Ya temblaban las montañas al son del trueno que solamente el hombre puede producir. Pero allí la guerra parecía estar muy lejos, pues la luna llena pendía sobre los eternos Himalaya, y la furia de la batalla estaba aún escondida tras el borde del mundo; mas no permanecería allá mucho tiempo más. El Amo sabía que los últimos restos de su flota estaban siendo arrojados de los cielos, mientras que el círculo mortal se estrechaba alrededor de su baluarte.
Al cabo de a lo sumo unas cuantas horas, el Amo y sus sueños de imperio se habrían desvanecido en el torbellino del pasado. Las naciones todavía maldecirían su nombre, pero ya no le temerían. Más tarde, incluso el odio desaparecería, y no significaría más para el mundo que Hitler, o Napoleón o Genghis Khan. Sería, como ellos, una borrosa figura allá a lo lejos en el pasillo infinito del tiempo, desvaneciéndose hacia el olvido. Por algún tiempo, su nombre viviría en la región incierta comprendida entre la historia y la leyenda, y luego el mundo ya no pensaría más en él. Se habría unido a las legiones sin nombre que habían muerto para ejecutar su voluntad.
A lo lejos, y hacia el sur, el borde de una montaña se iluminó repentinamente de una llamarada violácea. Siglos más tarde, el balcón sobre el cual se alzaba el Amo se estremeció al impacto de la onda terrestre transmitida por las rocas del suelo. Y más tarde aún, el aire trajo el eco de la gigantesca conmoción. ¡Seguro que no podían estar ya tan cerca! El Amo confiaba en que no era sino un torpedo errante que había pasado a través de la línea de batalla, que se iba contrayendo. Si no lo era, quedaba aún menos tiempo de lo que había supuesto.
El Jefe de Estado Mayor salió de las sombras y se le unió junto a la barandilla. Las duras facciones del mariscal —las más odiadas en todo el mundo, después de las del Amo— estaban marcadas de arrugas y perladas de sudor. Hacía días que no dormía, y su uniforme, otrora brillante, colgaba ahora desgarbadamente sobre él. Pero sus ojos, aunque indescriptiblemente cansados, aparecían aún resueltos incluso en la derrota. Permanecía en silencio, esperando sus últimas órdenes; ya no le quedaba nada más que hacer.
A cincuenta kilómetros de distancia, el eterno penacho del Everest flameaba su rojo oscuro reflejando el resplandor de algún colosal incendio bajo el horizonte. Pero el Amo ni se movió ni hizo gesto alguno. No fue sino hasta que, sobre su cabeza, pasó una descarga de torpedos, con su demoníaco aullido que, finalmente, se volvió, y después de contemplar por última vez el mundo que ya no volvería a ver, descendió a lo profundo.
El ascensor bajó trescientos metros, y el ruido de la batalla se desvaneció. Al salir del pozo, el Amo se detuvo un momento para oprimir un escondido botón. El Mariscal incluso se sonrió cuando oyó el ruido de las rocas que se desplomaban allá arriba, y comprendió que tanto la persecución como la huida eran igualmente imposibles.
Como siempre, el puñado de generales se alzó cuando el Amo entró en la habitación. Pasó la vista en derredor de la mesa. Estaban todos; incluso, al fin, no había habido traidores. Se dirigió en silencio a su puesto de costumbre, galvanizándose para el último y más difícil discurso que nunca tendría que hacer. Quemándole el alma sentía los ojos de los hombres que había conducido a la ruina. Tras ellos, y más allá, podía ver los escuadrones, las divisiones, los ejércitos, cuya sangre tenía en sus manos. Y más terribles aún eran los espectros de las naciones que ahora no podrían ya nunca nacer.
Finalmente comenzó a hablar. La fuerza hipnótica de su voz era tan poderosa como siempre, y al cabo de unas cuantas palabras se convirtió nuevamente en la máquina perfecta e implacable, cuyo objeto era la destrucción.
—Caballeros, ésta es nuestra última reunión. No hay nuevos planes que hacer, ni más mapas que estudiar. Sobre nuestras cabezas, la flota que formamos con tanto orgullo y cuidado está luchando hasta el fin. Dentro de pocos minutos no quedará en el cielo ni una sola de aquellos millares de máquinas.
»Sé que para todos los que estamos aquí la idea de rendición no es ni para pensarla, incluso si fuese posible, de modo que pronto tendrán que morir aquí, en esta habitación. Han servido bien a nuestra causa, y merecían algo mejor, pero no pudo ser. Y sin embargo, no quisiera que creyesen que hemos fracasado del todo. En el pasado, como han visto muchas veces, mis planes estaban siempre a punto para todo lo que pudiera ocurrir, por improbable que pareciese. Así, entonces, no les sorprenderá saber que estaba también preparado para la derrota.
Siempre el mismo soberbio orador, se detuvo para causar impresión, observando con satisfacción la pequeña oleada de interés, la repentina atención reflejada en las cansadas caras de sus oyentes.
—Mi secreto está seguro con ustedes —continuó—, pues el enemigo no encontrará nunca este lugar. La entrada está ya bloqueada por centenares de metros de roca.
Tampoco ahora hubo movimiento alguno. Solamente el Director de Propaganda palideció súbitamente, aunque se recuperó con rapidez, pero no tan rápidamente que escapase a los ojos del Amo. El Amo se sonrió internamente ante esa tardía confirmación de una antigua duda. Ahora importaba poco; fieles o falsos, todos morirían juntos; todos menos uno.
—Hace dos años —prosiguió—, cuando perdimos la batalla de la Antártica, supe que ya no podíamos estar seguros de la victoria. De modo que me preparé para el día de hoy. El enemigo había jurado ya matarme. No podía permanecer escondido en ningún lugar de la Tierra, y menos aún tener la esperanza de reconstruir nuestro destino. Pero aún hay otro camino, aunque sea desesperado.
»Hace cinco años, uno de nuestros científicos perfeccionó la técnica de la animación suspendida. Encontró que por medios relativamente sencillos todos los procesos de la vida podían ser detenidos durante un período indefinido. Voy a utilizar aquel descubrimiento para escaparme del presente a un futuro que me haya olvidado. Y entonces podré comenzar de nuevo la lucha, no sin ayuda de ciertos artificios que podrían aún habernos ganado esta guerra si hubiésemos dispuesto de más tiempo.
»Adiós, caballeros. Y, una vez más, gracias por vuestra ayuda, y de veras lamento vuestra mala suerte.
Saludó, giró sobre sus tacones, y desapareció. La puerta metálica retumbó decisivamente tras él. Se hizo un silencio helado; luego el Director de Propaganda se precipitó hacia la salida, solamente para retroceder dando un grito. La puerta de acero estaba ya demasiado caliente para poderla tocar; había quedado fijamente soldada a la pared.
El Ministro de la Guerra fue el primero que sacó su pistola automática.
* * *
El Amo no tenía prisa. Al salir de la sala del consejo había oprimido el secreto interruptor del circuito soldador. La misma acción había abierto un panel en la pared del pasillo, revelando un pequeño pasadizo circular que se inclinaba hacia arriba, y comenzó a caminar lentamente a lo largo de él.
Cada unos cien metros el pasillo cambiaba abruptamente de dirección, pero siempre siguiendo su subida. A cada recodo el Amo se detenía para manipular un interruptor, y se oía entonces el ruido atronador de las rocas que caían, al hundirse una sección del pasillo.
El pasadizo cambió de dirección cinco veces antes de terminar en una habitación esférica, de paredes metálicas. Numerosas puertas se cerraron suavemente sobre soportes de goma, y la última sección del túnel se hundió detrás. El Amo no sería perturbado ni por sus enemigos ni por sus amigos.
Echó un vistazo alrededor de la habitación para cerciorarse que todo estaba a punto, y luego se dirigió a un sencillo tablero de mandos, y conectó una serie de interruptores particularmente macizos, uno tras otro. Tenían que soportar poca corriente, pero habían sido construidos para que durasen. Lo mismo podía decirse de todo lo demás en aquella extraña habitación. Incluso las paredes habían sido construidas con metales mucho menos efímeros que el acero.
Comenzaron a zumbar unas bombas, sustituyendo el oxígeno por estéril nitrógeno. Moviéndose ahora más rápidamente, el Amo se dirigió a la litera acolchada, y se acostó. Pensó que se sentía bañado por los rayos destructores de bacterias de las lámparas que había encima de su cabeza, pero eso era, naturalmente, una ilusión. Sacó una aguja hipodérmica de un nicho de debajo la litera, y se inyectó un fluido lechoso en el brazo. Y entonces relajó sus músculos, y esperó.
Hacía ya mucho frío. Pronto los refrigeradores harían descender la temperatura muy por debajo del punto de congelación, y la mantendrían allí durante muchas horas. Luego volvería a subir a la normal, pero entonces se habría completado ya el proceso, todas las bacterias habrían muerto, y el Amo podría dormir, inalterado, por siempre.
Había proyectado esperar cien años. No se atrevía a demorar más, pues cuando se despertase tendría que aprender y dominar todos los cambios que el paso de los años habría introducido en la ciencia y en la sociedad. Incluso un siglo podría haber alterado la faz de la civilización más allá de su comprensión, pero no tenía más remedio que correr ese riesgo. Menos de un siglo no sería prudente, pues el mundo estaría todavía lleno de amargos recuerdos.
Encerrados en el vacío, bajo la litera, había tres contadores electrónicos operados por pares termoeléctricos dispuestos a cientos de metros sobre la cara oriental de la montaña, donde la nieve no podía nunca adherirse. Cada mañana el sol naciente los haría funcionar, y los contadores añadirían una unidad a su cuenta. Así la llegada de la aurora sería registrada en la oscuridad donde dormía el Amo.
Cuando alguno de los contadores alcanzase el total de treinta y seis mil, se cerraría un interruptor y volvería a entrar el oxígeno en la cámara. La temperatura se elevaría, y la jeringa hipodérmica atada al brazo del Amo le inyectaría la cantidad calculada de fluido. Se despertaría, y solamente los contadores le indicarían que el siglo había realmente pasado. Y entonces no tendría más que hacer sino oprimir el botón que haría saltar la ladera de la montaña y le proporcionaría libre salida al mundo externo.
Todo se había tenido en cuenta. No podía fracasar. Toda la maquinaria había sido triplicada, y era lo más perfecta que la ciencia había podido idear.
El último pensamiento del Amo al abandonarle la conciencia, no fue de su vida pasada, sino de la madre cuyas esperanzas había traicionado. Sin que lo desease, y a pesar suyo, le vinieron a la mente las palabras de un antiguo poeta: «Dormir, soñar quizá…»
No, no soñaría, no se atrevería a soñar. No haría sino dormir. Dormir… dormir…
* * *
A treinta kilómetros de distancia la batalla estaba llegando a su término. No quedaban ni una docena de las naves del Amo, luchando desesperadamente bajo un fuego avasallador. La acción hubiese terminado hacía tiempo si no se hubiese ordenado a los atacantes no arriesgar naves en aventuras innecesarias. Se había dejado la decisión a la artillería de largo alcance. Así, los grandes destructores, los acorazados aéreos de aquella época, yacían al lado de sus pantallas de combate junto a la protección de las montañas, lanzando andanada tras andanada sobre las condenadas formaciones enemigas.
A bordo del buque insignia, un joven oficial de artillería hindú ajustó unos diales de vernier con infinita exactitud, y oprimió un pedal. Se percibió una debilísima conmoción cuando los torpedos dejaron sus soportes y se abalanzaron contra el enemigo. El joven indio permaneció sentado esperando, tenso, mientras el cronómetro iba marcando los segundos. Pensaba que aquélla era, probablemente, la última andanada que dispararía. Por la razón que fuese no sentía nada de la arrogancia que había esperado; a decir verdad, se sintió sorprendido al sentir una especie de simpatía impersonal por sus condenados enemigos, cuyas vidas iban ahora acortándose a cada segundo que pasaba.
A lo lejos, una esfera de fuego violáceo floreció sobre las montañas, entre las motas movedizas que eran las naves enemigas. El artillero se inclinó hacia el frente y contó anhelante. Uno, dos, tres, cuatro, cinco veces se produjo aquella explosión peculiar. Y entonces el cielo se aclaró. Las motas huidizas habían desaparecido.
En su libro, el artillero anotó concisamente: «0124 hrs. Andanada n.º 12 disparada. Cinco torpedos explotaron entre naves enemigas, que fueron totalmente destruidas. Un torpedo no explotó».
Firmó la entrada con un floreo y dejó la pluma. Durante un rato permaneció sentado contemplando la familiar cubierta marrón del libro de a bordo, con las quemaduras de colillas por los bordes, y los inevitables aros allí donde se habían depositado descuidadamente tazas y vasos. Hojeó con negligencia las páginas del libro, observando nuevamente la escritura de sus muchos predecesores. Y tal como había hecho antes con mucha frecuencia, lo abrió por una conocida página donde un hombre que fue su amigo había comenzado a firmar su nombre, pero no había vivido lo bastante para terminarlo.
Con un suspiro, cerró el libro y lo guardó bajo llave. La guerra había terminado.
Allá a lo lejos, entre las montañas, el torpedo que no había estallado, continuaba acelerándose al impulso de sus cohetes. Era ahora una línea luminosa apenas visible que se precipitaba entre las paredes de un solitario valle. Ya las nieves, que habían sido perturbadas por el aullido de su paso, comenzaban a tronar montaña abajo.
El valle no tenía salida; estaba bloqueado por una abrupta pared de trescientos metros de altura. Y ahí el torpedo, que había fallado su blanco, encontró otro mayor. La tumba del Amo que estaba demasiado dentro de la montaña para ser ni tan sólo sacudida por la explosión, pero los cientos de toneladas de cosas que se desprendieron arrasaron tres pequeños instrumentos y sus conexiones, y un futuro que pudo ser, desapareció con ellos en el olvido. Los primeros rayos del sol naciente caerían aún sobre la quebrantada faz de la montaña, pero los contadores que estaban esperando la treinta y seis milésima aurora, estarían esperando todavía cuando ya no hubiese más auroras ni más ocasos.
En el silencio de la tumba, que no era del todo una tumba, el Amo no sabía nada de todo eso, y sus facciones aparecían más tranquilas de lo que era justo. Y así pasó el siglo, tal como había proyectado. No es probable que, a pesar de todo su genio maligno, y de los secretos que había enterrado consigo, el Amo hubiese podido conquistar la civilización que había florecido desde aquella batalla final sobre el techo del mundo. Nadie podría decirlo, a menos que sea verdad, que el tiempo tiene muchas ramificaciones, y que todos los universos imaginables yacen uno al lado de otro, fundiéndose entre sí. Quizá en alguno de aquellos otros mundos el Amo pudiese haber triunfado. Pero en el que conocemos, dormitó hasta que el siglo hubo quedado muy atrás, verdaderamente muy atrás.
Después de lo que, según ciertos patrones de medida, podría considerarse un no muy largo tiempo, la corteza de la Tierra decidió que ya había soportado bastante el peso del Himalaya. Lentamente cayeron las montañas, inclinando hacia el cielo las llanuras del sur de la India. Y la llanura de Ceilán llegó a ser el punto más elevado de la superficie del globo, y el océano, por encima del Everest, tenía nueve kilómetros de profundidad. Y sin embargo, el Amo continuaba imperturbable su sueño libre de pesadillas.
Lenta y pacientemente las tierras de aluvión se deslizaron a través de las elevadas alturas del océano hacia las ruinas del Himalaya. La sábana que algún día sería yeso, comenzó a espesarse a razón de cuatro a cinco centímetros por siglo. Si uno hubiese regresado algún tiempo después, podría haber encontrado que el lecho del mar ya no estaba a nueve kilómetros de profundidad, ni a siete, ni a cinco. Y luego la tierra se inclinó nuevamente, y una gran cordillera de montañas calizas se alzó donde antes estuvieran los océanos del Tíbet. Pero el Amo no sabía nada de eso, ni su sueño fue perturbado cuando sucedió otra vez —y otra vez— y otra vez más.
Ahora la lluvia y los ríos arrastraban la caliza llevándola a los nuevos y extraños océanos, y la superficie iba bajando hacia la escondida tumba. Lentamente los kilómetros de roca se fueron desgastando, hasta que al fin la esfera metálica que albergaba el cuerpo del Amo retornó a la luz del día, de un día mucho más largo, mucho más pálido, de lo que había sido cuando el Amo cerró sus ojos.
* * *
Poco pudo imaginarse el Amo, de las razas que habían florecido y muerto desde el amanecer del mundo, cuando se sumergió en su largo sueño. Aquel amanecer estaba ahora muy lejos, y las sombras se alargaban hacia el este; el sol estaba muriendo, y el mundo era muy viejo. Pero todavía los hijos de Adán dominaban sus mares y sus cielos, y llenaban de lágrimas y de risas las llanuras y los valles y los bosques que eran más viejos que las cambiantes colinas.
El sueño sin visiones del Amo había ya casi terminado cuando nació Trevindor el Filósofo, entre la caída de la Nonagesimoséptima Dinastía y el nacimiento del Quinto Imperio Galáctico. Nació en un mundo muy distante de la Tierra, pues eran pocos los hombres que alguna vez sentaban su pie en el antiguo hogar de su raza, tan distante ahora del palpitante corazón del Universo.
Llevaron a Trevindor a la Tierra cuando su breve colisión con el Imperio hubo llegado a su inevitable fin. Fue allí donde fue juzgado por los hombres cuyos ideales había desafiado, y allí fue donde meditaron largamente sobre el destino que le correspondía. Aquel caso era único. La suave y filosófica cultura que ahora gobernaba la Galaxia no se había nunca antes encontrado con oposición, ni tan sólo en el plano de la inteligencia pura, y aquel conflicto de voluntades, cortés pero implacable, la había dejado muy quebrantada. Fue característico de los miembros del Consejo que, al resultar imposible tomar una decisión, se dirigieron al mismo Trevindor en solicitud de ayuda.
En la blanca y resplandeciente Sala de Justicia, donde nadie había entrado desde hacía cerca de un millón de años, Trevindor se alzó orgullosamente frente a los hombres que habían demostrado ser más fuertes que él. Escuchó su solicitud en silencio, e hizo una pausa para reflexionar. Sus jueces esperaron pacientemente hasta que habló.
—Sugerís que os prometa no desafiaros nuevamente —comenzó—, pero no haré promesa ninguna que no pueda cumplir. Nuestras opiniones son demasiado divergentes, y más pronto o más tarde volveríamos a enfrentarnos.
»Hubo un tiempo en que vuestra elección hubiese sido fácil. Me podríais haber desterrado, o matado. Pero hoy, donde, entre todos los mundos del Universo, ¿hay un solo planeta en que podéis esconderme, si no me place quedarme? Recordad que tengo muchos discípulos dispersos por toda la Galaxia.
»Queda la otra alternativa. No os guardaré rencor si revivís la vieja costumbre de la ejecución para solucionar mi caso.
Un murmullo de enojo corrió entre los miembros del Consejo, y el presidente replicó secamente, al tiempo que enrojecía:
—Esta observación es de gusto más que dudoso. Hemos solicitado sugerencias serias, y no el recuerdo (aunque sea con intención humorística) de las costumbres bárbaras de nuestros remotos antepasados.
Trevindor aceptó la censura con una inclinación.
—No hacía sino citar todas las posibilidades. Hay otras dos que se me han ocurrido. Sería sencillo alterar la estructura de mi mente ajustándola a vuestra manera de pensar, de modo que no pudiesen haber ya más desavenencias.
—Lo hemos considerado, pero nos vimos forzados a rechazar la idea, por muy atractiva que parezca, pues la destrucción de tu personalidad sería equivalente a un asesinato. Solamente hay otras quince inteligencias en el Universo que sean más poderosas que la tuya, y no tenemos derecho a modificarla. ¿Y tu última sugerencia?
—Si bien no podéis desterrarme en el espacio, hay aún una alternativa. El río del Tiempo se extiende en frente de nosotros hasta tan lejos como alcanzan nuestros pensamientos. Enviadme a lo largo de ese río, hasta una edad en que estéis seguros que esta civilización habrá pasado. Sé que podéis hacerlo gracias al campo de tiempo de Roston.
Hubo una larga pausa, mientras silenciosamente los miembros del Consejo transmitían sus decisiones a la compleja máquina analítica que las pesaría comparándolas y emitiría el veredicto. Finalmente el presidente habló.
—De acuerdo. Te enviaremos a una edad en la cual el Sol es aún lo suficientemente caliente para que pueda existir la vida sobre la Tierra, pero tan remota que no es probable que quede vestigio alguno de civilización. También te proveeremos de todo lo que sea necesario para tu seguridad y un razonable bienestar. Y ahora puedes dejarnos. Te llamaremos cuando hayamos tomado todas nuestras disposiciones.
Trevindor se inclinó y abandonó la sala de mármol. Ningún guardia le siguió. No había ningún sitio a donde pudiese huir, incluso si lo hubiese deseado, en aquel Universo que las grandes naves galácticas podían cruzar en un solo día.
Por primera y última vez, Trevindor se encontró de pie a orillas de lo que antes había sido el Pacífico, escuchando el susurro del viento a través de las hojas de lo que antes habían sido palmeras. Las pocas estrellas de la casi vacía región del espacio por la cual pasaba ahora el Sol brillaban con fija luz a través del seco aire del envejecido mundo. Trevindor se preguntó tristemente si estarían aún brillando cuando volviese a mirar al cielo, en un futuro tan distante que el mismo Sol estaría deslizándose hacia su muerte.
Se oyó un tañido en el pequeño comunicador que llevaba en su muñeca. Había llegado la hora. Volvió su espalda al océano y avanzó resueltamente al encuentro de su destino. Antes que hubiese dado una docena de pasos, el campo de tiempo se había apoderado de él, y sus pensamientos se helaron en un instante que permanecería inalterado mientras los océanos se encogían y desaparecían, se desvanecía el Imperio Galáctico y los grandes grupos de estrellas se hundían en la nada.
Pero para Trevindor no pasó tiempo alguno. Supo solamente que al dar un paso había habido arena húmeda bajo sus pies, y al dar el siguiente, roca endurecida y agrietada por el calor y la sequía. Las palmeras habían desaparecido, y el murmullo del mar había enmudecido. Bastaba una ojeada para comprender que incluso el recuerdo del mar se había desvanecido hacía tiempo de aquel mundo seco y moribundo. Hacia el lejano horizonte se extendía un gran desierto de arenisca roja, ni interrumpido ni mitigado por cosa alguna viviente. Por encima de su cabeza, el disco anaranjado de un sol extrañamente alterado resplandecía desde un cielo tan negro que muchas estrellas eran claramente visibles.
Y sin embargo, parecía que todavía había vida en aquel viejo mundo. Hacia el norte —si es que todavía era el norte— la sombría luz resplandecía sobre una estructura metálica. Estaba a algunos centenares de metros, y cuando Trevindor comenzó a caminar hacia ella se dio cuenta de una curiosa ligereza, como si la misma gravedad se hubiese debilitado.
No hubo avanzado mucho cuando vio que se estaba acercando a un viejo edificio metálico que más parecía haber sido depositado en la llanura que construido sobre ella, pues formaba un pequeño ángulo con la horizontal. Trevindor se extrañó ante esa increíble suerte de encontrar tan fácilmente la civilización. Otra docena de pasos, y advirtió que no era casualidad, sino designio, lo que había colocado tan oportunamente allí aquel edificio, y que era tan extraño a aquel mundo como lo era él mismo. No había ninguna esperanza a que alguien saliese a su encuentro, mientras se dirigía hacia él caminando.
La placa metálica de encima de la puerta añadió poco a lo que ya había supuesto. Nueva e inmaculada todavía, como acabada de grabar —y en cierto modo era así— aquellas letras le comunicaron un mensaje de esperanza y amargura al mismo tiempo.
«A Trevindor, saludos del Consejo.
»Este edificio, que hemos enviado tras de ti por el campo del tiempo, satisfará todas tus necesidades durante un período indefinido.
»No sabemos si existirá todavía la civilización en la época en que te encuentras. El hombre quizá se haya extinguido, puesto que el cromosoma K Estrella K se habrá hecho dominante y la raza se habrá quizá imitado en algo que ya no sea humano. Tú lo descubrirás.
»Estás ahora en el ocaso de la Tierra, y nuestra esperanza es que no estés solo. Pero si tu destino es ser la última criatura viviente sobre este mundo, antaño tan bello, recuerda que la elección fue tuya. Adiós».
Trevindor leyó dos veces el mensaje, reconociendo con angustia las palabras finales, que solamente podían haber sido escritas por su amigo el poeta Cintillarne. Una sensación avasalladora de soledad y aislamiento inundó su alma. Se sentó sobre el saliente de una roca, y enterró su cara entre las manos.
Mucho más tarde, se levantó para entrar en el edificio. Se sintió más que agradecido al Consejo, hacía ya tanto tiempo fallecido, que le había tratado tan caballerosamente. La proeza técnica de enviar todo un edificio a través del tiempo era tal que la había creído más allá de las posibilidades de su época. Un repentino pensamiento acudió a su mente, y miró nuevamente al letrero grabado, observando por primera vez su fecha. Era cinco mil años posterior a aquélla en que se había enfrentado con sus pares en la Sala de Justicia. Habían pasado cincuenta siglos antes que sus jueces pudiesen cumplir su promesa a un hombre prácticamente muerto. Cualesquiera que fuesen las faltas del Consejo, su integridad era de un orden incomprensible para anteriores edades.
Pasaron muchos días antes que Trevindor volviese a salir del edificio. No había olvidado nada; incluso las preciadas grabaciones de sus pensamientos se encontraban allí. Podía continuar estudiando la naturaleza de la realidad, y construyendo filosofías hasta el fin del Universo, por estéril que esa ocupación fuese, si su mente era la única que quedaba sobre la Tierra. Había poco peligro, pensó con amargura, del hecho que sus especulaciones acerca de la razón de la existencia humana le enfrentasen nuevamente con la sociedad.
Hasta que no hubo terminado de investigar cuidadosamente el edificio, Trevindor no dirigió nuevamente su atención al mundo externo. El supremo problema era de establecer contacto con la civilización, si es que todavía existía. Le habían suministrado un potente receptor, y durante horas rebuscó arriba y abajo del espectro con la esperanza de descubrir una estación. Del instrumento salieron los lejanos chasquidos de la estática y en una ocasión oyó algo que podía haber sido lenguaje en un idioma que ciertamente no era humano. Pero nada más recompensó su búsqueda. El éter, que había sido el fiel servidor del hombre durante tantos siglos, estaba por fin silencioso.
El pequeño volador automático era la única esperanza que le quedaba a Trevindor. Tenía por delante lo que quedaba de la Eternidad, y la Tierra era un planeta pequeño. Al cabo de unos cuantos años, todo lo más, podía haberla explorado toda.
Y así fueron pasando los meses, y el desterrado comenzó su metódica exploración del mundo, regresando una y otra vez a su casa en el desierto de arenisca roja. Encontró por todos lados la misma imagen de desolación y ruina. No podía ni adivinar cuánto tiempo hacía que los mares se habían desvanecido, pero al morir habían dejado inacabables páramos de sal, que se incrustaban en las llanuras y las montañas formando una sábana de color gris sucio. Trevindor se alegró de no haber nacido en la Tierra, y de no haber conocido nunca el esplendor de su juventud. A pesar que era un extraño, la soledad y la desolación de aquel mundo le helaban el corazón; si hubiese vivido allí antes, aquella tristeza hubiese sido insoportable.
Pasaron miles de kilómetros cuadrados de desierto bajo la rápida nave de Trevindor en su exploración de polo a polo. Solamente una vez encontró señales indicando que la Tierra había conocido la civilización. En un valle profundo cerca del Ecuador descubrió las ruinas de una pequeña ciudad de piedra blanca y de extraña arquitectura. Los edificios estaban perfectamente conservados, si bien medio enterrados por la arena que se había amontonado, y por un instante Trevindor sintió una oleada de sombría alegría al percibir que, después de todo, el hombre había dejado alguna huella de su presencia en el mundo que había sido su primer hogar.
Aquella emoción duró poco. Los edificios eran aún más extraños de lo que Trevindor había creído, ya que ningún hombre podía haber nunca entrado en ellos. Pues las únicas aberturas eran anchas hendiduras horizontales cercanas al suelo; y no había ninguna clase de ventanas. La mente de Trevindor giró en torbellino al tratar de imaginarse las criaturas que debieron haberlos ocupado. A pesar de su creciente soledad, se alegró porque los habitantes de aquella inhumana ciudad hubiesen desaparecido hacía tanto tiempo. No se detuvo allí, pues la amarga noche ya casi se había echado encima, y aquel valle le llenaba de una opresión que no era del todo racional.
En otra ocasión descubrió realmente vida. Circulaba por encima del lecho de uno de los perdidos océanos, cuando una mancha de color le saltó a la vista. Sobre una loma que la cambiante arena no había aún cubierto, se veía una pequeña capa de hierba rígida y clara. Eso era todo, pero al verlo sus ojos se llenaron de lágrimas. Aterrizó y salió de su aparato, pisando cuidadosamente para no destruir ni una sola de aquellas tenaces hojas. Pasó sus manos con ternura por la raída alfombra que era toda la vida que la Tierra conocía ahora. Y antes de marcharse, salpicó aquel lugar con tanta agua como le sobraba; era un gesto inútil, pero se sintió más feliz por haberlo hecho.
Ya casi había completado la búsqueda. Hacía ya tiempo que Trevindor había abandonado toda esperanza, pero su espíritu indomable todavía le impulsaba a través de la faz de la Tierra. No podía descansar hasta haber demostrado lo que hasta entonces solamente temía. Y así fue que por fin llegó a la tumba del Amo, que yacía luciendo con apagado brillo a la luz del sol, de la cual había estado oculta tanto tiempo.
* * *
La mente del Amo despertó antes que su cuerpo. Mientras yacía impotente, incapaz incluso de alzar sus párpados, la memoria volvió a él. Los cien años habían quedado inermes tras él. Su jugada, la más desesperada que hombre alguno hubiera hecho jamás, había salido bien. Le agobió un inmenso cansancio, y durante algún tiempo su conciencia le abandonó de nuevo.
Pronto se despejaron nuevamente las nieblas, y se sintió más fuerte, aunque todavía demasiado débil para moverse. Continuó tendido en la oscuridad, acumulando sus fuerzas. ¿Qué clase de mundo, se preguntaba, encontraría cuando saliese de la ladera de la montaña, a la luz del sol? ¿Podría poner sus planes en…? ¿Qué era aquello? Un espasmo de terror sacudió los cimientos mismos de su mente. Algo se movía a su lado, aquí, en la tumba, donde nada más debía moverse, sino él mismo.
Y entonces, claro y tranquilo, sonó serenamente un pensamiento a través de su mente y acalló en un instante los temores que habían amenazado perturbarla.
—No te alarmes. He venido a ayudarte. Estás a salvo, y todo será por bien.
El Amo estaba demasiado anonadado para dar respuesta alguna, pero su subconsciente debió haber efectuado alguna clase de contestación, pues nuevamente llegó el pensamiento.
—Esto es bueno. Soy Trevindor; como tú, un desterrado en este mundo. No te muevas, pero dime cómo llegaste aquí, y cuál es tu raza, pues nunca he visto a nadie semejante.
Miedo y cautela se infiltraron de nuevo en la mente del Amo. ¿Qué clase de criatura era aquélla que podía leer sus pensamientos, y qué hacía en su secreta esfera? Y nuevamente aquel pensamiento claro y frío resonó en su cerebro como el tañido de una campana.
—Otra vez te digo que no tienes nada que temer. ¿Por qué te alarma que pueda ver en tu mente? Sin duda no hay en ello nada extraño.
—Nada extraño —exclamó el Amo—. ¿Quién eres, en nombre de Dios?
—Un hombre como tú. Pero tu raza debe ser en verdad primitiva, si desconoces la lectura del pensamiento.
Una terrible sospecha comenzó a despertar en el cerebro del Amo. Recibió la respuesta incluso antes que él efectuase la pregunta.
—Has dormido infinitamente más tiempo que cien años. El mundo que conociste ha dejado de existir hace más tiempo de lo que puedes imaginar.
El Amo ya no oyó más. Nuevamente descendió sobre él la oscuridad, y se hundió en una inconsciencia bienaventurada.
Trevindor permaneció en silencio junto a la litera sobre la cual yacía el Amo. Se sintió lleno de una exultación que de momento superaba cualquier decepción que pudiera sentir. Por lo menos ya no tendría que enfrentarse a solas con el futuro. Todo el terror a la soledad de la Tierra, que tanto pesaba sobre su alma, había desaparecido en un instante. ¡Ya no estoy solo…, ya no estoy solo! Dominándolo todo, ese pensamiento martilleaba su cerebro.
El Amo comenzaba a moverse de nuevo y a la mente de Trevindor llegaron desgarrados fragmentos de pensamientos. Imágenes del mundo que el Amo había conocido comenzaron a formarse en la mente del observador. Al principio Trevindor no podía comprender nada, pero luego, repentinamente, los confusos fragmentos asumieron su puesto y todo apareció con claridad. Una oleada de horror le invadió al contemplar la desoladora visión de las naciones batallando entre sí, de las ciudades que se destruían ardiendo, y de los hombres que morían entre sufrimientos. ¿Qué clase de mundo era aquél? ¿Podía el hombre haber descendido tanto desde la edad pacífica que Trevindor había conocido? Había habido leyendas, de tiempos increíblemente remotos, sobre tales cosas en los primitivos tiempos de la historia de la Tierra, pero el hombre las había abandonado con su infancia. ¡Sin duda, no podían haber vuelto nunca!
Los fragmentarios pensamientos eran ahora más vívidos, e incluso más horribles. La edad de donde había venido este otro desterrado era en verdad de pesadilla…, ¡no era extraño que hubiese huido de ella!
* * *
De pronto comenzó a hacerse la luz de la verdad en la mente de Trevindor, mientras, con el corazón oprimido, contemplaba cómo espantosas imágenes pasaban a través de la mente del Amo. No era éste un desterrado que buscaba asilo, que huía de una edad de terror. Era el verdadero creador de aquella edad, que se había embarcado en el río del tiempo con un solo objeto: extender el contagio a las edades por venir.
Pasiones que Trevindor no había nunca ni imaginado comenzaron a desfilar ante sus ojos: ambición, ansia de poder, crueldad, intolerancia, odio. Trató de cerrar su mente, pero descubrió que había perdido el poder de hacerlo. Incontenible, la perversa corriente siguió fluyendo, contaminando todos los niveles de su conciencia. Dando un grito de angustia, Trevindor se precipitó hacia el desierto y rompió las cadenas que le ataban a aquella perversa mente.
Era de noche y reinaba por doquier la calma, pues la Tierra estaba ahora ya demasiado cansada para que soplasen los vientos. La oscuridad lo ocultaba todo, pero Trevindor sabía que no podía ocultar los pensamientos de aquella otra mente con la cual tenía ahora que compartir el mundo. Antes había estado solo, y no había podido concebir nada más espantoso. Pero ahora sabía que había cosas aún más terribles que la soledad.
La calma de la noche, y el esplendor de las estrellas que antes habían sido sus amigas, llevaron la paz al alma de Trevindor. Lentamente volvió sobre sus pasos, caminando pesadamente, pues iba a cometer un acto que un hombre de su clase no había realizado nunca.
El Amo estaba de pie cuando Trevindor volvió a entrar en la esfera. Quizá había penetrado en su mente alguna indicación del propósito del otro, pues estaba muy pálido y temblaba de una debilidad que era más que física. Resueltamente, Trevindor se obligó a contemplar una vez más el cerebro del Amo. Su propia mente retrocedió ante el caos de emociones en lucha, mezcladas ahora con repugnantes relámpagos de miedo. De aquel torbellino salió temblando un pensamiento coherente.
—¿Qué vas a hacer? ¿Por qué me miras así?
Trevindor no respondió, manteniendo su mente aislada para no contaminarse, mientras concentraba su resolución y su fuerza.
El tumulto en la mente del Amo iba subiendo hacia un crescendo. Por un instante, su creciente terror llevó al espíritu del dulce Trevindor algo semejante a la piedad, y su voluntad vaciló. Pero luego volvió a aparecer la imagen de aquellas ciudades incendiadas y en ruinas, y su indecisión desapareció. Con todo el poder de su inteligencia sobrehumana, respaldada por miles de siglos de evolución mental, atacó al hombre que tenía frente a él. En la mente del Amo, obliterando todo lo demás, se introdujo, anegándola, el solo pensamiento de la muerte.
El Amo permaneció un instante de pie, inmóvil, con los ojos desorbitados. Su aliento se heló al dejar de funcionar sus pulmones; la sangre que pulsaba en sus venas, tanto tiempo detenida, fue ahora congelada para siempre. Sin ningún ruido, el Amo se tambaleó, cayó y permaneció inmóvil.
Muy lentamente Trevindor se volvió y se adentró andando en la noche. El silencio y la soledad del mundo descendieron sobre él como un sudario. La arena, tanto tiempo contenida, comenzó a penetrar a través de los abiertos portales de la tumba del Amo.