11. El motel de las estrellas

Estaba ya avanzada la «tarde» cuando llegué a la Estación Residencial. Allí habían ajustado el tiempo al ciclo de noches y días existente en nuestro planeta, de modo que cada veinticuatro horas se amenguaban las luces, descendía el silencio y todos los huéspedes íbanse a la cama. En las paredes exteriores de la estación podría estar brillando el sol o quizás se hallara eclipsado por la tierra; todo ello no importaba aquí en este mundo de amplios corredores curvados, gruesas alfombras, luces suaves y voces murmurantes. Allí reinaba nuestro tiempo particular y nadie prestaba atención al Sol.

No dormí bien aquella primera noche en que experimenté de nuevo la fuerza de gravedad, aunque sólo tenía una tercera parte del peso al que estuviera acostumbrado toda mi vida. Resultábame difícil respirar y tuve sueños desagradables. Una y otra vez me pareció trepar una empinada colina con un gran peso sobre mis espaldas. Me dolían las piernas, mis pulmones parecían a punto de estallar y la colina no terminaba nunca. Por más que me esforzara, jamás llegaba a la cumbre.

Empero, al fin logré dormirme del todo y no recordé nada más hasta que me despertó uno de los mozos con el desayuno, el que comí sobre una bandeja colocada encima de la cama. Aunque estaba ansioso por visitar el hotel, me tomé un tiempo para desayunar con tranquilidad, ya que era aquélla una experiencia nueva que deseaba saborear en toda su extensión. Eso de tomar el desayuno en la cama era ya de por sí bastante lujo, y tomarlo por añadidura en una estación espacial colmaba la medida de todas mis esperanzas.

Cuando me hube vestido salí a explorar mi nuevo alojamiento. Lo primero a lo que me tuve que acostumbrar fue ver todos los pisos curvados. Naturalmente, también debía habituarme a la idea de que eran pisos, luego de haberme pasado sin ellos durante tanto tiempo. La razón de esto es muy sencilla; ahora encontrábame viviendo dentro de un gigantesco cilindro que giraba lentamente alrededor de su eje. La fuerza centrífuga, la misma que sostenía a la estación en el espacio, obraba nuevamente, adhiriéndome al costado del tambor giratorio. Si caminaba uno directamente hacia adelante, podía recorrer toda la circunferencia de la estación y volver al punto de partida. En cualquier punto, la parte de «arriba» sería hacia el eje central del cilindro, lo cual significaba que alguien que se hallara a unos metros de distancia, en un punto algo alejado de la curva de la estación, parecería estar ligeramente inclinado hacia uno. Sin embargo, para el otro sería todo perfectamente normal y uno mismo sería el que estaría inclinado. Al principio resultaba esto muy extraño; pero, como ocurre con todo, al final terminaba uno por acostumbrarse. Los proyectistas de la estación habían apelado a muchos ardides de decoración a fin de ocultar estos detalles, y en las habitaciones más pequeñas la curva del piso era demasiado leve para que se notara.

La estación no estaba compuesta de un solo cilindro, sino de tres, uno dentro del otro. La sensación de peso iba aumentando a medida que se alejaba uno del centro. El cilindro interior era el piso correspondiente a «Un tercio de la gravedad terrestre», y debido a que era el más próximo a las cámaras de entrada en el eje de la estación, estaba destinado principalmente al tránsito de pasajeros y su equipaje. Decíase que si se quedaba uno el tiempo suficiente junto al pupitre de recepción, podría ver a todas las personas importantes de los cuatro planetas conocidos.

Alrededor de este cilindro central estaba el piso más espacioso correspondiente a «Dos tercios de la gravedad terrestre». Se pasaba de un piso a otro por los ascensores o por escaleras curiosamente curvadas, y resultaba algo muy curioso descender por una de aquellas escaleras. Al principio descubrí que se requería mucha fuerza de voluntad para hacerlo, pues aún no me había acostumbrado ni siquiera a la tercera parte de mi peso terrestre. Al descender con lentitud por los escalones, tomándome de la barandilla con gran firmeza, me pareció que me tornaba cada vez más pesado. Al llegar al piso eran mis movimientos tan lentos y pesados que creí que me miraría todo el mundo. Empero, pronto me acostumbré a aquello; así tenía que ser si alguna vez habría de regresar a la Tierra.

La mayor parte de los pasajeros se hallaban en el piso de los «Dos tercios». Casi todos ellos provenían de Marte, y aunque habían estado experimentando el peso normal de la Tierra durante las últimas semanas de su viaje —debido al movimiento rotatorio de la nave— era evidente que todavía no les agradaba aquello. Caminaban con gran cuidado y en todo momento hallaban excusas para «subir» al piso superior, donde la gravedad era igual a la de Marte.

Hasta entonces no había conocido colonizadores marcianos, y al verlos me resultaron fascinadores. Sus ropas, su manera de hablar y todo en ellos me eran muy extraños, aunque a menudo resultaba difícil saber en qué residía su rareza. Todos parecían conocerse muy bien y se llamaban por sus nombres de pila. Tal vez esto no era sorprendente luego de su largo viaje, pero después descubrí que así era siempre en Marte. Las aldeas eran todavía lo bastante pequeñas como para que se conocieran todos.

Me sentí algo solitario entre todos aquellos desconocidos, y pasó un tiempo antes de que trabara amistad con alguien. En aquel piso había algunas tiendas donde podía uno adquirir artículos de tocador y recuerdos, y estaba visitándolas cuando entraron en una de ellas tres de los colonizadores. El mayor era un muchacho de más o menos mi edad; las dos jóvenes que lo acompañaban debían ser sus hermanas.

—Hola —me saludó el joven—. Tú no estabas en el navío.

—No —repuse—. Acabo de llegar de la otra estación.

—¿Cómo te llamas?

En la tierra habría parecido algo brusca aquella pregunta tan directa, pero ya para entonces sabía yo que los colonizadores eran todos muy francos y sinceros y poco amigos de malgastar palabras. Decidí entonces conducirme de la misma manera que ellos.

—Soy Roy Malcom. ¿Y tú?

—¡Oh! —exclamó una de las jóvenes—. Leímos algo respecto a ti en el diario de la nave. Has andado volando alrededor de la Luna y corriendo otras aventuras.

Me sentí muy halagado al descubrir que me conocían, pero no hice más que encogerme de hombros, como si el detalle no tuviera importancia. De cualquier modo, no quise pasar por vanidoso ante personas que habían viajado mucho más que yo.

—Soy John Moore —se presentó el muchacho—. Y mis hermanas se llaman Ruby y May. Es la primera vez que vamos a la Tierra.

—¿Quieres decir que nacieron en Marte?

—Eso es. Vamos a casa para asistir a la universidad.

Me resultó extraño oír decir «vamos a casa» a una persona que jamás había posado los pies en la Tierra. A punto estuve de preguntar si no era posible estudiar en Marte, pero por suerte me contuve a tiempo. Los colonizadores recibían con desagrado la crítica que se hiciera de su planeta, aun cuando el responsable las formulara sin ánimo de ofender. También se resentían cuando les llamaban «colonizadores», y uno debía evitar el empleo del término en presencia de ellos. Sin embargo, no era posible llamarlos «marcianos», pues el adjetivo correspondía sólo a los habitantes originales del planeta rojo.

—Andamos buscando algunos recuerdos para llevarnos —manifestó Ruby—. ¿No te parece que ese mapa astronómico de plástico es muy bonito?

—A mí me gustó más el meteoro cincelado —repuse—. Pero cuesta demasiado.

—¿Cuánto tienes? —preguntó John.

Volví hacia afuera mis bolsillos e hice un rápido cálculo. Para mi gran asombro dijo John:

—Yo puedo prestarte lo que te falta y me lo devolverás cuando lleguemos a la Tierra.

Fue aquél mi primer contacto con la extraordinaria generosidad que era perfectamente natural en Marte. Claro que no podía aceptar el ofrecimiento, aunque no deseaba ofender a John. Por suerte tenía una buena excusa.

—Te lo agradezco mucho —le dije—, pero acabo de recordar que he llegado ya al límite del peso que puedo llevar. No me será posible agregar nada más a mi equipaje.

Esperé ansioso durante un momento, por si uno de ellos se ofrecía a cederme parte de su cuota de espacio disponible; pero, afortunadamente, no ocurrió así, ya que también ellos debían tener completo ya su equipaje.

Después de esto fue inevitable que me llevaran a presentarme a sus padres, a los que hallamos en el salón principal, leyendo los diarios de la Tierra. No bien me hubo visto, exclamó la señora Moore:

—¿Qué le ha pasado a sus ropas?

Por primera vez me di cuenta de que mi estada en la Estación Interior había arruinado mi único traje. Antes de darme cuenta de lo que sucedía, me hicieron poner uno de John que era muy llamativo. Me sentaba bien, aunque el corte resultaba muy raro, por lo menos según las normas imperantes en la Tierra, aunque por cierto que en el hotel no llamaba en absoluto la atención.

Tuvimos tanto de qué hablar que las horas de espera pasaron con gran rapidez. La vida en Marte era para mí tan novedosa como la de la Tierra lo era para los Moore. John poseía una magnífica colección de fotografías tomadas por él mismo y en las que se veían las grandes ciudades construidas por bóvedas dotadas de atmósfera propia. El muchacho había viajado bastante y me mostró numerosas fotos de panoramas marcianos. Tan buenas eran que le sugerí las vendiera a alguna revista, y me respondió con cierta sequedad:

—Ya lo he hecho.

La fotografía que más me interesó fue una vista de una de las grandes áreas de vegetación: el Syrtis Major, según me dijo John. Habíala tomado desde una altura considerable, sobre la ladera de un ancho valle. Millones de años atrás, los efímeros mares marcianos habían cubierto aquella tierra, y en las rocas seguían aún incrustados los huesos de extraños animales marinos. Ahora volvía a reinar una nueva vida en el planeta. En el valle funcionaban grandes máquinas que removían el suelo rojizo para abrir paso a los colonizadores de la Tierra. A la distancia vi grandes extensiones plantadas con la «Hierba del Aire». Al ir creciendo, esta extraña planta rompía los minerales del terreno y dejaba en libertad el oxígeno, de modo que algún día podrían vivir allí los hombres sin usar sus máscaras respiratorias.

En primer plano se hallaba el señor Moore con un diminuto marciano a cada lado. Aquellos seres asían sus dedos con manos pequeñas similares a garras y miraban la cámara con sus grandes ojos casi desprovistos de color. La escena resultaba emocionante, pues parecía indicar el contacto amistoso de las dos razas.

—¡Ea! —exclamé de pronto—. ¡Tu padre no tiene puesta la máscara respiratoria!

John rompió a reír.

—Estaba esperando que te dieras cuenta. Pasará mucho tiempo antes de que haya en la atmósfera oxígeno suficiente para nosotros; pero algunos podemos arreglarnos sin la máscara por unos minutos…, siempre que no estemos realizando ningún esfuerzo.

—¿Cómo se llevan con los marcianos? —inquirí—. ¿Te parece que alguna vez estuvieron civilizados?

—De eso no sé nada. Cada tanto se comenta que se han hallado ruinas de ciudades en los desiertos, pero siempre resulta ser una mentira o alguna broma. No hay evidencia de que los marcianos hayan sido nunca diferentes de lo que son hoy. No son amistosos, salvo cuando muy jóvenes, pero no nos dan ningún trabajo. Los adultos nos ignoran si no nos interponemos en su camino. Tienen muy poca curiosidad.

—He leído en alguna parte que se conducen de manera muy similar a los caballos inteligentes que tenemos en la Tierra —comenté.

—No sabría decirlo —repuso John—. Nunca he visto un caballo.

Esto me hizo dar un respingo. Después comprendí que John no podía haber visto muchos animales de la Tierra.

—¿Qué piensan hacer cuando lleguen a la Tierra? —le pregunté entonces—. Es decir, aparte de estudiar.

—Al principio viajaremos un poco para conocer el planeta. Hemos visto muchas películas, de modo que tenemos una idea aproximada de lo que es.

Hice todo lo posible por no sonreír. Aunque había vivido en muchos países, no había visto gran parte del planeta, y me pregunté si los Moore sabrían realmente lo grande que era la Tierra. Marte es un planeta pequeño, en el que sólo hay regiones limitadas donde es posible la vida. Todas las áreas plantadas unidas en un solo sector no cubrirían un país mediano de la Tierra. Y, naturalmente, los espacios cubiertos por las bóvedas atmosféricas de las escasas ciudades eran aún más reducidos.

Decidí entonces averiguar qué era lo que sabían realmente mis nuevos amigos.

—Pero debe haber algunos lugares que desean visitar con preferencia —manifesté.

—¡Oh, sí! —dijo Ruby—. Yo quiero ver algunas selvas. En Marte no hay árboles como los de aquí. Debe ser maravilloso caminar debajo de sus ramas y ver volar los pájaros.

—Tampoco tenemos pájaros —terció May con cierta pena—. La atmósfera es demasiado tenue para ellos.

—Y yo quiero ver el océano —dijo John—. Me gustaría salir a navegar y pescar. ¿Es verdad que se puede internar uno tanto en el mar que no se sabe dónde está la tierra?

—Por cierto que sí —contesté.

Ruby se estremeció ligeramente.

—¡Tanta agua! Me parece que se perdería uno en ella…, y he leído que no son pocos los que se marean al viajar en barcos.

—Uno se acostumbra a ello —declaré con suficiencia—. Claro que ahora no hay muchas embarcaciones, salvo las que se usan para deporte y paseos. Hace unos centenares de años casi todo el comercio de la tierra se efectuaba por mar. Después se comenzó a emplear aviones y se abandonaron las rutas marinas. Ahora se pueden alquilar embarcaciones en las ciudades costeras, pero sólo para pasear.

—¿Pero no es peligroso? —insistió Ruby—. He leído que los mares están llenos de monstruos horribles, que suelen salir a la superficie y tragarse a los viajeros.

Esta vez no pude contener una sonrisa.

—No hay por qué afligirse —le dije—. Rara vez ocurre eso en esta época.

—¿Y los animales terrestres? —inquirió May—. Hay algunos muy grandes, ¿verdad? He leído mucho respecto a los tigres y leones, y sé que son peligrosos. No me gustaría encontrarme con uno de ellos.

Me dije entonces: «Espero saber un poco más sobre Marte de lo que saben ustedes respecto a la Tierra». Estaba por explicar que no hay tigres en nuestras ciudades cuando sorprendí a Ruby que hacía un guiño a su hermano, y caí en la cuenta de que me habían estado tomando el pelo desde el principio.

Después nos fuimos a almorzar todos juntos en el gran salón comedor, donde me sentí algo incómodo. Luego empeoré aún más las cosas olvidándome de la fuerza de gravedad y dejando caer un vaso de agua al suelo. Empero, se rieron todos con tal simpatía que en seguida me repuse del mal momento. El único fastidiado fue el mozo que tuvo que limpiar el piso.

Durante el resto de mi breve permanencia en la Estación Residencial pasé casi todo mi tiempo con los Moore. Por sorprendente que parezca, fue allí donde vi algo que pasara por alto en mis otros viajes. Aunque había visitado varias estaciones espaciales, no había tenido oportunidad de ver cómo se construían. Ahora pudimos presenciar esta operación, y sin molestarnos en vestir trajes espaciales. Estaban ampliando el hotel, y desde las ventanas del piso de «Dos tercios», pudimos observar todo el trabajo. Aquí teníamos algo que podría explicar a mis nuevos amigos. Eso sí, no les dije que, dos semanas atrás, el espectáculo habría sido tan extraño para mí como lo era ahora para ellos.

Al principio nos aturdió un poco el hecho de que diéramos una vuelta completa cada diez segundos, y las chicas se marearon un poco al ver las estrellas pasar con rapidez frente a los ventanales. Empero, la ausencia absoluta de vibraciones permitió hacer de cuenta —tal como ocurre en la Tierra— que éramos nosotros los que estábamos inmóviles y las estrellas las que giraban.

La futura ampliación era todavía una masa de vigas cubiertas parcialmente por las hojas de metal. Aun no la habían puesto a girar, pues esto habría dificultado muchísimo la construcción. En aquellos momentos flotaba a unos ochocientos metros de nosotros y había junto a la misma un par de naves-cohetes de carga. Cuando estuviera terminada, la acercarían a la estación y la harían girar sobre su eje por medio de pequeños motores de cohete. No bien concordaran con exactitud las dos velocidades giratorias, se unirían ambas partes y la Estación Residencial habría doblado su longitud.

Una cuadrilla de obreros especializados retiraba en ese momento una viga enorme de la bodega de un navío-cohete. La viga medía unos doce metros de largo, y aunque no pesaba nada allí en el espacio, su masa o inercia era la misma que sobre la Tierra. Requería de un esfuerzo considerable ponerla en movimiento, y un esfuerzo similar el detenerla. Los obreros trabajaban dentro de lo que en realidad eran naves espaciales diminutas, cilindros delgados de tres metros de largo munidos[5] de cohetes de baja potencia y escapes direccionales. Maniobraban con éstos de manera habilísima, avanzando o desplazándose y deteniéndose con la máxima exactitud. Los ingeniosos mecanismos de manejo y los brazos metálicos articulados de que estaban provistos les permitían efectuar sus tareas con tanta facilidad como si emplearan sus propias manos.

Dirigía el equipo un capataz instalado en una cabina atmosférica fijada a las vigas de la parte ya terminada. Al moverse de un lado a otro al conjuro de sus órdenes, manteniendo un ritmo perfecto, aquellos hombres me recordaron un cardumen de pececillos dorados en una pecera. En verdad, bajo los reflejos del sol y encerrados como estaban en sus cilindros, parecían extraños habitantes del fondo del mar.

La viga habíase alejado ya de la nave que la llevara desde la Luna, y dos de los obreros se apoderaron de ella para remolcarla con lentitud hacia la estación. Me pareció que aplicaron los frenos demasiado tarde; pero quedó un espacio libre de quince centímetros entre la viga y el armazón cuando hubieron completado la maniobra. Después regresó uno de ellos para ayudar a sus colegas con la descarga, mientras que el otro seguía empujando la viga hasta que tocó ésta el resto de la estructura. Después colocó los pernos y se puso a ajustarlos. Tan ágiles eran sus movimientos que de inmediato me di cuenta de la tremenda pericia que debían poseer aquellos hombres.

Antes de seguir viaje a la Tierra era necesario pasar un período de doce horas en el piso «Gravedad completa», o sea el cilindro exterior de la estación. Así, pues, una vez más descendí por una de aquellas raras escaleras, sintiendo que mi peso se acrecentaba con cada paso. Cuando hube llegado abajo, se me aflojaron por completo las piernas y me resultó difícil creer que era ésta la gravedad normal que soportara toda mi vida.

Los Moore me habían acompañado, y sintieron el cambio aún más que yo. La atracción era tres veces mayor que la de Marte, y dos veces tuve que sostener a John para que no cayera. La tercera vez no logré hacerlo y los dos fuimos a parar al suelo. Tan cariacontecidos nos quedamos que tras un minuto de silencio rompimos a reír al ver nuestras respectivas expresiones.

Durante un momento permanecimos sentados sobre el piso de goma, cobrando fuerzas para una nueva tentativa, con la que tuvimos mejor suerte. Para gran disgusto de John, el resto de su familia lo pasó mucho mejor que él.

No podíamos irnos del hotel sin ver uno de sus detalles más importantes. El piso «Gravedad completa» contaba con una piscina de natación cuya fama había cundido por todo el sistema solar.

Era famosa por no ser recta su superficie. Como he explicado, debido a que la «gravedad» de la estación era causada por su movimiento giratorio, la vertical de cualquier punto señalaba hacia el eje central. Por lo tanto, cualquier masa de agua libre tenía una superficie cóncava que imitaba la forma de un cilindro hueco.

No pudimos resistir a la tentación de meternos en la piscina, y no sólo porque al flotar soportaríamos mejor nuestro peso. Aunque me había acostumbrado a ver muchas cosas raras en el espacio, me resultó extraordinario estar con la cabeza sobre la superficie del agua y mirar a lo largo de la superficie. En una dirección, paralela al eje de la estación, la superficie era perfectamente recta; pero en la otra se curvaba hacia arriba en ambos lados. Más aun, al borde de la piscina, el nivel del agua estaba mas alto que mi cabeza, de modo que tuve la impresión de flotar dentro de una gran ola inmovilizada y temí que en cualquier momento descendiera el líquido al allanarse la superficie. Mas no sucedió así, pues la situación era normal en aquel extraño campo gravitacional.

No pudimos quedarnos en la piscina todo lo que hubiéramos querido, pues poco después comenzaron a llamarnos por los altavoces y me hice cargo de que llegaba el momento de partir. Se pedía a los pasajeros que prepararan su equipaje y se reunieran en el vestíbulo principal de la estación. Sabía yo que los colonizadores proyectaban una especie de fiesta de despedida, y aunque la misma no me concernía, me interesó el hecho lo bastante como para participar de la reunión. Luego de hablar con los Moore, había comenzado a tenerles mucho afecto y a comprender mejor sus puntos de vista.

Fue algo melancólica la reunión que se efectuó unos minutos después, y sus asistentes no eran ya los colonizadores arrojados que exploraran un nuevo mundo. Comprendían que muy pronto estarían divididos en un planeta extraño, entre millones de otros seres humanos que vivían de manera muy diferente a la de ellos. Toda su charla de «volver al hogar» parecía no tener objeto, y ahora sentían nostalgia por el planeta Marte.

Al escuchar sus despedidas y conversaciones, tuve que compadecerlos un poco…, y también me compadecí a mí mismo, pues en pocas horas me despediría yo también del espacio infinito.