TENSIÓN EXTREMA

Grant estaba escribiendo el cuaderno de bitácora de la Reina Estelar, cuando oyó que se abría tras él la puerta de la cabina. No se molestó en volverse para mirar —ya que era innecesario, pues a bordo de la nave solamente había otro hombre—. Pero al no ocurrir nada, y cuando McNeil no habló ni entró en la habitación, el largo silencio despertó por fin la curiosidad de Grant, quien entonces hizo girar su asiento sobre los soportes, volviéndose.

McNeil estaba de pie junto a la puerta, y a juzgar por su aspecto, parecía como si hubiese visto un espectro. Esa gastada metáfora se presentó inmediatamente en la mente de Grant, quien, hasta al cabo de un instante, no supo lo cercana que estaba a la realidad. En cierto modo, McNeil realmente había visto un espectro —el más espantoso de todos—, el suyo propio.

—¿Qué ocurre? —dijo Grant, enojado—. ¿Estás enfermo, o qué?

El ingeniero denegó con la cabeza. Grant observó las pequeñas gotas de sudor que se desprendían de su frente y se desplazaban a través de la habitación, siguiendo trayectorias perfectamente rectilíneas. Los músculos de su garganta se movieron, pero por un breve rato no salió sonido alguno. Parecía como si fuese a llorar.

—Estamos perdidos —murmuró al fin—. La reserva de oxígeno.

Y entonces, sí lloró. Parecía una lacia muñeca, que se doblaba lentamente sobre sí misma. No podía caerse, porque no había gravedad, de modo que se dobló sencillamente en medio del aire.

Grant no dijo nada. Inconscientemente aplastó en el cenicero la humeante colilla de su cigarrillo, moliéndola ferozmente hasta que se hubo extinguido la última chispa. Le parecía ya como si el aire se estuviese espesando en derredor suyo, en tanto que el más antiguo terror de las naves espaciales le oprimía la garganta.

Se desató lentamente las cintas elásticas que, mientras estaba sentado, daban cierta impresión de peso, y con habilidad automática se lanzó a través de la puerta. McNeil no se ofreció a seguirle. Grant pensó que, aun teniendo en cuenta la impresión que había recibido, se estaba portando muy mal. Sacudió enojado al ingeniero al pasar, y le dijo que se portase como un hombre.

La bodega era una gran cámara hemisférica que tenía en su centro una gruesa columna por la cual pasaban los mandos y los cables a la otra mitad de la nave espacial, que estaba a unos cien metros de distancia; en conjunto, la nave tenía la forma de una pesa de gimnasia. Estaba llena de cajones y cajas dispuestas con surrealismo tridimensional, en forma que hacía muy pocas concesiones a la gravedad.

Pero aunque todo el cargamento hubiese desaparecido, Grant apenas si lo hubiese notado. Solamente le interesaba el gran tanque de oxígeno, que era más alto que él, y que estaba atornillado a la pared, cerca de la puerta interior de la esclusa.

Estaba tal como lo había visto la última vez, resplandeciente bajo su capa de pintura de aluminio, y sus paredes metálicas tenían todavía al tacto aquella sensación de frescura, que era la única indicación de su contenido. Todas las tuberías parecían estar en perfecto estado. No había señal alguna indicando que algo estuviese mal, salvo un pequeño detalle. La aguja del manómetro indicador del contenido yacía muda junto al punto cero.

Grant contempló aquel silencioso símbolo como un hombre del antiguo Londres, al regresar una noche a su casa, durante la Peste, pudo haber contemplado una burda cruz recientemente marcada en la puerta. Luego golpeó el cristal media docena de veces con la fútil esperanza que la aguja se hubiese enganchado, aunque en realidad nunca dudó de su mensaje. Una noticia que es lo suficientemente mala lleva consigo, por la razón que sea, la garantía de su autenticidad. Solamente es preciso confirmar las buenas noticias.

* * *

Cuando Grant regresó a la sala de mandos, McNeil ya volvía a ser el mismo. Una ojeada al abierto botiquín mostraba la razón de la rápida recuperación del ingeniero. Incluso intentó mostrarse algo humorista.

—Fue un meteoro —dijo—. Nos dicen que una nave de este tamaño debe ser alcanzada una vez cada cien años. Parece ser que nosotros nos hemos adelantado noventa y cinco.

—Pero ¿y las alarmas? La presión del aire es normal. ¿Cómo podemos haber sido perforados?

—No lo hemos sido —replicó McNeil—. Ya sabes que el oxígeno circula por el lado nocturno, a través de espirales refrigeradoras, para mantenerlo líquido. El meteoro las debe haber reventado, y el líquido, sencillamente, se ha evaporado en su totalidad.

Grant permaneció silencioso, pensando. Lo que había ocurrido era serio, enormemente serio, pero no tenía por qué ser necesariamente fatal. Al fin y al cabo, habían transcurrido ya las tres cuartas partes del viaje.

—¿Pero no es cierto que el regenerador puede mantener respirable el aire, incluso aunque se llegue a enrarecer bastante? —preguntó esperanzado.

McNeil denegó con la cabeza.

—No lo he calculado en detalle, pero conozco la respuesta. Cuando se absorbe el anhídrido carbónico y se hace circular de nuevo el oxígeno, hay una pérdida de un diez por ciento, y es por esa razón que debemos llevar una reserva.

—¡Los trajes espaciales! —gritó Grant, repentinamente animado—. ¿Y sus tanques?

Había hablado sin pensar, y al darse cuenta de su error se sintió aún peor que antes.

—No podemos conservar oxígeno en ellos, herviría todo en pocos días. Hay suficiente gas comprimido para unos treinta minutos, lo suficiente para permitir llegar al tanque principal en caso de emergencia.

—Tiene que haber una solución, incluso si tenemos que tirar el cargamento y escaparnos. Dejémonos de adivinanzas, y veamos exactamente cuál es nuestra situación.

Grant estaba más furioso que asustado. Estaba enojado con McNeil por su hundimiento moral. Estaba furioso con los diseñadores de la nave porque no habían previsto este caso en Dios sabe cuántos millones. La fecha límite podía estar a unos quince días, y hasta entonces podían pasar muchas cosas. Esa idea le ayudó a mantener sus temores a cierta distancia.

Sin duda alguna se trataba de una emergencia, pero era una de aquellas emergencias a largo plazo que parecían solamente ocurrir en el espacio. Había mucho tiempo para ir pensando, quizá demasiado tiempo.

Grant se sujetó a su asiento de piloto y sacó un bloc de papel de escribir.

—Aclaremos los hechos —dijo con artificiosa calma—. Tenemos el aire que está circulando por la nave, y perdemos un diez por ciento de oxígeno cada vez que pasa a través del regenerador. Lánzame el Manual, ¿quieres? No puedo nunca recordar cuántos metros cúbicos usamos por día.

Al decir que la Reina Estelar podía esperar ser alcanzada por un meteoro una vez cada cien años, McNeil había inevitable, pero burdamente, simplificado el problema. Pues la respuesta dependía de tantos factores que tres generaciones de estadísticos no habían hecho sino establecer unas leyes tan vagas que las compañías de seguros todavía temblaban de aprensión cuando las grandes lluvias de meteoros barrían como una tempestad las órbitas de los mundos exteriores.

Naturalmente, todo dependía de lo que se entendiese por la palabra meteoro. Cada fragmento de materia meteórica que alcanza la superficie de la Tierra tiene un millón de hermanos más pequeños que perecen en aquella tierra de nadie, donde la atmósfera no ha terminado aún y el espacio no ha comenzado todavía, aquella región espectral donde a veces aparece de noche la extraña Aurora.

Hay las conocidas estrellas fugaces, rara vez mayores que una cabeza de alfiler, y a su vez hay un número millones de veces mayor de partículas demasiado pequeñas para dejar traza alguna visible de su muerte a su paso desde las alturas del espacio. Todas ellas, las innumerables partículas de polvo, los escasos pedruscos e incluso las errantes montañas que la Tierra encuentra una vez quizá cada millón de años, todos son meteoros.

Por lo que se refiere a los viajes espaciales, un meteoro es solamente de interés si al penetrar en el casco de una nave deja un orificio lo suficientemente grande para ser peligroso. Se trata de una cuestión de velocidades relativas además de tamaños. Se han preparado tablas que indican los tiempos aproximados de colisión para diversas partes del Sistema Solar y para meteoros de diversos tamaños, hasta los menores, de masas de unos pocos miligramos.

El que había alcanzado a la Reina Estelar, había sido un gigante, de aproximadamente un centímetro de ancho y de unos diez gramos de peso. Según las tablas, el tiempo que había que esperar para chocar con un monstruo semejante era del orden de diez elevado a nueve días —aproximadamente unos tres millones de años—. La certeza virtual respecto a que tal cosa no volvería a ocurrir durante el transcurso de toda la historia humana no consolaba mucho a McNeil y a Grant.

Sin embargo, podía haber sido peor. La Reina Estelar llevaba 115 días en su órbita, y solamente le quedaban otros treinta de viaje. Avanzaba, como todos los cargueros, por la larga elipse tangencial que rozaba las órbitas de la Tierra y de Venus a lados opuestos del Sol. Las rápidas naves de pasajeros podían cruzar de un planeta a otro a una velocidad tres veces mayor —y con un consumo de combustible diez veces mayor—, pero aquella podía ir avanzando por su ruta predeterminada, como un tranvía, y tardaba aproximadamente 145 días por viaje.

Hubiese sido difícil imaginar algo menos parecido a la idea de una nave espacial de principios del siglo veinte, que la Reina Estelar. Consistía en dos esferas, una de cincuenta, y otra de veinte metros de diámetro, unidas por un cilindro de unos cien metros de longitud. En conjunto la estructura se asemejaba a un modelo de bolas y palillos que representase un átomo de hidrógeno. La tripulación, el cargamento y los mandos se encontraban en la esfera mayor, mientras que la más pequeña transportaba los motores atómicos, y era zona prohibida para toda materia viviente.

La Reina Estelar había sido construida en el espacio, y no hubiese nunca podido elevarse ni tan sólo de la superficie de la Luna. A toda potencia su motor iónico podía producir una aceleración que era un vigésimo de la gravedad, la cual en una hora le daba toda la velocidad necesaria para convertirse en un satélite de la Tierra o en uno de Venus.

Transportar el cargamento desde los planetas era el trabajo de los pequeños pero poderosos cohetes químicos. Dentro de un mes subirían a su encuentro los remolcadores desde Venus, pero la Reina Estelar no se detendría, pues no habría nadie en los mandos. Continuaría ciegamente en su órbita, pasando Venus a varios kilómetros por segundo, y cinco meses más tarde volverían a estar de vuelta en la órbita de la Tierra, si bien la Tierra misma estaría entonces muy lejos.

* * *

Es curioso el tiempo que se tarda en hacer una sencilla suma, cuando la vida de uno depende del resultado. Grant recorrió media docena de veces la corta columna de números, antes de abandonar finalmente la esperanza a que variase el total. Y luego se quedó sentado manoseando nerviosamente el blanco plástico del escritorio del piloto.

—Haciendo todas las economías posibles —dijo— podemos durar unos veinte días. Eso quiere decir que estaremos a unos diez días de Venus cuando… —su voz fue desvaneciéndose hasta terminar en un silencio.

Diez días no parecían mucho —pero lo mismo hubiesen sido diez años—. Grant pensó sardónicamente en todos los escritores baratos que habían utilizado precisamente esa situación en sus historias y en aventuras por entregas en la radio. En tales circunstancias, según los expertos de mesa de café —pocos de ellos habían estado nunca más allá de la Luna—, podían ocurrir tres cosas.

La solución más adecuada —que se había convertido casi en un cliché— consistía en convertir la nave en un invernadero de lujo o granja hidropónica, y dejar que la fotosíntesis hiciese lo demás. O bien se podían realizar prodigios de ingeniería química o atómica —explicados con pesado detalle técnico— y constituir una planta que produjese oxígeno, que no solamente salvaba la vida de uno, y naturalmente la de la heroína, sino que también le convertía a uno en el propietario de unas patentes fabulosamente valiosas. La tercera solución, deus ex machina, consistía en la llegada de una oportuna nave que precisamente daba la casualidad que igualaba exactamente vuestro propio rumbo y velocidad.

Eso era ficción, las cosas son diferentes en la vida real. Si bien la primera de aquellas ideas era correcta en teoría, no había ni un sólo paquete de semillas de hierba a bordo de la Reina Estelar. Y por lo que se refiere a proezas de ingeniería inventiva, dos hombres —por muy brillantes y desesperados que estuviesen— no era fácil que en pocos días mejorasen el trabajo de docenas de grandes organizaciones de investigación industrial durante todo un siglo.

La nave espacial que «daba la casualidad que pasaba por allí», era, casi por definición, imposible. Incluso si hubiese habido otros cargueros avanzando sobre la misma ruta elíptica —y Grant sabía que no había ninguno—, precisamente por las mismas leyes que determinaban sus movimientos, mantendrían siempre su separación original. No era del todo imposible que una nave de pasajeros, corriendo por su órbita hiperbólica, pasase a unos cuantos centenares de miles de kilómetros de ellos, pero a una velocidad tan grande que sería tan inaccesible como Plutón.

—¿Si arrojásemos el cargamento —dijo finalmente McNeil—, tendríamos alguna posibilidad de alterar nuestra órbita?

Grant movió la cabeza.

—Así lo había esperado —respondió—, pero no serviría. Podríamos llegar a Venus dentro de una semana, si quisiésemos; pero no nos quedaría combustible para frenar, y nada del planeta podría alcanzarnos a nuestro paso.

—¿Ni siquiera una nave de pasajeros?

—Según el Registro de Lloyd, actualmente Venus solamente tiene un par de cargueros. En todo caso sería una maniobra prácticamente imposible. Incluso si consiguiese igualar nuestra velocidad, ¿cómo podría la nave de salvamento regresar? Para completar la operación se necesitarían unos cincuenta kilómetros por segundo.

—Si nosotros no podemos encontrar una solución —dijo McNeil—, quizá alguien en Venus pueda hacerlo. Hablemos con ellos.

—Voy a hacerlo —replicó Grant— tan pronto haya decidido lo que voy a decirles. Ve y prepara el transmisor, ¿quieres?

Contempló cómo McNeil salía flotando de la habitación. Probablemente el ingeniero daría trabajo en los días que se acercaban. Hasta ahora se habían entendido bastante bien. Como todos los hombres gruesos, McNeil era persona de carácter fácil y pacífico. Pero ahora Grant se daba cuenta que le faltaba temple. A fuerza de vivir tanto tiempo en el espacio, se había vuelto lacio, tanto física como moralmente.

* * *

Resonó un zumbido en el tablero del transmisor. El espejo parabólico del casco estaba orientado hacia la resplandeciente lámpara de arco de Venus, que estaba solamente a diez millones de kilómetros de distancia, y que se movía en una trayectoria casi paralela. Las ondas de tres milímetros del transmisor de la nave harían el viaje en poco más de medio minuto. Era amargo darse cuenta que estaban a solamente treinta segundos de la salvación.

El monitor automático de Venus dio su señal impersonal de Adelante, y Grant comenzó a hablar pausadamente y, así lo esperaba, desapasionadamente. Analizó cuidadosamente la situación, y terminó con una solicitud de consejo. Nada dijo de sus temores en lo referente a McNeil. Entre otras razones, sabía que el ingeniero le estaría escuchando en el transmisor.

Hasta aquel momento nadie en Venus habría aún oído el mensaje, a pesar que había ya pasado el tiempo de retraso del transmisor. Estaría todavía arrollado en los carretes grabadores, pero dentro de pocos minutos llegaría un inocente oficial de señales y lo haría sonar.

No tenía ni idea de la bomba que iba a estallar, despertando olas de simpatía en todos los mundos habitados, en cuanto la televisión y los periódicos se apoderasen de la noticia. Un accidente en el espacio tiene una calidad tal que barre de los titulares a todas las demás noticias.

Hasta entonces Grant había estado demasiado preocupado por su propia seguridad para haber pensado en el cargamento que se le había confiado. Un capitán de barco de los tiempos pasados, cuyo primer pensamiento era para su barco, podría quizá haberse escandalizado de tal actitud. Sin embargo, la razón estaba en este caso del lado de Grant.

La Reina Estelar nunca podría hundirse, nunca podría chocar con rocas que no figuran en los mapas, ni desaparecer silenciosamente para siempre, como tantos barcos han desaparecido, del mundo de los hombres. La nave estaba a salvo, ocurriese lo que ocurriese a su tripulación. Si no se la perturbaba, continuaría trazando su órbita con tal precisión que los hombres podrían fijar sus calendarios por ella, durante siglos por venir.

Grant recordó repentinamente que el cargamento estaba asegurado en veinte millones de dólares. No había muchas cosas que fuesen lo suficientemente valiosas para ser transportadas de un mundo a otro, y la mayoría de los cajones que había en la bodega valían más que su peso —o mejor dicho, su masa—, en oro. Quizá alguno de los artículos fuese útil en la emergencia presente, y Grant se dirigió a la caja fuerte para sacar la lista de embarque.

Estaba separando las delgadas y resistentes hojas cuando McNeil entró nuevamente en la cabina.

—He reducido la presión del aire —dijo—. Hay algunas pérdidas en el casco, que en condiciones normales no hubiesen importado.

Grant asintió distraídamente y pasó un fajo de hojas a McNeil.

—Nuestra lista de embarque. Propongo que los dos la miremos, en caso que haya algo en el cargamento que nos pueda ser útil.

Y podía haber añadido que, si no para otra cosa, por lo menos serviría para ocuparles en algo.

Al ver a lo largo de las extensas columnas de partidas un muestrario completo del comercio interplanetario. Grant no pudo menos de preguntarse qué habría detrás de estos inanimados símbolos. «Partida 347 - 1 libro - 4 kilos bruto».

Dejó escapar un silbido, al notar que estaba marcado con una estrella y asegurado en cien mil dólares, y repentinamente recordó haber oído por la radio que el Museo Hespérico acababa de comprar una primera edición de Los Siete Pilares de la Sabiduría.

Unas cuantas hojas más adelante había otra partida que contrastaba con aquélla: «Libros Varios - 25 kilos - sin valor intrínseco».

Había costado una pequeña fortuna enviar aquellos libros a Venus, y sin embargo «carecían de valor intrínseco». Grant dejó vagar su imaginación. Quizá alguien que deja la Tierra para siempre se llevaba consigo a un nuevo mundo sus posesiones más apreciadas, aquella docena aproximadamente de libros que más habrían contribuido a formar su mente.

«Partida 564 - 21 carretes de películas».

Eso sería, naturalmente, la súper-épica neroniana, Mientras Arde Roma, que había salido de la Tierra antes de la censura. Venus la esperaba con considerable impaciencia.

«Suministros médicos - 50 kilos. Caja de cigarros - 1 kilo. Instrumentos de precisión - 75 kilos».

Y así seguía la lista. Cada partida era algo raro, algo que la industria y la ciencia de una civilización más joven no podía aún producir.

El cargamento estaba netamente dividido en dos clases: puro lujo, o necesidad imperiosa. Entremedio había poca cosa. Y no había nada, nada en absoluto que diese a Grant la más pequeña esperanza. No veía cómo pudo haber sido de otro modo, pero eso no impidió que sintiese una decepción poco razonable.

Cuando la respuesta de Venus llegó al fin, tardó casi una hora en ser grabada. Era un cuestionario tan detallado que Grant se preguntó malhumorado si viviría lo bastante para contestarlo. La mayor parte de las preguntas eran técnicas y se referían a la nave. Los expertos de dos planetas unían sus cerebros en un esfuerzo para salvar a la Reina Estelar y su cargamento.

—Y bien, ¿qué te parece? —preguntó Grant a McNeil cuando el otro hubo terminado de leer el mensaje. Observaba cuidadosamente al ingeniero, buscando alguna nueva muestra de tensión.

Hubo una larga pausa antes que McNeil hablase. Y entonces se encogió de hombros, y sus primeras palabras fueron un eco de los propios pensamientos de Grant.

—Es evidentemente que quieren mantenernos ocupados. No podré hacer todos estos ensayos en menos de un día. La mayor parte de las veces puedo darme cuenta de qué es lo que persiguen, pero algunas de las preguntas son sencillamente disparatadas.

Grant lo había sospechado, pero no dijo nada mientras el otro continuaba.

—Velocidad de pérdida del casco, eso es comprensible, pero ¿para qué quieren saber la eficiencia de nuestra protección a la radiación? Me figuro que tratan de conservar nuestra moral pretendiendo que tienen algunas ideas luminosas, o bien quieren mantenernos muy ocupados para que no nos preocupemos.

La calma de McNeil alivió, pero al mismo tiempo molestó a Grant —le alivió porque se había temido otra escena, y le molestó porque McNeil no parecía encajar claramente en la categoría mental que le había destinado—. ¿Fue el desfallecimiento del primer momento algo característico de aquel hombre, o era algo que pudiera haber ocurrido a cualquiera?

A Grant, para quien el mundo era con certeza un lugar de luces y sombras, le molestaba no poder decidir si McNeil era cobarde o valiente. Que podía ser ambas cosas a la vez, era una posibilidad que no se le había ni tan sólo ocurrido.

* * *

En los vuelos espaciales se pierde la sensación del tiempo de una manera inigualada en ninguna otra experiencia humana. Incluso en la Luna hay sombras que se desplazan lentamente de risco en risco, siguiendo, la pausada marcha del sol, a través del cielo. En dirección a la Tierra hay siempre el gran reloj del globo giratorio, que marca las horas, con continentes como manecillas. Pero en un largo viaje en una nave giro-estabilizada, las mismas sombras se dibujan inmóviles sobre las paredes y el suelo mientras el cronómetro va desgranando horas y días sin sentido.

Grant y McNeil habían aprendido desde hacía tiempo a regular sus vidas de acuerdo con las circunstancias. En las profundidades del espacio se movían y pensaban con una calma que luego desaparecía rápidamente cuando el viaje se acercaba a su término, y llegaba la hora de las maniobras de frenado. A pesar que ahora se encontraban bajo sentencia de muerte, continuaron moviéndose por la inercia de la costumbre.

Cuidadosamente escribía cada día Grant en el diario, comprobaba la posición de la nave, y llevaba a cabo sus deberes de rutina. McNeil también parecía comportarse normalmente, si bien Grant sospechaba que parte del trabajo técnico de mantenimiento se venía efectuando con cierta negligencia.

Hacía ya tres días desde que el meteorito les había alcanzado. Durante las últimas veinticuatro horas la Tierra y Venus habían estado conferenciando, y Grant se preguntaba cuándo sabría el resultado de sus deliberaciones. No creía que ni siquiera los cerebros más privilegiados del Sistema Solar pudieran salvarles ahora, pero resultaba difícil abandonar la esperanza cuando todo parecía aún tan normal, y el aire todavía puro y fresco.

Al cuarto día Venus habló de nuevo. Desprovisto de la parte técnica, el mensaje no era ni más ni menos que una oración fúnebre. Se descontaba a Grant y McNeil, pero se proporcionaban instrucciones detalladas para asegurar el salvamento del cargamento.

Allá en la Tierra los astrónomos estaban calculando todas las órbitas de salvamentos posibles que pudieran establecer contacto con la Reina Estelar en el curso de los próximos años. Incluso existía la posibilidad que se la pudiese alcanzar desde la Tierra al cabo de seis o siete meses, cuando estuviese nuevamente en el afelio, pero tal maniobra solamente podría ser ejecutada con una nave rápida sin carga, y costaría una fortuna en combustible.

* * *

McNeil desapareció tan pronto como llegó el mensaje. Al principio Grant se sintió aliviado. Si McNeil prefería quedarse solo, allá él. Además, había que escribir algunas cartas…, si bien el testamento y las últimas disposiciones podían aún esperar.

Correspondía a McNeil preparar aquella cena, ocupación que le complacía, pues tenía buen cuidado de su estómago. Cuando Grant se advirtió que no se oían los ruidos acostumbrados en la cocina, salió en busca de su tripulación.

Encontró a McNeil echado en su litera, en paz con el Universo. Flotando en el aire junto a él se veía una gran caja de metal que había sido violentamente abierta. Grant no necesitó examinarla de cerca para adivinar su contenido. Tuvo bastante con echar una ojeada a McNeil.

—Es vergonzoso —dijo el ingeniero sin el más mínimo embarazo— tener que tomárselo chupando por un tubo. ¿No podrías poner un poco de «g» para que lo pudiésemos beber como corresponde?

Grant le contempló con desprecio enojado, pero McNeil le devolvió la mirada despreocupadamente.

—¡Oh!, ¡no seas aguafiestas! Toma tú mismo un poco, ¿qué importa ya?

Empujó una botella, y Grant la alcanzó diestramente al paso. Era un vino fabulosamente caro —ahora recordaba la partida— y el contenido de aquella pequeña caja debía valer muchos miles.

—No me parece que haya ninguna necesidad —dijo Grant severamente— de portarse como un cerdo ni siquiera en las presentes circunstancias.

McNeil no estaba aún borracho. Había solamente llegado a la brillantemente iluminada antesala de la borrachera, y no había perdido por completo el contacto con el prosaico mundo exterior.

—Estoy dispuesto —dijo con gran solemnidad—, a escuchar cualquier buen argumento en contra de mi actitud presente, actitud que a mí me parece eminentemente cuerda. Pero procura convencerme pronto mientras estoy aún asequible a la razón.

Oprimió nuevamente la pera de plástico, y un chorro de purpúreo color saltó introduciéndose en su boca.

—Dejando aparte el hecho que estás robando propiedad de la Compañía, que será ciertamente rescatada más tarde o más temprano, no te va a ser posible permanecer borracho durante varias semanas.

—Eso —dijo McNeil pensativamente— es lo que queda por ver.

—No lo creo —replicó Grant. Y apuntalándose contra la pared dio a la caja un violento empujón que la envió volando a través de la puerta abierta.

Se zambulló tras la caja, y mientras cerraba de golpe la puerta pudo oír a McNeil que gritaba:

—¡Menuda bromita estúpida!

El ingeniero tardaría aún algún tiempo, especialmente en su presente estado, en desatarse y en seguirle. Grant condujo la caja a la bodega y cerró con llave la puerta. Como la nave estaba en el espacio no había nunca necesidad de cerrar la bodega. McNeil no tenía una llave y le sería fácil a Grant ocultar el duplicado, que se guardaba en la cabina de mando.

Cuando Grant, un rato más tarde, pasó junto a la habitación de McNeil, éste estaba cantando. Tenía aún la compañía de un par de botellas, y gritaba:

No nos importa a donde va el oxígeno,

Con tal que no se caiga en el vino…

Grant, cuya educación había sido estrictamente técnica, no consiguió situar la cita. Al detenerse a escuchar se sintió conmovido por una emoción que, para ser justos, hay que admitir no reconoció de momento.

Pasó tan rápidamente como había venido, dejándole mareado y temblando. Por vez primera se dio cuenta que su antagonismo hacia McNeil se estaba lentamente convirtiendo en odio.

* * *

Es una regla fundamental en los vuelos espaciales, la que por justas razones psicológicas, la tripulación mínima para un viaje a larga distancia debe consistir en no menos de tres hombres. Pero las reglas han sido hechas para ser quebrantadas, y los propietarios de la Reina Estelar habían obtenido plena autorización del Consejo de Control Espacial y de las compañías aseguradoras, cuando el carguero había partido hacia Venus sin su capitán habitual.

Había enfermado a última hora, y no había sustituto. Como los planetas no están dispuestos a servir al hombre y a sus asuntos, si no hubiese zarpado a tiempo no hubiese ya podido zarpar.

Había en juego millones de dólares, de modo que zarpó. Grant y McNeil eran ambos muy capaces, y no tuvieron objeción alguna en ganarse una paga doble a costa de muy poco trabajo más. A pesar de diferencias fundamentales de carácter, en circunstancias ordinarias se entendían muy bien. Y no era falta de nadie si las circunstancias eran ahora todo lo contrario de ordinarias.

Se dice que tres días sin comida son más que suficientes para eliminar todas las diferencias entre un hombre civilizado y un salvaje. Grant y McNeil no sentían aún incomodidad física ninguna, pero su imaginación había estado demasiado activa, y ahora se asemejaban, más de lo que les hubiese gustado admitir, a un par de hambrientos isleños del Pacífico en una canoa perdida y sin alimentos.

Pues había un aspecto de la situación, el más importante de todos, que no había sido nunca mencionado. Aún después de comprobar y volver a comprobar los números de Grant sobre su bloc de notas, los cálculos no habían quedado completos. Instantáneamente cada uno de los dos hombres habían dado el paso siguiente, y habían llegado simultáneamente al mismo resultado inexpresado.

Era de una simplicidad terrible…, una parodia macabra de aquellos problemas de aritmética de primer año que comienzan: «Si seis hombres tardan dos días en montar dos helicópteros, ¿cuánto…?».

El oxígeno duraría veinte días para dos hombres, y quedaban treinta para Venus. No era necesario ser un prodigioso calculador para darse inmediatamente cuenta que era aún posible que sobreviviese un hombre, y uno solamente, lo bastante para poder caminar por las calles metálicas de Puerto Hesperus.

La fecha final admitida estaba a veinte días de distancia, pero la no mencionada a diez días solamente. Hasta aquel momento habría aún aire suficiente para dos hombres y de allí en adelante solamente para un hombre hasta el final del viaje. Para un observador lo suficientemente desinteresado, la situación hubiese sido muy entretenida.

Era evidente que la conspiración de silencio no podía ya durar mucho tiempo más. Pero no es sencillo, incluso en el momento más propicio, que dos personas puedan decidir amistosamente cuál de ellas debe suicidarse. Y es aún más difícil cuando esas dos personas no se hablan.

Grant deseaba ser perfectamente justo. Y por lo tanto, lo único que podía hacer era esperar a que McNeil pudiese estar sobrio y plantearle francamente la cuestión. Podía pensar mejor cuando estaba en su escritorio, de modo que fue a la cabina de mando y se sujetó en la silla del piloto.

Durante un rato contempló pensativamente el vacío. Por fin decidió que lo mejor sería abordar la cuestión por correspondencia, especialmente con las relaciones diplomáticas en su presente estado. Sujetó una hoja de papel sobre la carpeta y comenzó «Querido McNeil…» La rasgó y comenzó de nuevo, «McNeil…»

Tardó casi tres horas, e incluso entonces no quedó del todo satisfecho. ¡Ciertas cosas eran tan difíciles de poner en negro sobre blanco! Pero al fin consiguió terminar.

Cerró la carta y la encerró en la caja fuerte. Podía esperar uno o dos días.

* * *

Pocos entre los millones que esperaban en la Tierra y en Venus podían tener la menor idea de las tensiones que se iban lentamente forjando a bordo del Reina Estelar. Durante muchos días la prensa y la radio habían aparecido llenas de fantásticos proyectos de salvamento. En tres mundos apenas si había otro tema de conversación. Pero solamente un débil eco del tumulto de tres mundos llegaba a los dos hombres que eran su causa.

La estación de Venus podía siempre hablar a la Reina Estelar, pero había muy poca cosa que decir. No era decentemente posible enviar palabras de estímulo a unos hombres que estaban en la celda de los condenados, a pesar que hubiese cierta incertidumbre acerca de la fecha de la ejecución.

De modo que Venus se contentaba con unos mensajes de rutina cada día, y detenía la continua corriente de exhortaciones y ofertas de diarios que llegaban ininterrumpidamente de la Tierra. A consecuencia de ello algunas compañías de radio particulares de la Tierra realizaron intentos frenéticos para establecer contacto directo con la Reina Estelar, pero fracasaron, sencillamente porque ni a Grant ni a McNeil se les ocurrió nunca enfocar su receptor en ninguna otra dirección excepto en la de Venus que estaba ahora tan tentadoramente cerca.

Se había producido un intermedio algo embarazoso cuando McNeil salió de su cabina, pero si bien las relaciones no eran particularmente cordiales, la vida a bordo de la Reina Estelar continuaba poco más o menos como antes.

Grant pasaba la mayor parte del tiempo en el puesto de piloto, calculando maniobras de aproximación, y escribiendo interminables cartas a su mujer. Si lo hubiese deseado, hubiese podido haber hablado con ella, pero la idea de todos aquellos millones de oídos que estaban a la espera se lo había impedido. Los circuitos de conversación interplanetaria eran teóricamente particulares, pero había demasiada gente que se interesaba especialmente en aquél.

Grant se aseguró a sí mismo que al cabo de dos días entregaría su carta a McNeil y entonces podrían decidir lo que había que hacer. Esa demora daría una oportunidad a McNeil para que fuese él mismo quien plantease el asunto. Que pudiese tener otras razones para vacilar, era algo que la mente consciente de Grant todavía se negaba a admitir.

A menudo se preguntaba cómo pasaba el tiempo McNeil. El ingeniero tenía una extensa biblioteca de libros en microfilm, pues leía mucho, y el campo de sus intereses era muy extenso. Grant sabía que su libro favorito era Jürgen, y quizá en aquel mismo instante estaría tratando de olvidar su fatal destino perdiéndose en la extraña magia del libro. Otros libros de McNeil eran menos respetables, y no pocos de ellos pertenecían a la clase de los curiosamente descritos como «curiosos».

La verdad era que McNeil era una personalidad demasiado sutil y complicada para que pudiera comprenderla Grant. Era un hedonista y disfrutaba de los placeres de la vida, tanto más por estar separado de ellos durante meses enteros. Pero no era, ni mucho menos, el ser moralmente débil y sin imaginación que el algo puritano Grant había supuesto.

Era cierto que se había hundido completamente bajo el impacto inicial y que su comportamiento en lo del vino había sido —juzgado con los principios de Grant— reprensible. Pero McNeil había sufrido su colapso, y se había recuperado; y ahí precisamente estaba la diferencia entre él y el duro, pero quebradizo, Grant.

Si bien por mutuo consentimiento se había restablecido la rutina normal de obligaciones, ello servía de poco para reducir la sensación de tensión. Grant y McNeil evitaban en lo posible encontrarse, excepto cuando las comidas les reunían. Y cuando se encontraban, se portaban con una cortesía exagerada, como si ambos tratasen de ser perfectamente normales, y fallasen de una manera inexplicable.

Grant había confiado en que fuese el mismo McNeil quien abordase el asunto del suicidio, evitándole un penoso deber. Pero cuando el ingeniero se negó obstinadamente a hacerlo, aumentaron el desprecio y el resentimiento de Grant. Y para empeorar las cosas, ahora sufría pesadillas y dormía muy mal.

La pesadilla era siempre la misma. Cuando era niño le había ocurrido a menudo que al irse a la cama había estado leyendo una historia demasiado apasionante para que pudiera ser dejada hasta la mañana siguiente. Para evitar que le descubriesen, había continuado leyendo bajo las sábanas a la luz de una linterna eléctrica, arrollado como una crisálida entre las blancas paredes. Aproximadamente cada diez minutos el aire se hacía demasiado sofocante, y precisamente la deliciosa sensación del aire fresco al sacar la cabeza, era una de las mejores partes de la diversión. Y ahora, treinta años más tarde, aquellas horas inocentes de la infancia habían vuelto para perturbarle. Soñaba que no podía escaparse de las sofocantes sábanas, mientras que el aire se iba constante y despiadadamente enrareciendo en derredor suyo.

Había tenido la intención de dar la carta a McNeil al cabo de dos días, pero el caso fue que no lo hizo. Tal dilación no parecía propia de Grant, pero él trataba de convencerse que esto era algo perfectamente razonable.

Estaba dando a McNeil una oportunidad de redimirse, de probar que no era un cobarde, al plantear él mismo la cuestión. El hecho que McNeil pudiese estar esperando que fuese él quien hiciese exactamente lo mismo, era algo que nunca se le ocurrió a Grant.

La fecha fatal estaba a solamente cinco días cuando, por vez primera, la mente de Grant rozó levemente la idea del asesinato. Había estado sentado después de la «cena» tratando de descansar mientras McNeil se afanaba en la cocina haciendo un ruido que a Grant le parecía excesivo.

¿De qué utilidad, se preguntó, era el ingeniero al mundo? No tenía responsabilidades ni familia, nadie sufriría por su muerte. Grant, por otra parte, tenía mujer y tres hijos a los cuales quería con moderación, si bien por alguna razón ellos correspondían con poco más que el afecto debido.

Ningún juez imparcial tendría dificultad alguna en decidir cuál de los dos debía sobrevivir. Si a McNeil le hubiese quedado un destello de decencia, hubiese ya llegado a la misma conclusión. Y como no daba señales de haber hecho cosa que lo pareciese, había perdido ya todos sus derechos a seguir siendo tenido en consideración.

Tal era la lógica elemental de la mente subconsciente de Grant, la cual había llegado a tal respuesta hacía ya días, pero solamente ahora había conseguido atraer la atención por la que había estado clamando. Idea que, y dicho sea en su honor, Grant rechazó inmediatamente con horror.

Era una persona recta y honorable, con un código de conducta muy estricto. Incluso los errantes pensamientos homicidas de lo que erróneamente recibe el nombre de hombre «normal», rara vez habían agitado su mente. Pero en los días —muy pocos días— que le quedaban, volverían más y más a menudo.

El aire estaba ahora notablemente más viciado. Aunque no había aún ninguna dificultad en respirar, recordaba constantemente lo que iba a venir, y Grant descubrió que le impedía dormir. Eso no era sencillamente una desventaja pues le ayudaba a quebrantar la fuerza de sus pesadillas, pero se iba desgastando físicamente.

Su nervio iba también decayendo con rapidez, situación acentuada por el hecho que McNeil parecía comportarse con una calma inesperada e irritante. Grant se dio cuenta que había llegado al punto en que sería peligroso demorar aún poner las cartas sobre la mesa.

Como de costumbre, McNeil estaba en su habitación cuando Grant subió a la cabina de mando para recoger la carta que había encerrado en la caja fuerte, hacía al parecer siglos. Se preguntó si debería añadir algo más, pero luego se dio cuenta que eso no sería sino otra razón para demorar. Resueltamente se dirigió hacia la cabina de McNeil.

Un solo neutrón inicia una reacción en cadena que puede destruir en un instante un millón de vidas y el trabajo de generaciones. Igualmente insignificantes y carentes de importancia son los hechos determinantes que a veces alteran el curso de acción de un hombre y modifican así toda la estructura de su futuro.

Nada podía haber sido más trivial que lo que hizo que Grant se detuviese en el pasillo, junto a la puerta de McNeil. En condiciones ordinarias ni tan sólo lo hubiese notado. Era el olor de humo, de humo de tabaco.

La idea de que el sibarítico ingeniero tenía tan poco dominio de sí mismo que estaba malgastando de tal manera los últimos preciosos litros de oxígeno, llenó a Grant de cegadora furia. Por un instante quedó paralizado por la intensidad de su emoción.

Y luego arrugó lentamente la carta en su mano. La idea que al principio había sido un intruso no deseado, y luego una especulación casual, fue por fin plenamente aceptada. McNeil había tenido su oportunidad, y se había mostrado, por su increíble egoísmo, indigno de ella. Muy bien podía morir.

La velocidad con que Grant llegó a tal conclusión no hubiese engañado ni a un psicólogo aficionado. Fue una sensación de alivio, tanto como de odio, la que le apartó de la habitación de McNeil. Había querido convencerse a sí mismo que no sería necesario hacer lo honorable, sugerir cualquier juego de azar que diese a ambos la misma probabilidad de vida.

Ésa era la excusa que necesitaba, y se había asido a ella para salvar su conciencia. Pues si bien podía proyectar, e incluso llevar a cabo un asesinato, Grant era la clase de persona que tendría que hacerlo según su propio código moral.

En realidad —y no por primera vez— estaba equivocándose en su juicio de McNeil. El ingeniero era un gran fumador y el tabaco era esencial para su bienestar mental, incluso en circunstancias normales. Y cuánto más esencial le era ahora. Grant, que solamente fumaba de vez en cuando y sin disfrutar mucho en ello, no podía nunca apreciarlo.

McNeil había llegado a la conclusión, después de un esmerado cálculo, que cuatro cigarrillos al día no representaban diferencia alguna mensurable en el consumo de oxígeno de la nave, mientras que sí que influirían definitivamente sobre sus propios nervios y por lo tanto, indirectamente sobre los de Grant.

Era inútil intentar explicar eso a Grant. Así pues, había estado fumando en privado, y con un dominio de sí mismo que le resultaba agradablemente, hasta voluptuosamente sorprendente. Era verdaderamente pura mala suerte que Grant hubiese percibido uno de los cuatro cigarrillos al día.

Para tratarse de una persona que solamente entonces se había decidido al asesinato, las acciones de Grant eran notablemente metódicas. Sin vacilación se apresuró a ir al cuarto de mandos y abrió el botiquín de compartimientos pulcramente etiquetados, destinados a casi cualquier contingencia que pudiera ocurrir en el espacio.

Había considerado incluso la coyuntura final, pues allí, tras las cintas elásticas sujetadoras, se encontraba la botella pequeña que buscaba, y cuya imagen había estado escondida todos aquellos días en las profundidades desconocidas de su mente. Llevaba una etiqueta blanca con la marca de la calavera y las tibias cruzadas, y debajo las palabras: APROX. MEDIO GRAMO OCASIONARÁ UNA MUERTE INDOLORA Y CASI INSTANTÁNEA.

Veneno indoloro e instantáneo, lo cual estaba bien. Pero más importante aún era un hecho que la etiqueta no mencionaba. Era también insípido.

El contraste entre las comidas preparadas por Grant y las organizadas con considerable habilidad y cuidado por McNeil, era notable. Cualquiera a quien interesara la comida y pasara gran parte de su vida en el espacio, generalmente aprendía, en defensa propia, el arte de guisar. McNeil lo había hecho hacía tiempo.

Para Grant, en cambio, comer era una de esas tareas necesarias, pero enojosas, que tenían que realizarse lo más rápidamente posible, y su cocina reflejaba tal opinión. McNeil había cesado de lamentarse de ello, pero le hubiese interesado mucho el cuidado que Grant ponía en esa particular comida.

Si observó algún creciente nerviosismo por parte de Grant, a medida que avanzaba la comida, nada dijo. Comieron casi en silencio, pero eso no tenía nada de particular, pues hacía ya tiempo que habían agotado las posibilidades de una conversación ligera. Cuando fueron retirados los últimos platos —cuencos profundos con bordes curvados sobre sí mismos hacia el interior, para evitar que el contenido se escapase—, Grant se dirigió a la cocina para preparar el café.

Tardó bastante tiempo, pues a última hora le ocurrió algo enfurecedor y ridículo al mismo tiempo; recordó repentinamente una de las películas clásicas del siglo anterior, en la cual el fabuloso Charles Chaplin intentaba envenenar a una esposa no deseada, y luego accidentalmente cambiaba los vasos.

Ningún recuerdo podía haber sido más desagradable, pues le dejó quebrantado con una ráfaga de silenciosa histeria. El Trasgo de lo Perverso, de Poe, aquel demonio que se entretiene desafiando los cuidadosos cánones de la defensa propia, había entrado en acción, y pasó un buen minuto antes que Grant recuperase el dominio de sí mismo.

Estaba seguro que, por lo menos externamente, aparecía completamente tranquilo mientras llevaba los dos recipientes de plástico, y sus tubos de beber. No había peligro de confundirlos, pues el del ingeniero llevaba las letras MAC pintadas claramente a su través.

Al pensar en ello Grant casi recayó en aquellas risitas psicológicas, pero consiguió justo contenerse con la sombría reflexión de que sus nervios debían hallarse en peor estado aún de lo que había supuesto. Observó, fascinado, aunque sin aparentarlo, cómo McNeil jugueteaba con la taza. El ingeniero no parecía tener mucha prisa, y miraba distraído al vacío. Finalmente se llevó a los labios el tubo de beber, y sorbió.

Un momento más tarde farfulló ligeramente, y una mano helada pareció apresar el corazón de Grant y oprimirlo fuertemente. Luego McNeil se volvió hacia él y dijo mesuradamente:

—Por fin lo has hecho bien; está muy caliente.

El corazón de Grant volvió a latir. No se atrevió a hablar para no traicionarse, pero consiguió hacer un signo ambiguo con la cabeza.

McNeil apartó cuidadosamente la copa en el aire, a pocos centímetros de su cara. Parecía muy pensativo, como sopesando las palabras para alguna observación importante. Grant se maldijo a sí mismo por haber preparado la bebida tan caliente; era precisamente la clase de detalle que servía para ahorcar asesinos. Si McNeil esperaba mucho más, su nerviosismo probablemente le traicionaría.

—Supongo que se te habrá ocurrido que aún hay aire suficiente para uno de nosotros hasta Venus —dijo McNeil como si de un comentario banal se tratara.

Grant consiguió dominar sus agitados nervios y apartar sus ojos de la taza que le hipnotizaba. Y su garganta estaba muy seca cuando contestó:

—No había caído en ello.

McNeil tocó su taza, la encontró aún demasiado caliente, y prosiguió pensativamente:

—¿No sería más razonable si uno de nosotros decidiese salir por la esclusa, por ejemplo, o tomar un poco del veneno de ahí? —Y con el pulgar hizo un gesto en dirección del botiquín que se alcanzaba a ver desde donde estaban sentados.

Grant no pudo más que asentir con un leve movimiento de cabeza.

—Naturalmente, la única dificultad estriba en decidir en cuál de nosotros dos tiene que ser el desafortunado —añadió el ingeniero—. Supongo que tendría que ser escogiendo una carta, o de cualquier otro modo arbitrario.

Grant contempló a McNeil con una fascinación que casi superaba su creciente nerviosismo. Nunca hubiese podido creer al ingeniero capaz de discutir el asunto con tanta tranquilidad. Grant estaba seguro que él no sospechaba nada. Evidentemente, los pensamientos de McNeil habían discurrido paralelamente a lo suyos propios, y apenas era una coincidencia que hubiese escogido este momento, entre todos los posibles, para abordar la cuestión.

McNeil le observaba fijamente, como juzgando sus reacciones.

—Tienes razón —se oyó decir Grant—. Tenemos que hablar de ello.

—Sí —dijo McNeil imperturbablemente—. Tenemos que hablar. —Y tomando nuevamente su taza, puso el tubo de beber en sus labios y sorbió lentamente.

Grant no pudo esperar hasta que hubo terminado. Notó con sorpresa que el alivio que había esperado sentir no llegó. Incluso sintió una punzada como de sentimiento, pero que no era realmente remordimiento. Era ya ahora un poco tarde para pensar en ello, pero repentinamente recordó que se quedaría solo en la Reina Estelar, perseguido por sus pensamientos, durante más de tres semanas, antes que llegase el auxilio.

Deseó no ver morir a McNeil, y se sintió mareado. Sin volverse a mirar a su víctima se lanzó hacia la salida.

Inmutablemente fijo, el feroz sol y las estáticas estrellas contemplaban a la Reina Estelar, que parecía tan fija como ellas. No había manera de saber que la pequeña nave, formada como una pesa de gimnasia, había ahora casi alcanzado su velocidad máxima y que en su pequeña esfera había millones de caballos de vapor encadenados esperando el momento de su liberación. A decir verdad, no había manera de saber si llevaba clase alguna de vida. Se abrió una esclusa del lado de la noche, permitiendo que una luz brillante escapase del interior. El resplandeciente círculo tenía un extraño aspecto, colgando ahí en la oscuridad. Y luego quedó abruptamente eclipsado, cuando dos figuras salieron flotando de la nave.

Una era mucho mayor que la otra, por una razón bastante importante: llevaba un traje espacial. Ahora bien, hay ciertas prendas que pueden ser llevadas, o no, a gusto de cada uno, sin más efectos perjudiciales que la posible pérdida de cierto prestigio social; pero los trajes del espacio no se cuentan entre ellas.

En la oscuridad estaba ocurriendo algo que no era fácil de seguir. La figura menor comenzó a moverse, lentamente al principio, pero con velocidad rápidamente creciente. Dejó la sombra de la nave, saliendo a la plena luz del sol, y entonces fue posible ver atada a su espalda una pequeña botella de la cual salía una fina neblina que desaparecía casi instantáneamente en el espacio.

Era un cohete primitivo, pero eficaz. No había peligro en que la minúscula fuerza gravitatoria de la nave volviese a atraer el cuerpo.

Girando un poco, el cadáver se fue empequeñeciendo frente a las estrellas y desapareció de la vista en menos de un minuto. Completamente inmóvil, la figura en la esclusa contempló como se iba. Y luego la puerta externa se cerró, el círculo brillante desapareció, y solamente la pálida luz de la Tierra continuó brillando sobre la parte en sombra de la nave.

Nada más ocurrió durante veintitrés días.

* * *

El capitán del Hércules se volvió a su segundo con un suspiro de alivio.

—Me temía que no podría hacerlo. Debe haber sido un esfuerzo colosal partir de su órbita por sí solo, sin ayuda y con el aire tan viciado como debe estarlo ahora. ¿Cuánto tardaremos aún en llegar hasta la Reina Estelar?

—Una hora. Lleva aún algo de excentricidad, pero eso podemos corregirlo.

—Bien. Señala al Leviatán y al Titán que podemos establecer contacto, y pídeles que despeguen, ¿quieres? Pero no diría nada a tus amigos los corresponsales hasta que hayamos terminado a salvo la maniobra.

El segundo tuvo la gentileza de ruborizarse.

—No tengo ninguna intención —dijo con voz ligeramente resentida, mientras tocaba levemente las claves de su calculador.

La respuesta que apareció instantáneamente en la pantalla pareció desagradarle.

—Valdrá más que abordemos nosotros mismos la Reina y la llevemos a velocidad circular antes de llamar a los otros remolcadores —dijo—, o si no malgastaremos mucho combustible. Lleva aún un exceso de velocidad de cerca de un kilómetro por segundo.

—Buena idea; di a Leviatán y Titán que estén preparados, pero que no aceleren hasta que les demos la nueva órbita.

Mientras el mensaje descendía a través de los ininterrumpidos bancos de nubes que cubrían medio cielo allá abajo, el segundo observó pensativamente:

—¿Qué es lo que debe sentir ahora?

—Puedo decírtelo; está tan contento de estar vivo que todo lo demás le importa un pepino.

—Pero, en fin, no estoy seguro que me hubiese gustado dejar a mi compañero de navegación en el espacio para poder regresar.

—No es cosa que a nadie le pueda gustar. Pero ya oíste la radio; lo discutieron con calma, y el que perdió se fue por la esclusa. Era lo único razonable.

—Razonable, quizá; pero es algo horrible dejar que otro se sacrifique tan a sangre fría.

—No seas tan sentimental. Apostaría a que si nos sucediera a nosotros, me echarías de un empujón antes que tuviese tiempo de decir mis oraciones.

—A menos que tú no me lo hicieses antes a mí. Pero, en fin, no creo que sea probable que le suceda nunca al Hércules. Nunca hemos estado a más de cinco días de distancia del puerto, ¿verdad? ¡Para que hablen de la poesía de los caminos del espacio!

El capitán no replicó. Estaba mirando a través del ocular del telescopio de navegación, pues la Reina Estelar debería estar ahora a alcance óptico. Hubo una larga pausa mientras ajustaba los tornillos del vernier. Luego dio un suspiro de satisfacción.

—Allí está, a unos novecientos kilómetros de distancia. Di a la tripulación que estén preparados y envía un mensaje para animarle. Dile que llegaremos dentro de treinta minutos, incluso aunque no sea del todo cierto.

* * *

Las cuerdas de nylon de mil metros de longitud cedieron lentamente bajo la tensión, mientras absorbían el impulso relativo de ambas naves, y se distendieron nuevamente cuando la Reina Estelar y el Hércules rebotaron acercándose el uno al otro. Los cabrestantes eléctricos comenzaron a girar, y a semejanza de una araña que se arrastra a lo largo de su hilo, el Hércules llegó al lado del carguero.

Hombres en trajes espaciales sudaban manipulando unidades de reacción —trabajo delicado ése— hasta que las esclusas encajaron y pudieron ser unidas. Las puertas externas se corrieron y el aire de las esclusas se mezcló, el fresco con el viciado. Mientras el segundo del Hércules esperaba —tubo de oxígeno en mano—, se preguntaba en qué estado encontraría al superviviente. Por fin, la puerta interna del Reina Estelar se abrió.

Durante un instante los dos hombres se contemplaron a través del corto pasillo que ahora conectaba ambas esclusas. El segundo se sorprendió y quedó algo decepcionado al descubrir que no sentía ninguna sensación especial de drama.

Había tenido que transcurrir tanto tiempo para hacer posible aquel instante, que al darse en realidad no impresionaba, incluso en el mismo momento en que se deslizaba en el pasado. Hubiese deseado —pues era un romántico incurable— haber podido pensar en algo memorable que decir, alguna frase que tal como «¿Doctor Livingstone, me figuro?» pasase a la historia.

Pero lo que de hecho dijo fue:

—Bien, McNeil, me alegro de verte.

A pesar que estaba mucho más delgado, y algo demacrado, McNeil había soportado bien la prueba. Respiró agradecido el chorro de oxígeno y rechazó la idea que le pudiera gustar echarse y dormir. Como explicó, durante la última semana casi no había hecho más que dormir para conservar el aire. El segundo se sintió aliviado, pues había tenido miedo de tener que esperar para escuchar la historia.

Se estaba transbordando el cargamento, y los otros dos remolcadores estaban subiendo desde el cegador creciente de Venus, mientras McNeil volvía sobre los hechos de las últimas semanas, y el segundo tomaba subrepticiamente notas.

Habló tranquila e impersonalmente, como si estuviese relatando una aventura que hubiese ocurrido a otra persona, o, a decir verdad, que nunca hubiese ocurrido. Lo cual era, hasta cierto punto, cierto, si bien no sería justo sugerir que McNeil estaba diciendo mentira alguna.

No inventó nada, pero omitió mucho. Había tenido tres semanas para preparar su historia, y no creía que tuviese ningún punto débil.

* * *

Grant había ya llegado a la puerta cuando McNeil le llamó suavemente:

—¿Qué prisa tienes? Creía que teníamos algo que discutir

Grant se asió a la puerta para detener su rectilínea huida. Se volvió lentamente y contempló al ingeniero con incredulidad. McNeil debería estar ya muerto y en cambio ahí estaba, cómodamente sentado, contemplándole con una expresión peculiar.

—Siéntate —ordenó McNeil con tono seco. En aquel momento pareció que de repente toda la autoridad había pasado a él. Grant así lo hizo, por completo falto ya de voluntad. Algo había salido mal, pero no podía comprender qué.

El silencio en el cuarto de mandos pareció durar una eternidad. Y luego McNeil dijo tristemente.

—Esperaba algo mejor de ti, Grant.

Por fin Grant recuperó su voz, si bien apenas podía reconocerla.

—¿Qué quieres decir? —murmuró.

—¿Qué te figuras que quiero decir? —replicó McNeil, con lo que pareció solamente una ligera irritación—. Este pequeño intento tuyo de envenenarme, por supuesto.

El mundo tambaleante de Grant se desplomó por fin, pero ya nada le importaba mucho. McNeil comenzó a examinar con cierta atención las cuidadas uñas de sus dedos.

—Solamente por curiosidad —dijo con el mismo tono con que podría haber preguntado la hora que era—, ¿cuándo decidiste matarme?

La sensación de irrealidad era tan avasalladora que Grant sintió que estaba desempeñando un papel que nada tenía que ver con la vida real.

—Solamente esta mañana —dijo—, y lo creía.

—Hmmm —se limitó a decir McNeil, mostrando muy poca convicción.

Se levantó y se dirigió hacia el botiquín. Los ojos de Grant le siguieron mientras rebuscaba por el compartimiento y volvía con la pequeña botella de veneno. Parecía todavía estar llena; Grant había tenido buen cuidado que así fuese.

—Supongo que debería enfurecerme —continuó McNeil en tono informal, sujetando la botella entre el pulgar y el índice—. Pero, por lo que sea, no lo hago. Quizá es porque nunca me hice muchas ilusiones acerca de la naturaleza humana. Y, desde luego, lo preveía desde hace tiempo.

Solamente la última frase alcanzó la conciencia de Grant.

—¿Qué…, lo preveías?

—Pues, claro, ¡Dios mío! Eres demasiado transparente para ser un buen criminal. Y ahora que tu pequeña combinación ha fallado, nos deja a los dos en una situación embarazosa, ¿no es verdad?

Parecía no haber respuesta a una manifestación moderada con tal maestría.

—Lo lógico sería —continuó el ingeniero pensativamente— que yo ahora me enfureciese, llamase a la Central de Venus, y te denunciase a las autoridades. Pero sería algo sin ningún sentido, y además yo no he servido nunca para enfurecerme. Naturalmente, tú dirás que es porque soy demasiado perezoso, pero no creo que sea por eso.

Dedicó a Grant una amarga sonrisa.

—¡Oh, sé muy bien lo que piensas de mí! Me tienes perfectamente clasificado en esa ordenada mente tuya, ¿verdad? Soy blando y demasiado cómodo, no tengo moral, ni tampoco ningún sentido moral, y nadie me importaba un comino, sino yo mismo. Pues bien, no lo niego. Quizá sea cierto en un noventa por ciento. ¡Pero el otro diez por ciento es muy importante, Grant!

Grant no se sentía con ánimo de meterse en análisis psicológicos, el momento tampoco le parecía propicio para ello. Además, seguía obsesionado por el problema de su fracaso, y por el misterio de la continuación de la existencia de McNeil que —lo sabía perfectamente— no parecía tener prisa por satisfacer su curiosidad.

—Bien, ¿qué piensas hacer ahora? —preguntó Grant, ansioso por terminar el asunto.

—Quisiera continuar nuestra conversación —dijo McNeil con calma— en el punto en que fue interrumpida por el café.

—No quieres decir…

—Pues, sí. Como si nada hubiese ocurrido.

—Eso no tiene sentido alguno. ¡Algo estás tramando! —gritó Grant.

McNeil suspiró. Dejó la botella de veneno y miró fijamente a Grant.

—Tú no estás precisamente en situación de acusarme de tramar nada. Repitiendo mis observaciones anteriores, diré que lo que propongo es que decidamos quién de nosotros dos tiene que tomar veneno; solamente, no queremos más decisiones unilaterales. Y también —y volvió a recoger la botella— esta vez irá de veras. Lo que hay aquí dentro no hace sino dejar un mal gusto en la boca.

Comenzaba a hacerse la luz en la mente de Grant.

—¡Tú has cambiado el veneno!

—Naturalmente. Puedes figurarte que eres un buen actor, Grant; pero, francamente, desde el patio de butacas la representación me pareció pésima. Sabía que estabas tramando algo, probablemente antes que tú mismo lo supieses. Durante estos días he estado saneando muy a fondo la nave. Pensar en todas las maneras en que podías liquidarme era bastante divertido y ayudaba a pasar el rato. El veneno era tan obvio que fue lo que primeramente arreglé. Pero casi me excedí en las señales de peligro, y casi me traicioné al tomar el primer sorbo. La sal no va nada bien con el café.

Y de nuevo sonrió de aquella manera extraña.

—También es cierto que había esperado algo más sutil. Hasta ahora he encontrado quince maneras infalibles de asesinar a alguien a bordo de una nave espacial. Pero en este momento no tengo la intención de describirtelas.

Eso era verdaderamente fantástico, pensó Grant. Era tratado, no como a un criminal, sino como a un escolar, más bien estúpido, que no había hecho correctamente los deberes caseros.

—Y, sin embargo, ¿estás todavía dispuesto —dijo Grant, incrédulamente— a comenzar de nuevo y a tomar el veneno si pierdes?

McNeil permaneció silencioso largo tiempo. Y luego comenzó lentamente:

—Ya veo que todavía no me crees. No encaja bien en tu bonita y ordenada idea, ¿verdad? Pero quizá pueda hacértelo comprender. En realidad, es muy sencillo.

»He disfrutado de la vida, Grant, sin muchos escrúpulos ni remordimientos; pero la mejor parte ha pasado ya, y no me agarro a lo que queda tan desesperadamente como puedas suponer. Pero mientras estoy todavía vivo, soy bastante exigente sobre ciertas cosas. Puede sorprenderte que tenga algunos ideales. Pero los tengo, Grant. Siempre he tratado de obrar como un ser racional y civilizado. No siempre lo he conseguido, pero cuando he fracasado he tratado de redimirme.

Hizo una pausa, y cuando volvió a hablar parecía como si fuese él, y no Grant, quien estuviese a la defensiva.

—Nunca me has gustado, Grant; pero a menudo te he admirado, y es por esto que lamento que hayamos llegado a lo que hemos llegado. Te admiré más que nunca el día que fue perforada la nave.

Por vez primera, McNeil parecía tener cierta dificultad en escoger sus palabras. Y cuando habló nuevamente evitó encontrarse con los ojos de Grant.

—No me porté demasiado bien entonces. Me ocurrió algo que había creído imposible. Siempre había estado seguro que nunca perdería mis nervios; pero bueno, fue tan repentino que me desmoroné.

Intentó ocultar su turbación con un rasgo de humor.

—Algo semejante me ocurrió en mi primer viaje. Estaba seguro que nunca me marearía en el espacio, y el resultado fue que estuve mucho peor que si no hubiese tenido tal exceso de confianza. Pero lo superé entonces, y también esta vez. Y fue una de las mayores sorpresas de mi vida, Grant, cuando vi que tú, precisamente tú, empezabas a resquebrajarte.

»¡Oh sí! ¡La historia de los vinos! Ya me doy cuenta que estás pensando en aquello. Pues bien, eso es algo que no lamento. Ya te dije que siempre había tratado de obrar como un hombre civilizado, y un hombre civilizado debe siempre saber cuándo ha llegado la hora de emborracharse. Pero, quizá, no podrías comprenderlo.

Aunque parezca extraño, eso era precisamente lo que Grant estaba empezando a hacer. Había captado la primera visión real de la complicada y tortuosa personalidad de McNeil, y se daba cuenta de lo completamente que se había equivocado al juzgarlo. No; no era que su juicio hubiese sido precisamente erróneo. En muchos aspectos había sido correcto. Pero solamente había tocado la superficie, no había nunca sospechado las profundidades que se ocultaban bajo aquélla.

En un momento de clarividencia que nunca había tenido antes, y que, dada la naturaleza de las cosas, no tendría ya nunca más. Grant comprendió las razones de la acción de McNeil. Eso no era algo tan sencillo como un cobarde que trata de reivindicarse a los ojos del mundo, pues nadie necesitaba nunca saber lo que había ocurrido a bordo de la Reina Estelar.

En todo caso, la opinión del mundo probablemente no le importaba nada a McNeil, gracias a aquella suave satisfacción de sí mismo que tan a menudo había irritado a Grant. Pero aquella misma satisfacción de sí mismo significaba que a toda costa debía, conservar su buena opinión propia. Sin ella la vida no valdría la pena de ser vivida, y McNeil no había aceptado nunca la vida si no era en sus propias condiciones.

El ingeniero le observaba atentamente, y debió haber adivinado que Grant se estaba acercando a la verdad, pues repentinamente cambió de tono como si lamentase haber revelado tanto de su carácter.

—No creas que siento un placer quijotesco en ofrecer la otra mejilla —dijo—. Considéralo sencillamente desde el punto de vista de la lógica pura. Al fin y al cabo, no tenemos más remedio que llegar a un acuerdo.

»¿No se te ha ocurrido que si solamente sobrevive uno de nosotros, sin un mensaje del otro que le ponga a cubierto, lo pasará muy desagradablemente, teniendo que explicar exactamente lo que ocurrió?

En su ciega furia, Grant se había olvidado completamente de eso. Pero no creía que fuese tan importante para McNeil.

—Sí —dijo—. Me figuro que tienes razón.

Ahora se sentía mejor. Todo el odio le había abandonado, y estaba en paz. Conocía la verdad y la aceptaba. El hecho que fuese tan diferente de lo que había supuesto, no importaba ahora.

—Bueno. Concluyamos —dijo desapasionadamente—. Por ahí debe haber un juego de naipes nuevo.

—Será mejor hablar primero con Venus —replicó McNeil con especial énfasis—. Necesitamos que quede constancia de un completo acuerdo, en caso que alguien haga luego preguntas molestas.

Grant asintió distraídamente. Ahora no le importaba ya mucho lo que pudiera ser. E incluso sonrió, diez minutos más tarde, cuando sacó su carta de la baraja y la puso, cara arriba, junto a la de McNeil.

* * *

—¿De modo que ésa es toda la historia? —dijo el segundo, preguntándose cuán pronto podría decentemente dirigirse al transmisor.

—Sí —respondió McNeil—, eso es todo.

El segundo mordió su lápiz, tratando de formular la pregunta siguiente:

—¿Y supongo que Grant se lo tomó con calma?

El capitán le lanzó una mirada, que él evitó, y McNeil le miró tan fríamente como si pudiese ver los titulares sensacionales que se alineaban tras él. Se levantó y se dirigió hacia la lucerna de observación.

—¿Usted oyó la retransmisión, verdad? ¿No fue aquello lo bastante sereno?

El segundo suspiró. Todavía parecía difícil creer que en tales circunstancias dos hombres pudieran comportarse de una manera tan razonable y tan desapasionada. Podía imaginarse toda clase de posibilidades dramáticas —ataques repentinos de locura, incluso intentos de asesinato—. Y sin embargo, según McNeil, no había ocurrido absolutamente nada. Era una desgracia.

McNeil volvió a hablar, como si fuese consigo mismo.

—Sí, Grant se portó muy bien, muy bien, en verdad. Fue una gran lástima.

Y entonces pareció perderse en el esplendor incomparable y siempre nuevo del planeta que se aproximaba. No lejos por debajo, y acercándose a kilómetros por segundo, los brazos de nívea blancura del creciente de Venus abarcaban más de medio cielo. Allá abajo había vida, civilización y aire.

El futuro, que no hacía tanto tiempo había parecido contraerse hasta un punto, se había nuevamente abierto con todas sus maravillas y posibilidades desconocidas. Pero McNeil podía sentir tras él los ojos de sus salvadores, investigando, interrogando, sí, y también condenando.

Toda su vida oiría murmuraciones. Voces que dirían detrás de su espalda: «¿No es ése el hombre que…?».

No le importaba. Por lo menos una vez en su vida había hecho algo de lo que no tenía que avergonzarse. Quizá algún día su despiadado análisis de sí mismo descubriría los motivos tras sus acciones, y murmuraría en su oído: «¿Altruismo? ¡No seas necio! ¡Lo hiciste para mantener tu buena opinión de ti mismo, más importante que la de todos los demás!».

No obstante, las perversas y enloquecedoras voces que toda su vida habían hecho parecer que nada valía la pena estaban de momento calladas, y se sentía satisfecho. Había alcanzado la calma del centro del huracán. Mientras, durase disfrutaría plenamente de ella.