12. La vuelta al hogar

Había viajado solo desde la Tierra, pero regresaba ahora muy bien acompañado, ya que eran casi cincuenta los pasajeros que esperaban la partida hacia el planeta. Tal era el pasaje del primer cohete: el resto de los colonizadores bajaría en los viajes siguientes.

Antes de salir del hotel nos entregaron una serie de librillos llenos de instrucciones y advertencias acerca de las condiciones imperantes en la Tierra. Supuse que no tendría necesidad de leer todo esto, pero me alegré de obtener otro recuerdo de mi visita. No hay duda de que era una buena idea aquello de entregar los librillos a esta altura del viaje, ya que los pasajeros se entretuvieron tanto leyendo que no pensaron en otra cosa hasta haber desembarcado.

La cámara de compresión no daba cabida más que a una docena de personas a la vez, de modo que tardamos bastante en pasar todos. A medida que cada grupo salía de la estación, se hacía girar la cámara en sentido contrario a su movimiento de rotación normal; después era necesario conectarla a la nave que aguardaba, desconectarla de nuevo cuando hubieran pasado los pasajeros y reanudar toda la operación por segunda vez.

El ferry de la Tierra era la nave sideral más espaciosa que había visitado. Tenía una gran cabina para los pasajeros y varias hileras de asientos en los que debíamos permanecer amarrados durante el viaje. Como tuve la suerte de ser uno de los primeros en subir a bordo, pude ocupar un asiento próximo a uno de los ojos de buey. La mayoría de mis compañeros no tenía otra cosa que mirar que las caras de sus vecinos y los librillos que les dieran para leer.

Aguardamos casi una hora hasta que se completó el pasaje y se hubieron ubicado los bultos. Después anunciaron los altavoces que partiríamos al cabo de cinco minutos. La nave habíase desconectado ya de la estación y se había apartado de ella un centenar de metros.

Siempre tuve la idea de que el regreso a la Tierra sería una desilusión luego de lo emocionante del primer viaje. Es verdad que la sensación fue diferente, mas no por ello menos atractiva. Hasta el momento habíamos estado, si no más allá de la atracción del planeta, por lo menos situados en una órbita tan veloz que la Tierra no podría capturarnos con sus garras invisibles. Pero ahora íbamos a perder aquella velocidad dentro de la que nos sentíamos tan seguros y descenderíamos hasta entrar de nuevo en la atmósfera para ir describiendo una larga espiral que terminaría sobre la superficie terráquea. Si bajábamos de manera demasiado empinada, la nave podría cruzar el cielo a la manera de un meteoro y hallar el mismo fin al arder con la fricción.

Miré a los rostros de mis compañeros. Quizá los colonizadores abrigaban los mismos pensamientos que yo. Tal vez se preguntaban qué encontrarían en el planeta que tan pocos de ellos habían visto. Esperé que ninguno se sintiera desilusionado.

Finalmente oímos tres notas musicales que advertían el momento de la partida. Cinco segundos más tarde comenzaron a funcionar los motores con suavidad, acrecentando su rugir hasta llegar al punto máximo. Vi a la Estación Residencial que se iba quedando atrás, destacándose su gigantesco cilindro sobre el fondo de las estrellas. Después se me formó un nudo en la garganta cuando vi el laberinto de vigas y cámaras atmosféricas en que se hallaban tantos de mis amigos. Aunque era inútil hacerlo, no pude menos que agitar la mano en señal de despedida. Al fin y al cabo, sabían que me hallaba a bordo de la nave y quizá me vieran a través de la ventanilla.

Ahora iban quedándose atrás los dos componentes de la Estación Interior y muy pronto quedaron fuera de la vista al pasar por debajo de la gran ala del ferry. Resultaba difícil comprender que en realidad éramos nosotros los que perdíamos velocidad, mientras que la estación continuaba su marcha invariable. A medida que nos fuéramos quedando atrás, empezaríamos a caer hacia Tierra en una larga curva que nos llevaría al otro lado del planeta antes de haber entrado en la atmósfera.

Luego de un período sorprendentemente breve se detuvieron de nuevo los motores. Ya nos habíamos librado de la velocidad necesaria; el resto lo haría la fuerza de gravedad. La mayor parte de los pasajeros estaban absortos en la lectura, pero yo decidí lanzar mi última mirada hacia las estrellas desprovistas del velo eterno de nuestra atmósfera.

La nave apuntaba ahora en dirección opuesta a la que llevaba la órbita y era necesario hacerla girar a fin de que entrara de proa en la atmósfera. Había tiempo de sobra para efectuar esta maniobra, y el piloto la realizó despaciosamente por medio de los cohetes direccionales colocados al extremo de las alas. Desde mi asiento pude ver las breves columnas de neblina que partían de los escapes, mientras que las estrellas giraban a nuestro alrededor con gran lentitud. Pasaron diez minutos antes de que nos detuviéramos de nuevo, ahora con la proa de la nave apuntando directamente hacia el este.

Todavía nos hallábamos a unos ochocientos kilómetros de altura sobre el Ecuador, avanzando a casi treinta mil kilómetros por hora, aunque ahora descendíamos lentamente hacia Tierra. Al cabo de treinta minutos habríamos entrado en la capa atmosférica.

Como John era mi vecino, tuve oportunidad de demostrar mis conocimientos de geografía.

—Allí abajo está el Océano Pacífico —le dije, y algo me impulsó a agregar con muy poco tacto—: Se podría meter en él a Marte sin tocar ninguna de las costas.

Empero, mi amigo estaba tan fascinado por la gran extensión de agua que no se acordó de ofenderse. Aquél debe haber sido un espectáculo impresionante para alguien que había pasado su vida en un planeta sin mares. En Marte no hay siquiera lagos, y sólo se cuenta con algunas lagunas de muy poca profundidad que se forman alrededor de los casquetes del polo durante el verano. Y ahora veía John un océano que se extendía en todas direcciones hasta perderse de vista en los cuatro puntos cardinales.

—Mira allá —le dije—. Aquello que ves es la costa de Sud América. Es difícil que estemos a más de trescientos kilómetros de altura.

Siempre en el silencio más completo continuó la nave cayendo hacia Tierra y pasando por sobre el océano. Los que podían mirar por las ventanillas habían abandonado la lectura, y compadecí a los pasajeros situados en el centro de la cabina, desde donde no podían observar el paisaje de abajo.

En pocos segundos dejamos atrás la costa de Sud América y avistamos al frente las grandes selvas del Amazonas. Allí existía la vida en una escala que jamás pudo haber igualado el planeta Marte, ni siquiera en sus primeras épocas. Miles de kilómetros cuadrados de atestadas junglas, incontables arroyos y grandes ríos pasaban por debajo de nosotros con tal rapidez que se perdían de vista de inmediato.

Vimos ensancharse el caudaloso río al pasar sobre su curso. Nos acercábamos al Atlántico, que debía haber sido visible ya, pero que estaba oculto por una bruma espesa. Al pasar sobre la desembocadura del Amazonas noté la furiosa tormenta que se descargaba allá abajo. De vez en cuando brillaban relámpagos entre las nubes y era fascinador ver suceder todo aquello en el más completo silencio.

—Una tormenta tropical —dije a mi amigo—. ¿Tienen algo parecido en Marte?

—Sin lluvias, por supuesto. Pero a veces tenemos tormentas de arena muy fuertes en los desiertos, y una o dos veces he visto relámpagos.

—¿Sin nubes de lluvia? —exclamé.

—Sí; se electrifica la arena. No ocurre muy a menudo, pero suele suceder.

La tormenta había quedado muy atrás y el Atlántico presentóse ante nosotros bañado en el sol del atardecer. Empero, no pudimos seguir viéndolo mucho más, pues más adelante se extendía la noche. Nos aproximábamos al hemisferio nocturno del planeta, y a poco observé una franja de sombras que se acercaba al avanzar nosotros hacia oriente. Tuve una fugaz impresión de terror al ver que nos introducíamos con derechura en aquella cortina tenebrosa, pero me repuse en seguida. En mitad del Atlántico perdimos el sol y casi en el mismo momento alcanzamos a oír el leve susurro del aire al rozar el casco.

Era un sonido fantástico que me puso los pelos de punta, ya que luego del silencio reinante en el espacio cualquier ruido parecía fuera de lugar. Fue acrecentándose poco a poco a medida que transcurrían los minutos, y recorrió toda la escala sonora, desde algo similar a un susurro lejano, hasta un alarido penetrante. Todavía estábamos a más de ochenta kilómetros de altura; mas, a la velocidad que llevábamos, hasta la atmósfera extraordinariamente tenue de aquellas regiones protestaba contra la intrusión de la nave.

Además, oponía no poca resistencia, obligándole a aminorar la marcha, mientras que los pasajeros notamos que nos echábamos algo hacia adelante, pues la deceleración nos sacaba de nuestros asientos. Aquello era lo mismo que estar sentado en un automóvil cuando se aplican los frenos con lentitud. Claro que en este caso la frenada se prolongaría durante dos horas, y daríamos una vuelta más al mundo antes de detenernos por completo.

Ya no estábamos en un navío sideral, sino en un avión. Como no había luna cruzamos África y el Océano Indico en la más completa oscuridad. La protesta del aire superior habíase convertido en un fiel acompañante de nuestro vuelo y no cambió de tono hasta que no aminoramos por completo la marcha.

Estaba mirando hacia la oscuridad exterior cuando vi debajo de mí un leve resplandor rojo. Como no tenía sentido de la perspectiva o la distancia, me pareció al principio que se hallaba a gran profundidad, y no pude imaginar qué podría ser. Tal vez se trataba de un incendio de grandes proporciones, pero deseché esta idea al hacerme cargo de que estábamos de nuevo sobre el mar. Luego di un tremendo respingo al darme cuenta de que el impresionante resplandor rojizo provenía del ala de la nave. El calor producido por el paso a través de la atmósfera la estaba tornando de un vivo color rojo.

Observé el turbador espectáculo durante varios segundos antes de convencerme de que todo marchaba bien. La tremenda energía producida por nuestro desplazamiento se convertía en calor, aunque hasta entonces jamás había imaginado que fuera tal la temperatura producida. En efecto, el resplandor acrecentábase cada vez más. Cuando acerqué la cara al vidrio, pude ver parte del borde del ala y noté que en algunos puntos tenía un tono amarillo vivo. Me pregunté si lo habrían notado los otros pasajeros o si los librillos, que yo no me molestara en leer, habíanles indicado que no debían preocuparse por el detalle.

Me alegré cuando salimos una vez más a la luz del día, encontrándonos con el amanecer sobre el Pacífico. El resplandor de las alas no era ya visible, de modo que dejó de preocuparme. Además, el esplendor del amanecer hacia el que avanzábamos a casi quince mil kilómetros por hora, me hizo olvidar todas mis otras impresiones. Desde la Estación Interior había observado el nacimiento de muchos días; pero allá arriba me hallaba alejado y no formaba parte integrante de la escena. Ahora me encontraba una vez más dentro de la atmósfera y aquellos maravillosos colores me rodeaban por completo.

Acabábamos de dar una vuelta completa a la Tierra, perdiendo más de la mitad de nuestra celeridad. Esta vez tardamos mucho más en avistar las selvas brasileñas, las que ahora pasaron por debajo con lentitud mucho mayor. Sobre la desembocadura del Amazonas continuaba descargándose la tormenta, ahora a poca distancia de nosotros, y la dejamos atrás al iniciar el último cruce del Atlántico Sur.

Después volvió a caer la noche y de nuevo vi relucir el ala incandescente en la oscuridad que circundaba la nave. Ahora parecía mucho más caliente, pero ya me había acostumbrado a aquel detalle, pues el espectáculo no me preocupó como antes. Nos hallábamos al fin en la última etapa del viaje. Ya para entonces habíamos perdido tanta velocidad que seguramente no avanzábamos con más rapidez que cualquier avión normal.

Un grupo de luces a lo largo de la costa africana nos indicó que otra vez íbamos a pasar por sobre el Océano índico. Me hubiera gustado estar en la cabina de mandos, contemplando los preparativos para el descenso al aeropuerto. El piloto habría captado ya las ondas hertzianas de guía y bajaría siguiéndolas. Cuando llegáramos a Nueva Guinea habríamos aminorado por completo la marcha y la nave no sería otra cosa que un enorme planeador que volaría por el cielo nocturno con los últimos restos de su impulso inicial.

El aviso proveniente de los altavoces interrumpió mis meditaciones.

—Piloto a pasajeros. Desembarcaremos dentro de veinte minutos.

Aun sin esta advertencia me di cuenta de que el viaje tocaba a su fin. El aullar del viento contra el casco había aminorado mucho y se notó un cambio muy perceptible de dirección al inclinarse la nave hacia abajo. Además, el resplandor rojizo del ala se apagaba rápidamente. A poco no quedaron más que unos manchones cerca del borde del ala y aun éstos desaparecieron al cabo de pocos minutos.

Todavía era de noche cuando pasamos sobre Sumatra y Borneo. De tanto en tanto pasaban de largo las luces de naves y ciudades, perdiéndose lentamente hacia el lado de proa. A intervalos frecuentes se anunciaba por el altavoz la velocidad y posición del navío. Viajábamos a menos de mil quinientos kilómetros por hora cuando pasamos por la línea oscura que era la costa de Nueva Guinea.

—¡Allí está! —susurré a John.

La nave habíase inclinado levemente, y debajo del ala vimos una gran constelación de luces muy brillantes. Con lentitud se alzó de tierra un cohete luminoso que describió un gran arco para estallar en una lluvia de chispas muy blancas. En el resplandor momentáneo alcancé a atisbar los blancos picos de las montañas que rodeaban el espaciopuerto, y me pregunté qué margen de altura nos quedaba. Sería irónico encontrar el desastre en los últimos kilómetros luego de haber viajado tanto.

Tan perfecto fue el aterrizaje que no me di cuenta del momento exacto en que tocamos tierra. En un momento dado estábamos todavía en el aire; el siguiente corrían a nuestros costados las luces de la pista. Al detenerse la nave me quedé inmóvil en mi asiento, esforzándome por hacerme a la idea de que me hallaba de nuevo en la Tierra. Después miré a mi amigo; a juzgar por su expresión, también a él le resultaba increíble la realidad.

El mozo se presentó entonces para ayudar a la gente a desprender las correas y para dar consejos de último momento. Al mirar a los atribulados pasajeros, no pude menos que experimentar cierta sensación de superioridad. Yo conocía la Tierra, pero para ellos sería todo muy extraño. Además, ya debían estar dándose cuenta de que estaban ahora en las garras de la atracción de la Tierra, que nada podrían hacer para liberarse hasta que volvieran a saltar hacia el espacio.

Como habíamos sido los primeros en entrar, fuimos ahora los últimos en salir. Ayudé a John a acarrear parte de su equipaje personal, pues le vi poco animado y deseoso de tener por lo menos una mano libre con la cual sostenerse si le fallaban las piernas.

—¡Anímate! —le dije—. Pronto andarás saltando tanto como lo hacías en Marte.

—Espero que así sea —respondió en tono melancólico—. Por el momento me siento como un inválido que ha perdido sus muletas.

Noté entonces que el señor y la señora Moore estaban muy serios al marchar cuidadosamente hacia la salida. Pero si deseaban estar de regreso en Marte, supieron ocultar muy bien sus sentimientos. Lo mismo podría decir de las chicas, las que, no sé por qué razón, parecían estar menos afectadas que nosotros.

Salimos bajo la sombra del ala, sintiendo el aire tenue de la montaña que nos daba en la cara. La temperatura era sorprendentemente elevada para ser de noche y estar a tal altitud. Después me di cuenta de que el ala seguía estando muy caliente aunque no era ya visible el resplandor.

Nos alejamos con lentitud hacia los vehículos que esperaban, y antes de entrar en el autobús que nos llevaría a los edificios del espaciopuerto, miré una vez más hacia el cielo estrellado que fuera mi hogar durante tan breve tiempo y el que, según decidí entonces, volvería a alojarme nuevamente. Allí arriba, a la sombra de la Tierra, gobernando el tránsito que iba de un mundo a otro, se hallaban el comandante Doyle, Tira Benton, Ronnie Jordan, Norman Powell y todos los otros amigos que ganara en mi visita a la Estación Interior. Recordé la promesa del comandante y me pregunté cuándo podría ir a recordársela…

John Moore esperaba pacientemente a mi lado, asido de la manija de la puerta del autobús. Al ver que contemplaba yo el cielo, siguió la dirección de mi mirada.

—No podrás ver la estación —le advertí—. Está en eclipse.

No me respondió, y vi entonces que miraba hacia el este, donde se esbozaba ya el alba en el horizonte. Muy alto entre aquellas estrellas del hemisferio sur se destacaba un lucero rojizo brillante que reconocí de inmediato.

—Mi patria —murmuró John.

Miré con fijeza aquella lucecilla roja y recordé las fotos que me mostrara John y las anécdotas que me contara. Allá arriba estaban los extensos desiertos coloreados, los antiguos lechos del mar en los que el hombre creaba nueva vida, los diminutos marcianos que quizá pertenecieran a una raza más antigua que la nuestra.

Supe entonces que no respondería a la invitación del comandante Doyle. Las estaciones espaciales se hallaban demasiado cerca de la Tierra para satisfacer mis anhelos. Aquel mundo rojo que lucía entre las estrellas había capturado por entero mi imaginación. Cuando volviera a saltar al espacio, la Estación Interior sería sólo el primer escalón de mi camino hacia los planetas.