HERENCIA

Quizá David tenga razón al decir que, cuando uno cae sobre África desde una altura de doscientos cincuenta kilómetros, un tobillo roto es cosa de poca importancia, pero no por eso deja de doler. Pero pretendió que lo que más le había molestado había sido la manera como nos habíamos precipitado hacia el desierto para ver lo que le había ocurrido al A.20, y no nos habíamos acercado a él hasta horas después.

—Sé lógico, David —había protestado Jimmy Langford—. Sabíamos que estabas bien porque el helicóptero de la base radió al recogerte. Pero el A.20 podía haberse perdido por completo.

—Solamente hay un A.20 —dije, tratando de arreglar las cosas—, pero pilotos de ensayos de cohetes, bueno, si no a docenas, tampoco están tan escasos.

David nos lanzó una furiosa mirada frunciendo sus tupidas cejas, y dijo algo en galés.

—La maldición del Druida —me dijo Jimmy—. Ahora en cualquier momento te convertirás en puerro o en un modelo de Stonehenge en plástico.

Como puede verse, estábamos aún algo atontados, y no hubiese sido del caso ponernos serios por un rato. Incluso los nervios de hierro de David debieron haber sufrido un golpe terrible, pero eso no obstante, parecía el más tranquilo de todos nosotros. No pude comprenderlo, entonces.

El A.20 había descendido a cincuenta kilómetros del punto de su lanzamiento. Habíamos seguido por radar toda su trayectoria, de modo que conocíamos su posición con una aproximación de pocos metros, si bien entonces no sabíamos que David había aterrizado diez kilómetros más al este.

La primera indicación del desastre había llegado setenta segundos después del despegue. El A.20 había alcanzado cincuenta kilómetros, e iba siguiendo la trayectoria corriente, con una aproximación de un cinco por ciento. Por lo que podía verse a simple vista, el trazo luminoso sobre la pantalla del radar apenas se había desviado del camino calculado. David marchaba a dos kilómetros por segundo; no mucho, pero todo cuanto el hombre había jamás conseguido hasta aquel momento. Y estaba a punto de desprenderse Goliat.

El A.20 era un cohete de dos etapas. Tenía que serlo, pues utilizaba combustibles químicos. El componente superior, con su pequeña cabina, sus hojuelas aéreas plegadas y sus aletas, pesaba algo menos de veinte toneladas, cuando estaba totalmente cargado de combustible. Tenía que ser elevado por un propulsor inferior de doscientas toneladas, que lo debía llevar hasta cincuenta kilómetros de altura, después de lo cual el otro podía seguir tranquilamente por sus propios medios. La parte mayor tenía entonces que caer en la Tierra con paracaídas; no pesaría mucho, una vez quemado su combustible. Entre tanto, la parte superior habría acelerado lo suficiente para alcanzar el nivel de los seiscientos kilómetros antes de caer en un vuelo planeado que podría llevar a David a dar media vuelta al mundo, si es que así lo deseaba. No recuerdo quién llamó a los dos cohetes David y Goliat, pero los nombres fueron inmediatamente aceptados. Eso de tener por allí a dos Davides, causaba mucha confusión, y no toda ella era accidental.

Pues bien, ésa era la teoría, pero cuando observamos que la pequeña mancha verde de la pantalla se apartaba del curso previamente calculado, comprendimos que algo había salido mal. Y adivinamos lo que era.

A los cincuenta kilómetros la mancha se debía haber dividido en dos. El eco más brillante debía haberse continuado elevando como un proyectil libre, y luego debía caer sobre la Tierra. Pero el otro debió haber seguido acelerando, apartándose rápidamente del descartado propulsor. Y no se había separado; El vacío Goliat había rehusado liberarse y arrastraba a David hacia la Tierra, sin remedio, pues los motores de David no podían ser utilizados. Los escapes estaban bloqueados por la máquina inferior.

Vimos todo eso en unos diez segundos. Esperamos solamente lo suficiente para calcular la nueva trayectoria, subimos a uno de los helicópteros y partimos hacia el área del blanco.

Como es natural, todo lo que esperábamos encontrar era un montón de magnesio con trazas de haber sido arrollado por una apisonadora. Sabíamos que Goliat no podía expeler su paracaídas mientras tuviese encima a David, ni David podía utilizar sus motores mientras Goliat estuviese agarrado a él por debajo. Recuerdo que me preguntaba cómo se lo iba a decir a Mavis, hasta que me di cuenta que debía haber estado escuchando la radio y lo sabría todo tan pronto como los demás.

Apenas si pudimos dar crédito a nuestros ojos cuando encontramos los dos cohetes aún juntos, yaciendo casi intactos bajo el gran paracaídas. No había señal alguna de David, pero pocos minutos después, la Base llamó para decir que había sido hallado. Los marcadores de la Estación Numero Dos habían captado el pequeño eco de su paracaídas, y habían enviado un helicóptero en su busca. Veinte minutos más tarde estaba en el hospital, pero nosotros nos quedamos en el desierto durante unas cuantas horas revisando las máquinas y tomando disposiciones para que las recogiesen.

Cuando finalmente regresamos a la Base, tuvimos el gusto de ver a nuestros más cordialmente odiados reporteros científicos entre la multitud que era contenida. Nos desentendimos de sus protestas, y seguimos hacia la sala del hospital.

El golpe, y luego el alivio, nos había dejado a todos sintiéndonos algo irresponsables, y quizá infantiles. Solamente David parecía no haber sido afectado; el hecho que acababa de vivir una de las escapatorias más milagrosas de toda la historia humana no le había perturbado lo más mínimo. Allí estaba, sentado en la cama, pretendiendo molestarse por nuestras bromas, hasta que nos hubimos calmado.

—Y bien —dijo finalmente Jimmy—. ¿Qué es lo que falló?

—Eso tenéis que encontrarlo vosotros —replicó David—. Goliat marchó como un sueño hasta el momento de cortar el combustible. Esperé entonces la pausa de cinco segundos antes que los cerrojos explosivos detonasen, y los muelles le soltasen, pero no sucedió nada. Por lo tanto, golpeé la manivela de emergencia. Las luces bajaron, pero la sacudida que esperaba no se produjo. Lo intenté un par de veces más, pero ya sabía que era inútil. Adiviné que se había producido un cortocircuito en el detonador, y que la potencia se iba a tierra.

»Bueno; hice algunos rápidos cálculos basándome en los mapas de vuelo y en las tablas de la cabina. A mi actual velocidad continuaría elevándome otros doscientos kilómetros y alcanzaría el apogeo de mi trayectoria en unos tres minutos. Y entonces comenzaría mi caída de doscientos cincuenta kilómetros, y cuatro minutos más tarde haría un precioso agujero en el desierto. En total, parecía que me quedaban sus buenos siete minutos de vida, prescindiendo de la resistencia del aire, según vuestra frase favorita. Eso podría añadir un par de minutos más a mi posible vida.

»Sabía que no podía sacar el gran paracaídas, y las alas de David serían inútiles con las cuarenta toneladas de Goliat atadas a su cola. Había gastado dos de mis siete minutos antes de haber decidido lo que debía hacer.

»Fue una gran cosa que les hiciese ensanchar aquella esclusa de aire. Incluso así, tuve que estrujarme para pasar a través de ella en mi traje espacial. Amarré el extremo de la cuerda de seguridad a una palanca de cierre y me arrastré a lo largo del casco hasta que llegué a la unión de las dos partes.

»El compartimiento del paracaídas no podía ser abierto desde el exterior, pero había llevado conmigo el hacha de emergencia de la cabina del piloto. No tardé mucho en atravesar la capa de magnesio; una vez perforada, casi la pude desgarrar con las manos. Unos cuantos segundos más tarde había ya soltado el paracaídas. La seda flotó alrededor mío, sin objeto alguno; a aquella velocidad, había esperado encontrar algún vestigio de resistencia de aire, pero no era así en absoluto. El dosel se quedaba donde se le dejaba. Me quedaba la esperanza que cuando volviésemos a entrar en la atmósfera, el paracaídas se abriría sin enredarse con el cohete.

»Me pareció que tenía bastantes probabilidades de salirme con la mía. El peso adicional de David aumentaría la carga del paracaídas en menos de un veinte por ciento, pero podía ocurrir que los tirantes rozasen contra el roto metal y se desgastasen antes que pudiese llegar a la Tierra. Además, el dosel quedaría deformado cuando se abriese, debido a la longitud desigual de las cuerdas, pero no había nada que pudiese hacer para evitarlo.

»Cuando hube terminado, miré en derredor mío por primera vez. No podía ver muy bien, pues el sudor había empañado el cristal de mi traje. (Convendría que alguien se ocupe de eso, puede ser peligroso). Me estaba elevando todavía, aunque ahora muy lentamente. Hacia el noreste podía ver toda Sicilia y algo de la tierra de Italia; más al sur podía seguir la costa de Libia hasta Bengazi. Bajo mí estaba todo el país sobre el cual Alexander, Montgomery y Rommel habían luchado cuando yo era niño. Parecía extraño que se hubiese armado tanto ruido sobre aquello.

»No me quedé mucho rato, pues al cabo de tres minutos estaría entrando en la atmósfera. Eché una última ojeada al fláccido paracaídas, enderecé algunos de los tirantes y volví a meterme en la cabina. Luego arrojé el combustible de David, primero el oxígeno y luego, tan pronto como hubo tenido tiempo de dispersarse, el alcohol.

»Aquellos tres minutos parecieron terriblemente largos. Estaba un poco por encima de veinticinco kilómetros cuando oí el primer sonido. Era un silbido muy agudo, tan débil que apenas si podía oírlo. Al mirar a través de las lucernas, vi que los tirantes del paracaídas se iban tensando, y el dosel comenzaba a hincharse por encima de mí. Al mismo tiempo sentí que retornaba el peso, y comprendí que el proyectil comenzaba a desacelerar.

»El cálculo no era demasiado alentador. Había caído libremente más de doscientos kilómetros, y si me debía detener a tiempo necesitaba una desaceleración media de diez gravedades. Los puntos álgidos podrían ser el doble de eso, pero antes de ahora, y en causa de menor importancia, había aguantado quince g. De modo que me di una inyección doble de dinocaína y desplacé los soportes de mi asiento. Recuerdo que me pregunté si debía soltar las pequeñas alas de David, pero pensé que de nada serviría. Y después debía perder el conocimiento.

»Cuando lo recobré de nuevo, hacía mucho calor, y tenía un peso normal. Me sentía rígido y dolorido, y para complicar las cosas, la cabina estaba oscilando violentamente. Miré a babor, y vi que el desierto estaba peligrosamente cerca. El gran paracaídas había cumplido su misión, pero me imaginé que el impacto iba a ser demasiado violento para que resultase agradable. Y decidí saltar.

»Por lo que decís, hubiese hecho mejor quedándome en la nave. Pero supongo que no puedo quejarme.

Seguimos un rato sentados en silencio. Luego Jimmy observó descuidadamente:

—El acelerómetro indica que llegaste a las veintiuna gravedades en la bajada, aunque solamente fue durante tres segundos. La mayor parte del tiempo fue entre doce y quince.

David pareció no enterarse, y al cabo de un momento dije yo:

—Bueno, no podemos seguir haciendo esperar a los reporteros mucho más. ¿Tienes ganas de verles?

David vaciló.

—No —respondió—. Ahora no.

Leyó en nuestras caras, y movió violentamente la cabeza.

—No —dijo enfáticamente—, no es eso, ni mucho menos. Estaría dispuesto a partir de nuevo ahora mismo. Pero tengo ganas de descansar y pensar un poco.

Su voz se apagó, y cuando volvió a hablar fue para revelar al verdadero David tras la perpetua máscara del extravertido.

—Creéis que no tengo nervios —dijo—, y que me arriesgo sin preocuparme por las consecuencias. Pues bien, eso no es del todo cierto, y quisiera que supieseis por qué. Nunca se lo he dicho a nadie antes, ni siquiera a Mavis.

»Ya sabéis que no soy supersticioso —comenzó, como excusándose—, pero la mayoría de los materialistas hacen ciertas reservas, incluso si no las admiten.

»Hace muchos años tuve un sueño particularmente vívido. Por sí solo no hubiese significado mucho, pero más tarde descubrí que otros dos hombres habían descrito unas experiencias semejantes. Una de ellas deben haberla leído, pues fue la de J. W. Dunne.

»En su primer libro, Un Experimento con el Tiempo, Dunne describió como una vez soñó que estaba sentado en los mandos de una curiosa máquina voladora de alas recogidas hacia atrás, y años después aquella percepción se hizo realidad cuando estaba ensayando su avión de estabilidad inherente. Recordando mi propio sueño, que había tenido antes de leer el libro de Dunne, éste me impresionó considerablemente. Pero el segundo incidente me pareció aún más notable.

»Ya han oído hablar de Igor Sikorsky; diseñó algunos de los primeros hidroplanos comerciales para largas distancias, se llamaban “clípers”. En su autobiografía La historia del S Volador, nos cuenta cómo tuvo un sueño muy semejante al de Dunne.

»Caminaba a través de un pasillo de puertas que se abrían a ambos lados, y con luces eléctricas en lo alto. Bajo sus pies se percibía una leve vibración, y por la razón que fuese, se dio cuenta que estaba en una máquina voladora. Y sin embargo, entonces no había aeroplanos en el mundo, y pocas personas creían que los habría jamás.

»El sueño de Sikorsky, como el de Dunne, se hizo realidad muchos años más tarde. Estaba en el vuelo inaugural de su primer Clíper cuando se encontró caminando a lo largo de aquel conocido pasillo.

David se rio, un poco tímidamente.

—Ya os podréis imaginar de qué trataba mi sueño —continuó—. Y recordad que no me hubiese dejado una impresión permanente si no me hubiese encontrado con aquellos casos análogos.

»Me encontraba en una pequeña habitación desnuda, sin ventanas. Había conmigo otros dos hombres, y todos llevábamos lo que yo entonces creía eran trajes de buzo. Había frente a mí un curioso tablero de mandos, que llevaba incorporada una pantalla circular. En aquella pantalla había una imagen, pero no significó nada para mí, y ahora no puedo recordarla, aunque he procurado hacerlo muchas veces desde entonces. Todo lo que recuerdo es que me volví hacia los otros dos hombres y dije: “Faltan cinco minutos, muchachos”, si bien no estoy seguro que esas fuesen las palabras exactas. Y entonces, naturalmente, me desperté.

»Aquel sueño me ha perseguido desde que me hice piloto de pruebas. No, perseguido no es la palabra exacta; me ha dado la confianza que en último término todo saldrá bien, por lo menos hasta que me encuentre en aquella cabina con aquellos dos hombres. Lo que sucede después, lo ignoro. Pero ahora ya podrán comprender por qué me sentí a salvo cuando descendí en el A.20, y cuando aterricé de golpe con el A. 15 junto a Pantelaria.

»De modo que, ahora, ya lo sabéis. Podéis reíros si queréis; a veces yo mismo me río. Pero incluso si es solamente una ilusión, aquel sueño ha dado una seguridad a mi subconsciente que me ha sido muy útil.

No nos reímos, y Jimmy dijo al cabo de un momento:

—Aquellos otros dos hombres, ¿no los reconociste?

David pareció dudar.

—No he acabado nunca de decidirme —contestó—. Recuerden que llevaban trajes espaciales, y que no podía verles bien las caras. Pero uno de ellos se parecía bastante a ti, si bien tenía aspecto de ser bastante mayor de lo que eres ahora. Y siento decirte que tú no estabas allí, Arthur.

—Me alegro de saberlo —dije—. Como ya te he dicho antes, tengo que quedarme para explicar lo que vaya mal. Me contento con esperar hasta que comience el servicio de pasajeros.

Jimmy se levantó.

—Bien, David —dijo—. Voy a ocuparme de los de fuera. Ahora duerme un poco, con sueños o sin ellos. Y, de paso, el A.20 estará nuevamente a punto dentro de una semana. Creo que será el último de los cohetes químicos; dicen que la propulsión atómica está casi a punto para nosotros.

* * *

No volvimos a hablar nunca más del sueño de David, pero creo que estuvo a menudo presente en nuestras mentes. Tres meses más tarde llegó el A.20 a seiscientos ochenta kilómetros, récord que no será nunca batido por máquinas de aquel tipo, puesto que ya nadie volverá nunca más a construir un cohete químico. El aterrizaje sin incidentes de David en el Valle del Nilo, marcó el fin de la época.

Pasaron tres años antes que estuviese a punto el A.21. Parecía muy pequeño comparado con sus gigantescos predecesores, y resultaba difícil creer que era lo más cercano a una nave espacial que el hombre había jamás construido. Esta vez el despegue era desde el nivel del mar, y las Montañas del Atlas, que habían presenciado el comienzo de nuestros primeros disparos, no eran ahora sino el distante telón de fondo de nuestra escena.

Para aquel entonces, Jimmy y yo habíamos llegado a compartir la confianza de David en su propio destino. Recuerdo las últimas palabras de Jimmy al cerrarse la esclusa de aire:

—Ahora ya no tardaremos mucho, David, en construir aquella nave para tres hombres.

Y yo sabía que bromeaba solamente a medias.

Vimos como el A.21 trepaba lentamente hacia el cielo, describiendo círculos de creciente anchura, en forma diferente a todos los cohetes que el mundo había conocido hasta entonces. No había necesidad de preocuparse por la pérdida gravitacional, ahora que teníamos una fuente de suministro de combustible incorporada a la máquina, y David no tenía prisa. La máquina se movía aún con bastante lentitud cuando la perdí de vista, y me dirigí a la sala de observación.

Cuando llegué allí la señal estaba precisamente desvaneciéndose, y la detonación llegó a mis oídos un poco más tarde. Y aquello fue el fin de David y de sus sueños.

Lo siguiente que recuerdo de aquel período, es volar a lo largo del Valle de Conway en el helicóptero de Jimmy, con Snowden que resplandecía a distancia, y a nuestra derecha. Nunca habíamos estado en casa de David, y no nos tentaba mucho la visita. Pero era lo menos que podíamos hacer.

Mientras las montañas se deslizaban bajo nosotros, hablamos sobre el futuro repentinamente oscurecido, y nos preguntábamos qué era lo siguiente que íbamos a hacer. Aparte del sentimiento personal por la pérdida, comenzábamos a darnos cuenta de hasta qué punto habíamos llegado a compartir la confianza de David. Y ahora aquella confianza había sido destruida.

Nos preguntábamos qué haría Mavis, y discutíamos el futuro del muchacho. Debía ahora tener quince años, pero yo no lo había visto desde hacía muchos años, y Jimmy no lo conocía. Según su padre, sería un arquitecto, y prometía mucho.

Mavis estaba tranquila y dueña de sí misma, si bien me pareció mucho más vieja que la última vez que la había visto. Durante un rato hablamos de asuntos, y del arreglo de los bienes de David, aunque nunca había sido yo albacea.

Habíamos comenzado a discutir sobre el muchacho, cuando oímos que se abría la puerta delantera, y que entraba en la casa. Mavis le llamó, y sus pisadas resonaron lentamente a lo largo del pasillo. Comprendimos que no tenía ganas de vernos, y sus ojos estaban aún enrojecidos cuando entró en la habitación.

Había olvidado lo mucho que se parecía a su padre.

—Hola, David —dije.

Pero no me miró a mí. Estaba contemplando a Jimmy con la expresión perpleja de la persona que ha visto a alguien antes, pero que no puede recordar dónde.

Entonces supe que el joven David no sería jamás un arquitecto.