Sadler sabía muy bien que no podía pretender una oficina para sí solo; como mucho, podía aspirar a un modesto escritorio en algún rincón de la sección Contable, y eso fue justamente lo que obtuvo. Eso no le preocupó; no deseaba causar problemas ni llamar demasiado la atención; además, después de todo, pasaba muy poco tiempo en su escritorio. Toda la redacción final de sus informes tenía lugar en la intimidad de su cuarto, ese pequeño cubículo, apenas lo bastante grande como para no causar claustrofobia, idéntico a tantas celdillas dentro del piso residencial.
Había tardado varios días en adaptarse a ese modo de vida totalmente artificial. Allí, en el corazón de la Luna, el tiempo no existía. Los drásticos cambios de temperatura entre el día y la noche lunar penetraban sólo un metro o dos en la roca; las olas diurnas de frío y de calor se desvanecían antes de traspasar esa profundidad. Solamente los relojes se obstinaban en marcar segundos y minutos; cada veinticuatro horas menguaban las luces en los corredores, en una simulación de noche. Pero el Observatorio no dormía siquiera entonces. Siempre había alguien de guardia, cualquiera que fuese la hora. Los astrónomos, naturalmente, estaban acostumbrados a trabajar a horas insólitas, para fastidio de sus esposas, excepto en aquellos casos (no muy extraños) en que también ellas eran astrónomas. Para estos científicos, en general, el ritmo de la vida lunar no constituía ningún sacrificio; quienes podían protestar con fundamentos eran los ingenieros encargados de mantener en funcionamiento, durante las veinticuatro horas del día, el aire, la electricidad, las comunicaciones y los múltiples servicios del Observatorio.
En opinión de Sadler, era el personal administrativo el que se llevaba la mejor parte. La sección Contable o las de Entretenimientos y Depósitos podían cerrar por ocho horas tras funcionar durante veinticuatro; no tenía importancia, siempre y cuando Cirugía y Cocina siguieran trabajando.
En lo posible, Sadler trataba de no ponerse en el camino de nadie y parecía lograrlo. Había tomado contacto con toda la plana mayor, con excepción del director (de viaje por la Tierra) y conocía de vista a la mitad del personal. Su plan consistía en analizar escrupulosamente cada sección, hasta conocer todos los detalles del lugar. Después dedicaría uno o dos días a meditar y a evaluarlo todo. Había trabajos que no podían realizarse deprisa y corriendo por muy urgentes que fueran.
La urgencia, precisamente, era su problema. Varias veces le habían dicho, de forma bastante amable, que su llegada al Observatorio se producía en un momento inoportuno. Las crecientes tensiones políticas habían afectado el sistema nervioso de la pequeña comunidad, cuyos miembros empezaban a impacientarse. Por cierto, Nova Draconis representaba cierto alivio a la situación, pues nadie se preocuparía mucho por la política con esa maravilla encendida en el cielo. Pero tampoco tenían el ánimo muy dispuesto para análisis de costos y Sadler no dejaba de comprenderlos.
Trataba de pasar la mayor parte de su tiempo libre en la sala comunitaria, donde el personal descansaba en sus horas de ocio. Ése era el centro de la vida social del Observatorio y le ofrecía una excelente oportunidad de estudiar a aquellos hombres y mujeres, recluidos allí por el bien de la ciencia o, en el caso de los menos sacrificados, por los tentadores salarios que se ofrecían.
El contable no gustaba de los chismes y, además, los hechos y los números le interesaban más que la gente; sin embargo, comprendía la conveniencia de aprovechar al máximo la oportunidad que se le ofrecía. Por cierto, tenía al respecto instrucciones muy precisas y, en su opinión, un tanto cínicas. De todos modos, la naturaleza humana es siempre la misma, en toda clase social y en cualquier planeta y, con sólo escuchar las conversaciones en el bar, había captado informaciones muy valiosas.
La sala comunitaria estaba diseñada con gusto y talento; la adornaban murales fotográficos siempre cambiantes, gracias a los cuales parecía imposible hallarse bajo la corteza lunar. Uno de los recursos empleados por el arquitecto era una hoguera perfectamente imitada, donde una pila de leños ardía sin consumirse jamás. Sadler nunca había visto en la Tierra algo parecido y aquel detalle lo fascinó.
Había llegado a obtener la aceptación del personal con su habilidad para los juegos de salón y con sus dotes de conversador; gracias a eso, supo de ciertos escándalos privados. Dejando a un lado el hecho de que los miembros del Observatorio eran de una inteligencia superior, constituían un microcosmos de la Tierra misma. Casi todo lo que sucedía en la sociedad terrícola se repetía allí de algún modo, tal vez con la única excepción de ciertos asesinatos…, y eso era cuestión de tiempo. Sadler, a quien pocas cosas sorprendían, tampoco se inmutó por eso. Era de esperar, por ejemplo, que las muchachas de computación, después de vivir varias semanas en una comunidad casi totalmente masculina, tuvieran reputaciones bastante dudosas. Tampoco era muy sorprendente que el ingeniero en jefe no se tratara con el vicedirector, o que el profesor X considerara al doctor Y un perfecto lunático, o que el señor Z tuviera fama de hacer trampas al jugar a hipercanasta. Todos esos detalles no eran de su incumbencia, pero los escuchaba con gran interés, aunque sólo sirvieran para demostrar que el Observatorio era una especie de gran familia feliz.
Sadler estaba ante un ejemplar de Noticias Triplanetarias preguntándose quién sería el gracioso que había dejado escrito PROHIBIDO SACAR DEL SALÓN sobre la hermosa silueta femenina de la tapa. En ese momento entró Wheeler muy agitado.
—¿Qué pasa? —preguntó Sadler—. ¿Ha descubierto usted otra nova o está buscando a alguien para confiarle sus penas?
Si se trataba de lo último, y a falta de alguien mejor, él podía ser el confidente adecuado. Para entonces conocía a Wheeler bastante bien; el joven astrónomo era uno de los miembros más novatos del personal, pero también uno de los más inolvidables. Difícilmente podía pasar desapercibido, dado su falta de respeto por la autoridad, la confianza en sus propias opiniones y el afán por la discusión. Pero aun quienes no gustaban de Wheeler le consideraban muy inteligente y capaz de llegar muy lejos. Hasta ese momento no había explotado toda la buena voluntad que le proporcionara el descubrimiento de la Nova Draconis, hecho que por sí mismo bastaría para asegurar su reputación.
—¿No ha visto a Wagtail?[1] No está en su oficina y quiero presentar una queja.
—Al secretario Wagnall —corrigió Sadler, poniendo en ello tanta reprobación como le fue posible—. Hace media hora fue hacia Hidropónica. Permítame una pregunta: ¿no es extraño que sea usted quien se queje y no otro quien se queje de usted?
Wheeler sonrió con irresistible encanto juvenil.
—Temo que esté en lo cierto. Ya sé que debería seguir la rutina establecida para esto, pero es muy urgente. Algún idiota efectuó un aterrizaje sin autorización y acaba de arruinarme dos horas de arduo trabajo.
Sadler tardó en comprender lo que Wheeler quería decir. Después recordó que esa zona de la Luna era restringida; ninguna nave debía volar sobre el hemisferio norte sin avisar primero al Observatorio. El intenso resplandor de los cohetes iónicos, al ser registrado por los grandes telescopios, podía arruinar varias fotografías y hasta causar estragos en el delicado instrumental.
—¿No habrá sido una emergencia? —preguntó Sadler repentinamente—. Es una lástima que haya arruinado su trabajo, pero tal vez se encontraba en dificultades.
Evidentemente, Wheeler no había pensado en eso; su cólera disminuyó de inmediato. Miró a Sadler con expresión de desconcierto, como si no supiera qué hacer. El contable dejó la revista y se puso de pie.
—¿Y si fuéramos a Comunicaciones? —sugirió—. Quizá sepan lo que pasa. ¿Le molesta que le acompañe?
Era siempre muy escrupuloso en guardar la etiqueta y nunca olvidaba que allí dependía de la buena voluntad de todos. Además, siempre es bueno hacer que la gente crea estar prestando un favor.
Wheeler aceptó inmediatamente la sugerencia e inició la marcha hacia Comunicaciones, como si la idea hubiera sido suya. La oficina de señales ocupaba un espacioso salón, inmaculado y ordenado, en la parte más elevada del Observatorio, a pocos metros por debajo de la superficie lunar. Allí se encontraba la central automática de teléfonos, sistema nervioso del Observatorio y se concentraban también los monitores y transmisores que mantenían aquel lejano puesto en contacto con la Tierra. Todo eso estaba bajo el control del oficial de guardia de Comunicaciones, quien trataba de evitar visitas casuales mediante un gran letrero: ABSOLUTAMENTE PROHIBIDA LA ENTRADA A PERSONAS NO AUTORIZADAS.
—Eso no va para nosotros —explicó Wheeler mientras abría la puerta.
Un cartel mucho mayor que el primero le contestó con un rotundo: ESO VA PARA USTED. Sin dejarse confundir, Wheeler se volvió hacia el divertido Sadler, agregando:
—Cuando la entrada está prohibida de veras, se pone cerrojo.
Sin embargo, en vez de abrir la segunda puerta, golpeó y esperó un instante. Una voz aburrida contestó: «Adelante».
El oficial de guardia estaba desarmando el transmisor portátil de un traje espacial y pareció alegrarse por la interrupción. Llamó sin demora a Tierra y pidió a Control del Tránsito que averiguara por qué había una nave en Mare Imbrium sin haberlo notificado al Observatorio. Mientras esperaban la respuesta, Sadler empezó a caminar entre los equipos.
Era sorprendente la cantidad de aparatos necesarios para hablar con otros o para enviar fotografías desde la Luna hasta la Tierra. Sadler, que conocía muy bien el gusto de los técnicos por explicar su tarea a quienes demuestran interés, hizo algunas preguntas y trató de retener cuantas respuestas pudo. Por suerte nadie, hasta el momento, había preguntado si ocultaba motivos ulteriores o si intentaba descubrir la forma de hacer el mismo trabajo con menos gastos. Lo aceptaban como a un personaje inquisitivo y curioso, pues era evidente que muchas de sus preguntas no tenían importancia financiera.
En cuanto el oficial de guardia terminó de mostrarle todo, la respuesta de la Tierra llegó a través del autoimpresor. El mensaje era desconcertante:
VUELO NO PROGRAMADO. ASUNTOS OFICIALES. NO SE DARÁ NOTIFICACIÓN. POSIBLES ATERRIZAJES FUTUROS. LAMENTAMOS INCONVENIENTES.
Wheeler volvió a leer las palabras como si no pudiera creer lo que veían sus ojos. Hasta este momento, el cielo del Observatorio había sido sagrado. Se sentía tan indignado como un abate ante la violación de su monasterio.
—¡Seguirán haciéndolo! —balbuceó—. ¿Qué pasará con nuestro programa?
—No seas chiquillo, Con —dijo el oficial de Comunicaciones, en tono indulgente—. ¿Acaso no escuchas las noticias? ¿O has estado demasiado ocupado con tu nova predilecta? Este mensaje significa sólo una cosa: algo secreto está ocurriendo en el Mare Imbrium. Adivínalo si puedes.
—Ya lo sé —exclamó Wheeler—. Es una de esas expediciones encubiertas en busca de metales pesados; y piensan que la Federación no se dará cuenta. ¡Qué ingenuos!
—¿De dónde saca esa explicación? —preguntó bruscamente Sadler.
—Bueno, hace años que pasan cosas así. En cualquier bar del centro oirá rumores similares.
Sadler todavía no había ido «al centro», según la expresión que servía para denominar los viajes a Central City, pero creía en la veracidad de lo que dijera Wheeler. La explicación parecía ser bastante convincente, sobre todo en vista de la situación presente.
—Tenemos que tomarlo con calma —dijo resignadamente el oficial de Comunicaciones, volviendo a su trabajo con el transmisor portátil—. De todos modos, nos queda un consuelo: todo esto pasa en la zona sur, al otro lado de Dragón, y no interrumpirá tu trabajo principal, ¿no es cierto?
—Creo que no —admitió Wheeler, de mala gana.
Por unos instantes permaneció un poco alicaído. Estaba lejos de desear interferencias en su trabajo, pero tenía ganas de librar una buena pelea y se sentía defraudado por haber perdido la oportunidad.
* * *
Ahora Nova Draconis era fácil de localizar, aun para quienes no conocían las constelaciones. Aparte de la Tierra creciente era, con mucho, el astro más brillante del cielo. Incluso Venus, próxima al Sol en dirección este, quedaba deslucida ante esa arrogante recién llegada. Proyectaba ya una sombra bien definida y su brillo iba en aumento.
De acuerdo con los informes que llegaban desde la Tierra, allí era visible aun durante el día. Por un corto período desplazó a la política de las primeras páginas de los periódicos, pero ahora volvía a sentirse la presión de los acontecimientos. El ser humano era incapaz de pensar por mucho tiempo en la eternidad. En cualquier caso, la distancia con respecto a la Federación era de minutos, y no de siglos luz.