Tras comparar las cintas grabadas, Conrad Wheeler se levantó y dio tres vueltas por la habitación. Cualquier experto habría adivinado, por sus movimientos, que era relativamente nuevo en la Luna. Se había integrado al personal del Observatorio hacía sólo seis meses y todavía se notaba el esfuerzo que le exigía compensar la gravedad friccional del medio en que vivía. Sus movimientos bruscos contrastaban con los de sus compañeros, más suaves, como captados a cámara lenta. Parte de esta brusquedad provenía de su temperamento indisciplinado, de la rapidez con que llegaba a ciertas conclusiones. Contra esos defectos luchaba en ese momento.
Había cometido errores en otras ocasiones, pero esa vez no le cabía la menor duda. Los hechos eran irrefutables, basados en cálculos elementales; el resultado, sobrecogedor. En las lejanas profundidades del espacio, una estrella había estallado con inusitada violencia. Wheeler echó otro vistazo a sus cálculos, revisó cada uno por décima vez y se dirigió hacia el teléfono.
Sid Jamieson se sintió molesto por la interrupción.
—¿Es muy importante? —preguntó—. Estoy en el cuarto oscuro, con un trabajo que me encargó el viejo Molton. Espera al menos hasta que haya revelado las placas.
—¿Cuánto puedes tardar?
—Oh, unos cinco minutos. Después tengo que hacer algunas otras.
—Yo diría que esto es muy importante. Sólo te llevará un momento. Estoy en Instrumental Cinco.
Jamieson llegó secándose las manos, mojadas todavía por el fluido de revelación. En trescientos años, algunos aspectos del proceso fotográfico no habían experimentado cambio alguno; Wheeler, en cuya opinión todo se debía hacer electrónicamente, consideraba como resabios de la ciencia alquimista muchas de las actividades de su amigo.
Jamieson señaló la cinta perforada que estaba sobre el escritorio y preguntó, con su parquedad de costumbre:
—¿Qué hay?
—Estuve haciendo el control rutinario del integrador de magnitud. He descubierto algo.
—Siempre pasa lo mismo —replicó Jamieson con aspereza—. Cada vez que alguien estornuda en el Observatorio, ese aparato cree haber descubierto un nuevo planeta.
El escepticismo de Jamieson estaba ampliamente justificado: aquel integrador no era un instrumento infalible y podía llegar a conclusiones erróneas. Muchos astrónomos lo consideraban como un estorbo y no como ayuda. Aun así, era el favorito del director, y sería imposible hacer nada al respecto mientras no se produjera un cambio en la administración. Maclaurin lo había inventado en aquella época en que tenía tiempo para practicar la astronomía. Como vigía automático del cielo, su objetivo era esperar pacientemente durante años hasta que una nueva estrella, una nova, brillara en el espacio; en esos casos hacía sonar una alarma para llamar la atención.
—Mira —dijo Wheeler—, no te quedes con mi palabra. Ahí están las pruebas.
Jamieson pasó la cinta por el conversor, anotó las cifras y efectuó rápidamente algunos cálculos; ante su expresión de asombro, Wheeler no pudo ocultar una sonrisa de satisfacción.
—¡Dios mío! ¡Trece magnitudes en veinticuatro horas!
—Yo saqué trece coma cuatro, pero es un cálculo muy aproximado. Apuesto a que es una supernova, y muy cercana.
Los jóvenes astrónomos intercambiaron una mirada pensativa.
—Es demasiado bueno para ser verdad —afirmó Jamieson—. No lo divulguemos hasta estar seguros. Primero veamos qué espectro tiene; mientras tanto, considerémosla una nova ordinaria.
Los ojos de Wheeler tomaron una expresión soñadora.
—¿Cuándo apareció la última supernova en nuestra galaxia? —preguntó.
—Creo que fue la de Tycho… No, no fue ésa; hubo otra algo después, alrededor de 1600.
—De todas maneras, ha pasado mucho tiempo. Esto debería granjearme los favores del Director.
—Quizá se necesita una supernova para conseguir algo así. Mientras redactas el informe, iré a preparar el espectrógrafo. No hemos de ser egoístas: los otros laboratorios también querrán participar.
Y agregó, echando una mirada al integrador, que continuaba su paciente búsqueda por el cielo.
—Creo que te has ganado el sueldo, aunque desde ahora veas solamente las luces de navegación de las naves espaciales.
Una hora más tarde, en la sala comunitaria, Sadler se enteraba de la noticia sin mayor emoción. Estaba demasiado preocupado con sus propios asuntos, con la montaña de trabajo que tenía delante, y no podía prestar mucha atención a los programas del Observatorio, aunque los comprendiera perfectamente. De cualquier modo, el secretario Wagnall dejó bien claro que ése no era un asunto rutinario.
—Aquí tiene algo para anotar en sus balances —dijo entusiasta—. Es el descubrimiento astronómico más importante en mucho tiempo. Subamos al techo.
Sadler, que estaba leyendo con creciente inquietud el editorial del Time Interplanetary, dejó caer el periódico. Éste descendió con la onírica lentitud que tanto sorprendía aún al contador mientras él seguía a Wagnall hasta el ascensor.
Atravesaron en el ascensor el piso residencial, la Administración, la sección de Energía y Transporte y se introdujeron en una de las pequeñas cúpulas para observación. Esa burbuja plástica medía apenas diez metros de diámetro y la marquesina que la protegía durante el día lunar estaba recogida. Wagnall apagó las luces interiores, y ambos contemplaron las estrellas y la Tierra creciente. Sadler había estado allí varias veces y no conocía mejor lugar para combatir la fatiga mental.
A unos doscientos cincuenta metros se destacaba la enorme silueta del mayor telescopio construido por el ser humano; estaba enfocado hacia un punto determinado del cielo austral. Sadler comprendió que, si bien no apuntaba a ninguna estrella visible a sus ojos ni perteneciente a este universo, debía penetrar los límites del espacio, a billones de años luz de distancia.
Wagnall dejó escapar un suave chasquito: inesperadamente, el telescopio estaba girando hacia el norte.
—Más de uno va a tirarse de los pelos —comentó—. Hemos interrumpido todos los programas para concentrar todo el fuego en Nova Draconis. A ver si podemos encontrarla.
La buscó por un rato, consultando un diagrama que llevaba en la mano. Sadler miraba también hacia el norte, sin distinguir nada extraordinario. Todas las estrellas parecían tener su aspecto habitual. Más tarde, guiándose por la estrella Polar, según las instrucciones de Wagnall, descubrió una pálida estrella en el cielo septentrional. Distaba mucho de ser imponente, aun teniendo en cuenta que un par de días antes sólo habría sido detectable a través de los telescopios más poderosos: su brillo había multiplicado varias veces su intensidad durante las últimas horas.
Quizá Wagnall percibió su desilusión, pues dijo, a la defensiva:
—Por ahora no es muy llamativa, pero todavía ha de crecer su brillo. Con suerte, en un par de días valdrá la pena verla.
¿Un par de días lunares o terrestres? Sadler no logró resolverlo; ese aspecto, como tantos otros, se prestaba a confusiones. Todos los relojes funcionaban con el sistema de veinticuatro horas y se regían por el meridiano de Greenwich. Este sistema ofrecía la pequeña ventaja de poder verificar la hora con bastante exactitud, con sólo echar un vistazo a la Tierra. Sin embargo, el recorrido de la luz y de la sombra sobre la superficie lunar no guardaba la menor relación con la hora indicada por los relojes. Cuando éstos señalaban el mediodía, el Sol podía encontrarse en cualquier sitio, encima o detrás del horizonte.
Apartando la vista del cielo, Sadler contempló el Observatorio. Siempre lo había imaginado, sin pensarlo mucho, como un conjunto de cúpulas gigantescas, olvidando que en la Luna, donde no existían cambios atmosféricos, no tenía sentido mantener los instrumentos bajo techo. El reflector de mil centímetros de longitud y su compañero de menor tamaño, permanecían al descubierto y desnudos en el vacío del espacio. Sus amos, en cambio, mucho menos resistentes, se guarecían bajo la superficie, en el aire tibio de la ciudad subterránea.
El horizonte parecía casi plano en todas direcciones. Aunque el Observatorio estaba emplazado en el centro de Platón, la gran llanura amurallada, la cadena de montañas quedaba oculta por la curva de la Luna. Era un panorama yermo y desolado, sin la menor elevación que interrumpiera su monotonía: una planicie polvorienta, salpicada aquí y allá por cavidades y pequeños cráteres. Y allí, las misteriosas obras de los hombres se esforzaban por alcanzar las estrellas, para arrancarles sus secretos.
Mientras se retiraban, Sadler miró una vez más hacia el Dragón, pero ya había olvidado cuál de las pálidas estrellas circumpolares era la que debía mirar. Tratando de emplear todo el tacto posible, para no herir la sensibilidad del secretario, preguntó:
—¿Por qué es tan importante esa estrella?
Wagnall tomó una expresión de incredulidad, luego apesadumbrada y luego comprensiva.
—Bueno —dijo—, las estrellas son como la gente, según creo. Las que se comportan bien no llaman mucho la atención. Nos enseñan algo, por supuesto, pero aprendemos mucho más de las que se desvían.
—¿Y suelen hacerlo con frecuencia?
—Solamente en nuestra galaxia estallan un centenar al año; son las novas comunes. En el punto culminante pueden ser cien mil veces más brillantes que el Sol. Una supernova, en cambio, es mucho más rara y más interesante. Aunque todavía no se conoce la causa, puede ser billones de veces más brillante que el Sol y hasta sobrepasar en esplendor a todas las estrellas de la galaxia.
Sadler meditó un momento: aquél era uno de esos pensamientos que inspiraban al menos unos instantes de reflexión.
—Lo importante de todo esto —continuó Wagnall, ansioso—, es que no ha ocurrido nada de eso desde que se inventaron los telescopios. La última supernova apareció en nuestro universo hace seiscientos años. Se encuentran muchas en otras galaxias, pero están demasiado lejos y no se pueden estudiar bien. En cambio, ésta se encuentra, por así decirlo, en nuestro propio umbral. En un par de días el acontecimiento será bien visible. Ya dentro de pocas horas brillará con más intensidad que cualquier astro, con excepción del Sol y de la Tierra.
—¿Y qué se puede aprender de eso?
—El estallido de una supernova es el acontecimiento más grandioso que puede ofrecer la Naturaleza. Nos dará la oportunidad de estudiar el comportamiento de la materia en condiciones tales que una explosión nuclear, comparada con ellas, parecerá cosa de nada. Ahora, si usted es de los que buscan el lado práctico de todo, ¿no le parece muy interesante averiguar qué es lo que provoca ese estallido? Después de todo, algún día puede ocurrir lo mismo con nuestro Sol.
—En realidad —replicó Sadler—, en ese caso preferiría no saberlo por anticipado. Me pregunto si esa nova no habrá llevado algunos planetas consigo.
—No hay modo de saberlo. Pero debe suceder con cierta frecuencia. Una estrella de cada diez, por lo menos, tiene planetas alrededor.
Era un pensamiento escalofriante. Existía la posibilidad de que en cualquier momento, en cualquier lugar del universo, todo un sistema solar, con sus mundos extrañamente poblados y sus diversas civilizaciones, fuera arrojado sin escrúpulos a una enorme caldera cósmica. La vida no era sino un fenómeno frágil y delicado, suspendido por un cabello entre el frío y el calor.
Pero el ser humano, no satisfecho con los peligros que la naturaleza podía ofrecerle, se encargaba en esos momentos de armar su propia pira funeraria.
El doctor Molton pensaba aproximadamente lo mismo, pero él, a diferencia de Sadler, podía contrarrestarlo con ideas más optimistas. Nova Draconis se hallaba a una distancia superior a los dos mil años luz y el fulgor del estallido venía recorriendo los cielos desde el nacimiento de Cristo. En ese período debía de haber circulado por millones de sistemas solares, sembrando la alarma entre los habitantes de mil mundos. En ese mismo instante, otros astrónomos, diseminados por un espacio de cuatro mil años luz, trabajaban sin duda con instrumentos similares a los nuestros, intentando atrapar las radiaciones de ese sol agonizante mientras se desvanecían hacia las fronteras del universo. Y resultaba aún mucho más extraño pensar que, transcurridos millones de años, observadores mucho más distantes, para quienes la galaxia entera no sería sino un leve trazo de luz, notarían que nuestro universo-isla había brillado por un momento con mayor intensidad.
El doctor Molton estaba junto a la mesa de control, en la habitación tenuemente iluminada que utilizaba a la vez como laboratorio y taller. En un principio se había parecido mucho a las otras celdillas que formaban parte del Observatorio, pero su dueño había acabado por imprimirle su personalidad. En un rincón había un vaso con flores artificiales, rasgo insólito pero, al mismo tiempo, apreciado en un lugar como ése. Era la única excentricidad de Molton y nadie pensaba prohibírsela: él compensaba la escasa posibilidad ornamental de la vegetación lunar con esas creaciones de cera y alambre hábilmente hechas por encargo suyo en Central City. Ponía tanto ingenio e imaginación en variar la distribución de las flores que parecía cambiarlas todos los días.
Wheeler solía decirle, bromeando, que esa afición era una prueba de su añoranza por la Tierra. En realidad, el doctor Molton llevaba más de tres años ausente de Australia, su país de origen. Pero no parecía tener prisa por regresar. Como él no dejaba de señalar, en la Luna tenía trabajo para varios siglos y prefería acumular sus vacaciones para cuando tuviera deseos de aprovecharlas de una sola vez.
Junto a las flores había ciertas cajas metálicas donde Molton archivaba los miles de espectrogramas recolectados durante sus investigaciones. No se consideraba mero teórico: su trabajo era observar y anotar; a otros les quedaba reservada la tarea de explicar lo que él descubría. A veces, algún matemático protestaba, indignado, que no podía existir una estrella con semejante espectro. Molton acudía entonces a sus archivos, verificaba cualquier posible error y contestaba:
—No es culpa mía. Vaya a quejarse a la Madre Naturaleza.
En el resto de la habitación se aglomeraban equipos muy extraños, incomprensibles para un lego y asombrosos aun para muchos astrónomos. Casi todos habían sido construidos por Molton, o al menos armados por sus asistentes según los diseños hechos por él. Durante los dos últimos siglos, todo astrónomo práctico se había visto forzado a actuar un poco a modo de electricista, ingeniero y físico; también como experto en relaciones públicas, en la medida en que aumentaba el costo de su equipo.
Molton indicó «ascenso y descenso en línea recta», y la orden trepó veloz por los cables. Mucho más arriba, el gran telescopio apuntó hacia el norte como un fusil gigantesco, en un gran movimiento circular. El gran espejo ubicado en la base del tubo captaba rayos de luz un millón de veces más tenues que los que el ojo humano puede percibir y los concentraba en un solo haz con maravillosa precisión. Ese haz, reflejado nuevamente entre uno y otro espejo como si se tratara de un periscopio, llegaba finalmente al doctor Molton, quien podía utilizarlo a su antojo.
De haber mirado directamente el haz, el resplandor de Nova Draconis lo habría cegado y, en cualquier caso, su vista podía revelarle muchísimo menos que los instrumentos. Conectó en su lugar el espectrómetro electrónico y éste inició su examen. Debía explorar el espectro de Nova Draconis con paciente exactitud, recorriendo todas las gamas, desde el amarillo, el verde, el azul… hasta el violeta y el ultravioleta extremo, totalmente imperceptible al ojo humano. Mientras tanto, una cinta móvil registraría la intensidad de cada línea espectral, prueba irrefutable que los astrónomos podrían consultar mil años después.
Alguien llamó a la puerta y Jamieson entró con algunas placas fotográficas todavía húmedas.
—¡Lo conseguimos! —exclamó, jubiloso—. Las últimas tomas muestran la capa gaseosa que se expande alrededor de la nova. Y la velocidad concuerda con la variación de frecuencia por efecto Doppler.
—¡Ojalá! —gruñó Molton—. Examinémoslas.
Estudió las placas entre el chirrido de los motores electrónicos del espectrómetro, que continuaba su búsqueda automática. Se trataba de negativos, por supuesto, pero estaba acostumbrado a ellos, como cualquier astrónomo, y podía interpretarlos con la misma facilidad que a las fotografías reveladas.
En el centro, un pequeño disco indicaba la posición de Nova Draconis, quemado a través de la emulsión por la exposición excesiva. Y a su alrededor, apenas visible a simple vista, se veía un tenue anillo.
Molton sabía que, con el correr de los días, ese anillo continuaría expandiéndose por el espacio hasta disiparse. Parecía tan pequeño e insignificante que la inteligencia no lograba captar su importancia.
En realidad, aquello era el pasado, una catástrofe ocurrida dos mil años antes. Lo que veían era la envoltura llameante que la estrella había lanzado al espacio, a millones de kilómetros por hora y a tan alta temperatura que aún debía enfriarse para llegar al rojo-blanco. Aquella expansiva muralla de fuego bien podía devorar el mayor planeta sin disminuir su velocidad; no obstante, desde la Tierra no era sino un débil anillo en los límites de lo visible.
—Quisiera saber —susurró Jamieson—, si alguna vez descubriremos por qué actúan así las estrellas.
—A veces, cuando escucho la radio —comentó Molton—, me gustaría que pasara aquí. ¡El fuego es tan buen esterilizante!
Jamieson no pudo ocultar su sorpresa: aquello no correspondía a la personalidad de Molton, quien no lograba disimular del todo su profunda calidez interior bajo el rudo exterior.
—¡Supongo que no lo dice en serio! —protestó.
—Bueno, tal vez no. En el último millón de años se ha progresado un poco, y creo que los astrónomos hemos de ser pacientes. Pero vea en qué lío nos estamos metiendo ahora. ¿No se ha preguntado cómo terminará?
Sus palabras, cargadas de fervor y de fuertes sentimientos, perturbaron profundamente a Jamieson. Molton nunca bajaba la guardia. Nunca, en realidad, había dejado entrever que tuviera ideas tan definidas fuera de su especialidad. Jamieson comprendió que había presenciado un momento de debilidad dentro de su voluntad de hierro. Algo se agitó en su propia mente; como un caballo asustado, retrocedió ante el impacto de cierta franqueza interior.
Por un rato, los dos científicos se miraron en mutua evaluación, especulando, tratando de cruzar la distancia que separa a todo hombre de su prójimo. En ese momento se oyó el timbre agudo del espectrómetro automático, que anunciaba el fin de su tarea. La tensión se quebró y volvieron a encontrarse en el mundo cotidiano. Así, un momento que pudo alcanzar incalculables consecuencias latió levemente en el umbral de la existencia y regresó a la nada.