Sadler lo había previsto, pero de nada sirvió cuanto hizo por evitarlo. Le había llevado varios días de relaciones públicas el derribar las barreras de cortés suspicacia con que todo el mundo lo trataba a su llegada. Tras lograr que la gente se volviera amistosa y comunicativa, había sido posible avanzar un poco. Pero ahora parecían lamentar su anterior franqueza y el camino volvía a hacerse cuesta arriba.
Conocía los motivos. Por cierto, nadie sospechaba el verdadero motivo que lo llevara allí, pero era de conocimiento general que el regreso del director, lejos de limitar sus actividades, había enaltecido su posición. El Observatorio era una verdadera caja de resonancia poblada de ecos, donde los rumores y los chismes viajaban a velocidades apenas inferiores a la de la luz y allí resultaba difícil guardar un secreto. Debía de haberse corrido la voz de que Sadler era más importante de lo que parecía; sólo restaba confiar en que pasara mucho tiempo antes de que nadie adivinara su verdadera importancia.
Hasta el momento había limitado su atención a la sección administrativa, en parte por mera política, pues ése era el modo en que debía actuar, según su papel. Pero el Observatorio, en realidad, existía para los científicos y no para los cocineros, mecanógrafas, contables y secretarias, por muy especiales que éstos fueran.
Si había un espía en el Observatorio, Sadler estaba frente a dos problemas principales. La información no es de utilidad para un espía, a menos que pueda transmitirla a sus superiores. El señor X había de disponer no sólo de contactos que le pasaran el material, sino también de una vía de comunicación con el exterior.
Físicamente, los medios para salir del Observatorio eran tres: en monorraíl, en un tractor o a pie. Este último medio no parecía ser el adecuado; en teoría, cualquier persona podía caminar unos pocos kilómetros para entregar un mensaje, cumpliendo con una entrevista previamente acordada. Pero tal conducta sería muy peculiar y no dejaría de llamar la atención; en ese caso, sería muy fácil averiguar, entre el reducido personal de Mantenimiento, quién utilizaba regularmente los trajes. Cada entrada o salida a través de las esclusas de aire había de quedar registrada, aunque Sadler dudaba de que esa regla se obedeciera estrictamente.
Los tractores ofrecían más posibilidades pues su radio de acción era más amplio. Sin embargo, si el espía empleaba ese medio, debía de contar con un cómplice: por razones de seguridad, nadie podría salir solo con uno de ellos y esa regla no se quebraba jamás. Naturalmente, existía el extraño caso de Jamieson y Wheeler. En ese momento se estaban investigando activamente sus antecedentes y Sadler recibiría el informe en breve. Pero su conducta, aunque irregular, había sido demasiado abierta para resultar sospechosa.
Eso daba, como última posibilidad, el monorraíl hacia Central City. Todo el mundo lo utilizaba, como media, una vez por semana. Las posibilidades para intercambiar mensajes eran allí interminables; en ese mismo instante, varios «turistas» establecían contacto sin ningún disimulo, haciendo toda clase de descubrimientos interesantes sobre la vida privada del personal del Observatorio. Sadler no podía hacer mucho al respecto, salvo proporcionar listas de los que visitaban la ciudad con más frecuencia.
Lo mismo ocurría con las líneas físicas de comunicación. Sadler las eliminó por completo. Un científico podía utilizar otros medios más sutiles. Cualquier miembro del Observatorio podía armar un transmisor de radio y los lugares para ocultarlo eran incontables. Los monitores, en su paciente vigilancia, no habían detectado nada, pero tarde o temprano el señor X cometería un error.
Mientras tanto, Sadler debía averiguar qué hacían los científicos. El curso acelerado de astronomía y de física que tomó antes de ir allí no le valía para comprender realmente el trabajo del Observatorio, pero al menos podía hacerse una idea general. Y, con suerte, podría eliminar unos cuantos sospechosos de su lista, desalentadoramente larga.
* * *
La sección de Informática no lo demoró mucho tiempo. Las máquinas impecables permanecían en silenciosa meditación tras sus paneles de vidrio, mientras las muchachas alimentaban con cintas perforadas sus fauces insaciables. En un cuarto contiguo e insonorizado los equipos informáticos atronaban el ambiente, imprimiendo interminables columnas e hileras de números. El doctor Mays, jefe de la sección, hizo cuanto pudo para explicarle tales funciones, pero fue inútil. Aquellas máquinas habían dejado muy atrás cosas tan elementales como la integración, los cosenos y los logaritmos, dignos de un jardín de infantes; operaban con entidades matemáticas de las cuales Sadler nada sabía y resolvían problemas cuya sola formulación le resultaba incomprensible.
Aquello no le preocupó demasiado: había visto cuanto quería. Todo el equipo principal estaba sellado y bajo cerradura; sólo los ingenieros de Mantenimiento podían entrar allí, una vez por mes. Por cierto, Sadler no tenía nada que hacer en ese sitio y se alejó en silencio, como de un templo.
En el taller de óptica, pacientes artesanos tallaban el vidrio con precisión de micrones, utilizando una técnica no alterada durante siglos. Aquello le fascinó, pero no le ayudó en su búsqueda. Echó una mirada sobre las bandas de interferencias producidas por el choque de ondas luminosas; las vio escabullirse enloquecidas hacia atrás y hacia adelante, ante las microscópicas expansiones causadas por el valor de su cuerpo en los bloques de vidrio liso. Allí se encontraban el arte y la ciencia, para alcanzar perfecciones inigualadas en todo el campo de la tecnología humana. ¿Podía haber allí alguna clave para él, en aquella sepultada fábrica de lentes, prismas y espejos? Parecía muy improbable.
Sadler, abatido, comparó su posición con la de quien busca un gato negro en una carbonera oscura, sabiendo que tal vez no esté allí. Peor aún; para que la analogía fuera adecuada, el buscador había de ignorar por completo cómo son los gatos, no haberlos visto nunca.
Las discusiones privadas con Maclaurin le ayudaron bastante. El director aún era escéptico, pero estaba cooperando ampliamente, aunque sólo fuera para librarse a ese fastidioso entrometido. Sadler podía interrogarlo sobre cualquier aspecto técnico del Observatorio con la precaución de no dejar translucir la dirección tomada por su búsqueda.
Ya tenía elaborada una pequeña ficha por cada miembro del personal; no había sido grande el progreso desde su llegada al Observatorio. Para la mayoría de los sujetos, bastaba una simple hoja de papel; en algunos casos había acumulado varias páginas de notas críticas. Escribía en tinta los hechos sobre los que estaba seguro; las suposiciones, a lápiz, para modificarlas cuando fuera necesario. Algunas de esas especulaciones eran bastante descabelladas y a veces difamatorias; Sadler solía sentirse avergonzado ante ellas. Era difícil, por ejemplo, aceptar una copa de alguien a quien se había anotado como sospechoso de recibir sobornos, debido al alto costo de mantener una amante en Central City.
Este sospechoso era uno de los ingenieros de Construcción. Sadler lo había eliminado muy pronto de entre sus posibles víctimas de extorsión, pues no ocultaba en absoluto la situación; por el contrario, vivía quejándose amargamente por las extravagancias de su querida. Hasta había aconsejado a Sadler que evitara meterse en problemas similares.
El fichero estaba dividido en tres partes. La sección A contenía la lista de los nombres de las diez personas a quienes Sadler consideraba más sospechosas, aunque no tenía pruebas reales contra ninguno. Algunos figuraban allí sólo porque gozaban de las mayores oportunidades para divulgar información en caso de que quisieran hacerlo. Uno de éstos era Wagnall; Sadler estaba casi convencido de su inocencia, pero lo mantenía en su lista para mayor seguridad.
Varios otros estaban allí por tener parientes cercanos en la Federación, o porque criticaban abiertamente a la Tierra. Era poco factible que un espía bien entrenado se arriesgara a provocar sospechas con tal comportamiento, pero convenía mantenerse vigilante, por si se trataba de un aficionado entusiasta, igualmente peligroso. Los registros del espionaje atómico realizado durante la Segunda Guerra Mundial eran muy instructivos al respecto y Sadler los había estudiado con mucho detenimiento.
En la lista A figuraba también el nombre de Jenkins, jefe de Depósitos. Las sospechas que pendían sobre éste eran muy débiles y Sadler no lograba encontrarles asidero. Jenkins parecía ser un individuo algo taciturno, a quien desagradaban las interferencias; no era muy apreciado por el resto del personal. Según el parecer general, la misión más difícil de la Luna era obtener de él algún equipo. Naturalmente, esto podía deberse sólo a la proverbial tenacidad de su tribu, de la que era buen representante.
Restaba aquel dúo tan interesante conformado por Jamieson y Wheeler; entre los dos contribuían mucho a animar la escena del Observatorio. Su excursión por el Mare Imbrium había sido una típica muestra de sus hazañas y seguía el esquema de las anteriores, según la información de Sadler.
Wheeler era siempre el cabecilla. Su problema (si así se lo podía considerar) era el exceso de energía y de aficiones. No llegaba a los treinta años; tal vez el paso del tiempo y las responsabilidades acabaran por pulirlo, pero mientras tanto ni unos ni otras habían tenido la oportunidad de hacerlo. Era demasiado fácil descartarlo como un caso de maduración interrumpida, como al escolar que no ha terminado de crecer. Se trataba de un intelecto de primera y nunca hacía tonterías propiamente dichas. Aunque disgustaba a mucha gente, en especial a las víctimas de sus bromas pesadas, nadie le quería mal. Lograba salir ileso de entre la política del Observatorio, verdadera jungla en miniatura, y poseía las resplandecientes virtudes de una completa honestidad y una total franqueza. Siempre se sabía lo que estaba pensando; ni siquiera era necesario pedirle su opinión, pues la daba de antemano.
La personalidad de Jamieson era muy diferente y tal vez era el mismo contraste lo que le unía a Wheeler. Le llevaba un par de años y se le tenía por una influencia benéfica para su compañero. Sadler lo ponía en duda: por lo que podía juzgar, la presencia de Jamieson no modificaba en nada la conducta de su amigo. Cuando expresó a Wagnall su opinión, éste lo pensó un momento y finalmente replicó: «Sí, pero ¿imagina cómo seria Con, si no estuviera Sid para controlarle?»
Lo cierto es que Jamieson era mucho más estable y más difícil de conocer. No tenía su genio y probablemente jamás haría descubrimientos maravillosos, pero sería siempre uno de esos hombres dignos de confianza que ponen todo en orden cuando los genios han abierto nuevos territorios.
Digno de confianza… En el plano científico, sí. Lo político era otro asunto. Sadler había tratado de sondearlo disimuladamente, pero no había tenido éxito. Más que en política, Jamieson parecía interesarse por su trabajo y su afición (la pintura de paisajes lunares). Durante el tiempo que llevaba en el Observatorio, había montado una pequeña galería de arte y no perdía oportunidad de salir con un traje espacial, provisto de telas y pinturas especiales, fabricadas con aceites de vapor a baja presión. Había hecho muchos experimentos para descubrir los pigmentos utilizables en el vacío, pero Sadler dudaba de que los resultados valieran la pena. Creía ser lo bastante entendido en arte como para opinar que Jamieson tenía más entusiasmo que talento y Wheeler compartía ese punto de vista. «Dicen que los cuadros de Sid gustan con el tiempo —confió cierta vez a Sadler—; personalmente, no se me ocurre destino peor».
La lista B contenía los nombres de cuantos empleados del Observatorio parecieran lo bastante inteligentes como para ejercer de espías. Era desoladoramente larga; de tiempo en tiempo Sadler la revisaba, con la esperanza de transferir algún nombre a la lista A o, mejor aún, a la tercera y última, en la que figuraban quienes estaban completamente libres de sospecha. Sentado en su pequeño cubículo, hojeaba sus anotaciones y trataba de situarse en el punto de vista de sus personajes, con la sensación de hallarse en un juego complicado, cuyas reglas eran flexibles, contra adversarios desconocidos. Era un juego mortífero en que los movimientos se sucedían a velocidad acelerada; de su resultado podía depender el futuro de la raza humana.