Ahí vienen —dijo Eris alzando sus patas delanteras y volviéndose para mirar a lo largo del extenso valle.
La amargura y la pena habían abandonado sus pensamientos por un instante, hasta el punto que incluso Jeryl, cuya mente estaba más precisamente ajustada a la suya que ninguna otra, apenas pudo percibirlas. Había incluso un resabio de dulzura que le recordaba acerbamente aquel Eris que había conocido en los días antes de la Guerra, el viejo Eris que ahora parecía casi tan remoto y tan perdido como si estuviese yaciendo con los otros, allá abajo en la llanura.
Una oscura marea fluía subiendo por el valle, adelantando con curioso y vacilante movimiento, haciendo extrañas pausas y avanzando a pequeños saltos. A sus flancos brillaba el oro de la delgada línea de guerreros atelenios, tan terriblemente escasos, comparados con la negra masa de los prisioneros. Pero eran los suficientes; en realidad, eran solamente necesarios para guiar aquel río sin meta en su indecisa marcha. Y sin embargo, a la vista de tantos miles de enemigos, Jeryl descubrió que temblaba, y se acercó instintivamente a su compañero, piel de plata que se apoyaba contra la de oro. Eris no dio señales de haber comprendido, ni tan sólo observado el movimiento.
El miedo se desvaneció cuando Jeryl vio lo despacio que la corriente oscura adelantaba. Le habían dicho lo que tenía que esperar, pero la realidad era aún peor de lo que se había imaginado. Al acercarse los prisioneros, todo el odio y la amargura se desvanecieron de su mente, siendo reemplazados por una penosa compasión. Nadie de su raza debería temer ya nunca más a la horda idiota y sin objetivo que era conducida a través del paso, hacia el valle del que nunca más saldría.
Los guardias apenas si hacían más que instar a los prisioneros con gritos sin sentido pero alentadores, como niñeras que llaman a niños demasiado pequeños para comprender sus pensamientos. Por más que se esforzase, Jeryl no podía percibir vestigio alguno de razón en ninguna de aquellos millares de mentes que pasaban tan cerca. Aquello hizo que se diese cuenta más vívidamente que ninguna otra cosa, de la magnitud de la victoria y de la derrota. Su mente era lo suficientemente sensible para detectar los primeros pensamientos vagos de los niños, que bordeaban el límite de la conciencia. Los derrotados enemigos no eran ni tan sólo niños, sino bebés con cuerpos de adultos.
La marea pasaba ahora a pocos palmos de ellos. Por vez primera, Jeryl se dio cuenta de cuánto mayores que su propia gente eran los mitraneos, y cuán bellamente la luz de los soles gemelos resplandecía sobre el oscuro raso de sus cuerpos. Una vez, un magnífico ejemplar que sobrepasaba a Eris en una cabeza, se apartó del grupo principal y se acercó tambaleándose hacia ellos, deteniéndose a pocos pasos. Luego se agachó como un niño perdido y asustado, moviendo inciertamente de un lado a otro su espléndida cabeza, como si buscase no sabía qué. Por un instante, sus ojos grandes y vacíos contemplaron de frente la cara de Jeryl. Ella sabía que era tan hermosa para los mitraneos como para su propia raza, pero no hubo ni un parpadeo de emoción en aquellas facciones sin expresión, ni pausa en los movimientos sin sentido de aquella cabeza inquisitiva. Y entonces un exasperado guardia dirigió nuevamente al prisionero hacia sus compañeros.
—Vámonos —rogó Jeryl—. No quiero ver ninguno más. ¿Por qué me trajiste aquí? —Este último pensamiento estaba cargado de reproches.
Eris comenzó a alejarse sobre las pendientes herbosas, dando grandes saltos que ella no podía esperar igualar, pero a medida que avanzaba su mente lanzó un mensaje hacia la de ella. Los pensamientos de él aún eran amables, pero el dolor que había tras ellos era demasiado profundo para poder ser ocultado.
—Quería que todos, incluso tú, viesen lo que tuvimos que hacer para ganar la Guerra. Así, quizá, no tendremos ya más en el curso de nuestras vidas.
Eris la estaba esperando sobre la cresta de la colina, tranquilo a pesar de la alocada violencia de su ascensión. La corriente de prisioneros estaba ahora demasiado por debajo de ellos para que pudiesen apreciar los detalles de su penoso avance. Jeryl se agachó junto a Eris y comenzó a pacer la escasa vegetación que había emigrado desde el fértil valle. Comenzaba a recuperarse lentamente de su impresión.
—Pero ¿qué les ocurrirá? —preguntó al fin, perturbada aún por el recuerdo de aquel espléndido gigante sin razón, en su camino hacia un cautiverio que no podría jamás comprender.
—Se les puede enseñar a comer —dijo Eris—. En el valle hay alimento para medio año, y luego los desplazaremos. Será una pesada carga para nuestros recursos, pero estamos bajo una obligación moral, y lo hemos hecho constar en el tratado de paz.
—¿No sanarán jamás?
—No. Sus mentes han sido completamente destruidas. Serán así hasta que mueran.
Hubo un largo silencio. Jeryl dejó que su mirada vagase por las colinas, que bajaban ondulando suavemente hasta el borde del océano. Podía vislumbrar, a través de una abertura entre las colinas, la distante línea azul que indicaba el mar, el misterioso e impasible mar. Su azul se hundiría pronto en la oscuridad, pues el feroz y blanco sol se estaba poniendo, y pronto no habría sino el disco rojo —cientos de veces mayor, pero que daba mucha menos luz—, de su pálido compañero.
—Supongo que tuvimos que hacerlo —dijo finalmente Jeryl. Estaba casi pensando para sí misma, pero dejó que se escapase lo bastante de sus pensamientos para que Eris lo alcanzase a oír.
—Los has visto —contestó Eris brevemente—. Eran mayores y más fuertes que nosotros. Aunque éramos más que ellos, la partida estaba igualada; al final, creo que hubiesen ganado. Haciendo lo que hicimos, salvamos a miles de ellos de la muerte, o de la mutilación.
La amargura volvió a teñir sus pensamientos, y Jeryl no se atrevió a mirarle. Eris había corrido una pantalla sobre las profundidades de su mente, pero Jeryl sabía que estaba pensando en el destrozado muñón de marfil de su frente. Excepto al final, la guerra se había hecho solamente con dos armas, los cascos agudos como navajas de las pequeñas y casi inútiles garras delanteras, y los cuernos semejantes al del unicornio. Con uno de ésos, Eris no podría ya nunca más luchar, y de esa pérdida procedía gran parte de la aspereza amargada que le hacía a veces herir hasta a los que le querían.
Eris estaba esperando a alguien, pero Jeryl no sabía a quién. Jeryl tenía demasiada experiencia para interrumpir los pensamientos de su compañero cuando estaba de un humor como el de ahora, de modo que permaneció silenciosa a su lado, fundiendo su sombra con la de él, que se extendía a lo largo de la cumbre de la colina.
Jeryl y Eris procedían de una raza que había sido más afortunada que la mayor parte en la lotería de la Naturaleza, pero que sin embargo había perdido uno de los premios más importantes. Tenían cuerpos y mentes potentes, y vivían en un mundo templado y fértil. A la mirada humana hubiesen parecido extraños, pero en modo alguno repulsivos. Sus cuerpos esbeltos, recubiertos de piel peluda, se estrechaban formando un solo miembro trasero gigante que les permitía dar sobre el suelo saltos de diez metros. Los dos miembros delanteros eran mucho más pequeños, y no servían más que de apoyo y para equilibrarse; terminaban en puntiagudos cascos que podían ser mortales en el combate, pero que no tenían ninguna otra utilidad.
Tanto los atelenios como sus primos, los mitraneos, poseían poderes mentales que les habían permitido desarrollar unas matemáticas y una filosofía muy avanzadas, pero carecían de todo dominio sobre el mundo físico. Casas, herramientas, tejidos —los artefactos de toda clase—, les eran absolutamente desconocidos. A razas que poseían manos, tentáculos o cualquier otro método de manipulación, su cultura hubiese parecido increíblemente limitada; pero tal es la adaptabilidad de la mente, y la fuerza de la costumbre, que pocas veces se daban cuenta de sus limitaciones y no imaginaban ninguna otra forma de vida. Era lo natural vagar en grandes manadas sobre las fértiles llanuras, deteniéndose donde abundaba la comida, y desplazándose nuevamente cuando se agotaba. Esa vida nómada les había dado tiempo suficiente para la filosofía e incluso para ciertas artes. Sus poderes telepáticos no les habían privado aún de sus voces, y habían desarrollado una música vocal compleja y una coreografía más compleja aún. Pero su mayor orgullo era la extensión de sus pensamientos; por miles de generaciones habían hecho vagar sus mentes por el nebuloso infinito de la metafísica. De la física, así como de todas las demás ciencias de la materia, no sabían nada, ni siquiera sabían que existiese.
—Alguien viene —dijo repentinamente Jeryl—. ¿Quién es?
Eris no se tomó la molestia de mirar, pero su respuesta sonó algo tensa.
—Es Aretenon. Quedé en encontrarme con él aquí.
—Cuánto me alegro. Erais tan buenos amigos antes; me dolió cuando os peleasteis.
Eris escarbó nerviosamente la hierba, como si estuviese embarazado o enojado.
—Me enojé con él cuando me abandonó durante la quinta batalla de la llanura. Naturalmente, entonces no sabía por qué tenía que irse.
Los ojos de Jeryl se abrieron con repentino asombro y comprensión.
—¿Quieres decir que tuvo algo que ver con la Locura, y la manera como terminó la Guerra?
—Sí. Había pocos que supiesen más que él sobre la mente. No sé qué papel desempeñó, pero debe haber sido importante. No me figuro que nos pueda nunca decir mucho acerca de ello.
Aun a una distancia apreciable por debajo de ellos, Aretenon subía en zigzag y a grandes saltos la colina. Un poco más tarde les había alcanzado, e instintivamente bajó la cabeza para tocar cuernos con Eris, gesto universal de salutación. Y entonces se detuvo, terriblemente embarazado, y se produjo una turbada pausa, hasta que Jeryl vino a salvar la situación con algunas observaciones convencionales.
Al hablar Eris, Jeryl se sintió aliviada, pues se dio cuenta del evidente placer que aquél sentía al encontrarse nuevamente con su amigo, por vez primera después de la enojada separación en el punto culminante de la guerra. Hacía aún más tiempo que ella había visto por última vez a Aretenon, y se sorprendió al observar lo mucho que había cambiado. Era bastante más joven que Eris, pero ahora nadie lo hubiese dicho. Parte de su piel, antaño dorada, se estaba volviendo negra con la edad, y con un rasgo de su antiguo humor, Eris observó que pronto no se le podría distinguir de un mitraneo.
Aretenon se sonrió.
—Eso hubiera sido útil durante las últimas semanas. Acabo de pasar por su país, ayudando a reunir a los Vagabundos. Como ya os podréis suponer, no somos muy populares. Si hubiesen sabido quién era yo, no creo que hubiese podido volver.
—No estabas verdaderamente encargado de la Locura, ¿verdad? —preguntó Jeryl, incapaz de reprimir su curiosidad.
Jeryl tuvo la momentánea impresión que se formaba una espesa neblina defensiva alrededor de la mente de Aretenon, protegiendo todos sus pensamientos del mundo externo. Y vino entonces la respuesta, extrañamente ahogada, con una sensación de distancia que era muy rara en contacto telepático.
—No; no tenía el mando supremo. Pero solamente había otros dos entre mí y lo más alto.
—Naturalmente —dijo Eris con cierta petulancia—. Yo no soy sino un sencillo soldado y no entiendo esas cosas. Pero me gustaría saber cómo lo hicisteis. Naturalmente —añadió—, ni Jeryl ni yo hablaríamos a nadie más.
Nuevamente pareció descender un velo sobre los pensamientos de Aretenon. Luego el velo se levantó, siquiera fuese tan sólo un poco.
—Hay muy poca cosa que me sea permitido deciros. Como ya sabes, Eris, siempre me interesó la mente y su funcionamiento. ¿Te acuerdas de nuestros juegos, cuando yo trataba de descubrir tus pensamientos, y tú hacías todo lo que podías para evitarlo? ¿Y cómo a veces te hacía realizar acciones contra tu voluntad?
—Pienso todavía —dijo Eris—, que no hubieses podido hacer aquello con un extraño, y que en realidad yo cooperaba inconscientemente.
—Eso era cierto entonces, pero ya no lo es. La prueba la tienes ahí abajo, en el valle. —E hizo un gesto hacia los últimos rezagados, que los guardianes iban rodeando. La marea oscura había ya casi pasado, y pronto se cerraría la entrada del valle.
»Cuando fui creciendo —continuó Aretenon—, pasé más y más tiempo investigando el funcionamiento de la mente, tratando de descubrir por qué algunos de nosotros podemos compartir tan fácilmente nuestros pensamientos, mientras que otros no pueden nunca conseguirlo, sino que tienen que permanecer siempre aislados y solitarios, forzados a comunicarse por medio de sonidos y gestos. Y me fascinaban aquellas mentes que están completamente desequilibradas, de modo que quienes las poseen parecen ser menos que niños.
»Cuando comenzó la Guerra, tuve que abandonar aquellos estudios. Y luego, como ya saben, me llamaron un día durante la quinta batalla. Incluso ahora, no estoy bien seguro de quién fue la causa. Me llevaron a un lugar muy lejos de aquí, donde encontré un pequeño grupo de pensadores, a muchos de los cuales ya conocía.
»El plan era sencillo, y tremendo. Desde el amanecer de nuestra raza hemos sabido que dos o tres mentes, unidas, podían ser utilizadas para controlar otra mente, si esa quería, en la forma en que acostumbraba a dominarte a ti. Desde tiempos remotos hemos empleado ese poder para curar. Ahora proyectamos utilizarlo para destruir.
»Había dos dificultades principales. Una se relacionaba con la curiosa limitación de nuestro poder telepático normal, el hecho que, excepto en raras ocasiones, solamente podemos tener contacto a distancia con alguien a quien ya conocemos, y no podemos comunicarnos con extraños más que cuando estamos en su presencia.
»El segundo, y mayor problema, era que se necesitaría el poder de muchas mentes, y hasta entonces nunca había sido posible unir más de dos o tres. La forma en que lo conseguimos, es nuestro principal secreto; como todas esas cosas, ahora que lo hemos logrado parece fácil. Y una vez comenzamos, fue más sencillo de lo que habíamos supuesto. Dos mentes son más poderosas que el doble de una, y tres son mucho más poderosas que tres veces una sola. La relación matemática exacta es interesante. Ya sabes cuán rápidamente aumenta el número de maneras en que puede ser ordenado un grupo de objetos, al aumentar el tamaño del grupo. Pues bien, en nuestro caso se da una relación semejante.
»Y así conseguimos finalmente nuestra Mente Compuesta. Al principio era inestable, y solamente conseguimos mantenerla junta durante unos cuantos segundos. Todavía constituye un esfuerzo enorme para nuestros recursos mentales, y solamente podemos hacerlo durante…, bueno, durante el tiempo suficiente.
»Como es natural, todos estos experimentos fueron realizados con el mayor secreto. Si podíamos hacerlo nosotros, también podían hacerlo los mitraneos, pues sus mentes son tan buenas como las nuestras. Teníamos cierto número de ellos prisioneros, y los empleamos como sujetos.
Por un instante, el velo que había ocultado los pensamientos internos de Aretenon pareció temblar y disolverse, pero pronto se rehizo.
—Eso fue la peor parte. Ya era bastante terrible enviar locura a un país distante, pero era infinitamente peor poder observar con nuestros propios ojos los efectos de lo que hacíamos.
»Cuando hubimos perfeccionado nuestra técnica, efectuamos los primeros ensayos a larga distancia. Nuestra víctima fue alguien tan bien conocido de uno de nuestros prisioneros —de cuya mente nos habíamos apoderado—, que pudimos identificarlo completamente, de modo que la distancia entre nosotros no fue un obstáculo. El experimento salió bien, pero naturalmente nadie sospechó que nosotros éramos los causantes.
»No volvimos a operar hasta que estuvimos seguros que nuestro ataque sería tan avasallador que terminaría la Guerra. Por las mentes de nuestros prisioneros habíamos identificado a unos veinte mitraneos —sus amigos y parientes—, con tal detalle que podíamos encontrarlos y destruirlos. Cada mente que caía bajo nuestro ataque nos permitía el conocimiento de otras, y así fue aumentando nuestro poder. Pudimos haber hecho mucho más daño del que hicimos, porque solamente tomamos a los machos.
—¿Y fue eso —dijo Jeryl amargamente—, realmente tan misericordioso?
—Quizá no; pero hay que recordarlo en nuestro favor. Nos detuvimos tan pronto como el enemigo pidió la paz, y como sólo nosotros sabíamos lo que había ocurrido, fuimos a su país para deshacer todo el daño que pudiésemos. Fue, en verdad, muy poco.
Se hizo un largo silencio. El valle estaba ahora desierto, y el blanco sol se había puesto. Soplaba un viento frío sobre las colinas, pasando a donde nadie podía seguirlo, hacia afuera, a través del vacío y no surcado mar. Eris habló entonces, susurrando casi sus pensamientos en la mente de Aretenon.
—No viniste para decirme esto, ¿verdad? Hay algo más. —Era una afirmación más que una pregunta.
—Sí —replicó Aretenon—. Tengo un mensaje para ti que te sorprenderá mucho. Es de Terodimus.
—¡Terodimus! Yo creía…
—Creíste que había muerto, o, peor aún, que era un traidor. No es ni lo uno ni lo otro, aunque ha vivido en territorio enemigo durante los últimos veinte años. Los mitraneos le trataron como nosotros, y le dijeron todo lo que necesitaba. Reconocieron su mente por lo que era, e incluso durante la Guerra, nadie le tocó. Ahora quiere volverte a ver.
Cualesquiera que fuesen las emociones que sintió Eris al recibir noticias de su antiguo maestro, no las reveló. Quizá pensaba en su juventud, recordando ahora que Terodimus había desempeñado un papel más importante en la formación de su mente que ninguna otra influencia por sí sola. Pero sus pensamientos no eran asequibles ni a Aretenon, ni siquiera a Jeryl.
—¿Qué ha estado haciendo todo este tiempo? —preguntó finalmente Eris—. ¿Y por qué quiere verme ahora?
—Es una historia larga y complicada —dijo Aretenon—, pero Terodimus ha realizado un descubrimiento tan notable como el nuestro, y que quizá tenga consecuencias aún más importantes.
—¿Descubrimiento? ¿Qué clase de descubrimiento?
Aretenon hizo una pausa, mirando pensativo a lo largo del valle. Regresaban los guardianes, dejando solamente los pocos que se necesitarían para ocuparse de posibles prisioneros vagabundos.
—Tú sabes tanto de nuestra historia como sé yo, Eris —comenzó—. Creemos que se tardó algo así como un millón de generaciones para que alcanzásemos nuestro nivel actual de desarrollo, y esto es un espacio de tiempo tremendo. Casi todo el progreso que hemos realizado ha sido debido a nuestros poderes telepáticos; sin ellos seríamos muy poco distintos de los demás animales que muestran semejanzas tan desconcertantes con nosotros mismos. Estamos muy orgullosos de nuestra filosofía y de nuestras matemáticas, de nuestra música y baile, pero ¿se te ha ocurrido alguna vez, Eris, que podría haber otras direcciones de desarrollo cultural en las cuales no hemos ni tan sólo pensado? ¿Y que podría haber otras fuerzas en el Universo, además de las mentales?
—No comprendo lo que quieres decir —dijo Eris con despego.
—Es difícil de explicar, y no voy a intentarlo, excepto para decir lo siguiente. ¿Te das cuenta de lo lamentablemente escaso que es nuestro dominio sobre el mundo exterior, y lo realmente inútiles que son estos miembros nuestros? No, no puedes darte cuenta, porque no has visto lo que yo he visto. Pero quizá esto te lo hará comprender.
La estructura de los pensamientos de Aretenon modularon repentinamente en una clave menor.
—Recuerdo haberme encontrado una vez con un macizo de hermosas y extrañamente complicadas flores. Quise saber cómo eran por dentro, y traté de abrir una, sujetándola entre mis pezuñas, y abriéndola con mis dientes. Traté una y otra vez, y fracasé. Al final, medio loco de rabia, pateé todas aquellas flores en el polvo.
Jeryl pudo percibir la perplejidad en la mente de Eris, pero pudo también ver que se interesaba y sentía curiosidad por saber más.
—Yo también he tenido sentimientos de esta clase —admitió—. Pero ¿qué podernos hacer? ¿Y, al fin y al cabo, es realmente importante? Hay muchas cosas en este universo que no son exactamente como desearíamos.
Aretenon se sonrió.
—Cierto. Pero Terodimus ha encontrado la manera de remediarlo en algo. ¿Quieres ir a verle?
—Debe ser un largo viaje.
—Unos veinte días desde aquí, y tenemos que atravesar un río.
Jeryl sintió que Eris se estremecía ligeramente. Los atelenios odiaban el agua, por la excelente y suficiente razón que sus huesos eran demasiado pesados para que pudiesen nadar, y se ahogaban rápidamente si se caían en ella.
—Es en territorio enemigo; no me querrán.
—Te respetarán, y quizá sería una buena idea que fueses; un gesto amistoso, por decirlo así.
—Pero me necesitan aquí.
—Puedes creer en mi palabra respecto a que nada de lo que haces aquí es tan importante como el mensaje que Terodimus tiene para ti, y para todo el mundo.
Eris veló sus pensamientos durante un instante, y luego los descubrió brevemente.
—Lo pensaré —dijo.
* * *
Fue sorprendente cómo Aretenon consiguió hablar tan poco durante los muchos días del viaje. De vez en cuando Eris atacaba las defensas de su mente con golpes medio en broma, que eran siempre detenidos con habilidad y sin esfuerzo. Sobre la última arma que había terminado la Guerra, no quería decir nada, pero Eris sabía que quienes la habían manejado no se habían separado aún y estaban en su escondrijo secreto. Pero a pesar que no quería hablar del pasado, Aretenon hablaba con frecuencia del futuro, con la ansiedad urgente de uno que había ayudado a forjarlo y que no estaba seguro de haber obrado bien. Como otros muchos de su raza, estaba perseguido por el recuerdo de lo que había hecho, y una sensación de culpabilidad le apesadumbraba a veces. A menudo hacía observaciones que por entonces dejaban perplejo a Eris, pero que luego, en los años por venir, debía recordar más y más vívidamente.
—Hemos llegado a un punto crucial de nuestra historia, Eris. Los poderes que hemos descubierto serán pronto compartidos por los mitraneos, y otra guerra significaría la destrucción de todos. Toda mi vida he trabajado para aumentar nuestro conocimiento de la mente, pero ahora me pregunto si he traído al mundo algo que es demasiado peligroso para que lo manejemos nosotros. Pero ya es demasiado tarde para volver sobre nuestros pasos; más tarde o más temprano era necesario que nuestra cultura llegase a este punto, y que descubriese lo que hemos hallado.
»Es un dilema terrible, y no hay más que una solución. No podemos retroceder, y si seguimos adelante podemos llegar a un desastre. De modo que debemos alterar la naturaleza misma de nuestra civilización, y romper por completo con el millón de generaciones que quedan detrás de nosotros. No puedes imaginarte cómo es posible hacerlo; tampoco podía yo, hasta que me encontré con Terodimus y me explicó su sueño.
»La mente es algo maravilloso, Eris, pero por sí sola es impotente en este universo material. Sabemos ahora cómo multiplicar por un enorme factor el poder de nuestros cerebros; podemos quizá resolver los grandes problemas matemáticos que nos han desconcertado durante siglos. Pero ni nuestras mentes por sí solas, ni la mente de grupo que hemos creado ahora, pueden alterar en lo más mínimo el hecho que a través de la historia viene ocasionando el conflicto entre nosotros y los mitraneos, el hecho que nuestra producción de alimentos es limitada, y que nuestras poblaciones no lo son.
Jeryl les observaba, participando poco en sus pensamientos, mientras discutían sobre esos temas. La mayor parte de esas discusiones tenían lugar mientras se apacentaban, pues como todos los rumiantes activos, tenían que pasar una parte considerable del día buscando alimento. Por fortuna, la tierra a través de la cual pasaban era extremadamente fértil, a decir verdad, su fertilidad había sido una de las causas de la Guerra. Jeryl observaba con satisfacción que Eris volvía a ser algo de lo que antes había sido. El sentimiento de amargura frustrada que había llenado su mente durante tantos meses no se había desvanecido, pero a la sazón, ya no era tan dominante como había llegado a ser.
Abandonaron la abierta llanura en el vigesimosegundo día de su viaje. Durante mucho tiempo habían estado moviéndose a través de territorio mitraneo, pero los pocos ex enemigos que habían encontrado se habían mostrado más bien inquisitivos que hostiles. Ahora llegaban al término de los pastos, y frente de ellos se alzaba la selva con todos sus primitivos terrores.
—En esta región solamente habita un carnívoro —les tranquilizó Aretenon—, y no podría con nosotros tres. Pasaremos los árboles en un día y una noche.
—¡Una noche en la selva! —dijo Jeryl en forma entrecortada, medio petrificada de terror, ante la sola idea.
Aretenon estaba evidentemente un poco avergonzado de sí mismo.
—No quise mencionarlo antes —dijo excusándose—, pero realmente no hay peligro. Yo lo he hecho varias veces. Al fin y al cabo no existe ya ninguno de los grandes carnívoros de la antigüedad, y no será realmente oscuro, ni siquiera en el bosque. El sol rojo estará todavía alto.
Jeryl temblaba aún ligeramente. Procedía de una raza que, durante miles de generaciones, había vivido en las elevadas colinas y en las llanuras abiertas, confiando en su velocidad para escapar del peligro. La idea de aventurarse entre árboles, y en el crepúsculo rojo, mientras el sol primario estaba oculto, la llenaba de pánico. Y de ellos tres, solamente Aretenon poseía un cuerno con que luchar (no era ni con mucho tan largo ni tan agudo, pensó Jeryl, como lo había sido el de Eris).
No se sentía todavía tranquila ni siquiera cuando había transcurrido un día, completamente sin incidentes, desplazándose a través del bosque. Los únicos animales que vieron fueron pequeñas criaturas de larga cola, que subían y bajaban por los troncos de los árboles con sorprendente velocidad, parloteando de rabia al pasar los intrusos. Era entretenido observarlos. Pero Jeryl pensaba que la selva no iba a ser tan divertida por la noche.
Sus temores resultaron bien fundados. Cuando el ardiente sol blanco desapareció bajo los árboles, y las sombras carmesí del gigante rojo yacían por doquier, pareció descender una súbita transformación sobre el mundo. Un silencio repentino barrió la selva, un silencio roto abruptamente por un quejido muy distante, hacia el cual los tres se volvieron instintivamente, mientras en su mente aullaban advertencias ancestrales.
—¿Qué fue eso? —exclamó Jeryl con voz ahogada.
Aretenon respiraba precipitadamente, pero su respuesta fue tranquila.
—No importa —dijo—. Era muy lejos. No sé lo que fue.
Jeryl comprendió que Aretenon les mentía.
Se turnaron para vigilar, pero la larga noche fue pasando lentamente. De vez en cuando Jeryl se despertaba de sueños perturbadores a la realidad de pesadilla de los extraños y distorsionados árboles que se agrupaban en forma amenazadora a su alrededor. Una vez, mientras estaba de guardia, oyó el ruido de un pesado cuerpo que se movía muy lejos, a través del bosque, pero que no se acercó, y por esto ella no perturbó a los otros. Hasta que al fin el anhelado brillo del sol blanco comenzó a inundar el cielo; había llegado nuevamente el día.
Jeryl pensó que quizás Aretenon se sentía más aliviado de lo que aparentaba. Casi parecía rejuvenecido, y retozaba a la luz de la mañana, lanzando de vez en cuando un mordisco a las hojas de alguna rama colgante.
—Ya no nos queda más que medio día de viaje —dijo alegremente—. Habremos salido de la selva al mediodía.
Había un cierto tono travieso en sus pensamientos que desconcertaba a Jeryl. Parecía como si Aretenon les guardase aún otro secreto, y Jeryl se preguntaba qué otros obstáculos tendría que vencer. Hacia el mediodía lo supo, pues su camino quedaba cerrado por un gran río que fluía lentamente junto a ellos, como si no tuviese prisa por llegar al mar.
Eris lo miró con cierto disgusto, midiéndolo con ojo experto.
—Es demasiado profundo para vadearlo aquí. Tendremos que remontar mucho el curso antes de poderlo atravesar.
Aretenon se sonrió.
—Al contrario —dijo alegremente—, vamos a descender su curso.
Eris y Jeryl le miraron con asombro.
—¿Estás loco? —gritó Eris.
—Pronto lo veréis. Ya no nos queda mucho; han llegado hasta aquí, y bien pueden fiarse de mí el resto del viaje.
Inmediatamente el río se ensanchó y se hizo más hondo. Si antes había sido impasable, ahora lo era doblemente. Eris sabía que a veces se llega a un arroyo sobre el cual ha caído un árbol, de modo que es posible pasar caminando sobre el tronco, si bien es cosa arriesgada. Pero aquel río tenía la anchura de varios troncos, y no se hacía más estrecho.
—Ya casi hemos llegado —dijo por fin Aretenon—. Reconozco el lugar. Alguien saldrá de aquellos bosques en cualquier momento. —Hizo un gesto con su cuerno hacia los árboles del lado opuesto del río, y casi al mismo tiempo salieron a la orilla tres figuras dando saltos. Jeryl vio que dos de ellas eran atelenios, y el tercero un mitraneo.
Se acercaba ahora a un gran árbol que se alzaba al borde del agua, pero Jeryl no hizo mucho caso, pues estaba demasiado interesada en las figuras de la distante orilla, preguntándose qué iban a hacer. De modo que cuando el asombro de Eris explotó como un trueno en las profundidades de su propia mente, estaba de momento demasiado confusa para comprender su motivo. Y entonces se volvió hacia el árbol, y vio lo que Eris había visto.
Para ciertas mentes y ciertas razas, pocas cosas podían haber sido más naturales o más ordinarias que una gruesa cuerda atada alrededor del tronco de un árbol y que flotaba a través del agua de un río, hasta otro árbol en la orilla opuesta. Y, sin embargo, llenó a Eris y a Jeryl con el terror de lo desconocido, y por un terrible instante Jeryl creyó que una serpiente gigantesca estaba saliendo del agua. Luego vio que no estaba viva, pero su terror subsistió, pues era el primer objeto artificial que veía en su vida.
—No os preocupéis por lo que es, ni cómo fue puesta ahí —aconsejó Aretenon—. Os va a transportar al otro lado, y eso es todo lo que importa de momento. Mirad, alguien viene ahora hacia aquí.
Una de las figuras de la lejana orilla había descendido al agua, y avanzaba con sus miembros delanteros por la cuerda. Al acercarse —era el mitraneo, y una hembra— Jeryl vio que llevaba una segunda cuerda mucho más pequeña arrollada alrededor de la parte superior de su cuerpo.
Con la habilidad de una larga práctica, la extranjera avanzó a través del flotante cable, y emergió chorreando del río. Parecía conocer a Aretenon, pero Jeryl no pudo interceptar sus pensamientos.
—Puedo atravesar sin ayuda ninguna —dijo Aretenon—, pero voy a enseñaros la manera fácil de hacerlo.
Se pasó el lazo sobre sus hombros, y, dejándose caer al agua, enganchó sus miembros delanteros sobre el cable fijo. Un momento más tarde los otros dos de la orilla opuesta le arrastraban a gran velocidad hacia el otro lado donde, después de mucho nerviosismo, se le reunieron Eris y Jeryl. No era la clase de puente que uno podía esperar de una raza capaz de tratar fácilmente con las matemáticas de un arco de cemento armado, si la posibilidad de tal objeto se les hubiera podido ocurrir. Pero servía para su objeto, y una vez había sido construido podía ser fácilmente utilizado.
Había sido construido. Pero ¿quién lo había construido?
Cuando sus chorreantes guías se les unieron, Aretenon hizo una advertencia a sus amigos.
—Me temo que os vais a llevar muchas sorpresas mientras estéis aquí. Veréis muchas cosas extrañas, pero cuando las comprendáis, dejaréis de sorprenderos lo más mínimo. A decir verdad, pronto ni os daréis cuenta de ello.
Uno de los extraños, cuyos pensamientos ni Eris ni Jeryl pudieron interceptar, le estaba comunicando un mensaje.
—Terodimus nos está esperando —dijo Aretenon—. Está muy ansioso por veros.
—He estado tratando de establecer contacto con él —se lamentó Eris—, pero no lo he conseguido.
Aretenon pareció ligeramente turbado.
—Ha cambiado —dijo—. Al fin y al cabo, no os habéis visto desde hace muchos años. Quizá pasará algún tiempo antes de que podáis establecer nuevamente un contacto completo.
Su camino serpenteaba a través de la selva, y de vez en cuando unos curiosos senderos estrechos se ramificaban en diversas direcciones. Terodimus, pensó Eris, debe en verdad haber cambiado mucho para haberse instalado a vivir permanentemente entre árboles. Pronto el camino se abrió formando un amplio claro semicircular con un bajo acantilado blanco a través de su diámetro. Al pie del acantilado había varios agujeros oscuros de distintos tamaños, evidentemente entradas de cuevas.
Era la primera vez que Eris o Jeryl habían entrado en una cueva, y no les tentaba mucho la experiencia. Se sintieron aliviados cuando Aretenon les dijo que esperasen fuera de los orificios, y se dirigió solo hacia la enigmática luz amarilla que brillaba en lo profundo. Un momento más tarde, vagos recuerdos comenzaron a pulsar en la mente de Eris, y supo que su viejo maestro iba a venir, si bien no podía compartir completamente sus pensamientos.
Algo se agitó en la oscuridad, y Terodimus salió a la luz del sol. Al verle, Jeryl dio un grito, y escondió su cabeza en la melena de Eris, pero Eris se mantuvo firme, a pesar que temblaba como nunca lo había hecho antes de la batalla. Pues Terodimus resplandecía con una magnificencia que nadie de su raza había nunca conocido desde los comienzos de la historia. Alrededor de su cuello colgaba una banda de objetos resplandecientes que captaban y refractaban la luz del sol en miríadas de colores, mientras que su cuerpo estaba cubierto de una capa de material grueso de muchos colores, que crujía suavemente al andar. Y su cuerno no era ya de un amarillo de marfil; alguna magia lo había transformado en la más maravillosa púrpura que Jeryl había visto jamás.
Terodimus permaneció inmóvil por un instante, saboreando hasta el máximo su asombro. Luego, su resonante risa despertó un eco en sus mentes, y se alzó sobre su miembro trasero. La prenda coloreada cayó al suelo susurrando, y con un movimiento de su cabeza despidió el brillante collar, el cual, formando un arco iris, fue a parar a un rincón de la cueva. Pero el cuerno purpúreo permaneció inalterado.
A Eris le pareció como si se encontrase al borde de un gran abismo, mientras, desde el lado opuesto, Terodimus le hacía señas para que se acercase. Sus pensamientos lucharon por formar un puente, pero no pudo establecer contacto. Entre ellos se encontraba el vacío de media vida y de muchas batallas, de una miríada de experiencias no compartidas, los años de Terodimus en esa tierra extraña, su propia unión con Jeryl, y el recuerdo de sus perdidos hijos. A pesar que se hallaban frente a frente, a pocos pasos de distancia, sus pensamientos no podían encontrarse ya nunca más.
Aretenon, con todo el poder y la autoridad de su habilidad insuperable, hizo algo entonces a la mente de Eris que éste nunca podría ya recordar. Sólo supo que los años parecían haber sido obliterados, y que era una vez más el ansioso y vehemente alumno, y que podía nuevamente hablar a Terodimus.
* * *
Dormir bajo tierra era extraño, pero menos desagradable que pasar la noche entre los terrores desconocidos de la selva. Mientras observaba como las sombras carmesíes se oscurecían más allá de la entrada de la pequeña cueva, Jeryl trató de recoger sus desperdigados pensamientos. Solamente había comprendido una pequeña parte de lo que había pasado entre Eris y Terodimus, pero sabía que estaba ocurriendo algo increíble. La evidencia de sus propios ojos era suficiente para probarlo; había visto cosas para las cuales no había palabras en su lenguaje.
Y también había oído cosas. Al pasar ante una de las bocas de las cuevas, había percibido un zumbido rítmico que procedía de ella, distinto del que hacía cualquier animal conocido. Había continuado constante, sin pausa ni interrupción, todo el tiempo que pudo oírlo, e incluso ahora su ritmo calmoso continuaba en su mente. Creía que Aretenon también lo había oído, pero sin sorpresa alguna; Eris había estado demasiado ocupado con Terodimus.
El viejo filósofo le había hablado muy poco, diciendo que prefería mostrarles su imperio cuando hubiesen descansado toda una noche. Casi toda su conversación se había referido a los acontecimientos de su propio país durante los últimos años, y Jeryl la había encontrado algo aburrida. Una cosa solamente le había interesado, y no tenía ojos para casi nada más. Y eso era la maravillosa cadena de cristales coloreados que Terodimus había llevado alrededor de su cuello. Lo que era, o cómo había sido creada, no podía imaginarlo, pero la codiciaba. Al dormirse pensaba vagamente, pero más que medio en serio, en la sensación que causaría si volviese a su gente con una maravilla tal resplandeciendo sobre su propia piel. Quedaría mucho mejor que sobre el viejo Terodimus.
Aretenon y Terodimus se les unieron en la cueva poco después de la aurora. El filósofo había prescindido de sus adornos —que evidentemente sólo había lucido para impresionar a sus huéspedes— y su cuerpo había vuelto al amarillo normal. Eso era algo que Jeryl podía comprender, pues había visto frutos cuyo jugos producían cambios de color semejantes.
Terodimus se instaló a la entrada de la cueva. Comenzó su narración sin ningún preliminar, y Eris adivinó que lo debía haber contado antes muchas veces a anteriores visitantes.
—Llegué a este lugar, Eris, unos cinco años después de salir de nuestro país. Como sabes, siempre me habían interesado los países extranjeros, y por los mitraneos había oído rumores que me habían intrigado mucho. Cómo conseguí seguirlos hasta su origen es una historia que ahora poco importa. Un verano crucé el río muy a lo alto, cuando el agua estaba muy baja. No hay más que un lugar donde se pueda hacer, y aun eso solamente en los años más secos. Más arriba todavía el río se pierde en las montañas, y no creo que haya ningún camino a través de ellas. De modo que esto es virtualmente una isla, casi completamente aislada de terreno mitraneo.
»Es una isla, pero no está deshabitada. Las gentes que aquí viven se llaman filenios, y tienen una cultura muy notable, enteramente diferente de la nuestra. Ya han visto algunos de los productos de esa cultura.
»Como ya sabéis, en nuestro mundo hay muchas razas diferentes, y bastantes de ellas tienen cierta inteligencia. Pero hay un gran abismo entre nosotros y todas las demás criaturas. Por cuanto sabemos, nosotros somos los únicos seres capaces de pensamiento abstracto y de procesos lógicos complejos.
»Los filenios son una raza mucho más joven que la nuestra, y constituyen un intermedio entre nosotros y los demás animales. Han vivido aquí, en esta isla, que es bastante grande, durante varios millares de generaciones, pero su velocidad de desarrollo ha sido muchas, muchísimas veces mayor que la nuestra. Ni poseen ni comprenden nuestros poderes telepáticos, pero tienen algo que bien podemos nosotros envidiarles, algo que es la causa de toda su civilización y de su progreso increíblemente rápido.
Terodimus hizo una pausa, y se alzó lentamente sobre sus pies.
—Seguidme —dijo—. Os llevaré a ver a los filenios.
Les condujo de vuelta a las cavernas, de las cuales habían salido la noche anterior, deteniéndose frente a la entrada por la cual Jeryl había oído aquel susurro extraño y rítmico. Era ahora más claro y más fuerte, y Jeryl observó cómo Eris se sobresaltaba, como si lo escuchase ahora por vez primera. Terodimus emitió un agudo silbido, e inmediatamente el zumbido se fue debilitando, bajando octava por octava, hasta desvanecerse en el silencio. Un momento después algo salió de la oscuridad, dirigiéndose hacia ellos.
Era una pequeña criatura, de escasamente la mitad de su propia altura, y no saltaba, sino que caminaba sobre dos miembros unidos que parecían delgados y débiles. Su gran cabeza esférica estaba dominada por dos enormes ojos, situados a bastante distancia el uno del otro, y capaces de movimiento independiente. Con la mejor voluntad del mundo, a Jeryl no le pareció muy atractiva.
Entonces Terodimus silbó nuevamente, y la criatura levantó hacia ellos sus miembros delanteros.
—Mirad bien —dijo Terodimus muy suavemente—, y veréis la respuesta a muchas de vuestras preguntas.
Por primera vez Jeryl vio que los miembros delanteros de aquella criatura no terminaban en pezuñas, ni, a decir verdad, en la forma de ningún otro animal que conociese. En su lugar, se dividían en por lo menos una docena de tentáculos flexibles y delgados, y en dos garras ganchudas.
—Acércate a él, Jeryl —ordenó Terodimus—. Tiene algo para ti.
Recelosa, Jeryl se adelantó. Observó que el cuerpo de la criatura estaba cruzado de bandas de material oscuro, a las cuales había sujetos una serie de objetos no identificables. Bajó un miembro delantero a uno de ellos, y una tapa se abrió revelando una cavidad dentro de la cual algo resplandecía. Y luego los pequeños tentáculos tomaron aquel maravilloso collar de cristal, y con un movimiento tan rápido y tan diestro que Jeryl apenas pudo seguirlo, el filenio se adelantó y lo prendió alrededor de su cuello.
Terodimus apartó su confusión y su gratitud, pero su vieja y astuta mente quedó bien satisfecha. Ahora Jeryl sería su aliada en todo lo que él proyectase. Pero las emociones de Eris no serían quizá tan fácilmente influidas, y en aquella cuestión la lógica por sí sola no era suficiente. Su antiguo alumno había cambiado tanto, había sido herido tan profundamente por el pasado, que Terodimus no podía estar seguro del éxito. Sin embargo, tenía un plan que podía volver en su favor incluso aquellas dificultades.
Dio otro silbido, y el filenio hizo un curioso ademán con la mano y desapareció en la cueva. Un momento más tarde el curioso zumbido ascendió nuevamente del silencio; pero la curiosidad de Jeryl estaba ahora completamente dominada por el deleite que le producía su nueva posesión.
—Iremos a través de los bosques —dijo Terodimus—, al establecimiento más cercano; está muy cerca de aquí. Los filenios no viven al aire libre como nosotros. En realidad, difieren de nosotros en casi todos los aspectos posibles. Incluso me temo —añadió pensativamente—, que su carácter sea mucho mejor que el nuestro, y creo que un día serán inteligentes. Pero primeramente, deja que te explique lo que he aprendido acerca de ellos, de modo que puedas comprender lo que intento hacer.
* * *
La evolución mental de una raza cualquiera está condicionada, incluso dominada, por factores físicos que aquella raza casi invariablemente acepta como parte del orden natural de las cosas. Las manos maravillosamente sensitivas de los filenios les habían permitido encontrar, por experimento y ensayo, hechos que la única otra especie inteligente del planeta había tardado mil veces más en descubrir por pura deducción. Muy pronto en el curso de su historia, los filenios habían inventado sencillas herramientas. De éstas habían pasado a los tejidos, la cerámica y el uso del fuego. Cuando Terodimus los descubrió, habían inventado ya el torno y la rueda de alfarero, y estaban a punto de entrar en su primera Edad del Metal, con todo lo que eso significaba.
En el aspecto puramente intelectual, su progreso había sido menos rápido. Eran inteligentes y hábiles, pero les disgustaba el pensamiento abstracto, y sus matemáticas eran puramente empíricas. Sabían, por ejemplo, que un triángulo de lados en la relación tres:cuatro:cinco era rectángulo, pero no habían sospechado que ése era solamente un caso de una ley mucho más general. Sus conocimientos estaban llenos de grandes lagunas de ese tipo, las cuales no parecían tener prisa en llenar, a pesar de la ayuda de Terodimus y de sus docenas de discípulos.
A Terodimus lo adoraban como a un dios, y durante dos generaciones enteras de su raza de corta vida le habían obedecido en todo, dándole todos los productos de su habilidad que necesitaba, y haciendo a sugerencia suya, las nuevas herramientas y dispositivos que se le habían ocurrido. Esa asociación había sido extraordinariamente fértil, pues era como si ambas razas se hubiesen repentinamente liberado de sus cadenas. Una gran habilidad manual y un gran poder intelectual se habían fundido en una fructífera unión probablemente única en todo el universo, y un gran progreso que normalmente hubiese requerido milenios había sido alcanzado en menos de una década.
Tal como Aretenon les había prometido, si bien Eris y Jeryl vieron muchas maravillas, no encontraron nada que no pudieran comprender, una vez que vieron trabajar a los pequeños artífices filenios, y observaron con qué arte mágico sus manos moldeaban los productos materiales dándoles formas hermosas o útiles. Incluso sus minúsculas ciudades y primitivas granjas pronto dejaron de ser maravillas y pasaron a ser parte del orden natural de las cosas.
Terodimus les dejó contemplar a su gusto, hasta que vieron todos los aspectos de aquella sutil cultura de la edad de piedra. Como no habían visto otra cosa, no les pareció nada incongruente ver un alfarero filenio —que apenas si sabría contar hasta diez —formar una serie de superficies algebraicas complejas bajo la dirección de un joven matemático mitraneo. A semejanza de todos los de su raza, Eris poseía un tremendo poder de visualización mental, pero se dio cuenta de cuánto más fácil sería la geometría si uno pudiera realmente ver las formas que consideraba. De ese principio (si bien él no podía adivinarlo), evolucionaría algún día la idea de un lenguaje escrito.
De todas las cosas, lo que más fascinaba a Jeryl era ver cómo las pequeñas mujeres filenias tejían en sus primitivos telares. Podía permanecer sentada horas enteras contemplando las voladoras lanzaderas y deseando poder usarlas. Una vez se había visto hacer, parecía tan sencillo y obvio, y tan por completo fuera del alcance de los burdos e inútiles miembros de su propia gente.
Llegaron a apreciar mucho a los filenios, quienes parecían ansiosos de agradar, e infantilmente orgullosos de todas sus habilidades manuales. En ese ambiente nuevo y original, y viendo cada día nuevas maravillas, Eris parecía irse recuperando de algunas de las cicatrices que la Guerra había dejado en su mente. Pero Jeryl sabía que aún quedaba mucho daño por reparar. A veces, y antes que él pudiese ocultarlas, encontraba abiertas y enconadas heridas en las profundidades de la mente de Eris, y temía que muchas de ellas —como el roto muñón de su cuerpo —no se curarían nunca. Eris había odiado la Guerra, y la forma en que había terminado le oprimía aún. Pero, además, Jeryl lo sabía, le torturaba el miedo a que pudiese venir de nuevo.
A menudo discutía esas dificultades con Terodimus, a quien ahora apreciaba mucho. No podía aún comprender del todo por qué les había hecho ir allí, o cuáles eran sus planes y los de sus discípulos. Terodimus no tenía prisa por explicar sus acciones, pues deseaba que, en lo posible, Eris y Jeryl hiciesen sus propias deducciones. Pero, finalmente, cinco días después de su llegada, los llamó a su cueva.
—Ahora ya habéis visto —comenzó— la mayor parte de las cosas que podemos mostraros aquí. Sabéis lo que pueden hacer los filenios, y quizá han pensado lo mucho que nuestras vidas se enriquecerán una vez podamos utilizar los productos de su habilidad. Eso fue lo primero que pensé cuando llegué aquí, hace muchos años.
»Era una idea obvia y más bien infantil, pero me condujo a otra mucho más importante. A medida que fui conociendo a los filenios, y observé lo rápidamente que sus mentes habían avanzado en tan corto tiempo, me di cuenta de la tremenda desventaja que nuestra raza había siempre sufrido. Comencé a preguntarme cuánto más hubiésemos nosotros avanzado si hubiésemos tenido el dominio de los filenios sobre el mundo físico. No es sencillamente una cuestión de comodidad, ni de la posibilidad de fabricar cosas hermosas como ese collar tuyo, Jeryl, sino algo mucho más profundo. Es la diferencia entre la ignorancia y el conocimiento, entre la debilidad y el poder.
»Hemos desarrollado nuestras mentes, y solamente nuestras mentes, hasta que ya no podemos avanzar más. Como Aretenon les ha dicho, hemos llegado ahora a un peligro que amenaza a toda nuestra raza. Estamos bajo la sombra del arma irresistible contra la cual no hay defensa.
»La solución está, literalmente, en manos de los filenios. Tenemos que utilizar nuestra habilidad para transformar nuestro mundo, y eliminar así la causa de todas nuestras guerras. Tenemos que volver al principio, y establecer de nuevo los fundamentos de nuestra cultura. Y no será solamente nuestra cultura, pues la compartiremos con los filenios. Ellos serán las manos, y nosotros los cerebros. ¡Oh, he estado soñando en el mundo del futuro, que puede venir dentro de siglos, cuando incluso las maravillas que ahora ven en derredor vuestro serán consideradas juguetes infantiles! Pero no muchos son filósofos, y necesitan argumentos más substanciales que puros sueños. Y creo que he encontrado este argumento definitivo, aunque no puedo aún estar seguro.
»Te he pedido que vinieses aquí, Eris, en parte porque quería renovar nuestra antigua amistad, y en parte porque tu palabra tendrá ahora mucha más influencia que la mía. Eres un héroe entre tu propio pueblo, y también los mitraneos te escucharán. Quiero que regreses, llevándote contigo algunos filenios y sus productos. Muéstraselos a tu pueblo, y pídeles que envíen a sus hombres jóvenes aquí, para ayudarnos en nuestro trabajo.
Se produjo una pausa durante la cual Jeryl no consiguió enterarse en absoluto de los pensamientos de Eris. Y entonces éste replicó algo vacilante:
—Pero todavía no lo comprendo. Esas cosas que hacen los filenios son muy bonitas, y algunas de ellas pueden sernos útiles. Pero ¿cómo pueden transformarnos tan profundamente como pareces creer?
Terodimus suspiró. Eris no podía ver más allá del presente, en el futuro que no existía aún. No había captado, como Terodimus, la promesa que se encontraba tras las atareadas manos y herramientas de los filenios, las primeras y vagas limitaciones de la Máquina. Quizá no podría nunca comprenderlo, pero todavía podía ser convencido.
Velando sus pensamientos más profundos, Terodimus dijo:
—Quizá algunas de esas cosas son juguetes, Eris, pero pueden ser más poderosas de lo que te figuras. Sé que a Jeryl le causaría gran pesar tener que prescindir de la suya…, y quizá pueda encontrar una que te convenza a ti.
Eris parecía escéptico, y Jeryl podía darse cuenta que estaba en uno de sus tenebrosos humores.
—Mucho lo dudo —dijo.
—Bueno; podemos probarlo. —Terodimus silbó y uno de los filenios se acercó corriendo. Hubo un breve intercambio de palabras.
—¿Quieres venir conmigo, Eris? Tardaremos un rato.
Eris le siguió, mientras los otros, por indicación de Terodimus, se quedaron. Salieron de la gran cueva y se dirigieron hacia la hilera de las más pequeñas, que los filenios utilizaban para sus diversas industrias.
El extraño zumbido iba resonando más fuertemente en los oídos de Eris, pero de momento no pudo ver su origen, pues la luz de las burdas lámparas de aceite era demasiado débil para sus ojos. Luego percibió a uno de los filenios inclinado sobre una mesa de madera, encima de la cual algo giraba rápidamente, movido por una correa unida a un pedal, que operaba otra de las pequeñas criaturas. Había visto que los alfareros utilizaban un dispositivo semejante, pero éste era diferente. Estaba moldeando madera, y no arcilla, y los dedos del alfarero habían sido sustituidos por una afilada hoja de metal de la cual salían largas y delgadas virutas que se arrollaban en forma de fascinadoras espirales. Con sus grandes ojos los filenios, a quienes desagradaba la plena luz del sol, podían ver perfectamente en la penumbra, pero pasó algún tiempo antes que Eris pudiese comprender lo que estaba sucediendo. Pero luego, repentinamente, comprendió.
* * *
—Aretenon —dijo Jeryl cuando los otros los hubieron dejado—, ¿por qué tienen los filenios que hacer todas estas cosas para nosotros? ¿Sin duda son ya felices tal como son, no?
Aretenon pensó que tal pregunta era característica de Jeryl, y que Eris nunca la hubiese hecho.
—Harán todo lo que les diga Terodimus —respondió—, pero, aparte de eso, hay también mucho que nosotros podemos darles. Cuando dedicamos nuestras mentes a sus problemas, podemos ver formas de resolverlos que nunca se les hubiesen ocurrido a ellos. Tienen mucho interés en aprender, y ya debemos haber hecho avanzar su cultura en centenares de generaciones. Y también, físicamente, son muy débiles. A pesar que no poseemos su destreza, nuestra fuerza hace posible tareas que ellos no podrían nunca ni intentar.
Habían ido paseando hasta la orilla del río, y se detuvieron un momento contemplando las tranquilas aguas que se deslizaban hacia el mar. Jeryl se volvió para remontar el curso, pero Aretenon la detuvo.
—Terodimus no quiere que vayamos por allí, todavía —explicó—. No es sino otro de sus pequeños secretos. Nunca le gusta revelar sus planes hasta que están a punto.
Un poco molesta, y francamente curiosa, Jeryl dio la vuelta. Naturalmente, iría allá tan pronto como no hubiese nadie por los alrededores.
Todo estaba tranquilo allí, en la caliente luz del sol, entre las lagunas de calor rodeadas de árboles. Jeryl había casi perdido su miedo a la selva, a pesar que sabía que nunca sería verdaderamente feliz en ella.
Aretenon parecía muy abstraído, y Jeryl se daba cuenta que él quería decir algo y estaba poniendo en orden sus pensamientos. Y de pronto comenzó a hablar, con la libertad que sólo es posible entre dos personas que se aprecian, pero entre las cuales no hay lazos sentimentales.
—Resulta muy penoso, Jeryl —comenzó—, volver la espalda al trabajo de toda la vida de uno. En un tiempo yo había tenido esperanzas para que las grandes fuerzas nuevas que hemos descubierto pudieran ser empleadas impunemente, pero ahora ya sé que es imposible, por lo menos por muchos años. Terodimus tenía razón, no podemos progresar ya más solamente con nuestras mentes. Nuestra cultura ha sido excesivamente unilateral, si bien no tenemos nosotros la culpa de ella. No podemos resolver el problema fundamental de la paz y de la guerra sin tener un dominio sobre el mundo físico, como el que tienen los filenios, y que nosotros esperamos aprender de ellos.
»Quizá habrá aquí otras grandes aventuras para nuestras mentes que nos hagan olvidar lo que tendremos que abandonar. Por fin podemos aprender algo de la naturaleza; cuál es la diferencia entre el fuego y el agua, entre la madera y la piedra, qué son los soles, y qué son aquellos millones de débiles luces que vemos en el cielo cuando los dos soles se han puesto. Quizá las respuestas a todas estas preguntas se encuentren al fin del nuevo camino a lo largo del cual tenemos que avanzar.
Hizo una pausa.
—Nuevos conocimientos, nueva sabiduría, en reinos en los cuales no hemos nunca antes soñado. Quizá nos aparte de los peligros que hemos encontrado; pues con certeza, nada de lo que podamos aprender de la Naturaleza constituirá nunca un peligro tan grande como el que hemos descubierto en nuestras propias mentes.
El curso de los pensamientos de Aretenon se vio repentinamente interrumpido. Y entonces dijo:
—Creo que Eris quiere verte.
Jeryl se preguntó por qué Eris no le habría enviado a ella directamente el mensaje, y se preguntó también a qué se debía el tono vagamente divertido —¿o es que era otra cosa?— en la mente de Aretenon.
No se veían ni rastro de Eris al acercarse a las cuevas; pero les estaba esperando y se les acercó dando saltos a la luz del sol antes que ella pudiera llegar a la entrada. Y entonces Jeryl dio un grito involuntario, y se retiró un paso o dos, mientras su compañero se acercaba a ella.
Eris estaba otra vez entero. Había desaparecido el quebrantado muñón de su frente, y había sido sustituido por un cuerno nuevo y resplandeciente, no menos espléndido que el que había perdido.
Con un gesto algo tardío de salutación, Eris tocó cuernos con Aretenon. Y desapareció en la selva dando grandes y alegres saltos, pero no sin que antes su mente hubiese encontrado la de Jeryl como pocas veces lo había hecho desde los días de antes de la Guerra.
—Déjale ir —dijo suavemente Terodimus—. Preferirá estar solo. Cuando regrese creo que lo encontrarás diferente. —Se rio un poco—. Los filenios son listos, ¿no es verdad? Quizá ahora Eris apreciará más sus juguetes.
* * *
—Ya sé que soy impaciente —dijo Terodimus—, pero soy viejo, y quisiera ver el comienzo de las transformaciones durante mi propia vida. Por esta razón estoy comenzando tantos proyectos con la esperanza que por lo menos algunos tendrán éxito. Pero entre todos, es éste aquél en el cual he puesto más fe.
Por un instante se perdió en sus pensamientos. Ni tan sólo uno entre cien de los de su propia raza podría compartir completamente su sueño. Incluso Eris, a pesar que ahora creía en él, lo hacía más bien con su corazón que con su mente. Quizá Aretenon, el brillante y sutil Aretenon, tan desesperadamente ansioso por neutralizar los poderes que había traído al mundo, pudiera haber vislumbrado la realidad. Pero de todas las mentes la suya era la más impenetrable, excepto cuando él deseaba precisamente lo contrario.
—Tú lo sabes tan bien como yo —continuó Terodimus, mientras remontaban la corriente— que nuestras guerras se deben solamente a una razón: comida. Nosotros y los mitraneos nos encontramos prisioneros en este continente con sus recursos limitados, y nada podemos hacer por aumentarlos. Frente a nosotros se alza siempre la pesadilla de la inanición, y a pesar de la inteligencia de la que tan orgullosos estamos, no hay nada que podamos hacer para evitarlo. ¡Oh, sí, hemos conseguido excavar laboriosamente algunos canales de irrigación, pero qué pequeña ha sido la ayuda que nos han prestado!
»Los filenios han descubierto cómo cultivar cosechas que aumentan en muchas veces la fertilidad del suelo. Yo creo que nosotros podemos hacer lo mismo, una vez hayamos adaptado sus herramientas para nuestro propio uso. Ésta es nuestra primera y más importante tarea, pero no es aquélla a la cual me dedico con más afán. La solución final de nuestro problema, Eris, debe ser el descubrimiento de nuevas tierras vírgenes a las cuales pueda emigrar nuestro pueblo.
Se sonrió ante el asombro del otro.
—No, no creas que estoy loco. Tales tierras existen, estoy seguro de ello. Una vez me encontraba al borde del océano, y observé una bandada de pájaros que venían hacia tierra desde la lontananza del mar. También los he visto volar hacia afuera, con tal determinación, que estoy seguro que éstos iban a algún otro país. Y los he seguido con mis pensamientos.
—Incluso si tu teoría es cierta, y probablemente lo es —dijo Eris—. ¿De qué nos puede servir? —Señaló de un gesto al río que fluía junto a ellos—. En el agua nos ahogamos, y no se puede construir una cuerda que nos soporte… —Sus pensamientos se desvanecieron repentinamente en un arremolinado caos de ideas.
Terodimus se sonrió.
—De modo que ya has adivinado lo que confío hacer. Bueno, ahora podrás ver si tienes razón.
Habían llegado a una porción llana de la orilla, donde un grupo de filenios trabajaba afanosamente, bajo la supervisión de algunos de los ayudantes de Terodimus. Junto al borde del agua había un extraño objeto, que, según pudo darse cuenta Eris, consistía en muchos troncos de árbol unidos por medio de cuerdas.
Continuaron observando fascinados hasta que el organizado tumulto llegó a su punto culminante. Hubo mucho estirar y empujar, hasta que la balsa entró pesadamente en el agua, produciendo un gran chapoteo. Apenas habían cesado de caer las salpicaduras, cuando un joven mitraneo saltó desde la orilla y comenzó a danzar alegremente sobre los troncos que ahora tiraban de sus amarras, como ansiosos de desprenderse y de seguir el curso del río hasta el mar. Un momento más tarde se le habían unido los otros, regocijándose en su dominio de un nuevo elemento. Los pequeños filenios, incapaces de saltar, permanecieron de pie contemplando pacientemente desde la orilla cómo se divertían sus amos.
La escena era tan alegre, que ninguno de los presentes podía dejar de percibirlo, si bien pocos de entre ellos se daban cuenta que se encontraban en un punto crucial de la historia. Solamente Terodimus se mantuvo un poco alejado de los demás, perdido en sus propios pensamientos. Sabía que aquella primitiva balsa no era más que un comienzo. Había que probarla en el río, y luego a lo largo de las costas del océano. El trabajo requeriría años, y no era probable que pudiese ver a los primeros viajeros a su regreso de aquellos países fabulosos cuya existencia no era aún más que una hipótesis. Pero lo que él había comenzado, otros lo terminarían.
Sobre su cabeza una bandada de pájaros pasaba a través de la selva. Terodimus los contempló pasar, envidiándoles su libertad de moverse a voluntad sobre la tierra y el mar. Había comenzado la conquista del agua para su raza, pero que los cielos también pudieran ser suyos algún día, estaba fuera incluso de su imaginación.
* * *
Aretenon, Jeryl y el resto de la expedición habían ya cruzado el río cuando Eris se despidió de Terodimus. Esta vez lo habían hecho sin que ni una sola gota de agua tocase sus cuerpos, pues la balsa había descendido la corriente y prestaba valioso servicio como trasbordador. Se estaba ya construyendo un modelo muy mejorado, pues era muy evidente que el prototipo no era precisamente muy marinero. Esas dificultades iniciales fueron rápidamente superadas por diseñadores que, a pesar de verse forzados a emplear herramientas de la edad de piedra, sabían manejar sin dificultad las matemáticas de metacentros, flotaciones e hidrodinámica avanzada.
—Tu trabajo no será sencillo —dijo Terodimus—, pues no puedes mostrar a tu pueblo todas las cosas que has visto aquí. Al principio tendrás que contentarte con sembrar la semilla, con despertar interés y curiosidad, especialmente entre los jóvenes, quienes vendrán aquí para aprender más. Quizá te encontrarás con oposición; así lo supongo. Pero cada vez que vuelvas a nosotros tendremos nuevas cosas que enseñarte y que reforzarán tus argumentos.
Se tocaron los cuernos, y Eris se fue, llevándose consigo el conocimiento respecto a que iba a cambiar el mundo —muy lento al principio— y luego cada vez más rápidamente. Una vez cayesen las barreras, una vez que se hubiese dado a los mitraneos y los atelenios las sencillas herramientas que pudiesen sujetar a sus miembros delanteros, y usarlas sin otra ayuda, el progreso sería rápido. Pero, de momento, tenían que fiarse de los filenios para todo, y de ésos había muy pocos.
Terodimus estaba satisfecho. Solamente desde un punto de vista se hallaba decepcionado; había tenido la esperanza que Eris, que siempre había sido su favorito, fuese también su sucesor. El Eris que ahora regresaba a su propio pueblo no estaba ya ni obsesionado ni amargado, pues tenía una misión y esperanza en el futuro. Pero carecía de la visión aguda y de largo alcance que aquí se necesitaba; sería Aretenon quien debería terminar lo que él había comenzado. Pero en fin, eso tenía remedio, y no era aún necesario pensar en tales cosas. Terodimus era muy viejo, pero sabía que aún se encontraría muchas veces con Eris, aquí junto al río, a la entrada de su país.
* * *
El trasbordador había desaparecido, y si bien Eris lo había ya esperado, se detuvo asombrado ante el gran arco del puente, que oscilaba ligeramente en la brisa. La ejecución no igualaba al diseño —en su suspensión parabólica habían entrado muchas matemáticas—, pero seguía siendo la primera gran obra de ingeniería de la historia. A pesar de haber sido construido enteramente con madera y cuerdas, predecía la forma de los gigantes metálicos del porvenir.
Eris se detuvo en medio de la corriente. Podía ver el humo que se levantaba de los astilleros frente al océano, y le pareció vislumbrar los mástiles de alguno de los nuevos bajeles que se estaban construyendo para el comercio de cabotaje. Era difícil creer que cuando había atravesado por primera vez aquel río le habían arrastrado colgado de una cuerda.
Aretenon les estaba esperando en la otra orilla. Ahora se movía más bien lento, pero sus ojos todavía brillaban con la antigua y despierta inteligencia. Recibió a Eris calurosamente.
—Me alegra que hayáis venido; llegáis justamente a tiempo.
Eris sabía que eso solamente podía significar una cosa.
—¿Han vuelto los barcos?
—Casi; los vislumbramos en el horizonte hace una hora. Están por llegar en cualquier momento, y entonces sabremos por fin la verdad, después de tantos años. Si sólo…
Sus pensamientos se desvanecieron, pero Eris podía continuarlos. Habían llegado a la gran pirámide de piedras bajo la cual yacía Terodimus, Terodimus, cuyo cerebro estaba detrás de todo lo que venía, pero que ahora no podría saber nunca si su sueño más querido era o no era cierto.
Por el mar se estaba levantando una tormenta, y se apresuraron a lo largo de la nueva carretera que bordeaba la orilla del río. Pequeños botes de un tipo que Eris no había visto antes pasaban de vez en cuando ante ellos, movidos por atelenios o mitraneos, con palas de madera sujetas a sus miembros delanteros. A Eris siempre le producía gran placer ver tales nuevas conquistas, tales nuevas liberaciones de su pueblo de sus cadenas seculares. Y, sin embargo, a veces le recordaban a niños a quienes se suelta repentinamente en un nuevo mundo maravilloso, lleno de cosas estimulantes e interesantes que hay que hacer, tanto si prometían ser útiles como si no. En la última década, Eris había descubierto que la inteligencia pura no era a veces suficiente; había ciertas habilidades que ningún esfuerzo mental era suficiente para hacer adquirir. Si bien su pueblo había en gran parte superado su miedo al agua, eran aún muy incompetentes en el océano, y, por lo tanto, los filenios se habían convertido en los primeros navegantes del mundo.
Jeryl miró nerviosamente en derredor suyo cuando retumbó el primer trueno, que venía de la dirección del mar. Todavía llevaba el collar que Terodimus le había regalado hacía tanto tiempo; pero no era, ni con mucho, el único ornamento que ahora llevaba.
—Espero que los barcos estarán a salvo —dijo ansiosamente.
—No hace mucho viento, y ya han capeado temporales mucho peores que éste —dijo Aretenon tranquilizándola, mientras entraban en su cueva.
Eris y Jeryl miraron en derredor con ávido interés, para ver qué nuevas maravillas habían hecho los filenios durante su ausencia; pero si había alguna, se hallaba, como de costumbre, escondida hasta que Aretenon pudiese enseñársela a ellos. Era algo infantil en su afición a tales pequeñas sorpresas y misterios.
La reunión tenía un aire distraído que hubiese dejado perplejo a un observador ignorante de su causa. Mientras Eris hablaba de todas las alteraciones del mundo externo, del éxito de los nuevos establecimientos filenios, y del continuo desarrollo de la agricultura entre su pueblo, Aretenon escuchaba con sólo la mitad de su mente. Sus pensamientos, y los de sus amigos, estaban lejos, mar adentro, e iban al encuentro de los barcos que regresaban, y que quizá traían la mayor noticia que el mundo había recibido.
Al terminar Eris su informe, Aretenon se levantó y comenzó a moverse inquieto alrededor de la habitación.
—Habéis adelantado más de lo que nos habíamos atrevido a esperar al principio. Por lo menos no ha habido guerra durante una generación, y nuestra producción de alimentos va por delante de la población, por primera vez en la historia, gracias a nuestras nuevas técnicas agrícolas y ganaderas.
Aretenon echó una ojeada a los objetos de su habitación, recordando con esfuerzo el hecho que en su propia juventud casi todo lo que veía le hubiese parecido imposible o sin sentido. Entonces no había existido ni la más sencilla de las herramientas; por lo menos su pueblo no había conocido ninguna. Ahora había barcos y casas y puentes, y eso no era sino un principio.
—Estoy satisfecho —dijo—. Tal como lo habíamos proyectado, hemos desviado la corriente de nuestra cultura, apartándola de los peligros que se alzaban en su camino. Los poderes que hicieron posible la Locura pronto serán olvidados; solamente un puñado de nosotros los conoce, y nos llevaremos con nosotros nuestro secreto. Quizá cuando nuestros descendientes los vuelvan a descubrir serán lo suficientemente sensatos para utilizarlos adecuadamente. Pero hemos descubierto tantas maravillas, que quizá transcurran mil generaciones antes que volvamos a contemplar nuestras propias mentes y a perturbar las fuerzas encerradas en ella.
Un relámpago iluminó repentinamente la boca de la cueva. La tormenta se acercaba, aunque estaba todavía a unos cuantos kilómetros. La lluvia comenzaba a caer desde un cielo plomizo en grandes y tenebrosas gotas.
—Mientras esperamos a los barcos —dijo Aretenon bastante abruptamente—, id a la cueva de al lado y veréis algunas cosas nuevas que podemos mostrarles desde vuestra última visita.
Era una extraña colección. Unas junto a otras, sobre la misma mesa, había herramientas e invenciones que en otras culturas habían estado separadas por miles de años. La Edad de Piedra había pasado, y habían llegado el bronce y el hierro; se habían construido ya los primeros instrumentos científicos rudimentarios, destinados a experimentos que estaban haciendo retroceder las fronteras de lo desconocido. Una primitiva retorta hablaba de los principios de la química, y a su lado se encontraban las primeras lentes que el mundo había visto, esperando revelar los insospechados universos de lo infinitamente pequeño y de lo infinitamente grande.
La tormenta se encontraba sobre ellos cuando la descripción que Aretenon estaba haciendo de aquellas nuevas maravillas llegó a su fin. De vez en cuando había echado una ojeada nerviosa a la boca de la cueva, como si esperase a un mensajero del puerto, pero nadie les había perturbado, excepto el estampido de algún que otro trueno.
—Os he mostrado todo lo importante —dijo—, pero aquí hay algo que quizá os divierta mientras esperáis. Como ya dije, hemos enviado expediciones por todas partes para recoger y clasificar todas las rocas posibles, con la esperanza de encontrar minerales útiles. Una de ellas regresó con eso.
Apagó las luces, y la cueva quedó en completa oscuridad.
—Pasará algún tiempo antes que vuestros ojos se hagan lo suficientemente sensibles para verlo —les advirtió Aretenon—. Miren hacia aquel rincón.
Eris esforzó sus ojos hacia la oscuridad. Al principio no pudo ver nada; luego, lentamente, se hizo visible una débil luz azul. Era tan vaga y tan difusa que no le era posible enfocar sobre ella sus ojos, y automáticamente se adelantó.
—Yo no me acercaría demasiado —aconsejó Aretenon—. Parece ser un mineral perfectamente corriente, pero los filenios que lo encontraron y lo trajeron sufren unas quemaduras muy extrañas a consecuencia de manejarlo. Y, sin embargo, al tacto aparece frío. Algún día conoceremos su secreto, pero no creo que sea nada importante.
La enorme cortina de un relámpago difuso dividió el firmamento, y por un instante el reflejo de su resplandor iluminó la cueva, fijando extrañas sombras en las paredes. En aquel mismo instante uno de los filenios entró tambaleándose en la cueva y dijo algo a Aretenon con su voz delgada y quebrada. Y éste dio un gran alarido de triunfo, como uno de sus antepasados podía haber dado en algún antiguo campo de batalla; y sus pensamientos fueron a estrellarse en la mente de Eris.
—¡Tierra! ¡Han encontrado tierra! ¡Todo un nuevo continente nos espera!
Eris sintió la sensación de triunfo y de victoria en lo más profundo de su ser, como agua que brota de un manantial. Despejada en el futuro, se abría ahora la nueva y gloriosa ruta a lo largo de la cual avanzarían sus hijos, dominando en su avance al mundo y todos sus secretos. Y la visión de Terodimus se hizo por fin distinta y brillante ante sus ojos.
Buscó la mente de Jeryl para compartir con ella su alegría, y la encontró cerrada para él. Inclinándose hacia ella en la oscuridad, percibió que estaba todavía contemplando las profundidades de la caverna, como si no hubiese oído la maravillosa noticia, y no pudiese apartar sus ojos de aquel enigmático resplandor.
De las entrañas de la noche salió el rugido del tardío trueno en su carrera a través del cielo. Eris sintió que Jeryl temblaba a su lado, y envió hacia ella sus pensamientos para consolarla.
—No lo sé —contestó Jeryl—. Tengo miedo, pero no del trueno. Oh, Eris, lo que hemos hecho es maravilloso, y quisiera que Terodimus estuviese aquí para poderlo ver. ¿Pero adónde nos conducirá este nuevo camino nuestro?
Las palabras que Aretenon había dicho en un tiempo, se alzaban ahora desde el pasado y la obsesionaban. Recordaba su paseo de hacía mucho tiempo, junto al río, cuando él había hablado de sus esperanzas y le había dicho: «Ciertamente, nada que podamos aprender de la Naturaleza será nunca una amenaza tan grande como el peligro que hemos descubierto en nuestras propias mentes». Y ahora aquellas palabras parecían burlarse de ella y proyectar una sombra sobre el dorado futuro; pero por qué, no lo hubiese sabido decir.
Su pueblo era quizás el único que había llegado a la segunda encrucijada sin haber nunca pasado la primera. Ahora tenían que recorrer el camino que antes habían dejado de lado, y tenían que enfrentarse con el reto que se encuentra a su final, el reto del cual no podrían, esta vez escapar.
En la oscuridad, el vago resplandor de los átomos que morían ardía imperturbable en la roca. Y seguiría ardiendo allí, apenas debilitado, cuando Jeryl y Eris fuesen polvo desde siglos. Sería solamente un poco más débil, cuando la civilización que estaban construyendo hubiese revelado sus secretos.