Mientras el tractor se dirigía hacia el terraplén meridional de Platón, Jamieson dijo:
—Sigo pensando en que el jefe nos armará un escándalo cuando se entere.
—¿Por qué? —preguntó Wheeler—. Cuando vuelva estará demasiado atareado y no tendrá tiempo para ocuparse de nosotros. En cualquier caso, repondremos todo el combustible que utilicemos. Deja de preocuparte y diviértete. Por si lo has olvidado, es nuestro día libre.
Jamieson no replicó: estaba concentrando toda su atención en la ruta que tenía delante… si aquello podía denominarse ruta. La única señal de que algún otro vehículo había transitado por allí era las huellas ocasionales en el polvo. No hacía falta otra cosa, pues éstas durarían eternamente en esos parajes donde no existía el viento. Sin embargo, de vez en cuando aparecían letreros inquietantes: PELIGRO, BARRANCOS HACIA DELANTE U OXÍGENO PARA EMERGENCIAS A DIEZ KILÓMETROS.
En la Luna hay sólo dos medios de transporte para largas distancias. Los monorraíles de alta velocidad unen las principales colonias en un servicio rápido y cómodo, que cumple horarios regulares. Pero el sistema de ferrocarril es muy limitado y difícilmente se ampliará, debido a su alto costo. Si se quiere viajar sin límites por la superficie lunar, es necesario recurrir a los tractores de poderosas turbinas, que los habitantes conocen con el nombre de «tractores oruga» o, por abreviar, simplemente «orugas». Son pequeñas naves espaciales montadas sobre cubierta gruesas que les permiten llegar a cualquier sitio, aun a aquellas superficies más accidentadas. Sobre terreno liso alcanzan fácilmente los cien kilómetros por hora; por lo común, cualquiera se contenta con la mitad. La gravedad escasa y las cintas de tracción «oruga» que pueden utilizar en caso necesario, les permiten trepar cuestas increíblemente empinadas. En caso de emergencia, han llegado a franquear barrancos verticales con sus cabrestantes incluidos. Los modelos de mayor tamaño permiten habitarlos durante varias semanas sin incomodidad y todas las exploraciones minuciosas de la Luna se han llevado a cabo en esos pequeños y resistentes vehículos.
Jamieson era un conductor muy experto y conocía perfectamente el camino. Sin embargo, durante la primera hora del viaje, Wheeler tuvo la sensación de que el pelo le quedaría erizado para siempre. Por lo común, los recién llegados a la Luna tardan en comprender que es posible escalar las cuestas más arduas si se las trata con respeto. Tal vez la condición de novato fuera muy conveniente para Wheeler, pues Jamieson pilotaba de modo tan poco ortodoxo que cualquier pasajero experimentado habría sufrido verdadero pánico.
Teniendo en cuenta que Jamieson era un brillante conductor, resultaba sorprendente que hubiera provocado grandes discusiones entre los compañeros. Por lo común, actuaba con gran cautela y prudencia frente cualquier inconveniente. Nadie le había visto nunca enojado o excitado; muchos lo consideraban perezoso, pero ésa era una calumnia. Podía trabajar semanas enteras en cualquier observación, hasta obtener resultados inobjetables y dejarlos después a un lado durante dos o tres meses, para volver a estudiarlos.
Sin embargo, en cuanto se veía ante los mandos de una «oruga», aquel astrónomo sereno y amante de la paz se convertía en un conductor endemoniado; era el campeón no oficial de cuantos tractores circulaban por el hemisferio norte. La razón, tan interna que ni el mismo Jamieson tenía conciencia de ella, era el frustrado deseo de convertirse en piloto de una nave espacial, sueño malogrado en la niñez por un espíritu demasiado errático.
Desde el espacio, o a través de un telescopio terráqueo, los terraplenes de Platón parecían una barrera formidable, sobre todo cuando el Sol inclinado les proporcionaba su mejor aspecto. Pero en realidad no superaban el kilómetro de altura: si uno elegía correctamente la ruta entre los numerosos pasos, no había grandes dificultades para salir del cráter y entrar en el Mare Imbrium. Jamieson atravesó las montañas en menos de una hora, aunque Wheeler habría preferido tardar un poco más.
Se detuvieron sobre una alta escarpa que daba a la llanura. Hacia arriba, quebrando el horizonte, se veía la cumbre piramidal de Pico. Hacia la derecha, hundidos en el noroeste, estaban los picos escabrosos de las montañas Tenerife. Muy pocas de aquellas cumbres habían sido escaladas, sobre todo porque nadie había tenido interés en ello. El brillo de la tierra les daba un color verde azulado de matiz indefinido que contrastaba con su aspecto durante el día, cuando el Sol implacable las encendía en blancos y negros violentos.
Mientras Jamieson se relajaba para apreciar la vista, Wheeler empezó a investigar cuidadosamente el paisaje con un par de poderosos binoculares. Diez minutos después abandonó la inspección, pues no había descubierto nada fuera de lo común. Eso no le sorprendió, pues la zona sobre la cual habían estado aterrizando los cohetes de vuelos no programados estaba mucho más allá del horizonte.
—Sigamos —dijo—. Podemos llegar a Pico en un par de horas y cenar allí.
—¿Y después? —preguntó Jamieson resignado.
—Si no podemos ver nada, regresaremos como buenos niñitos.
—Está bien, pero desde aquí el camino es difícil. No creo que lo hayan recorrido más de cinco o seis tractores. Tal vez te alegre saber que Ferdinando ha sido uno de ellos.
Avanzó con tranquilidad, rodeando una vasta cuesta donde la roca astillada se había acumulado durante milenios. Aquellas laderas eran muy peligrosas, pues la más leve perturbación podía causar avalanchas lentas e irresistibles, capaces de cubrirlo todo. A pesar de su aparente descuido, Jamieson no corría verdaderos riesgos y daba un amplio rodeo para no caer en tales trampas. Un conductor menos experimentado habría acelerado alegremente por el pie de la cuesta sin pensarlo dos veces… para salir indemne noventa y nueve veces de cada cien. Jamieson había presenciado lo que ocurría la centésima vez. Cuando la ola de piedras desprendidas alcanzaba el tractor, no había forma de escapar, pues cualquier intento de rescate no hacía más que provocar nuevos derrumbes.
Al descender por los terraplenes exteriores de Platón, Wheeler se sintió desencantado. Aquello resultaba extraño, pues eran mucho menos escarpados que los anteriores y era de esperar un viaje más tranquilo. No había tenido en cuenta el hecho de que Jamieson aprovecharía las mejores condiciones para tomar velocidad, mientras Ferdinando se balanceaba en una marcha muy peculiar. Al fin, Wheeler, desapareció en la parte trasera del bien equipado tractor y no se lo vio por algún tiempo. A su regreso, comentó secamente:
—No sabía que era posible marearse en la Luna como en el mar.
Aquellos paisajes le desilusionaron; siempre ocurre así cuando se desciende a las tierras bajas. El horizonte está demasiado próximo, a dos o tres kilómetros de distancia, lo que provoca una sensación de encierro. Es casi como si el pequeño círculo de piedra en torno a uno constituyera toda la creación. Esa sensación llega a ser tan poderosa que muchos conducen a muy baja velocidad, como si temieran precipitarse por el borde del horizonte.
Durante dos horas, Jamieson avanzó en línea recta, hasta que la triple torre de Pico se irguió contra el cielo. En otros tiempos, aquella magnífica montaña había formado parte de un vasto cráter, gemelo de Platón. Pero en siglos pasados la lava del Mare Imbrium había lavado todo el resto del anillo, en sus ciento quince kilómetros de diámetro, y había dejado a Pico solitaria y desamparada.
Los viajeros se detuvieron para abrir unas cuantas latas de comida y preparar un poco de café en la cafetera a presión. Una de las pequeñas incomodidades de la vida en la Luna es que resulta imposible tomar algo realmente caliente; el agua hierve a setenta grados en la atmósfera oxigenada y de baja presión que se emplea universalmente. Sin embargo, con el tiempo, uno se acostumbra a las bebidas tibias.
Cuando hubo limpiado los restos de la comida, Jamieson comentó:
—¿Seguro que todavía quieres ir?
—Mientras tú consideres que no hay peligro. Esas paredes parecen muy empinadas, vistas desde aquí.
—No hay peligro, siempre que obedezcas. Pero ¿cómo te sientes? No hay nada peor que descomponerse cuando se usa el traje espacial.
—Estoy bien —replicó Wheeler dignamente—. ¿Cuánto tiempo pasaremos fuera?
—Oh, un par de horas, digamos. Cuatro, cuanto más. Será mejor que aproveches y te rasques ahora cuanto quieras.
—No era eso lo que me preocupaba —respondió Wheeler, y volvió a retirarse hacia la parte trasera.
En los seis meses que llevaba en la Luna, Wheeler sólo había usado el traje espacial diez o doce veces, casi siempre durante prácticas de emergencia. A veces, el personal de Observaciones debía salir al vacío, aunque todo el equipo se manejaba por control remoto. Pero no era del todo nuevo en esas lides, aunque estaba todavía en la etapa de mostrarse precavido, mucho más segura que la confianza despreocupada que sobrevenía después.
Llamaron a la base, por intermedio de la Tierra, para informar de su posición y de sus intenciones; después, cada uno ajustó el equipo al otro. Jamieson primero y Wheeler después cantaron las reglas nemotécnicas alfabéticas: «A de aerocables, B de baterías, C de coplamientos…»; puede parecer infantil la primera vez que uno lo oye, pero muy pronto se convierte en parte rutinaria de la vida lunar y nadie vuelve a tomarlo en broma. Cuando estuvieron seguros de que todo el equipo estaba en perfectas condiciones, abrieron las puertas y salieron a la llanura polvorienta.
Como casi todas las montañas lunares, Pico no era tan imponente vista desde cerca. Había unos pocos barrancos verticales, pero se podían evitar, y rara vez era necesario escalar cuestas cuya inclinación superara los cuarenta y cinco grados. Bajo un sexto de gravedad, eso no era muy difícil pese al traje espacial.
De todos modos, el ejercicio desacostumbrado dejó a Wheeler sudoroso y jadeante tras media hora de marcha; la mirilla de su casco estaba muy empañada y se veía forzado a espiar por las esquinas; para ver bien. Era demasiado terco para sugerir que caminaran más despacio, pero se sintió muy contento cuando Jamieson ordenó parar.
Estaban ya a casi un kilómetro por encima de la llanura; desde allí, la vista alcanzaba a cincuenta kilómetros en dirección norte. Protegiendo los ojos del resplandor de la Tierra, empezaron la búsqueda.
Tardaron muy poco en encontrar el objetivo. A mitad de camino entre ellos y el horizonte, dos cohetes cargueros extremadamente grandes se erguían como torpes arañas sobre el tren de aterrizaje extendido. A pesar de su gran tamaño, quedaban empequeñecidos por la curiosa estructura en forma de cúpula que se elevaba en la planicie. No se trataba de una cúpula a presión, de las comunes; las proporciones diferían por completo. Parecía una esfera completa parcialmente sepultada, de modo tal que las tres cuartas partes superiores habían emergido de la superficie. Wheeler pudo ver, a través de sus binoculares especiales, varias máquinas y hombres que se movían alrededor de la base. De tiempo en tiempo se levantaban nubes de polvo, para volver a caer sobre la superficie, como si se estuvieran produciendo explosiones. Aquél era otro de los detalles extraños de la Luna: casi todos los objetos caían demasiado lentamente en esa baja gravedad, en comparación con las condiciones terrestres; el polvo, en cambio, descendía con demasiada rapidez. En realidad, su velocidad era, proporcionalmente, la misma, puesto que no había aíre que frenara su caída.
—Bien —dijo Jamieson—, aquí se está gastando muchísimo dinero.
—¿Qué puede ser? ¿Una mina?
—Tal vez —replicó su compañero, siempre cauto—. Quizás han decidido procesar los minerales en el mismo sitio y la planta de extracción está en la cúpula. Pero es sólo una suposición; nunca he visto nada como eso.
—Podríamos llegar en una hora, sea lo que sea. ¿Vamos a echar una mirada de cerca?
—Ya temía que fueras a proponerlo. No creo que sea prudente. Podrían retenernos allí.
—Has estado leyendo demasiados artículos alarmantes. Cualquiera diría que estamos en guerra y que somos espías. No podrán retenernos: en el Observatorio saben que estamos aquí y el director armaría un escándalo terrible si no volviéramos.
—Sospecho que lo armará de todos modos, cuando volvamos. Y, en ese caso, lo mismo da que nos cuelguen por una cosa o por otra. Vamos; el descenso será más fácil.
—No dije que subir fuera difícil —protestó Wheeler de modo poco convincente.
Pocos minutos después, mientras seguía a Jamieson por la cuesta, se le ocurrió un pensamiento alarmante.
—¿Y si nos están escuchando? Supón que alguien tenga sintonizada esta frecuencia. Habrá oído cuanto dijimos. Después de todo, estamos directamente en su línea de visión.
—Ahora eres tú el melodramático. Sólo el Observatorio escucha esta frecuencia, y nuestros muchachos no pueden oírnos, pues hay mucha montaña de por medio. Se diría que estás intranquilo por alguna inconveniencia que hubieras dicho en otra ocasión.
Con eso recordaba un desafortunado episodio acontecido a Wheeler poco después de su llegada. Desde entonces, el joven tenía muy en cuenta que el carácter privado de una conversación, cosa innegable en la Tierra, no está siempre al alcance de quienes emplean los trajes espaciales, pues el menor susurro puede llegar a oídos de quien esté dentro del alcance de su onda.
Cuando llegaron a la planicie, el horizonte pareció contraerse en torno a ellos; pero habían hecho bien sus cálculos y sabían hacia dónde dirigirse cuando estuvieran nuevamente en el interior de Ferdinando. Jamieson conducía ahora con mucha más precaución, pues esos parajes no habían sido recorridos con anterioridad. Pasaron dos horas antes de que la enigmática cúpula empezara a elevarse sobre el horizonte, seguida por los grandes cilindros romos de los cargueros.
Una vez más, Wheeler orientó hacia la Tierra la antena del techo y llamó al Observatorio para informar de lo que habían descubierto y lo que pensaban hacer. Cortó la comunicación antes de que nadie pudiera prohibírselo. Parecía una locura enviar un mensaje a través de ochocientos mil kilómetros para hablar con quien se encontraba sólo a cien. Pero no había otro modo de establecer comunicaciones a larga distancia desde suelo firme; cuanto había quedado tras el horizonte estaba bloqueado por el efecto aislante de la Luna. En realidad, a veces era posible, por medio de las ondas largas, enviar señales a gran distancia utilizando el reflejo de la tenue atmósfera lunar, pero ese método no era lo bastante seguro como para ser de utilidad. Para fines prácticos, el contacto radial debía hacerse siguiendo la línea visual.
Fue muy divertido observar la conmoción que había causado su llegada. Wheeler comparó aquello con un hormiguero en el cual se ha introducido un palito. En muy poco tiempo se vieron rodeados por tractores, canteros y alborotados hombres vestidos con trajes espaciales. La misma aglomeración los forzó a detenerse.
—En cualquier momento llamarán a los guardias —dijo Wheeler.
Jamieson no lo encontró gracioso.
—No deberías hacer esos chistes —dijo—. Están demasiado cerca de la verdad.
—Bien, aquí llega el comité de recepción. ¿Qué dice la leyenda de aquel casco? «Sec. 2», ¿verdad? Debe de ser «Sector 2».
—Puede ser. Pero «Sec». también podría ser «Seguridad».[3] Bueno, la idea fue tuya; por mi parte, no he hecho más que conducir el tractor…
En ese momento se oyó una serie de golpes impacientes en la puerta exterior. Jamieson oprimió el botón que abría la cerradura; un momento más tarde, el «comité de recepción» se quitaba el casco en el interior de la cabina. Se trataba de un hombre canoso, de facciones agudas, cuya expresión preocupada parecía permanente. No demostraba el menor placer en verlos.
Contempló a Wheeler y a Jamieson, pensativo, mientras los dos astrónomos exhibían su sonrisa más amistosa:
—No solemos recibir visitas por aquí —dijo—. ¿Cómo llegaron?
La primera frase, en opinión de Wheeler, era una forma de decir las cosas con demasiada suavidad.
—Es nuestro día libre. Somos del Observatorio. Mi compañero es el doctor Jamieson y yo, Wheeler. Los dos somos astrofísicos. Sabíamos que había gente aquí y decidimos venir a echar un vistazo.
—¿Cómo se enteraron? —preguntó el hombre, con aspereza.
Todavía no se había presentado; eso, en la Tierra, era señal de mala educación y allí resultaba chocante.
—Como usted quizá sepa —respondió Wheeler suavemente—, tenemos uno o dos telescopios bastante grandes en el Observatorio y ustedes nos han estado causando bastante problemas. A mí en concreto se me han estropeado dos espectrogramas con el fulgor de los cohetes. Eso tal vez justifique nuestra pequeña curiosidad.
Una ligera sonrisa se esbozó en los labios del interrogador, pero se desvaneció al instante. Sin embargo, la atmósfera pareció hacerse menos tensa.
—Bien, será mejor que me acompañen a la oficina mientras hacemos algunas comprobaciones. No tardaremos mucho.
—¿Cómo dice? ¿Desde cuándo hay propiedades privadas en la Luna?
—Lo siento, pero así es. Vengan, por favor.
Los dos astrónomos se colocaron los trajes espaciales y lo siguieron a la esclusa de aire. A pesar de su agresiva inocencia, Wheeler empezaba a sentirse algo preocupado; recordaba ciertas lecturas sobre espías, prisiones solitarias y muros de ladrillo en el amanecer.
Lo condujeron a una puerta disimulada en la curva de la gran cúpula y ambos se encontraron dentro del espacio formado por la pared exterior y una semiesfera interior concéntrica. Aquellas dos conchas estaban separadas por una intrincada red de cierto plástico transparente. En opinión de Wheeler, todo aquello era muy extraño, pero no tuvo tiempo de examinarlo con más atención.
El silencioso guía iba muy deprisa, casi al trote, como si no quisiera tratar con ellos más tiempo del necesario. Entraron en la cúpula interior a través de una segunda esclusa de aire, donde se quitaron los trajes. Wheeler se preguntó, sombrío, cuándo se les permitiría recuperarlos.
La longitud de la esclusa indicaba que la cúpula interior había de ser muy gruesa; cuando la puerta de enfrente se abrió, ambos astrónomos percibieron de inmediato un olor familiar. Era ozono. En algún sitio, no muy lejos, había equipos eléctricos de alto voltaje. Aquello no tenía nada de extraño, pero convenía anotar el hecho a modo de futura referencia.
La esclusa se abría hacia un pequeño corredor flanqueado por puertas, en las que se veían números y rótulos pintados, tales como: PRIVADO, RESERVADO AL PERSONAL TÉCNICO, INFORMACIONES, RESERVA DE AIRE, ENERGÍA PARA EMERGENCIA Y CONTROL CENTRAL. Ni Wheeler ni Jamieson pudieron deducir mucho de esos carteles, pero, al detenerse frente a una puerta en que se leía SEGURIDAD, se miraron mutuamente con expresión pensativa; Jamieson parecía decir: «Ya te lo dije».
Tras una breve pausa, se encendió un letrero que decía PASE y la puerta se abrió automáticamente. Era una oficina del todo común, con un escritorio de tamaño más que notable, tras el cual se sentaba un hombre de aspecto decidido. El escritorio mostraba que allí no faltaba el dinero y los dos astrónomos lo compararon tristemente con el equipamiento de sus propias oficinas. Sobre una mesa, en un rincón, había una teletipo de complicado diseño; las paredes restantes estaban enteramente cubiertas por archivadores.
—Bien —dijo el oficial de seguridad—, ¿quiénes son esta gente?
—Dos astrónomos del Observatorio de Platón. Acaban de llegar en un tractor y pensé que usted querría verlos.
—Por supuesto. ¿Sus nombres, por favor?
Siguieron quince tediosos minutos, durante los cuales se anotaron cuidadosamente los detalles y se llamó al Observatorio. «Aquí se va a armar la gorda», pensó Wheeler intranquilo. Los amigos de la sección Señales, que habían seguido su marcha en previsión de posibles accidentes, se verían obligados a informar oficialmente de su ausencia.
Por último, quedaron establecidas sus identidades, y el hombre del escritorio imponente los contempló con cierta perplejidad. Finalmente serenó su expresión y se dirigió a ellos.
—Como ustedes comprenderán, aquí son una molestia. No se nos pasó por la imaginación que pudieran llegar visitas hasta aquí; de lo contrario, habríamos puesto letreros prohibiendo la entrada. No hace falta decir que podemos detectar la entrada de cualquier persona, aunque no fuera lo bastante franca como para hacerlo directamente, como hicieron ustedes. Sin embargo, ya están aquí, y supongo que no ha pasado nada malo. Como habrán adivinado, se trata de un proyecto gubernamental que deseamos mantener en secreto. Tendré que enviarlos de regreso, pero quiero pedirles dos cosas.
—¿Cuáles? —preguntó Jamieson con suspicacia.
—Prométanme que no hablarán de esta visita más de lo estrictamente indispensable. Sus compañeros saben que vinieron aquí, y por tanto será imposible guardar un secreto absoluto. Pero al menos traten de no dar detalles.
—Muy bien —aceptó Jamieson—. ¿Y el segundo punto?
—Si alguien insiste en hacer preguntas y demuestra un interés especial en esta pequeña aventura…, infórmennos de inmediato. Eso es todo. Espero que tengan buen viaje.
Ya en el tractor, cinco minutos después, Wheeler protestaba todavía:
—¡El grandísimo hijo de tal por cual! ¡Ni siquiera nos ofreció un cigarrillo!
—Bueno —observó Jamieson mansamente—, hemos tenido suerte en salir tan fácilmente. Parece un asunto muy serio.
—Me gustaría saber qué clase de asunto es. ¿Te parece que se trata de una mina? ¿Y por qué se han metido en un estercolero como el Mare?
—Creo que debe ser una mina. Cuando entramos, vi del otro lado de la cúpula algo muy parecido a una excavadora mecánica. Pero no sé por qué actúan tan secretamente.
—A menos que traten de ocultarlo a los ojos de la Federación.
—En ese caso, tampoco nosotros lo descubriremos y no vale la pena rompernos la cabeza. Vamos a cosas más prácticas: ¿qué dirección tomamos ahora?
—Sigamos nuestro plan original. Vaya a saber cuándo podremos salir otra vez con Ferdinando; será mejor que lo aprovechemos. Además, siempre he tenido ganas de ver el Sinus Iridum desde el llano.
—Eso queda a más de trescientos kilómetros en dirección este.
—Sí, pero tú mismo dijiste que era buen camino, siempre que nos mantuviéramos fuera de las montañas. Podríamos hacerlo en cinco horas. Piloto lo bastante bien como para reemplazarte cuando quieras descansar.
—Sobre terreno virgen, no. Sería demasiado peligroso. Pero hagamos un trato: te llevaré hasta el promontorio Laplace, para que puedas echar un vistazo a la bahía. Y después, tú conducirás hasta casa, siguiendo las huellas que dejé. Pero procura pegarte a ellas.
Wheeler aceptó gustoso. Había temido que Jamieson decidiera abandonar el viaje y volver al Observatorio, pero su amigo merecía mejor opinión.
Durante las tres horas siguientes, bordearon los flancos de las montañas Tenerife, para cruzar después la planicie hasta Sierra Erguida, aquella franja montañosa aislada y solitaria, como un vago eco de los poderosos Alpes. Jamieson conducía en esos momentos con gran concentración: estaba sobre territorio virgen y no podía correr riesgos. De tanto en tanto señalaba algunos puntos famosos y Wheeler los ubicaba en la carta fotográfica.
Se detuvieron para comer a unos diez kilómetros de Sierra Erguida; allí investigaron el contenido de las cajas que les dieran en la cocina del Observatorio. En el tractor había un rincón acondicionado para servir como diminuta despensa, pero no tenían intención de utilizarla, salvo en caso de emergencia. Ni Wheeler ni Jamieson eran lo bastante buenos con las ollas como para disfrutar la preparación de un plato y habían salido para divertirse; al menos, eso se suponía.
—Sid —empezó Wheeler, entre dos bocados de sándwich—, ¿qué opinas de la Federación? Conoces a su gente mejor que yo.
—Sí, y me gusta. Lástima que no estuvieras cuando vino el último grupo. Tuvimos a diez o doce personas en el Observatorio; venían a estudiar el montaje de los telescopios. Quieren construir un instrumento de mil quinientos centímetros en uno de los satélites de Saturno.
—Sería un proyecto formidable; siempre he dicho que aquí estamos demasiado cerca del Sol. Allá, por cierto, no molestaría la luz zodiacal ni la escoria que gira en los planos interiores. Pero volvamos al tema: ¿parecen dispuestos a declarar la guerra a la Tierra?
—Es difícil decirlo. Se mostraron muy francos y amistosos con nosotros. Pero todos éramos científicos y eso es una gran ayuda. Las cosas habrían sido muy diferentes si hubiéramos sido políticos o funcionarios públicos.
—¡Maldición, somos funcionarios públicos! Ese fulano Sadler me lo recordaba precisamente el otro día.
—Sí, pero al menos somos funcionarios públicos científicos, y eso es muy diferente. Yo diría que esa gente no se preocupaba mucho de la Tierra, aunque eran demasiado corteses para decirlo. Sin lugar a dudas, lo de las minas metalíferas los tiene fuera de sí; muchas veces les oí quejarse de eso. Dicen que tienen muchas más dificultades que nosotros para habilitar los planetas exteriores… y que la Tierra malgasta la mitad de lo que usa.
—¿Y a quién le darías la razón?
—No sé; es muy difícil tenerlo todo en cuenta. Pero en la Tierra hay mucha gente que teme a la Federación y no quiere darle más poder. Los federales lo saben y algún día pueden actuar primero y discutir después.
Jamieson arrugó las envolturas y las arrojó al cesto. Tras echar una mirada al cronómetro, subió al asiento de conductor.
—Es hora de ponerse en marcha —dijo—. Nos estamos atrasando.
Desde la Sierra Erguida giraron hacia el sudeste, hasta que el gran promontorio Laplace apareció en el horizonte. Mientras avanzaban, tropezaron con algo desconcertante: los restos de un tractor y junto a ellas un montículo de piedras con una cruz de metal. El vehículo parecía haber sido destrozado por una explosión en los tanques de combustible; se trataba de un modelo obsoleto que Wheeler no conocía. No se sorprendió al saber que databa de un siglo atrás; un millón de años después, tendría exactamente el mismo aspecto.
Al alejarse del promontorio, la imponente pared septentrional del Sinus Iridum (o sea la bahía del Arco Iris) se ofreció a la vista. Muchos siglos antes, el Sinus Iridum había sido un anillo montañoso completo, una de las mayores planicies amuralladas de la Luna. Pero el cataclismo que había formado el Mar de las Lluvias destrozó toda la pared meridional dejando sólo una bahía semicircular. En ambos extremos, los promontorios Laplace y Heráclides se miran mutuamente, soñando con las épocas en que estaban unidos por una cadena montañosa de cuatro mil metros de altura. De esas montañas perdidas sólo quedan actualmente unas pocas crestas y varias colinas bajas.
Wheeler, muy callado, contempló los grandes acantilados que el tractor dejaba atrás, como una hilera de titanes vueltos hacia la Tierra. Aquella luz verdosa que mojaba sus flancos revelaba cada detalle de los grandes muros. Nadie había escalado esas alturas, pero algún día el ser humano llegaría a la cima y podría contemplar victorioso aquella bahía. Resultaba extraño que, después de doscientos años, la Luna tuviera aún tantos parajes no hollados por el ser humano, tantos lugares adonde éste debía llegar sin más ayuda que la de su propio esfuerzo y destreza.
Recordó entonces la primera mirada que echara a Sinus Iridum a través de un telescopio casero, cuando era sólo un muchacho. Lo había construido con dos pequeñas lentes fijadas a un tubo de cartón; eso era todo, pero encontró en él un placer superior al que le proporcionaban en la actualidad los grandes instrumentos a su disposición.
Jamieson desvió el tractor en una gran curva y lo detuvo orientado hacia el oeste. La línea que habían dejado a través del polvo era claramente visible; formaba una ruta que permanecería intacta para siempre, a menos que el tránsito posterior la borrara.
—Fin de recorrido —dijo—. Desde aquí puedes conducir tú. Los mandos son tuyos hasta que lleguemos a Platón. Despiértame entonces y yo haré el trayecto a través de las montañas. Buenas noches.
En diez minutos estaba dormido, para asombro de Wheeler. Tal vez el suave balanceo del tractor actuaba como canción de cuna. Su compañero se preguntó si lograría esquivar todos los pozos y los montículos del trayecto. Había sólo una forma de averiguarlo. Siguió cautelosamente la huella polvorienta, desandando la ruta en dirección a Platón.