Tarde o temprano había de suceder», como se decía filosóficamente Sadler al llamar a la puerta del Director. Había hecho cuanto pudo, pero en trabajos como ése era imposible no herir a nadie. Sería interesante saber de quién provenía la queja.
El profesor Maclaurin era uno de los hombres más menudos que Sadler nunca viera, tan diminuto que algunos cometían el error fatal de no tomado en serio. Sadler tenía otras ideas. Los hombres menudos no suelen dejar de compensar sus deficiencias físicas (¿cuántos dictadores eran siquiera de estatura normal?) y, según todas las referencias, Maclaurin era una de las personas con un carácter más fuerte en la Luna.
Contempló a Sadler por encima de la cubierta lisa y despejada de su escritorio. No había siquiera una libreta para tomar notas que quebrara su superficie: sólo el pequeño panel del intercomunicador con su correspondiente altavoz incluido. Sadler había oído hablar de sus particulares métodos de administración, de su odio por las notas y los recordatorios. En lo referente a los asuntos diarios, el Observatorio se manejaba casi enteramente de palabra. Los demás debían preparar estudios, inventarios e informes; Maclaurin, en cambio, se limitaba a tomar el micrófono y a dar las órdenes. Tal sistema funcionaba sin problemas por la simple razón de que el director lo grababa todo y podía hacerlo escuchar al momento en cuanto alguien decía: «¡Pero señor, si usted no me dijo nada de eso!». Se rumoreaba, aunque Sadler lo tomaba por una calumnia, que Maclaurin cometía ocasionalmente falsificaciones verbales, adulterando retrospectivamente la grabación. Ni qué decir que semejante acusación carecía de toda prueba.
El director señaló la única silla aparte de la suya y empezó a hablar antes de que Sadler pudiera sentarse.
—No sé quién tuvo esa brillante idea —dijo—, pero no he sido notificado de que usted vendría; de otro modo, habría pedido un aplazamiento. Aunque nadie aprecia más que yo la importancia de la eficiencia, estamos viviendo tiempos difíciles. Me parece que mis hombres tienen tareas más útiles que la de explicarle lo que hacen; especialmente ahora, cuando hemos de encargarnos de observar la Nova Draconis.
—Siento que no le hayan informado, profesor Maclaurin —replicó Sadler—. Sólo cabe suponer que la decisión se tomó mientras usted estaba en camino hacia el Tierra.
Y agregó, mientras se preguntaba qué opinaría el director si supiera que todo había sido cuidadosamente planeado de ese modo:
—Comprendo que debo ser una molestia para su personal, pero me han brindado toda la ayuda posible y no puedo quejarme. En realidad, creía llevarme muy bien con ellos.
Maclaurin se frotó la barbilla, pensativo. Sadler miró fascinado sus manos diminutas, de formas perfectas, no mayores que las de una criatura.
—¿Por cuánto tiempo piensa quedarse? —preguntó el director.
Sadler observó para sí, con sarcasmo, que aquel hombre no se preocupaba mucho de sentimientos ajenos.
—Es difícil calcularlo; el campo de mi investigación no está muy definido. Y, si he de ser honesto, debo decirle que estoy empezando con la parte científica del trabajo que ustedes hacen; es de suponer que allí surgirán las mayores dificultades: hasta el momento, me he limitado a los servicios administrativos y técnicos.
Esas novedades no parecieron agradar a Maclaurin, que adquirió el aspecto de un pequeño volcán al borde de la erupción. Sólo quedaba un remedio y Sadler optó rápidamente por él.
Se dirigió a la puerta y la abrió rápidamente; tras echar una mirada afuera, volvió a cerrarla. Este meditado melodrama dejó sin palabras al director, mientras Sadler volvía hacia el escritorio y bloqueaba bruscamente el intercomunicador.
—Ahora podemos hablar —empezó—. Habría preferido evitarlo, pero veo que es imposible. Tal vez usted nunca haya visto una de estas credenciales.
El director, pasmado, que no debía de haber recibido semejante trato en toda su vida, miró fijamente la tarjeta plástica. Por un instante, Sadler mostró una fotografía, acompañada por algunas palabras escritas, y luego la retiró bruscamente. Cuando recobró el aliento, preguntó:
—¿Y qué es esa Central de Inteligencia? Nunca la oí nombrar.
—Es lógico —respondió Sadler—. Se formó hace poco y no se le ha dado ninguna publicidad. Temo que he venido a hacer un trabajo diferente de lo que parece. Para hablar con toda franqueza, la eficiencia de su administración no me importa en absoluto; estoy completamente de acuerdo con quienes me dicen que es una tontería valorar el trabajo científico desde un punto de vista contable. Pero la historia suena convincente, ¿no le parece?
—Prosiga —dijo Maclaurin, con una serenidad peligrosa.
Sadler comenzaba a disfrutar más allá de los límites del deber, pero no convenía dejarse embriagar por la sensación de poder.
—Estoy buscando a un espía —anunció simple y directamente.
—¿Está bromeando? ¡Estamos en el siglo XXII!
—Hablo muy en serio y no necesito advertirle que no debe revelar esta conversación a nadie, ni siquiera a Wagnall.
—Me niego a creer que alguien de mi personal esté comprometido con el espionaje —dijo Maclaurin—. Es una idea absurda.
—Siempre es así —replicó Sadler, paciente—. Eso no cambia las cosas.
—Supongamos que esa acusación tiene siquiera una mínima base: ¿tiene usted idea de quién puede ser?
—Si la tuviera, no podría decírsela a esta altura de los acontecimientos. Pero seré sincero: no sabemos con certeza que sea alguien de aquí; sólo estamos siguiendo un vago indicio recogido por uno de nuestros agentes. Pero, desde algún lugar de la Luna, se está divulgando información y debo investigar esta posibilidad en particular. Ahora puede comprender por qué me he mostrado tan curioso. He tratado de no salirme de mi papel y creo que hasta ahora todos me han aceptado. He de confiar en que nuestro misterioso señor X, si es que existe, me haya tomado por lo que parezco ser. A propósito, precisamente por esa razón, me gustaría saber quién le ha presentado quejas. Porque supongo que así fue.
Maclaurin carraspeó, vacilando por un momento; al fin se dio por vencido.
—Fue Jenkins, de Depósitos; sugirió que usted le está haciendo perder mucho tiempo.
—Eso es muy interesante —dijo Sadler, bastante confundido; Jenkins, el jefe de Depósitos, no entraba en su lista de sospechosos—. Casualmente, he andado muy poco por allí, lo bastante como para justificar mi supuesta función. Tendré que vigilar al señor Jenkins.
—Todo esto es cosa nueva para mí —observó Maclaurin pensativo—. Pero incluso si alguien de aquí estuviera pasando informaciones a la Federación, no sé de qué modo podría hacerlo. A menos que fuese uno de nuestros oficiales de comunicaciones, por supuesto.
—Ahí está la clave del problema —admitió Sadler.
Estaba dispuesto a analizar con el director los aspectos generales del asunto, pues de ello podía surgir alguna luz. Comprendía demasiado bien sus propias dificultades y la magnitud de la tarea que le había sido asignada. Como agente de contraespionaje su rango era el de un aficionado. Como consuelo, podía suponer que su hipotético adversario debía de estar en la misma condición. Los espías profesionales no habían sido muy numerosos en ninguna época y el último había muerto al menos un siglo antes.
—A propósito —dijo Maclaurin con una risa forzada y nada convincente—: ¿Cómo sabe usted que no soy yo mismo el espía?
—No lo sé —replicó Sadler, vivaz—. En el contraespionaje nadie puede estar seguro de nada. Pero hacemos lo posible. Confío en que no lo hayan molestado mucho durante su visita a la Tierra.
Maclaurin lo miró fijamente por un momento, sin comprender. Luego balbuceó, boquiabierto por la indignación:
—¡O sea que me han estado investigando, a mí!
—Nadie se libra —observó Sadler encogiéndose de hombros—. Si le sirve de consuelo, imagínese lo que tuve que soportar para que me dieran este trabajo. Y, en primer lugar, no lo solicité.
—Entonces, ¿qué quiere de mí? —gruñó Maclaurin.
Su voz era muy profunda para su tamaño, aunque Sadler había oído decir que se convertía en un chillido agudo cuando algo lo irritaba en serio.
—Naturalmente, le agradeceré que me informe de cualquier cosa sospechosa, si alguna llega a su conocimiento. De vez en cuando, es posible que le consulte diversas cuestiones y aceptaré con gusto sus consejos. Por lo demás, por favor, deme tan poca importancia como sea posible y siga considerándome una molestia.
—Eso no será difícil —replicó Maclaurin, con una sonrisa bastante sincera—. Sin embargo, puede contar con mi ayuda para cualquier cosa…, aunque sólo sea para probar que sus sospechas no tienen fundamento.
—Eso espero, créame. Y gracias por su cooperación; le estoy muy agradecido.
Al cerrar la puerta tras de sí, complacido por el desarrollo de la entrevista, sintió deseos de silbar, pero se contuvo a tiempo, recordando que nadie silbaba después de hablar con el director. Tomando una expresión de grave compostura cruzó la oficina de Wagnall para salir al corredor principal, donde tropezó de inmediato con Jamieson y Wheeler.
—¿Ha visto al jefe? —preguntó Wheeler con ansiedad—. ¿Está de buen humor?
—Como es la primera vez que lo veo, no tengo puntos de referencia. Nos entendimos bastante bien. ¿Qué pasa? Ustedes dos parecen un par de escolares traviesos.
—Nos han mandado llamar —respondió Jamieson—. No sabemos por qué, pero debe de estar poniéndose al día con lo ocurrido en su ausencia. Ya ha felicitado a Con por el descubrimiento de la Nova Draconis, de modo que no se trata de eso. Temo que haya descubierto que tomamos prestada una «oruga» para salir.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—Bueno, sólo deben utilizarse para asuntos oficiales; pero todo el mundo lo hace. Siempre que se reponga el combustible, no perjudica a nadie. ¡Diablos!, y se lo cuento a usted, nada menos.
Sadler, por un momento, tomó aquello en otro sentido; pronto comprendió, con alivio, que Jamieson se refería sólo a sus conocidas actividades como sabueso financiero.
—No se preocupe —rio—. Lo peor que puede hacer con esta información es extorsionarlos para que me saquen a pasear. Espero que el jefe, el profesor Maclaurin, no les haga pasar un mal rato.
Los tres se habrían sorprendido bastante de saber que el mismo director consideraba esa entrevista con idéntica incertidumbre. Por lo común, delegaba en Wagnall el tratamiento de las infracciones menores, tales como el empleo sin autorización de un tractor «oruga»; pero en este caso había algo más importante. Cinco minutos antes no tenía la menor idea sobre lo que podía ser y había llamado a Wheeler y a Jamieson para descubrir lo que ocurría. El profesor Maclaurin se enorgullecía de tenerlo todo bajo su vigilancia y el personal empleaba parte de su tiempo y de su ingenio en lograr que eso no fuera totalmente cierto.
Wheeler, aprovechando a fondo la buena voluntad que merecía por la Nova Draconis, hizo un relato de su misión no oficial. Trató de presentarla como la hazaña de dos caballeros andantes alzados en armas contra el dragón que amenazaba al Observatorio. No ocultó nada de importancia, por fortuna, pues el director ya sabía que habían estado allí.
Mientras Maclaurin escuchaba el relato de Wheeler, cada pieza del rompecabezas se ubicó en su lugar. Había recibido un misterioso mensaje de la Tierra, ordenándole que en el futuro mantuviera a sus hombres lejos del Mare Imbrium. Sin duda, provenía del sitio visitado por aquellos dos hombres y la revelación de datos que Sadler estaba investigando no debía ser ajena al asunto. Aún le costaba creer que alguno de sus empleados fuera un espía, pero ningún espía podía parecer tal cosa.
Despidió a Jamieson y a Wheeler con distraída bonhomía, cosa que los dejó muy intrigados y se hundió en sombrías cavilaciones. Podía tratarse de una coincidencia, naturalmente; lo que ambos decían parecía la verdad. Pero, si uno de ellos buscaba información, había actuado hábilmente. ¿O no? ¿Acaso un espía actuaba tan abiertamente, sabiendo que podía atraer sospechas sobre sí? ¿Podía tratarse de un audaz doble juego, basado en la premisa de que nadie sospecharía en serio de un ataque frontal?
Gracias a Dios, el problema no le correspondía y se lavaría las manos al respecto en cuanto pudiera.
El profesor Maclaurin oprimió el botón de transmisión para comunicarse con la oficina exterior:
—Por favor, localice al señor Sadler. Quiero hablar otra vez con él.