9. El disparo de la Luna

—Comandante Doyle —llamó el piloto con voz queda—. ¿Quiere venir un momento?

El aludido se movió en su litera.

—¡Maldición, estaba casi dormido!

—Lo siento, pero… ha ocurrido un accidente. Nos hallamos en una órbita de alejamiento.

—¿Qué?

El rugido de Doyle despertó a todos los demás. De un violento envión saltó el comandante de la litera para flotar hacia el tablero de instrumentos. Siguió una rápida conferencia con el atribulado piloto y luego ordenó nuestro mentor:

—Comuníqueme con la Estación Electrónica más cercana. Me haré cargo de la nave.

—¿Qué pasó? —susurré a Tim.

—Creo que lo sé —repuso—, pero espera un momento antes de hacernos ideas demasiado sombrías.

Pasó casi un cuarto de hora antes de que se molestara nadie en explicarme lo sucedido. Durante ese lapso hubo una actividad febril: llamadas por radio, constatación de ruta y rápidos cálculos. Norman Powell, que estaba tan inactivo como yo, se compadeció al fin de mi ignorancia.

—Este ferry está maldito —gruñó en tono de disgusto—. El piloto ha cometido el único error de navegación que se podría considerar imposible. Debió haber aminorado la velocidad al llegar a los quince kilómetros por segundo. En cambio aplicó el impulso en dirección opuesta y hemos ganado velocidad en la misma proporción. Por eso, en lugar de caer hacia la Tierra, estamos saliendo al espacio.

Aun a mí me resultó difícil aceptar que alguien cometiera un error de tal naturaleza. Después supe que era una de esas aberraciones que no son tan raras como parecen. A bordo de una nave sideral que recorre una órbita libre, no hay manera de saber en qué dirección y a qué velocidad avanza uno. Todo debe hacerse por medio de los instrumentos y los cálculos, y si a cierta altura de las cosas se toma un signo de menos por uno de más, entonces es muy fácil desviar la nave en dirección opuesta a la que uno quiere en el momento de accionar los impulsores.

Naturalmente, se supone que el responsable de una nave efectúe otras comprobaciones para evitar errores; pero el caso es que esta vez no dieron resultado o el piloto no las hizo. Mucho tiempo después supimos la razón: La culpa no era del pobre piloto, sino de la válvula de oxígeno que se había atascado. Yo fui el único que perdió el conocimiento, pero todos los otros sufrieron también la falta de oxígeno. Es un mal muy serio, pues la víctima no se da cuenta de que le ocurre nada y comete toda clase de equivocaciones estúpidas creyendo en todo momento que hace las cosas a la perfección.

Empero, lo importante no era saber cómo había ocurrido el accidente, sino buscarle solución al problema.

La velocidad extra que se imprimiera al ferry era suficiente para colocarnos en una órbita de escape. En otras palabras, viajábamos a tal celeridad que la Tierra no podría volver a atraernos. Íbamos hacia el espacio, a una región situada más allá de la órbita de la Luna, y no conoceríamos nuestra ruta exacta hasta que CAOV nos diera los cálculos necesarios. El comandante Doyle había dado por radio nuestra posición y velocidad, y ahora debíamos esperar nuevas instrucciones.

La situación era seria, aunque no desesperada; aun teníamos una cantidad apreciable de combustible. Claro que si lo usábamos ahora podríamos evitar alejarnos de la Tierra; pero entonces nos encontraríamos en una nueva órbita que podría no llevarnos cerca de una de las estaciones espaciales. Ocurriera lo que ocurriese, era necesario que obtuviéramos más combustible lo antes posible. La nave de corto alcance en la que nos hallábamos no había sido construida para excursiones muy largas en el espacio y llevaba una reserva limitada de oxígeno, de la que nos quedaba lo suficiente para cien horas más. Si no nos auxiliaban dentro de ese lapso, perderíamos la vida.

Parecerá raro; pero aunque ahora estaba realmente en peligro, no me sentí tan atemorizado como cuando me atrapó Cuthbert o cuando se introdujo el «meteoro» en la sala de clase. No sé por qué, esto parecía otra cosa. Disponíamos de varios días antes de que llegara la crisis, y todos confiábamos en que el comandante Doyle nos sacaría del aprieto.

Aunque no pudimos apreciarlo debidamente en esos momentos, había algo irónico en el hecho de que hubiéramos estado perfectamente a salvo si hubiésemos regresado en el Estrella Matutina en lugar de haber tomado la cuidadosa precaución de volver en otra nave.

Tuvimos que esperar casi quince minutos antes de que el personal de la Estación Interior calculara nuestra nueva órbita y nos la comunicara por radio. El comandante trazó entonces el rumbo y todos miramos por sobre su hombro para ver qué derrotero seguiría el ferry.

—Vamos hacia la Luna —dijo, trazando una línea con el índice—. Cruzaremos su órbita dentro de cuarenta horas y estaremos lo bastante cerca para que nos afecte bastante su campo de atracción. Si frenamos con los cohetes podemos dejar que nos capture.

—¿No sería una buena idea? Por lo menos dejaríamos de alejarnos hacia el espacio.

El comandante se rascó la barbilla con aire pensativo.

—No sé —confesó—. Todo depende de que haya en la Luna algunas naves que puedan subir a buscarnos.

—¿Y no podemos descender nosotros mismos cerca de una de las colonias lunares? —preguntó Norman.

—No. No tenemos suficiente combustible para el descenso. De todos modos, los motores no son lo bastante potentes… Ya deberías saberlo.

Calló Norman y se hizo un silencio que comenzó a afectarme los nervios. Me hubiera gustado contribuir con alguna idea brillante, mas no creí que las mías fueran mejores que las de Norman.

—Lo malo es que hay tantos factores en juego —declaró al fin el comandante—. Tenemos varias soluciones posibles para nuestro problema, pero lo que deseamos es hallar la más económica. Costará una fortuna si tenemos que llamar un navío de la Luna para que se ajuste a nuestra velocidad y nos pase algunas toneladas de combustible. Ésa es la solución más obvia y la menos conveniente.

Resultaba consolador saber que existía una solución, y fue eso todo lo que quise saber. Ya se ocuparía alguien de pagar la cuenta.

De pronto se iluminó el rostro del piloto, quien había estado sumido hasta entonces en la más profunda melancolía.

—¡Ya sé! —exclamó—. Deberíamos haberlo pensado antes. ¿Por qué no han de usar el lanzador que hay en Hiparco? Así podrían dispararnos combustible sin la menor dificultad, según puede verse en esta carta.

La conversación se tornó entonces muy animada y llena de términos técnicos de los que no entendí ninguno. Diez minutos después comenzó a desvanecerse la tristeza general, por lo que adiviné que habían llegado a una conclusión satisfactoria. Cuando hubo finalizado la discusión y se hubieron hecho todas las llamadas por radio, me llevé a Tim a un rincón y le amenacé con no dejarle en paz hasta que me hubiera explicado lo que pasaba.

—¿No conoces el lanzador de Hiparco? —me preguntó.

—¿Te refieres a ese aparato magnético que dispara tanques de combustible a los cohetes que ocupan órbitas alrededor de la Luna?

—Eso mismo. Es un doble riel magnético de ocho kilómetros de largo que corre de este a oeste a través del cráter de Hiparco. Eligieron ese lugar porqué está cerca del centro del disco de la Luna y se hallaba próximo a las refinerías de combustible. Las naves que desean ser abastecidas se colocan en una órbita alrededor del satélite. Llegado el momento oportuno, los encargados del lanzador les disparan los recipientes hacia la órbita. La nave tiene que hacer ciertas maniobras por medio de disparos de cohetes para dar con el tanque, pero esto resulta mucho más barato que emplear un navío especial para trasladar el combustible.

—¿Y qué pasa con los tanques vacíos?

—Eso depende de la velocidad con que los lanzan. A veces vuelven a caer en la Luna; al fin y al cabo, allí hay lugar de sobra para que desciendan sin hacer daño a nadie. Pero por lo general se les imprime un impulso suficiente para que escapen de la atracción del satélite y se pierdan en el espacio.

—Comprendo. Así que vamos a acercarnos a la Luna para que nos disparen un tanque de combustible.

—Sí; ya están haciendo los cálculos necesarios. Nuestra órbita nos llevará detrás del satélite, a unos ocho mil kilómetros de altura. Ellos harán concordar la velocidad lo más exactamente posible al lanzar el tanque y nosotros tendremos que hacer el resto por nuestros propios medios. Claro que será necesario gastar un poco de combustible, pero valdrá la pena hacer esa inversión.

—¿Y cuándo sucederá todo esto?

—Dentro de cuarenta horas. Ahora estamos esperando las cifras correctas.

Probablemente era yo el único que se sintió complacido ante aquella perspectiva ahora que me sabía más o menos a salvo. Para los otros, esto era una desagradable pérdida de tiempo, pero a mí me daría el accidente una oportunidad de ver la Luna desde cerca, cosa que no hubiera soñado siquiera cuando salí de la Tierra.

Hora tras hora se fue achicando la Tierra y agrandando la Luna. Había poco que hacer, aparte de constatar la marcha de los instrumentos y efectuar llamadas regulares a las diversas estaciones espaciales y la base lunar. La mayor parte del tiempo la pasamos durmiendo y conversando, aunque en una oportunidad se me permitió hablar con mis padres por radio. Ambos parecían un poco afligidos, y por primera vez me hice cargo de que nuestra aventura sería de interés para todo el mundo. Empero, creo que logré convencerlos de que me estaba divirtiendo y que no había necesidad de alarmarse.

Ya se habían tomado todas las precauciones del caso y no había nada que hacer, salvo esperar hasta que hubiéramos pasado sobre la Luna y encontrado el recipiente. Aunque he observado el satélite con gran frecuencia por medio del telescopio, tanto desde la Tierra como desde la Estación Interior, era algo muy diferente estudiar las grandes llanuras y montañas a simple vista. Estábamos ya tan cerca que resultaba fácil ver los cráteres mayores a lo largo de la banda que separaba el día de la noche. La línea del amanecer acababa de pasar el centro del disco y ya amanecía en el cráter de Hiparco, donde estaban preparándose para auxiliarnos. Pedí permiso para usar el telescopio de la nave y miré hacia el profundo cuenco.

En seguida tuve la impresión de estar colgado en el espacio a unos ochenta kilómetros de altura. Hiparco llenaba completamente el campo visual y era imposible abarcarlo todo de una mirada. La luz del sol daba de manera oblicua sobre las derruidas paredes del cráter, proyectando larguísimas lagunas de sombras muy negras. Aquí y allá tocaba el alba los picos más altos, haciéndolos flamear como faros en las tinieblas circundantes.

Entre las sombras del cráter había otras luces dispuestas en diminutas figuras geométricas que señalaban la ubicación de una de las colonias lunares. Ocultas a mi vista a causa de la oscuridad, estaban las grandes fábricas de productos químicos, las bóvedas dotadas de atmósfera propia, los aeropuertos y las estaciones de fuerza motriz que daban potencia al riel lanzador. Dentro de pocas horas serían claramente visibles al elevarse el Sol por sobre las montañas; pero ya para entonces habríamos pasado detrás del satélite y la cara que daba a la Tierra estaría oculta a nuestra vista.

Vi entonces un delgado trazo luminoso que se extendía en línea recta a través del llano oscurecido. Lo producían los reflectores del riel lanzador que estaban dispuestos a manera de lámparas a lo largo de un camino. Con ayuda de su luz, los ingenieros vestidos con trajes espaciales estarían revisando los grandes electromagnetos y constatando el buen funcionamiento del carro sobre las guías. El tanque de combustible estaría esperando en el arranque del riel, ya cargado y listo para ser colocado sobre el carro en el momento preciso. De haber sido de día allá abajo, quizá hubiera visto la operación en el momento en que un puntito diminuto corría velozmente por el riel, acrecentando cada vez más su impulso a medida que los generadores infundían más potencia a los magnetos. El puntito partiría desde el extremo del lanzador a una velocidad de más de ocho mil kilómetros por minuto, liberándose así de la atracción de la Luna. Al viajar en línea casi horizontal, la superficie del satélite se curvaría debajo del tanque, alejándose del mismo, mientras que éste seguiría hacia el espacio para ir a nuestro encuentro al cabo de tres horas de viaje.

Creo que el momento más impresionante de todas mis aventuras llegó cuando pasamos al otro lado de la Luna y pude ver con mis propios ojos el terreno que estuviera oculto a los ojos humanos hasta la época del cohete. Es verdad que había visto muchas películas y fotografías de aquella región, y es verdad también que no se diferenciaba casi en nada de la otra cara. Sin embarco me resultó emocionante. Pensé en todos los astrónomos que pasaran sus vidas trazando mapas del satélite sin haber visto jamás esa parte por la que estaba pasando yo ahora. ¡Qué no hubieran dado a cambio de la oportunidad que se me presentaba ahora por pura coincidencia!

Había olvidado casi la Tierra cuando Tim me llamó la atención hacia ella. La vi hundirse con rapidez hacia el horizonte lunar; la Luna se elevaba para eclipsarla al describir nosotros una amplia curva. Un arco cegador, azul-verdoso, el casquete del Polo Sur brillando en el cielo, el reflejo del Sol que formaba un laso de fuego en el Océano Pacífico, tal era mi hogar, situado ahora a cuatrocientos mil kilómetros de distancia. Lo vi descender tras los hostiles picos lunares hasta que sólo quedó visible un borde brumoso que desapareció a poco. El Sol seguía con nosotros, pero la Tierra habíase desvanecido. Hasta ese momento estuvo siempre en el cielo, formando parte integrante de nuestro mundo. Ahora no nos quedaban más que el Sol, la Luna y las estrellas.

El recipiente de combustible marchaba ya a nuestro encuentro. Habíanlo lanzado una hora antes, avisándonos por radio que seguía la órbita calculada. El campo gravitacional de la Luna curvaría su rumbo, haciéndolo pasar a pocos centenares de kilómetros del nuestro. Así, pues, no nos quedaba otro trabajo que hacer concordar nuestra velocidad con la del tanque por medio de algunos disparos de cohetes, y una vez que hubiéramos establecido contacto, conectarlo y succionar su contenido. Después podríamos volvernos a casa, mientras que el recipiente vacío seguiría vagando por el espacio con el resto de la basura que circula actualmente por el sistema solar.

—¿Pero y si llegara a tocarnos directamente? —pregunté ansiosamente a Norman—. Al fin y al cabo, esto es lo mismo que disparar un cañón contra un blanco…, y el blanco somos nosotros.

Mi amigo rompió a reír.

—Se estará moviendo muy lentamente cuando llegue hasta nosotros, y lo ubicaremos con el radar cuando esté aún muy lejos, de modo que no hay peligro de chocar. Para el momento en que esté realmente cerca, ya habremos hecho concordar las dos velocidades, y si nos tocamos, será un choque tan leve como el de dos copos de nieve que se encuentran.

Esto me resultó tranquilizador, aunque en realidad no me agradaba la idea de que el proyectil proveniente de la Luna se acercara hacia nosotros por el espacio…

Vimos las señales del tanque cuando se hallaba éste a mil quinientos kilómetros de distancia, y no lo ubicamos por medio del radar, sino gracias al aparato radial que llevan todos esos proyectiles para que se los pueda descubrir a tiempo. Luego de esto me mantuve apartado mientras el comandante y el piloto se ocupaban de efectuar la maniobra necesaria. Fue una operación delicada esto de guiar la nave hasta que concordara su curso con el del proyectil todavía invisible. Nuestra reserva de combustible era demasiado escasa para permitir más errores, y todos lanzamos un suspiro de alivio cuando el reluciente cilindro quedó pegado a nuestro casco.

El trabajo de cargar el combustible insumió unos diez minutos, y cuando se hubieron detenido nuestras bombas ya había reaparecido la Tierra de detrás del satélite, lo cual nos pareció una señal de buen augurio. Una vez más éramos dueños de la situación y de nuevo teníamos nuestro hogar a la vista.

Cuando se pusieron en marcha los motores me puse yo a observar la pantalla del radar. El recipiente vacío, ya había sido desconectado, parecía caer con lentitud hacia popa. En realidad éramos nosotros los que caíamos, conteniendo nuestra marcha para volver hacia tierra. El tanque seguiría viajando hacia el espacio ahora que había cumplido su función.

El alcance máximo de nuestro radar era de ochocientos kilómetros, y me puse a observar el puntito brillante que representaba el tanque vacío mientras se alejaba con lentitud hacia el borde de la pantalla. Era el único objeto lo bastante cercano como para producir un eco. Probablemente, el sector del espacio que recorrían las ondas del radar debía contener un número apreciable de meteoros, pero éstos eran demasiado pequeños para provocar una señal visible. Sin embargo resultaba fascinador observar aquella pantalla casi vacía, y al mirarla parecíame ver el globo de mil quinientos kilómetros de diámetro en cuyo centro nos hallábamos viajando. Nada voluminoso podía entrar en aquel sector sin que nuestras ondas invisibles lo descubriesen y dieran la alarma.

Ya estábamos de nuevo en ruta y no nos alejábamos hacia el espacio. El comandante Doyle había decidido no regresar directamente a la Estación Interior, pues nuestra reserva de oxígeno estaba menguando constantemente. En cambio, haríamos alto en una de las tres Estaciones Electrónicas situadas a tres mil quinientos kilómetros de altura sobre la Tierra. Allí reaprovisionaríamos el ferry antes de cubrir la última etapa del viaje.

Estaba por desconectar el radar cuando vi una chispa débil en su alcance máximo. Desapareció un segundo más tarde al moverse la onda a otro sector del espacio, y esperé hasta que la misma hubo dado una vuelta completa, preguntándome mientras tanto si me habría equivocado. ¿Habría otras naves siderales por los alrededores? Naturalmente, esto era muy posible.

Lo comprobé casi en seguida, pues la chispa apareció en la misma posición. Ya sabía cómo se manejaba el buscador y detuve la onda a fin de fijarla en el eco distante. El objeto se hallaba casi a ochocientos kilómetros de distancia, avanzando muy lentamente en relación con nosotros. Lo estuve observando unos segundos y llamé luego a Tim. Probablemente no era nada lo bastante importante como para molestar al comandante. Empero, existía la posibilidad de que se tratara de un meteoro realmente grande, en cuyo caso valdría la pena investigar. Uno que produjera un eco tan prominente debía ser demasiado voluminoso para llevar a la estación, pero quizá podríamos romperle algunos pedazos para llevárnoslos como recuerdo…, siempre que hiciéramos concordar nuestra velocidad con la del vagabundo del espacio.

Tim se hizo cargo del aparato inmediatamente. Creyó que había ubicado de nuevo al tanque de combustible vacío, lo cual me fastidió no poco, ya que con ello demostraba tener muy poca fe en mi sentido común. Pero se convenció muy pronto de que el objeto se hallaba en otra parte del espacio y en seguida desvanecióse su escepticismo.

—Debe ser una nave sideral, aunque el eco no es lo bastante visible —musitó—. Pronto lo sabremos. Si es una nave, irá emitiendo una cadencia radial.

Sintonizó el receptor sin resultado alguno. Había algunos navíos en otras partes del espacio, pero ninguno tan próximo como para hallarse al alcance de nuestro radar.

Norman habíase unido a nosotros y estaba mirando por sobre el hombro de Tim.

—Si es un meteoro, esperemos que tenga platino u otro metal valioso —dijo—. En tal caso podríamos vivir de renta.

—¡Ba! —protesté—. ¡Fui yo el que lo encontró!

—Eso no cuenta. No perteneces a la tripulación y no deberías estar aquí.

—No te aflijas —me dijo Tim—, nadie ha hallado otra cosa que hierro en los meteoros. Lo más que se puede esperar es un pedazo de níquel demasiado duro para romperlo.

Ya habíamos calculado el rumbo del objeto y descubierto que pasaría a unos veinticinco kilómetros del nuestro. Si deseábamos tomar contacto, tendríamos que cambiar nuestra velocidad en unos trescientos kilómetros de hora, lo cual no era mucho, aunque consumiría una parte importante del combustible tan duramente ganado, cosa que no permitiría el comandante sólo para satisfacer nuestra curiosidad.

—¿De qué tamaño tendría que ser para producir un eco tan brillante? —pregunté.

—No se sabe —repuso Tim—. Depende de las materias que lo compongan y del punto hacia el que mira. Hasta un navío sideral podría producir un eco así si estuviera de proa o de popa hacia nosotros.

—Me parece que lo veo —declaró Norman de pronto—. Y no es un meteoro. Miren ustedes.

Había estado observando con el telescopio del ferry, y de inmediato fui yo a mirar, adelantándome a Tim. Contra el fondo de las estrellas veíase girar con lentitud en el espacio a un objeto cilíndrico brillantemente iluminado por el sol. Aun a primera vista noté que era artificial. Cuando lo hube observado dar una vuelta completa, noté que tenía líneas aerodinámicas y una proa puntiaguda. Parecíase mucho más a las antiguas balas de cañones que a un cohete moderno. Su construcción aerodinámica indicaba que no podía ser un tanque vacío proveniente del lanzador de Hiparco, ya que los recipientes que partían de allí eran cilindros gruesos y cortos que no debían vencer la resistencia de ninguna atmósfera.

El comandante Doyle se quedó mirando largo rato por el telescopio después que lo hubimos llamado. Finalmente declaró:

—Sea lo que fuere, conviene que le echemos un vistazo y demos el informe. Tenemos combustible suficiente para desviarnos unos minutos.

El ferry giró en el espacio cuando comenzamos a corregir la dirección. Los cohetes dispararon unos segundos, se constató el nuevo rumbo y de nuevo hubo otros disparos. Luego de varios impulsos más breves, llegamos a menos de un kilómetro y medio del misterioso objeto y empezamos a acercarnos a él bajo el impulso de los cohetes direccionales. Durante todas aquellas maniobras fue imposible usar el telescopio, de modo que cuando volví a ver a aquel vagabundo del espacio, noté que se hallaba apenas a cien metros a estribor de nuestra nave y se aproximaba con gran lentitud.

En seguida descubrí que era un cohete de especie desconocida para mí. Ignorábamos qué hacía tan cerca de la Luna, pero se ofrecieron varias teorías. Como no medía más de tres metros de largo, bien podía ser uno de los proyectiles automáticos de reconocimiento que se lanzaron al espacio en la primera época de los viajes siderales. El comandante no creyó probable esto, pues estaba seguro de que se habían recogido todos. Además, no parecía llevar los aparatos de radio y televisión que eran parte integrante de aquellos proyectiles.

Estaba pintado de rojo vivo, color muy raro para algo que viaje por el espacio. Vi algunas letras a un costado, aunque no me fue posible interpretar las palabras que formaban. Al rotar lentamente el proyectil apareció a la vista un dibujo negro sobre un fondo blanco, pero desapareció antes de que me fuera posible estudiarlo bien. Aguardé hasta que volviera a aparecer, y ya para entonces se había acercado más el cohete y se hallaba apenas a cincuenta metros de distancia.

—No me gusta su aspecto —masculló Tim Benton, casi para sí—. El color rojo es señal de peligro.

—No seas miedoso —gruñó Norman—. Si fuera una bomba o algo por el estilo, no tendría señales que lo indicaran.

Entonces volvió a aparecer el dibujo que atisbara poco antes. Aun a primera vista habíale notado algo familiar y ahora ya no me cupo duda de lo que era.

Claramente pintado sobre el casco del proyectil veíase el símbolo de la muerte representado por la clásica calavera y los huesos cruzados.