CAPÍTULO VI

Tendido en su litera, Sadler trataba de concentrar sus pensamientos en la semana anterior. Le parecía imposible haber llegado de la Tierra sólo ocho días antes, pero el reloj-calendario colgado en la pared coincidía con las notas de su diario. Si quedaba alguna duda, bastaría subir a la superficie y entrar en una cúpula de observación; desde allí podía contemplar la Tierra inmóvil, que había completado ya la fase llena para entrar en la menguante. A su llegada la había encontrado en cuarto creciente.

Era medianoche sobre el Mare Imbrium, hora en que el amanecer y el crepúsculo están igualmente distantes; sin embargo, el paisaje lunar resplandecía: Nova Draconis, la estrella más brillante de la historia, rivalizaba con la Tierra para iluminarla. Hasta Sadler, poco interesado en los acontecimientos astronómicos, demasiado remotos e impersonales para él, solía subir para contemplar aquella nueva invasora del espacio septentrional. ¿Sería quizá la pira funeraria de mundos más viejos y más sabios que la Tierra? Lo cierto es que era extraño: aquel fenómeno extraordinario surgía precisamente en medio de una gran crisis para la humanidad. Podía tratarse de una mera coincidencia, por supuesto: aunque Nova Draconis era una estrella cercana, la prueba de su muerte había realizado un viaje de veinte siglos. Sólo una persona muy egocéntrica, además de supersticiosa, podía creer que tal acontecimiento hubiese sido planeado como advertencia para la Tierra. Había muchísimos otros planetas y otros soles, y en sus firmamentos la nova resplandecía con igual o mayor intensidad.

Sadler trató de concentrar en sus propios asuntos los pensamientos dispersos. ¿Había dejado algo por hacer? Todas las secciones del Observatorio estaban revisadas y conocía a todas las personas importantes, con la única excepción del director. El profesor Maclaurin regresaría en un par de días; su ausencia había simplificado la tarea de Sadler. Estaba ya adverado de que, cuando el jefe volviera, la vida dejaría de ser tan fácil y placentera; todo debía circular por los canales correspondientes. El contable estaba habituado a eso, pero aun así le desagradaba.

Desde la pared, el altavoz emitió un discreto zumbido. Sadler extendió un pie y accionó el interruptor con la punta de su sandalia. Era la primera vez que lo conseguía; la pared lucía muchas cicatrices como testimonio de su aprendizaje.

—Sí —dijo—, ¿quién es?

—De la sección Transportes. Estoy completando la lista de mañana y hay algunos asientos disponibles. ¿Querrá usted partir?

—Siempre que haya sitio. No quisiera causar inconvenientes.

—Muy bien, está incluido —concluyó rápidamente la voz.

Sadler tuvo sólo un asomo de arrepentimiento. Después de todo, llevaba una semana completa de arduo trabajo y tenía bien ganadas algunas horas en Central City. Todavía no había establecido su primer contacto; hasta el momento, sus informes iban por el correo común, redactados de manera tal que no llamarían la atención a quien los leyera por casualidad. Pero ya era tiempo de conocer la ciudad; además, resultaría muy extraño que no se tomara un descanso.

Sin embargo, el principal motivo para hacer ese viaje era de índole personal. Quería despachar una carta y sabía que toda la correspondencia del Observatorio pasaba por la censura de la Central de Inteligencia. Sus colegas eran ya indiferentes a ciertos asuntos, pero él prefería mantener en reserva su vida privada.

* * *

Central City estaba a veinte kilómetros del espacio-puerto; Sadler, al llegar, no había podido visitarla. En esta oportunidad no se sentía del todo extraño en esa cabina (mucho más completa que en el primer viaje): conocía ya, al menos de vista, a todos los pasajeros. Casi la mitad del personal del Observatorio se encontraba allí; la otra mitad tomaría su día libre la semana siguiente. Ni siquiera Nova Draconis podía interrumpir esa rutina, basada en el sentido común y en una sana psicología.

El vehículo atracó una vez más en el Sinus Medii. Sobre la línea del horizonte empezaban a distinguirse las formas de las cúpulas agrupadas. Con excepción del haz luminoso emanado de cada una, todas estaban a oscuras y no mostraban indicios de vida. Sadler sabía que algunas podían tornarse transparentes a voluntad, pero en ese momento permanecían opacas, para conservar el calor mientras durase la noche lunar.

La monocabina se deslizó por un largo túnel practicado en la base de una de las cúpulas. Sadler pudo ver que unas grandes puertas se cerraban tras ellos; después hubo otras y luego otras más. Por lo visto no se dejaba nada abandonado al azar; el contable no pudo menos que aprobar tales precauciones. Se oyó después el inconfundible siseo del aire que circulaba a su alrededor. Una puerta se abrió al frente y el vehículo se detuvo junto a una plataforma similar a la de cualquier estación terrestre. Al mirar por la ventanilla, Sadler se sorprendió de ver que varias personas caminaban por el exterior sin vestir trajes espaciales.

—¿Va a algún lugar en especial? —le preguntó Wagnall, mientras esperaban a que se despejara la aglomeración a la salida.

Sadler respondió, con un ademán negativo:

—Sólo quiero caminar un poco y echar un vistazo a todo esto. Me gustaría saber dónde gastan ustedes el sueldo.

Wagnall, sin saber si bromeaba o no, optó por no ofrecer sus servicios como guía, para gran alivio de Sadler. Era una de esas ocasiones en que se alegraba de encontrarse solo.

Al salir de la estación, se encontró en la parte superior de una espaciosa rampa inclinada que descendía hacia el centro de la pequeña ciudad. El piso principal estaba veinte metros más abajo; notó entonces, por primera vez, que toda la cúpula se hallaba embutida hasta esa profundidad en la corteza lunar, a fin de reducir la estructura del techo. Junto a la rampa, una ancha cinta transportadora llevaba mercaderías y equipajes a la estación a escasa velocidad. Los edificios más cercanos parecían ser fábricas; aunque estaban bien conservados, tenían ese aspecto deslucido que terminan por adquirir los vecindarios de estaciones o puertos.

Sólo al promediar su descenso reparó en el cielo azul, que lucía en lo alto su brillante Sol y sus elevados cirros a la distancia. Tan perfecta era la ilusión que la tomó por real, olvidando, por un momento, la realidad de la medianoche lunar. Contempló durante largo rato la vertiginosa profundidad de aquel firmamento sintético y no halló fallas en su perfección. Comprendió entonces por qué ninguna ciudad lunar prescindía de aquellas costosas cúpulas, aunque habría sido más fácil construir bajo la superficie, como en el caso del Observatorio.

Era imposible perderse en Central City. Cada una de las siete cúpulas interconectadas seguía el mismo diseño de avenidas convergentes y calles concéntricas. Como única excepción, la Cúpula Cinco, centro principal de industria y producción, era virtualmente una vasta fábrica; Sadler decidió dejarla a un lado.

Vagó al azar por largo rato, siguiendo la dirección que le marcaban sus impulsos. Quería captar el espíritu de la ciudad en el poco tiempo disponible. Una característica le llamó inmediatamente la atención: tenía cierta personalidad, cierto temperamento exclusivo. Es imposible explicar por qué esa sensación se encuentra en algunas ciudades y no en otras; para Sadler fue una sorpresa descubrirla en un medio tan artificial. Sin embargo, acabó por recordar que todas las ciudades, en la Tierra o en la Luna, son artificiales por igual.

Las calles eran angostas; los únicos vehículos eran unos pequeños coches sin techo que circulaban sobre tres ruedas a menos de treinta kilómetros por hora; parecían empleados sólo para el transporte de mercaderías y no para el de pasajeros. Sólo más tarde descubrió Sadler que un tren subterráneo automático intercomunicaba las seis cúpulas exteriores, pasando bajo el centro de cada una a través de un amplio círculo. En realidad, se trataba de una aparente cinta transportadora y avanzaba sólo en el sentido de las agujas del reloj. A veces era necesario dar toda la vuelta a la ciudad para llegar a la cúpula vecina, pero eso no representaba un gran inconveniente: el trayecto completo no precisaba más de cinco minutos.

El centro comercial y punto principal de la elegancia selenita estaba en la Cúpula Uno. También vivían allí los ejecutivos y los técnicos principales; los de mayor importancia ocupaban casas propias. Casi todos los edificios residenciales tenían jardines en las azoteas, donde las plantas de origen terráqueo alcanzaban alturas increíbles debido a la baja gravedad. Sadler trató de descubrir alguna vegetación lunar, pero no había señales de ella. Ignoraba que las reglas prohibían estrictamente cultivar plantas aborígenes dentro de las cúpulas. La atmósfera, rica en oxígeno, las sobreestimulaba demasiado, con lo que se degeneraban; morían en muy poco tiempo y el hedor de sus organismos sulfurosos resultaba increíblemente repulsivo.

Por esa zona solían pasear todos los viajeros provenientes de la Tierra. Sadler, que llevaba ya ocho días de estancia, se encontró observando a los recién llegados con ironía. Muchos de ellos habían alquilado cinturones de peso, con la idea de que así estarían más seguros. Sadler, prevenido a tiempo contra esa falacia, no había caído en la pequeña estafa. Naturalmente, si uno se cargaba de plomo era menor el peligro de salir disparado por cualquier paso imprudente, trayectoria que podía terminar cabeza abajo. Pero muy poca gente comprendía la diferencia entre peso e inercia, donde radicaba la relativa inutilidad de aquellos cinturones. Si uno trataba de iniciar la marcha o hacer alto súbitamente, descubría que, aunque cien kilos terrestres de plomo pesaran allí sólo dieciséis el momento de la fuerza era exactamente igual al de la Tierra.

De tiempo en tiempo, mientras recorría los comercios abriéndose paso entre la multitud, encontraba algún amigo del Observatorio. Algunos iban cargados de paquetes, tras ponerse al día después del forzoso ahorro de una semana. Casi todos los miembros jóvenes del personal, tanto hombres como mujeres, iban acompañados. Sadler dedujo que, si bien el Observatorio gozaba de auto-abastecimiento en casi todos los aspectos, otros requerían ser complementados.

Aquella especie de campanada nítida, tres veces repetida, lo tomó por sorpresa. Echó una mirada a su alrededor, pero no pudo ubicar su procedencia. Al principio, nadie pareció reparar en ella, fuera cual fuese su significado. Luego las calles se fueron despejando lentamente… El cielo se oscureció.

El Sol se había cubierto de nubes negras y esponjosas, cuyos bordes parecían encenderse en llamas por efecto de los rayos solares. Una vez más, Sadler se maravilló ante el realismo de aquellas imágenes (no podía tratarse de otra cosa) proyectadas sobre la cúpula. Ninguna tormenta eléctrica habría resultado tan convincente y, cuando se oyó el primer trueno, no vaciló en buscar refugio: aunque la gente no hubiese abandonado las calles, era de esperar que quienes organizaban la tormenta no omitirían el menor detalle.

El pequeño café quedó atestado en cuanto cayeron las primeras gotas; un relámpago lamió los cielos como una lengua gigantesca. Automáticamente y por costumbre, Sadler contó los segundos hasta oír el trueno; llegó a los seis y eso equivalía a una distancia de dos kilómetros. Por tanto, debía haberse producido mucho más allá de la cúpula, en el silencioso vacío del espacio. Pero, bueno, hay que permitir ciertas licencias artísticas; ¿para qué reparar en tales nimiedades?

La lluvia se tornó más torrencial y arreciaron los relámpagos. El agua corría en abundancia por las calles. Sadler reparó entonces en ciertas cunetas de poca profundidad que había pasado por alto. Allí era preferible tenerlo todo en cuenta, detenerse ante cada cosa y preguntarse: «¿Para qué sirve esto? ¿Qué hace aquí, en la Luna? ¿Es realmente lo que aparenta ser?». Y es que, pensándolo bien, una cuneta era algo tan incongruente en Central City como un quitanieves. Aunque eso mismo…

Se volvió a su vecino, que contemplaba la tormenta con visible admiración.

—Perdone —dijo—, pero ¿esto pasa muy seguido?

—Unas dos veces por día —fue la respuesta—; día lunar, claro. Siempre avisan con algunas horas de anticipación, para evitar incidentes.

—No me gusta ser demasiado curioso —continuó Sadler, reconociendo implícitamente que lo era—, pero es sorprendente la molestia que se toman. ¿No le parece innecesario tanto realismo?

—Puede ser, pero así nos gusta. No olvide que hace falta la lluvia para mantener limpia la ciudad y lavar el polvo. Y tratamos de hacerlo bien.

Si Sadler tenía alguna duda al respecto, ésta se disipó ante la aparición de un glorioso arco iris doble, arqueado entre las nubes. Las últimas gotas cayeron en la acera; los truenos se redujeron a un murmullo colérico y distante. El espectáculo había terminado y las calles de Central City, volvieron a llenarse de vida.

Sadler se quedó a comer en el café; después de alguna discusión, logró cambiar cierta cantidad de dinero terráqueo por muy poco menos de lo que indicaba la cotización de la Bolsa. Para su sorpresa, la comida era excelente. Cada bocado debía ser producido artificialmente o cultivado en los tanques de levadura y cloro[2], pero había sido procesado con gran habilidad. Sadler caviló sobre la poca atención que se prestaba a los alimentos en la Tierra, donde eran tan fáciles de obtener. Allí, por el contrario, la comida no era cosa que la naturaleza proveyera de buena gana con poco esfuerzo. Debía ser fabricada a partir de partículas y se hacía a conciencia. Como el clima.

Iba siendo hora de ponerse en movimiento. En dos horas más partiría el último correo hacia la Tierra y, si lo perdía, Jeanette no podría recibir su carta hasta la semana siguiente. El suspense se había prolongado ya demasiado.

Sacó del bobillo la carta sin cerrar y volvió a leerla para ver si requería alguna corrección:

Querida Jeanette:

Quisiera poder decirte dónde estoy, pero no me lo permiten. No ha sido idea mía: me han elegido para una misión especial y debo cumplirla lo mejor que pueda. Estoy bien de salud y, aunque no puedo ponerme en contacto contigo, las cartas que envíes al apartado de correos número 1, me llegarán tarde o temprano.

Lamenté mucho no estar contigo el día de nuestro aniversario, pero no tenía forma de remediarlo, créeme. Espero que hayas recibido mi regalo y que haya sido de tu gusto. ¡Me llevó mucho tiempo encontrar ese collar y no quieras saber cuánto costó!

¿Me echas de menos? ¡Dios, cómo quisiera estar de nuevo en casa! Sé que te sentiste preocupada y resentida cuando partí, pero debes confiar en mí y entender que no podía decirte lo que ocurría. Sabes que quiero tener a Jonathan Peter tanto como tú. Por favor, ten fe en mí y no creas que actué de ese modo por mero egoísmo o porque no te amo. Tenía muy buenas razones y algún día podré explicártelas.

Sobre todo, no te preocupes ni te impacientes. Ya sabes que regresaré en cuanto me sea posible. Y te prometo una cosa: cuando vuelva a casa, haremos lo que teníamos planeado. ¡Me gustaría saber cuándo será!

Te amo, querida, no lo pongas en duda. Este trabajo es difícil y sólo tu fe en mí me ayuda a seguir adelante…

Leyó la carta con gran cuidado, tratando de olvidar por el momento cuánto significaba para él, a fin de considerarla como si la hubiese escrito un extraño. ¿Daba demasiado a entender? No, a su juicio. Tal vez fuera indiscreta, pero no contenía nada por lo cual se pudiera descubrir su paradero ni la naturaleza de su trabajo.

Cerró el sobre, pero no puso en él nombre ni dirección alguna. Por último, cometió lo que, estrictamente, podía considerarse una violación de su juramento. Colocó la carta en otro sobre, éste dirigido, con una nota, a su abogado residente en Washington. Decía:

Querido George:

Te sorprendería saber dónde estoy en estos momentos. Jeanette no lo sabe y no quiero preocuparla. Te ruego que le envíes la carta adjunta con la mayor brevedad posible. Considera mi domicilio actual como dato absolutamente confidencial. Algún día te lo explicaré.

George adivinaría la verdad, pero sabía guardar los secretos como un empleado de la Central de Inteligencia. A Sadler no se le ocurría ninguna otra forma de enviar la carta a Jeanette y prefería correr ese pequeño riesgo para bien de su paz interior… y la de ella.

Averiguó cómo llegar al buzón más próximo (empresa complicada en Central City) y echó la carta por la ranura. En un par de horas estaría camino de la Tierra; al día siguiente estaría ya en manos de Jeanette. Sólo cabía esperar que ella comprendiera…, o al menos que postergara su juicio hasta el próximo reencuentro.

Junto al buzón había un kiosco de periódicos, donde Sadler compró un ejemplar del Central News. Quedaban varias horas hasta la partida del monorraíl rumbo al Observatorio; el diario le informaría de cualquier novedad acaecida allí.

Las noticias políticas ocupaban poco espacio y Sadler se preguntó si se estaría aplicando alguna especie de censura. Nadie se percataría de la crisis por medio de los titulares; era necesario leer el periódico completo para encontrar noticias realmente importantes. En la página 2, muy abajo, por ejemplo: se informaba de que una nave de pasajeros proveniente de la Tierra había sido declarada en cuarentena al llegar a Marte y no se le permitía el descenso; en Venus, por el contrario, se negaba a otra la autorización para despegar. Sadler estaba convencido de que el problema era político y no sanitario: la Federación empezaba a ponerse firme.

En la página 4 encontró una noticia más reveladora: dos exploradores habían sido arrestados en algún remoto asteroide, cerca de Júpiter, bajo los supuestos cargos de violación a las reglas de seguridad espacial. Tanto la noticia de que se tratara de dos exploradores como de su infracción parecían un camelo. Con toda probabilidad, la Central de Inteligencia acababa de perder dos agentes.

La página central del periódico estaba ocupada por un editorial bastante temeraria, donde se intentaba aclarar la situación y expresar la esperanza de que prevaleciera el sentido común. Con gran escepticismo, Sadler, quien no se hacía ilusiones con respecto al valor del sentido común, buscó las noticias locales.

Todas las comunidades humanas, cualquiera que fuese su situación, seguían un mismo esquema. La gente nacía, iba al crematorio (bajo condiciones que preservaban cuidadosamente el fósforo y los nitratos), se casaba o se divorciaba, se trasladaba de domicilio, denunciaba a sus vecinos, realizaba manifestaciones de protesta, sufría accidentes incomprensibles, escribía cartas a los diarios, cambiaba de empleo…

Sí, era como en la Tierra. ¡Qué pensamiento tan descorazonador! ¿De qué servía que el ser humano hubiese abandonado su propio mundo, si todos sus viajes y sus experiencias implicaban tan escasa diferencia en su naturaleza esencial? Habría sido lo mismo permanecer en la Tierra, en vez de exportar sus manías a otros mundos, a tan alto costo.

«Tu trabajo te está volviendo cínico», se dijo Sadler. «Veamos qué ofrece Central City a modo de entretenimiento».

Se había perdido un partido de tenis en la Cúpula Cuatro que al parecer hubiera valido la pena presenciar. Según le habían dicho, lo jugaban con una pelota de forma y tamaño común, aunque perforada por múltiples agujeros que aumentaban la resistencia al aire, de modo tal que el alcance del golpe igualara al de la Tierra. Sin tales subterfugios, cualquier buen golpe haría que la pelota saliera disparada de la cúpula. Sin embargo, las trayectorias seguidas por esas pelotas especiales eran muy extrañas, lo bastante como para provocar crisis nerviosas a quienes hubiesen aprendido a jugar bajo gravedad normal.

En la Cúpula Tres había un ciclorama, donde se ofrecía un viaje por el Amazonas (con picaduras de mosquito opcionales), que empezaría dentro de una hora. Sadler llevaba ausente de la Tierra muy poco tiempo y no deseaba regresar tan pronto. Además, ya había presenciado un excelente ciclorama: la tormenta eléctrica recién experimentada. Era de esperar que la habían producido de la misma forma, con baterías de proyectores de amplio alcance. Acabó por escoger la piscina de natación de la Cúpula Dos. Era la atracción principal del gimnasio, muy frecuentada por el personal del Observatorio. Uno de los riesgos profesionales en la Luna era la falta de ejercicio físico y la resultante atrofia muscular. Tras algunas semanas fuera de la Tierra, la falta de peso se tornaba habitual y el regreso resultaba difícil. Sin embargo, no fue eso lo que atrajo a Sadler, sino la idea de practicar algunas zambullidas de fantasía que jamás podría intentar en la Tierra, donde uno caía cinco metros en el primer segundo, adquiriendo demasiada energía cinética antes de llegar al agua.

La Cúpula Dos estaba en el otro extremo de la ciudad y Sadler optó por trasladarse utilizando el ferrocarril subterráneo. Pero no pudo subir al sector de baja velocidad, desde donde se podía descender de la cinta móvil y hubo de bajar en la Cúpula Tres. En vez de dar toda la vuelta en el ferrocarril subterráneo, prefirió regresar por la superficie y atravesó el breve túnel que conectaba todas las cúpulas en el punto de contacto. Las puertas automáticas se abrían al menor contacto y se cerraban instantáneamente ante la menor pérdida de presión.

En el gimnasio parecía estar la mitad del personal empleado en el Observatorio. El doctor Molton se ejercitaba en una máquina de remos, con la vista fija en el indicador que sumaba sus golpes. El ingeniero en jefe, con los ojos fuertemente cerrados según indicaban las instrucciones, estaba de pie en el centro de un anillo de tubos ultravioleta, donde se tostaba la piel bajo un fuerte resplandor. Uno de los cirujanos atacaba una bolsa de arena, con tal encarnizamiento que Sadler rogó no verse obligado a utilizar sus servicios profesionales. Un personaje de aspecto rudo, perteneciente a la Sección Mantenimiento, trataba de levantar un peso equivalente a una tonelada; aun en aquella escasa gravedad, el espectáculo imponía respeto.

Los demás estaban en la piscina y Sadler se reunió rápidamente con ellos. Había imaginado que la natación sería allí muy distinta de la practicada en la Tierra. Pero era exactamente igual y el único efecto de gravedad se notaba en la anormal altura que alcanzaban de las olas y en la lentitud del avance a través del agua.

Las zambullidas fueron correctas mientras Sadler se limitó a las menos complicadas. Era maravilloso poder apreciar cada movimiento, y contemplar los alrededores en tanto se descendía con suavidad. Finalmente, en un repentino arranque de coraje, Sadler intentó un salto desde los cinco metros. Después de todo, equivalía a menos de un metro terrestre.

Desafortunadamente, erró por completo el tiempo de la caída y dio medio vuelta de menos, o de más. Cayó sobre los hombros, recordando demasiado tarde que hasta un campeón podía resentirse en un salto de poca altura si las cosas iban mal. Salió de la piscina dolorido; se sentía como despellejado en vida. Mientras se aquietaba el leve oleaje, Sadler decidió dejar a los más jóvenes esa especie de exhibicionismo.

Tras aquel esfuerzo, era inevitable que se uniera a Molton y a otros conocidos al salir del gimnasio. Cansado, pero satisfecho, reflexionó sobre sus nuevas experiencias en la vida lunar. Se recostó en el asiento de la monocabina mientras el vehículo abandonaba la estación y las grandes puertas se cerraban herméticamente detrás. Los cielos azules, cubiertos de leves nubes, dejaron sitio a la dura realidad de la noche lunar. Allí estaba la Tierra, impertérrita, tal como la había visto pocas horas antes. Buscó entre las enceguecedoras estrellas a la Nova Draconis, antes de recordar que, en esas latitudes, quedaba oculta por el borde septentrional de la Luna.

Las cúpulas oscuras, sin revelar en absoluto la vida y la luz que encerraban, se hundieron tras el horizonte. Mientras contemplaba cómo se ocultaban, Sadler se sobrecogió por un pensamiento sombrío: se habían construido a medida para soportar las fuerzas que la Naturaleza podía lanzar contra ellas, pero ¡qué frágiles y patéticas parecerían si alguna vez las asolaba la furia del ser humano!