CAPÍTULO I

El monorraíl fue perdiendo velocidad al alejarse de las tierras bajas, sumidas en sombras. «De un momento a otro adelantaremos al Sol», pensó Sadler. La noche avanzaba con mucha lentitud y no se requería un gran esfuerzo para mantenerse delante de ella, con el Sol tocando siempre el horizonte. Aun cuando fuera necesario tomarse un descanso, sus rayos, reacios a desaparecer, tardarían más de una hora en ocultarse tras el borde de la Luna, para indicar así el comienzo de la prolongada noche lunar.

Durante la noche, Sadler había cruzado cómodamente las tierras inauguradas dos siglos antes por los pioneros, a una velocidad constante de quinientos kilómetros por hora. Aparte de un guía aburrido, cuya única misión parecía ser la de proporcionar tazas de café a quien lo pidiera, sólo viajaban en el coche cuatro astrónomos del Observatorio. Éstos lo habían saludado afablemente al verlo subir, pero no tardaron en iniciar una intrincada discusión técnica, olvidándolo por completo. Esa indiferencia le ofendió un tanto, pero se consoló al pensar que quizá lo tomaban por un habitante veterano, aunque lo cierto es que acababa de llegar y era su primera visita.

Las luces del interior impedían ver el sombrío territorio por donde corrían en silencio casi total. «Sombrío» era sólo una forma de hablar. El Sol ya no estaba, pero la Tierra, no lejos del cénit, atravesaba su primera fase. Continuaría creciendo sin pausa hasta la medianoche lunar; una semana después, sería ya un enorme disco cegador y deslumbrante, nocivo para la vista.

Continuaron ascendiendo lentamente; hacia la derecha, el paisaje quedaba cortado por un barranco. A la izquierda, en dirección al sur, el terreno abrupto formaba una serie de estratos, como si la lava, al brotar desde el corazón fundido de la Luna, se hubiera solidificado, billones de años antes, en sucesivas olas decrecientes. Era un paisaje escalofriante, pero en la Tierra también podía encontrarse panoramas similares: idéntica desolación había en los yermos de Arizona y más aún en las laderas superiores del Everest; allí, al menos, no soplaba el viento eterno e implacable de las altas cumbres.

En ese momento, Sadler estuvo a punto de soltar un grito; el barranco de la derecha había terminado abruptamente, como si un enorme cincel lo hubiera quitado de la superficie lunar. El panorama, libre ya de obstáculos, se extendía hacia el norte. El arte espontáneo de la Naturaleza había logrado un efecto tan pasmoso que costaba mucho concebirlo como un mero accidente en el tiempo y en el espacio.

Allá se erguían las cumbres de los Apeninos, deslumbrantes bajo los últimos rayos del Sol oculto, deslizándose por un horizonte en todo su flamígero esplendor. Sadler, casi enceguecido por el repentino estallido de luz, se protegió los ojos e hizo una pausa antes de volver a contemplar la escena. La transformación era ya completa; habían desaparecido las estrellas que cubrían el cielo un momento antes, pues sus pupilas contraídas eran incapaces de distinguirlas. Incluso el globo luminoso de la Tierra parecía parche difuminado de luz verdosa. El fulgor de las montañas iluminadas por el Sol había logrado eclipsar cualquier otro brillo, a pesar de la distancia. Las cumbres flotaban en el cielo como fantásticas pirámides envueltas en llamas, tan libres del suelo como las nubes que se arremolinan en los crepúsculos de la Tierra.

Sadler se levantó; apartándose de los astrónomos y de su discusión, se dirigió hacia el pequeño compartimento separado por cortinas que había en la parte delantera. No habituado aún a su nuevo peso, reducido a una sexta parte del normal, avanzó con exagerada precaución por el angosto corredor abierto entre los baños y la pequeña cabina de control.

Desde allí pudo contemplar el paisaje mucho mejor. Debido a ciertas reglas de seguridad, las ventanillas de observación no eran tan amplias como habría deseado, pero no había iluminación interior que distrajera la vista y pudo disfrutar el frío encanto de esos parajes antiguos y desolados.

Fríos, en efecto; aunque el Sol se había puesto muy pocas horas antes, la temperatura exterior era de unos doscientos grados bajo cero. La luz reflejada por los mares y las nubes de la Tierra aumentaba esa sensación con sus matices azulados y verdosos; era un resplandor ártico, desprovisto de todo calor. «Paradójicamente —pensó Sadler—, ese resplandor proviene de un mundo cálido y luminoso».

Hacia adelante, el único raíl, apoyado sobre durmientes muy espaciados, era como una flecha lanzada hacia el este. Otra paradoja, entre las muchas de ese mundo: ¿por qué el Sol no se ponía por el oeste, como en la Tierra? Sin duda, habría una simple explicación astronómica, pero Sadler no pudo hallarla en ese momento. Después de todo, tales rótulos eran puramente arbitrarios y bien podían cambiar cuando se abría un mundo nuevo.

El límite de la oscuridad era tan marcado, tan oculto en las sombras estaba el declive inferior de las montañas, que sólo las cumbres radiantes parecían gozar de vida propia. Transcurrirían varias horas antes de que la última de aquellas orgullosas cimas se hundiera en las tinieblas lunares, rindiéndose ante la noche.

Detrás de Sadler, alguien apartó las cortinas y entró en el compartimiento para situarse junto a la ventana. Mientras aquél se preguntaba si trataría de entablar conversación, resentido aún por la absoluta indiferencia de sus compañeros de viaje, el problema de etiqueta se resolvió por sí mismo.

—Vale la pena venir desde la Tierra para ver esto, ¿verdad? —observó una voz entre las tinieblas cercanas.

—Ya lo creo —respondió Sadler.

Y agregó, tratando de mostrarse indiferente:

—En cualquier caso, uno ha de acabar por acostumbrarse.

—No crea. Las cosas parecen siempre nuevas, por mucho tiempo que uno lleve aquí. ¿Recién llegado?

—Sí. Llegué anoche, en el Tycho Brahe. Poco tiempo para ver gran cosa.

Notó entonces que estaba imitando inconscientemente a su interlocutor, empleando las mismas frases abreviadas. Se preguntó si todos hablarían así en la Luna. Tal vez era cosa de economizar el aire.

—¿Algún trabajo en el Observatorio?

—En cierto modo, sí, aunque no formo parte del personal estable. Soy contable. Debo efectuar un estudio de costos de las operaciones.

Tras una pequeña reflexión, su compañero quebró el silencio:

—¡Qué torpe!, no me he presentado. Robert Molton, jefe de Espectroscopia. Suerte, tendremos quien nos enseñe a liquidar el impuesto a los réditos.

—Esperaba que me salieran con eso —comentó Sadler, en tono seco—. Me llamo Bertram Sadler; pertenezco al Departamento de Auditoría.

—Hum. ¿Nos consideran derrochones?

—Eso lo decidirá algún otro. Yo sólo debo descubrir en qué utilizan el dinero y no si está bien o mal.

—Bueno, tendrá con qué entretenerse. Aquí todo el mundo tiene excusas para gastar el doble de lo que gana. Y no sé cómo hará usted para calcular precios en la investigación científica pura.

Sadler llevaba tiempo preguntándose lo mismo, pero consideró conveniente evitar mayores explicaciones. Su misión había sido aceptada sin grandes averiguaciones y, si trataba de ser más convincente, podía correr el riesgo de delatarse. No era muy hábil para las mentiras, aunque confiaba en mejorar con la práctica.

De todas maneras, no había dicho más que la verdad. ¡Ojalá hubiera sido toda la verdad!, y no sólo un cinco por ciento.

—Me estaba preguntando cómo vamos a pasar por esas montañas —comentó apuntando a las cumbres que se erguían hacia adelante—. ¿Iremos por encima o por debajo?

—Por encima —respondió Molton—. Parecen monumentales, pero no son tan grandes, en realidad. Espere a ver las montañas Leibnitz o la cadena Oberthe. El doble de altura.

«Para comenzar, éstas lo son suficiente», pensó Sadler.

A horcajadas sobre la única vía, el coche monorraíl, suspendido a escasa altura, atravesaba las sombras en un curso apenas ascendente. Desde la oscuridad circundante, crestas y barrancos salían a su encuentro en rápida sucesión, para desvanecerse luego hacia atrás. Quizás en ningún lugar del mundo era posible viajar a tanta velocidad tan cerca del suelo. Ni siquiera un avión a reacción, a gran altura por encima de las nubes, podía proporcionar semejante impresión de velocidad extrema.

A la luz del día, Sadler podría haber apreciado la proeza técnica que representaba ese carril, suspendido sobre las colinas, al pie de los Apeninos. Pero un velo de sombras cubría la delicada telaraña de los puentes y las curvas que orlaban los desfiladeros; sólo podían vislumbrarse las cumbres, cada vez más próximas, flotando milagrosamente en el mágico mar nocturno que los circundaba.

En ese momento, un arco de fuego comenzó a asomarse hacia el este, muy lejos, sobre el borde de la Luna. Estaban ya por encima de las sombras, a la par de las montañas exuberantes, y habían dado alcance al Sol. Sadler apartó los ojos del resplandor que inundaba la cabina; por primera vez pudo ver con claridad a su interlocutor.

El doctor Molton (o tal vez fuera profesor) aparentaba unos cincuenta años, pero sus cabellos eran negros y abundantes. El rostro era de una fealdad casi chocante, pero inspiraba una inmediata confianza. Daba la impresión de ser un filósofo avezado en las cosas mundanas, con cierto sentido del humor, un moderno Sócrates, lo bastante imparcial como para dar consejos imparciales sin perder por ello el contacto más humano.

«Un corazón de oro bajo el aspecto rudo», se dijo Sadler, algo avergonzado ante una frase tan manida.

Cambiaron una mirada, evaluándose mutuamente en silencio, conscientes ambos de que sus respectivas ocupaciones volverían a ponerlos en contacto. Molton sonrió y su rostro se llenó de arrugas, tomando cierta semejanza con el escarpado paisaje lunar.

—Debe ser su primera aurora en la Luna; si esto se puede llamar aurora, claro… En cualquier caso, es la salida del Sol. Lástima que sólo dure diez minutos. Una vez crucemos la cresta, estaremos otra vez en la noche. Entonces deberá esperar dos semanas para volver a ver el Sol.

—¿No es algo… monótono estar enjaulado durante catorce días? —preguntó Sadler.

En cuanto pronunció las últimas palabras comprendió que podían dar una mala imagen de su persona. Pero Molton lo sacó de aquel apuro con naturalidad.

—Verá —dijo—, de día o de noche, es lo mismo bajo la superficie. Sea como fuere, se puede salir cuando uno lo desee. Muchos prefieren salir durante la noche; la Tierra iluminada los pone románticos.

El monorraíl había llegado ya al vértice de su trayecto a través de las montañas. Ambos viajeros guardaron silencio: a los costados, las cumbres altas alcanzaban el punto culminante, a partir del cual comenzaban a hundirse hacia atrás. Habían franqueado la barrera e iban descendiendo las empinadas laderas que dominaban el Mare Imbrium. Mientras descendían, el Sol, rescatado de la noche por la velocidad, se redujo primero a un arco, después a un hilo delgado y finalmente a un solitario punto de fuego que se extinguió por completo. En el postrero instante de ese falso crepúsculo, segundos antes de hundirse nuevamente en las sombras lunares, se produjo un fenómeno tan mágico que Sadler no lo olvidaría jamás.

Avanzaban por una cordillera abandonada ya por el Sol, aunque éste brillaba aún sobre la vía del monorraíl, un metro más arriba. Era como deslizarse por una cinta flotante y luminosa, un filamento ígneo conservado por hechicería y no por arte de la ciencia. Por fin se hizo la oscuridad total y el hechizo terminó. Mientras los ojos de Sadler volvían a adaptarse a la noche, las estrellas comenzaban a lucir otra vez en el firmamento.

—Tiene suerte —afirmó Molton—. He recorrido este trayecto cientos de veces sin ver ese espectáculo. Conviene que volvamos al coche; enseguida nos ofrecerán algo de comer y no hay nada más que ver.

Aquello estaba muy lejos de ser cierto. Una vez desaparecido el Sol, la flamígera luz de la Tierra brillaba en todo su esplendor, inundando aquella vasta planicie que los antiguos astrónomos bautizaran, erróneamente, «Mar de las Lluvias». No era tan espectacular como las montañas que se erguían detrás, pero uno podía perder el aliento al contemplarla.

—Me quedaré un rato más —dijo Sadler—. Recuerde que todo esto es nuevo para mí; no quisiera perderme nada.

Molton sonrió con cierta benevolencia:

—No me sorprende —dijo—. A veces pienso que prestamos poca atención a muchas cosas.

En ese momento el monorraíl se deslizaba por un declive, con una inclinación tan vertiginosa que en la Tierra habría equivalido a un suicidio. La fría planicie, bajo la luz verdosa, salía a su encuentro como si se elevara. Hacia adelante, una cadena de sierras bajas (cuya altura parecía empequeñecerse ante el recuerdo de las que acababan de ver) quebraba la línea del cielo. Una vez más, el horizonte empezó a cernirse en torno a ellos, pavorosamente próximo. Estaban otra vez a nivel del mar.

Sadler pasó a través de la cortina para reunirse con Molton en la cabina, donde el camarero estaba preparando las bandejas para el pequeño grupo.

—¿Siempre llevan tan pocos pasajeros? —preguntó Sadler—. No debe de ser muy buen negocio.

—Depende de lo que usted considere buen negocio —observó Molton—. Aquí verá muchas cosas que parecerían extrañas en un libro de contabilidad. En realidad, este servicio no resulta caro; el equipo dura prácticamente toda la vida: no se oxida ni se desgasta. Los coches se reparan cada dos años.

Sadler no había tenido en cuenta esos aspectos. Sin duda le quedaban muchas cosas por aprender y algunas por averiguar por su cuenta.

La comida aunque sabrosa, le resultó imposible de identificar. Como todos los alimentos lunares, procedía de cultivos hidropónicos, realizados en varias granjas que se extendían a lo largo del ecuador sobre varios kilómetros cuadrados cubiertos por invernaderos a presión. La carne debía de ser sintética; parecía bovina, aunque la única vaca residente en la Luna vivía con todo lujo y comodidad en el Zoológico Hipparchus. Sadler lo sabía bien: su mente, sumamente retentiva, no cesaba de seleccionar y asimilar esa clase de información inútil.

La comida parecía haber mejorado el humor de los astrónomos, pues se mostraron muy afables cuando el doctor Molton hizo las presentaciones; hasta evitaron hablar de sus temas científicos durante varios minutos. No obstante, estaba claro que la misión de Sadler les inquietaba; sin duda repasaban mentalmente las sumas asignadas para diversas finalidades, sopesando las razones que podrían dar ante una interpelación directa. Todos ellos debían tener argumentos muy convincentes; si trataba de acorralarlos, intentarían cegarlo con la lógica científica. Él había pasado ya por esas cosas, aunque siempre bajo distintas circunstancias.

El monorraíl cruzaba ya el último tramo del viaje; en poco más de una hora llegarían al Observatorio. El trayecto cruzaba el Mare Imbrium en línea casi recta, a lo largo de seiscientos kilómetros, tomando sólo un breve desvío hacia el este para evitar las colinas que circundaban la gigantesca planicie amurallada de Arquímedes. Sadler se sentó cómodamente, sacó todos sus documentos y empezó a estudiarlos.

Como principio desplegó un diagrama de organización que cubrió casi toda la mesa. Estaba cuidadosamente impreso en varios colores, correspondientes a los diversos departamentos del Observatorio. Sadler lo miró con cierto disgusto, recordando que el ser humano primitivo había sido definido cierta vez como un animal capaz de fabricar herramientas. La mejor descripción del ser humano moderno, según pensaba a veces, sería la de un animal capaz de consumir papel.

Por debajo de los dos encabezamientos, «Director» y «Vicedirector», el gráfico se dividía en tres secciones tituladas «Administración», «Servicios Técnicos» y «Observatorio». Sadler buscó el nombre del doctor Molton; allí estaba, en la sección «Observatorio», inmediatamente después del «Científico principal»; encabezaba una breve columna de nombres pertenecientes a Espectroscopia y tenía, al parecer, dos asistentes. Acababan de presentarle a dos de ellos: Jamieson y Wheeler. El otro viajero no era un científico. Su nombre figuraba aparte en el gráfico y sólo había de responder ante el propio director. Era Wagnall, el secretario; debía ser toda una autoridad en ese sitio y tal vez valdría la pena cuidar la relación con él.

Llevaba media hora estudiando el gráfico, totalmente perdido entre sus ramificaciones, cuando alguien conectó la radio y una música suave invadió el vehículo. Sadler no se sintió molesto: su poder de concentración era capaz de eliminar mayores interferencias que ésa. La música cesó, hubo una breve pausa y seis señales indicaron la hora. Una voz suave anunció:

—Aquí la Tierra, Canal Dos, Cadena Interplanetaria. La señal que se acaba de transmitir corresponde a las veintiuna horas, meridiano de Greenwich. A continuación, las noticias.

No había interferencia alguna. Las palabras se oían tan claras como si provinieran de la estación local. Sin embargo, Sadler había reparado en que había un sistema aéreo de antena en el techo de la mono cabina; debía tratarse de una transmisión directa. Aquellas palabras habían partido de la Tierra hacía casi un segundo y medio y pasaban ya hacia mundos más distantes. Otros hombres tardarían varios minutos más en escucharlas; si las naves que la Federación mantenía más allá de Saturno estaban escuchando, el sonido llegaría a ellas después de varias horas. Y la voz de la Tierra seguiría su viaje, expandiéndose, apagándose más allá de los límites extremos explorados por el ser humano, hasta verse finalmente obliterada, en su trayecto hacia Alfa Centauro, por el incesante murmullo de radio proviniente de las mismas estrellas.

—He aquí las últimas noticias. Acaba de anunciarse en La Haya que ha fracasado la conferencia sobre los recursos interplanetarios. Los delegados de la Federación partirán mañana de la Tierra; el despacho del presidente ha divulgado la siguiente declaración…

Hasta allí el informativo no contenía nada que Sadler no hubiese imaginado previamente. Pero cuando un temor se torna en realidad, no importa con cuanta anticipación se haya considerado, el corazón sufre siempre un vuelco. El contable echó una mirada a sus compañeros. ¿Comprendían la seriedad del hecho?

Sin duda alguna. El secretario Wagnall había hundido el mentón entre las manos; el doctor Molton, reclinado hacia atrás en su asiento, tenía los ojos cerrados; Jamieson y Wheeler contemplaban la mesa con expresión de sombrío recogimiento. Sí, todos lo comprendían. Ni el trabajo ni la distancia con respecto a la Tierra podían aislarlos del curso principal de los asuntos humanos.

La voz impersonal enunció una larga lista de desacuerdos y recriminaciones, amenazas apenas veladas y eufemismos diplomáticos; parecía traer al interior del coche, a través de las paredes, todo el frío inhumano de la noche lunar. Era muy difícil encarar verdad tan amarga y millones de seres humanos seguirían completamente engañados. Eran quienes se encogían de hombros, con forzado optimismo, repitiendo: «No se preocupen, todo pasará».

Sadler no compartía esa opinión. Allí sentado, en ese pequeño cilindro de intensa iluminación que avanzaba hacia el norte por el Mar de las Lluvias, supo que la humanidad volvía a padecer, después de doscientos años, el peligro de una guerra.