En el caso de que estallara la guerra, se debería más a la fatalidad de las circunstancias que a los resultados de una política deliberada. El conflicto surgido entre la Tierra y sus antiguas colonias era una cuestión de empecinamiento y parecía una broma pesada de la naturaleza.
Aun con anterioridad a su nombramiento (inesperado y aceptado sin placer alguno), Sadler estaba al tanto de los hechos principales. La crisis actual se había gestado durante más de una generación, a causa de la peculiar situación del planeta Tierra.
La raza humana había surgido a la vida en un mundo sin parangón dentro del Sistema Solar, dotado de una riqueza mineral incomparable. Ese capricho del destino proporcionó un gran impulso inicial a la tecnología del ser humano; sin embargo, una vez llegado a otros planetas, descubrió con sorpresa y desencanto que seguía dependiendo del mundo primigenio para sus necesidades más vitales.
Entre todos los planetas, la Tierra es el más denso, y sólo Venus puede comparársele en este aspecto. Pero Venus no tiene satélite; el sistema Tierra-Luna, en cambio, constituye un doble mundo, sin equivalente en ninguno de los otros planetas. El origen de ese sistema continúa siendo un misterio; sin embargo, según se sabe, mientras la Tierra estaba aún en estado candente y la Luna giraba a su alrededor a una distancia mucho menor que la actual, la primera levantó gigantescas oleadas en la materia de su compañera.
Como resultado de estas corrientes interiores, la corteza terrestre es muy rica en metales pesados; mucho más rica, que la de otros planetas. Toda esa riqueza está oculta en las profundidades, en depósitos inalcanzables, protegida por presiones y temperaturas que la ponen a salvo de la depredación humana. A medida que el ser humano extendía su civilización hacia otros planetas, se acentuaba el agotamiento de los disminuidos recursos terrestres.
En los demás planetas, las existencias de elementos ligeros eran ilimitadas, pero resultaba casi imposible obtener metales esenciales, como el mercurio, el plomo, el uranio, el platino, el torio y el tungsteno. Muchos de ellos carecían de sustitutos y, a pesar de los esfuerzos constantes realizados durante dos siglos, su obtención sintética a gran escala era impracticable. La tecnología moderna, por otra parte, no podía prescindir de ellos.
Esa desafortunada situación era muy irritante para las repúblicas independientes de Marte, Venus y los satélites mayores, que se habían unido para constituir la Federación. No podían independizarse de la Tierra ni expandirse hacia las fronteras del Sistema Solar. Todas las búsquedas llevadas a cabo entre las lunas y los asteroides, entre los desechos desprendidos al formarse los diversos astros, sólo habían supuesto el hallazgo de rocas inútiles y grandes masas de hielo. No quedaba otra alternativa sino humillarse ante el Planeta Madre y solicitar de él cada gramo de muchos metales, para ellos más preciosos que el oro.
Esta situación, de por sí, no habría sido demasiado seria, de no haber cobrado la Tierra celos de su progenie durante los doscientos años transcurridos desde el comienzo de la aventura espacial. Era una vieja historia, cuyo ejemplo clásico era, quizá, el de Inglaterra y las colonias americanas. Se ha dicho, con mucha razón, que la historia jamás se repite, pero que las situaciones históricas son reincidentes. Quienes gobernaban la Tierra en esa época eran mucho más inteligentes que Jorge III; no obstante, empezaban a sufrir las mismas reacciones que aquel desafortunado monarca.
Ambas partes tenían sus razones; siempre es así. La Tierra estaba agotada: se había ido desgastando con el envío de sus mejores hijos a las estrellas. El poder se les escurría por entre las manos y el futuro ya no le pertenecía. ¿Para qué apresurar el final dando a sus rivales las herramientas que necesitaban?
Por otro lado, la Federación contemplaba con una especie de afectuoso desprecio al mundo de donde había salido. Hacia Marte, Venus y los satélites de los planetas gigantescos afluían los intelectos más elevados y los espíritus más aventureros de la raza humana. Allí estaban las nuevas fronteras, en perpetua expansión hacia las estrellas. Se trataba del desafío material más tremendo que recibiera la humanidad y sólo era posible responder a él mediante una capacidad científica superior y una determinación inexorable. Esas virtudes ya no eran esenciales en la Tierra y, aunque todos conocían allí la situación, eso no cambiaba las cosas.
Todo esto podía ocasionar, por cierto, alguna discordia, hasta provocar insultos interplanetarios, pero no era bastante para llegar a la violencia. Se requería algún otro factor, una última chispa capaz de desatar la explosión que conmovería todo el Sistema Solar.
Y esa chispa se había producido. El mundo aún lo ignoraba y el mismo Sadler no lo había sabido hasta apenas seis meses antes. La Central de Inteligencia, la sombría organización a la cual pertenecía, en parte contra su voluntad, trabajaba día y noche para conjurar el peligro. La causa era cierta tesis matemática, titulada «Una teoría cuantitativa sobre la formación de las características de la superficie lunar»; parecía la cosa menos indicada para desatar una guerra, pero un documento igualmente teórico, escrito por un tal Albert Einstein, había dado fin a otra.
El profesor Roland Phillips, pacífico cosmólogo de Oxford, que no sustentaba la menor opinión política, había escrito ese artículo dos años atrás. La Sociedad Astronómica encontraba cada vez más dificultades para justificar la demora en publicarlo. Por desgracia (y eso había provocado mucha ansiedad en la Central de Inteligencia), el profesor Phillips, con toda inocencia, envió copias del documento a sus colegas de Marte y de Venus. Se hicieron esfuerzos desesperados por interceptar esas copias, pero todo fue en vano. Para entonces, la Federación debía saber que la Luna no era un mundo tan paupérrimo como se había creído durante doscientos años.
Era imposible anular las informaciones que ya se habían difundido, pero existían muchas otras cosas sobre la Luna que la Federación debía ignorar a toda costa. Sin embargo, de algún modo estaban llegando a su conocimiento: cierta información se infiltraba a través del espacio, entre la Tierra y la Luna y desde allí al resto de los planetas.
«Cuando en la casa hay una filtración —pensó Sadler—, se llama al fontanero». Pero ¿qué hacer con una filtración invisible, que puede estar localizada en cualquier punto de una superficie tan grande como África?
Sabía aún, muy sobre el alcance, la dimensión y los métodos empleados por la Central de Inteligencia; aunque fuera inútil, le disgustaba la forma en que habían interferido en su vida privada. Él no deseaba ser otra cosa que eso: un contable. Por razones que no le habían sido explicadas y que tal vez jamás llegaría a descubrir, le habían ofrecido, seis meses antes, un trabajo no especificado. Su aceptación fue voluntaria: se le aclaró, simplemente, que haría mejor en no rechazarlo. Desde entonces, pasó la mayor parte del tiempo bajo hipnosis, mientras lo llenaban con toda clase de informaciones; llevó una existencia monástica en cierto oscuro rincón del Canadá (eso creía él, pero bien pudo tratarse de Groenlandia o de Siberia). Y ahora se encontraba en la Luna, como un mero peón en un ajedrez interplanetario.
¡Qué alivio sería terminar aquella frustrante experiencia! Parecía absolutamente increíble, pensó Sadler, que hubiese gente capaz de convertirse en agente secreto por propia voluntad.
Sólo ciertos individuos inmaduros o desequilibrados podían obtener alguna satisfacción de conducta tan incivilizada.
Las compensaciones eran muy pocas. Si las cosas se hubiesen producido normalmente, jamás habría tenido oportunidad de ir a la Luna y la experiencia que viviría allí podría serle muy útil en años venideros. Sadler trataba siempre de considerar las cosas desde una perspectiva muy amplia, sobre todo cuando la situación presente era desalentadora. Y en ese momento, tanto en el plano personal como desde el punto de vista interplanetario, la situación era bastante depresiva.
La seguridad de la Tierra era demasiada responsabilidad para un hombre solo. Sin embargo, aunque pareciera contrario a todo razonamiento, las tremendas incógnitas de la política planetaria no llegaban a pesar tanto como las pequeñas preocupaciones de la vida cotidiana. Un observador cósmico habría considerado un tanto arcaica la preocupación de Sadler por un solo ser humano. Él, por su parte, seguía preguntándose si Jeanette le perdonaría su ausencia en el aniversario de bodas; al menos, aguardaría una llamada y eso era lo último que él se atrevería a hacer. Para su esposa y sus amigos, él estaba aún en la Tierra; no había modo de llamarla desde la Luna sin revelar su paradero: el retraso de dos segundos y medio entre llamada y respuesta lo delataría de inmediato.
La Central de Inteligencia podía solucionar muchas cosas, pero entre ellas no figuraba la aceleración de ondas radiales. Al menos, entregaría a Jeanette su regalo, cumpliendo con lo prometido, pero sin decirle cuándo tendría al marido de regreso. Tampoco cambiaría el hecho de que Sadler se había visto obligado a mentir ante su mujer, para ocultar su paradero en nombre de la sagrada seguridad.