide. No me caben dudas sobre el punto de origen.

—Resulta interesante esta investigación —comentó Jamieson—, pero ¿adónde nos conduce?

—Quizá quepan muchas interpretaciones. Pero yo diría que allá, en el Mare Imbrium, alguien está generando un colosal campo magnético, cuyas pulsaciones duran cerca de un segundo cada una.

—¿Y los selenemotos?

—Son sólo una consecuencia. Hay aquí mucha roca magnética; supongo que debe de dar una buena sacudida cuando se pone en marcha ese campo. Probablemente nadie notaría el temblor, aún estando en el sitio donde se origina, pero nuestros sismógrafos son tan sensibles que pueden detectar la caída de un meteorito a veinte kilómetros.

Sadler escuchó con gran interés la discusión técnica resultante. Si tantas mentes privilegiadas se ocupaban de analizar los hechos, era inevitable que alguno descubriera la verdad…, e igualmente inevitable que otros la rebatieran con sus propias teorías. Eso no era importante; él sólo debía interesarse por cualquier posible muestra de curiosidad o de conocimientos especiales por parte de alguien.

No se produjo y Sadler siguió frente a sus tres desoladoras premisas: el señor X era mucho más inteligente que él; el señor X no estaba allí; el señor X no existía.