CAPÍTULO V

Algunos pensaban todavía que el ser humano habría sido más feliz de haber permanecido en su propio planeta, pero ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto. De todos modos, ese proceder no habría sido digno del ser humano. La inquietud que lo había impulsado por sobre la faz de su propio mundo, obligándolo a ascender hasta el cielo y a explorar los mares, no quedaría satisfecha mientras la Luna y los planetas continuaran titilando en las profundidades del espacio.

La colonización de la Luna había resultado una empresa lenta y penosa, a veces trágica e invariablemente costosa. Dos siglos después de los primeros alunizajes, gran parte del gigantesco satélite continuaba inexplorado. Naturalmente, todos sus detalles habían sido cartografiados desde el espacio, pero la mayor parte de esa escarpada esfera nunca había sido observada de cerca.

Tanto Central City como las otras bases, establecidas a fuerza de inmensos trabajos, constituían pequeñas islas de vida en un páramo inmenso, meros oasis en medio de un desierto silente, ora bañado por una luz enceguecedora, ora inundado por una cerrada oscuridad. Muchos se preguntaban si valía la pena el esfuerzo requerido para sobrevivir allí, ya que la colonización de Marte y de Venus ofrecía mayores oportunidades. Pero el ser humano no podía prescindir de la Luna, a pesar de los problemas que le presentaba. Había sido su primer puente en la conquista del espacio y continuaba siendo una llave hacia los otros planetas. Allí obtenían la masa propulsora cuantas veces hacían la travesía entre un mundo y otro; allí llenaban sus grandes tanques con el fino polvo que los cohetes iónicos expulsarían más tarde bajo la forma de eyectores electrificados. Gracias a ese polvo obtenido en la Luna, había sido posible reducir el costo de los viajes espaciales, pues se evitaba su transporte a través del campo gravitatorio de la Tierra. Con toda seguridad, de no haber existido la Luna como base de abastecimiento de combustible, jamás se habría logrado un viaje espacial de bajo costo.

Tal como lo predijeran físicos y astrónomos, también había sido de enorme valor científico. La astronomía, libre al fin de la tiránica atmósfera terrestre, pudo dar en ella un gran salto; casi no restaba ciencia que no se hubiese beneficiado en alguna forma con los laboratorios lunares. Cualesquiera que fueran sus limitaciones, los estadistas de la Tierra habían aprendido una buena lección: la investigación científica era el nervio de la civilización, una inversión que rendiría dividendos por toda la eternidad.

Lentamente, luchando contra innumerables contratiempos, el hombre había logrado sobrevivir en la Luna, después de habitarla y progresar en ella. Pasó a inventar nuevas técnicas de ingeniería en el vacío, de arquitectura para baja gravedad, de control del aire y de la temperatura. Logró vencer los demonios de la noche y el día lunares, aunque todavía debía mantenerse alerta contra esa permanente amenaza. El calor excesivo había dilatado sus cúpulas resquebrajando los edificios que había construido; el frío despiadado llegaba a destrozar cualquier estructura metálica diseñada sin las previsiones indispensables para una contracción inexistente en la Tierra. Pero todos esos problemas habían sido superados.

Cualquier proyecto nuevo y ambicioso, considerado desde la distancia, parece mucho más difícil y peligroso. Eso había ocurrido en el caso de la Luna. Ciertos problemas que parecían insuperables antes de llegar a ella, formaban ya parte de las tradiciones lunares. Perdidos en el olvido quedaban los obstáculos que habían desalentado a los primeros exploradores. En la actualidad, las monocabinas transportaban con toda comodidad a turistas de la Tierra por parajes en otro tiempo recorridos penosamente a pie.

En algunos aspectos, los invasores se habían sentido impulsados por las dificultades, en vez de abatirse ante ellas, como había sido el caso del problema de la atmósfera lunar. En la Tierra se habría considerado como vacío casi perfecto, sin perturbaciones visibles para la observación astronómica. Sin embargo, servía para actuar como escudo contra los meteoritos. La mayoría de los meteoros quedan inmovilizados por la atmósfera terrestre a varios kilómetros de la superficie; en otras palabras, son anulados cuando aún se desplazan por un aire no más denso que el de la Luna. En realidad, ésta goza de un escudo invisible más efectivo que el terrestre, ya que, debido a su baja gravedad, se extiende mucho más lejos en el espacio.

Quizás el descubrimiento más sorprendente efectuado por los primeros exploradores fue la existencia de vida vegetal. Desde hacía mucho tiempo, existía la sospecha sobre la posibilidad de una vegetación lunar, debido a los curiosos cambios de luz y sombra que presentaban algunos cráteres, como Aristarco y Eratóstenes; sin embargo, resultaba difícil comprender cómo podía sobrevivir en condiciones tan extremas. Se suponía que podía tratarse de ciertos líquenes y musgos primitivos, cuyos mecanismos de supervivencia serían muy interesantes.

Pero todas esas suposiciones eran erróneas. Un análisis más profundo habría podido demostrar que las plantas lunares no podían ser primitivas, sino resultado de una evolución perfecta y complicada, con el fin de resistir en ambiente hostil. Las plantas primitivas no tenían sitio en la Luna, como tampoco lo habría tenido el hombre primitivo.

Allí, las plantas más comunes eran crasas, muchas de crecimiento globular, similares a cactos: Sus gruesas epidermis impedían la pérdida de agua; estaban equipadas con ventanas «transparentes», que permitían la recepción de la luz. Esta sorprendente defensa natural no era tan original, aunque resultaba novedosa. Ciertas plantas del desierto africano, enfrentadas a parecidas condiciones de fuerte luz solar y escasa humedad, han desarrollado características similares.

No obstante, la vegetación lunar poseía una característica propia: cierto ingenioso mecanismo para la absorción del aire. Se trataba de un complicado sistema de aletas, y válvulas, como el de algunas criaturas marinas, cuya función era la de un compresor. Las plantas eran muy pacientes: esperaban durante años cerca de las hendeduras por donde manaban leves nubes de sulfuro carbónico proveniente del subsuelo. Después, las aletas se lanzaban a trabajar furiosamente, mientras las extrañas plantas succionaban por los poros cada molécula de aire disponible, antes de que desapareciera esa efímera humedad lunar en el semivacío de la Luna.

Tal era el extraño mundo convertido en hogar para miles de seres humanos. Éstos amaban su rudeza y no la habrían cambiado por la Tierra, donde la vida fácil ofrecía pocas perspectivas para la iniciativa o el espíritu empresarial. En realidad, la colonia lunar, aunque atada a la Tierra por vínculos económicos, tenía más cosas en común con los planetas de la Federación. Tanto en Marte, Venus y Mercurio como en los satélites de Júpiter y Saturno, el ser humano proseguía luchando por conquistar la naturaleza, tal como lo había hecho ya en la Luna. En Marte, la victoria era ya completa; aquél era el único lugar, aparte de la Tierra, donde se podía caminar al aire libre sin ayudas mecánicas. El triunfo empezaba a vislumbrarse también en Venus, donde el trofeo sería una superficie tres veces superior a la terrestre. Los demás emplazamientos eran sólo puestos de avanzada. El ardiente Mercurio y los helados mundos exteriores presentaban todavía su reto a los siglos futuros.

Así se veían las cosas desde la Tierra. La Federación, por su parte, no podía seguir esperando; el profesor Phillips, con toda ingenuidad, habla espoleado hasta el límite su impaciencia. No era la primera vez, ni sería la última, que un documento científico alteraba el curso de la historia.

Aunque Sadler nunca había puesto los ojos en aquellas páginas pobladas de cálculos, conocía bien las conclusiones adonde conducían. Los seis meses que había permanecido retirado de su vida normal le habían enseñado muchas cosas. Aprendió algunas en compañía de seis hombres cuyos nombres ignoraba, en un aula pequeña y desnuda. Sin embargo, la mayoría de los conocimientos le fueron suministrados durante el sueño o bajo el efecto de la hipnosis. Quizás un día todo le sería arrebatado mediante las mismas técnicas.

Sabía que la faz de la Luna consistía en dos clases de terrenos bien diferenciados: las zonas oscuras, llamadas mares y las regiones claras, generalmente más altas y mucho más montañosas. Estas últimas, perforadas por innumerables cráteres, parecían devastadas por siglos y siglos de furia volcánica. Los mares, por el contrario, eran planos y relativamente pulidos. De vez en cuando presentaban algunos cráteres y muchas cavidades o hendiduras, pero siempre eran mucho más regulares que las escarpadas regiones altas.

Tal vez se formaron mucho más tarde que las montañas y los cráteres de su arrolladora juventud. De algún modo, mucho después de que las antiguas formaciones se hubieron estabilizado, la corteza volvió a fundirse y formó las zonas oscuras, las suaves planicies que constituyen los mares. En sus entrañas quedaron los restos de cráteres y montañas antiguas que se disolvieron como cera; las costas se vieron rodeadas por acantilados semiderruidos y crestas que apenas escaparon a la destrucción.

Los científicos se encontraban ante un problema, el mismo que el profesor Phillips había logrado descifrar. Se reducía a la siguiente pregunta: ¿por qué el calor de la Luna había estallado sólo en las zonas de los mares, dejando incólumes las regiones altas?

El calor interno de un planeta se produce por radiactividad. El profesor Phillips llegó así a la conclusión de que, bajo los grandes mares, debían existir ricos yacimientos de uranio y de elementos asociados. Con el fluir de las corrientes y con las mareas interiores de la Luna, se produjeron de algún modo esas concentraciones locales; después, el calor generado durante milenios de radiactividad fundió la superficie, formando los mares.

Durante dos siglos, el ser humano había recorrido la superficie lunar, con todos los instrumentos de medición imaginables. Había hecho temblar el interior con terremotos artificiales y lo había atravesado con campos magnéticos y eléctricos. Esas observaciones permitieron al profesor Phillips proporcionar una sólida base matemática a su teoría.

Bajo la superficie de los mares había enormes depósitos de uranio. Este metal no tenía ya la importancia vital que se le había otorgado en los siglos XX y XXI, superada con el advenimiento del reactor de hidrógeno. Pero donde había uranio podía haber otros metales pesados.

El profesor Phillips estaba casi seguro de que su teoría no tenía aplicación práctica. Señaló que todos esos grandes depósitos se hallaban a profundidad tal que se debía descartar cualquier forma de explotación. La profundidad era, cuanto menos, de varios kilómetros; a ese nivel, la presión de las rocas era tan enorme que el metal más duro fluiría como un líquido; por tanto, no había pozo o perforación capaz de permanecer abierta mucho tiempo.

Era una verdadera lástima. El profesor Phillips había llegado a la conclusión de que esos tentadores tesoros quedarían fuera del alcance de la humanidad, que tanto los necesitaba.

«Un científico debería tener más imaginación», se dijo Sadler. Algún día, el profesor Phillips recibiría una gran sorpresa.