Era uno de esos sueños muy raros durante los cuales sabe uno que está soñando aunque nada puede hacer para despertar. Todo lo que me sucediera en las últimas semanas se presentaba entremezclado ante mi mente. Así como ciertos pantallazos retrospectivos de experiencias pasadas. Me hallaba en la Tierra, aunque carecía de peso y flotaba como una nube sobre valles y montañas. Después me vi en la Estación Interior, aunque debiendo luchar contra la gravedad para hacer cualquier movimiento.
El sueño se convirtió en pesadilla. Ahora estaba pasando por la estación y marchaba por uno de los pasajes prohibidos que me mostrara Norman Powell. La parte central del satélite artificial está unido a las cámaras atmosféricas exteriores por medio de conductos de ventilación lo bastante espaciosos como para dar paso a un hombre. El aire pasa por ellos a bastante velocidad, y hay lugares en los que puede uno introducirse y dejarse llevar volando. Es una experiencia inolvidable, y debe uno saber qué rumbo lleva o correr el riesgo de pasar por alto la salida y tener que luchar contra la corriente de aire para poder regresar. Pues bien, en mi sueño me dejaba llevar yo por el aire y me había extraviado. Frente a mí pude ver las hojas del ventilador que me atraía, ¡y en seguida noté que faltaba la parrilla protectora! Unos segundos más y quedaría cortado en rebanadas…
—Ya está bien —oí que decía alguien—. Sólo fue un desmayo. Acércale el pico otra vez.
Una corriente de aire frío me dio en la cara y traté de apartar la cabeza. Al abrir los ojos me di cuenta de dónde estaba.
—¿Qué pasó? —inquirí, todavía algo atontado.
Tim Benton se hallaba a mi lado con el cilindro de oxígeno en la mano. No parecía muy preocupado.
—No sabemos —repuso—. Pero ya estás bien. Debe haberse atascado la válvula automática de la provisión de oxígeno cuando quedó vacío uno de los tanques. Tú fuiste el único que perdió el sentido, y ya conseguimos solucionar la dificultad golpeando el distribuidor de oxígeno con un martillo. Cuando regresemos habrá que desarmarlo y ver por qué no funcionó la alarma.
Sentíame aún algo aturdido y un poco avergonzado por haber perdido el conocimiento, aunque sé muy bien que esas cosas no se pueden evitar. Y, al fin y al cabo, había servido de conejillo de Indias para advertir a los otros del peligro.
—¿Ocurren a menudo estos accidentes? —inquirí.
—Muy rara vez —repuso Norman con seriedad—. Pero en las naves siderales hay tantos aparatos que es necesario estar alerta en todo momento. En cien años no hemos podido solucionar todos los problemas de los vuelos por el espacio. Siempre hay algo que se descompone.
—No seas tan pesimista, Norman —intervino Tim—. Ya hemos pasado lo nuestro en este viaje. Desde ahora en adelante no ocurrirá nada.
Empero, resultó que este comentario fue el más desacertado que podía haber hecho Tim. Estoy seguro de que los otros jamás le dieron oportunidad de olvidarlo.
Nos hallábamos ya a varios kilómetros del hospital, lo bastante lejos como para que nuestros cohetes no lo dañaran. El piloto había fijado sus controles y esperaba el momento calculado para efectuar los disparos, mientras que todos los demás habíanse instalado en las literas. La aceleración sería demasiado débil para molestarnos; pero debíamos evitar molestias al piloto en el momento de partir y no teníamos otro sitio a dónde ir.
Rugieron los motores durante casi dos minutos. Al cabo de ese lapso era ya el hospital un puntito brillante situado a cincuenta o sesenta kilómetros de distancia. Si el piloto había cumplido bien su misión, ya estábamos deslizándonos en una larga curva que nos llevaría de regreso a la Estación Interior y no nos quedaba más que aguardar tres horas y media mientras la Tierra se fuera agrandando hasta llenar de nuevo casi todo el cielo.
En el trayecto de ida no habíamos podido hablar debido a la presencia del enfermo, pero ahora no había nada que nos lo impidiera. Reinaba en el grupo un entusiasmo desusado que equivalía casi a un estado de semi-ebriedad. De haber pensado en ello, me hubiera dado cuenta de que era muy rara la manera cómo reíamos y bromeábamos todos. Empero, en aquellos momentos me pareció muy natural.
Hasta el comandante se mostró más accesible que nunca, aunque debo advertir que no era en realidad tan formidable como parecía. Eso sí, jamás hablaba de sí mismo, y en la Estación Interior nadie habría soñado con pedirle que contara su participación en la primera expedición a Mercurio. Aunque lo hubieran hecho, jamás habría accedido; sin embargo cedió ahora. Refunfuñó un poco, aunque de manera muy poco efectiva, y al fin comenzó a hablar.
—¿Por dónde comienzo? —dijo a manera de prólogo—. No hay mucho que contar respecto al viaje en sí, ya que se pareció a todos los otros. Nadie había estado tan cerca del Sol hasta esos momentos, pero la cubierta de espejo de nuestra nave funcionó a la perfección y rechazó el ochenta por ciento de los rayos, evitando así que nos asáramos.
«Teníamos instrucciones de no intentar descender a menos que viéramos que era posible hacerlo sin peligro. Por eso nos instalamos en una órbita, a mil quinientos kilómetros de altura, y comenzamos a efectuar un reconocimiento cuidadoso.
»Ya saben que Mercurio muestra siempre al Sol una de sus caras, de modo que no tiene días y noches como hay en la Tierra. Uno de sus lados está en oscuridad perpetua, mientras que el otro está siempre a la luz. Sin embargo, hay entre ambos hemisferios una zona angosta que podríamos llamar del «crepúsculo», y allí no es tan tremenda la temperatura. Por eso decidimos descender en esa región si lográbamos hallar un sitio conveniente.
»La primera sorpresa nos la llevamos al ver el lado diurno del planeta. No sé por qué, todos habíamos imaginado que se asemejaría mucho a la Luna y estaría cubierto de cráteres y cadenas montañosas. Pero no era así. No hay montañas en la parte de Mercurio que da al Sol; sólo se ven algunas colinas poco elevadas y grandes planicies resquebrajadas. La razón de esto es obvia; la temperatura en esa zona de sol perpetuo sobrepasa los mil grados. No basta para fundir las rocas, pero las ablanda, y la gravedad hace el resto. Con el transcurso de las edades, las montañas que puedan haber existido en el lado diurno de Mercurio se fueron aplastando hasta desaparecer. Sólo las había alrededor del hemisferio nocturno, donde la temperatura es mucho menor.
»La segunda sorpresa nos la causó el hecho de que hubiera lagos en ese infierno ardiente. Claro que no eran lagos de agua, sino de metal derretido. Como hasta ahora no ha podido llegar nadie hasta ellos, no sabemos qué metales son».
El comandante meneó la cabeza en actitud pensativa antes de continuar.
—«Como podrán imaginar, no teníamos el menor interés por descender en el lado diurno. Así, pues, una vez que hubimos completado un mapa fotográfico, fuimos a echar un vistazo al lado nocturno.
»La única manera de hacer esto fue iluminándolo con cohetes luminosos. Nos acercamos lo más posible, hasta menos de ciento cincuenta kilómetros, y disparamos cohetes luminosos de más de mil millones de bujías, tomando fotografías por medio de su luz. Los cohetes avanzaban a la misma velocidad que nosotros hasta consumirse por completo.
»Fue muy extraño el saber que estábamos iluminando una tierra a la que jamás llegaba el sol, una tierra donde la única luz en millones de años debía haber sido la de las estrellas. Si había allí seres vivientes, cosa muy poco probable, debían estarse llevando una gran sorpresa. Por lo menos eso es lo que pensé al ver que nuestros cohetes esparcían su resplandor sobre aquella tierra oculta. Después me dije que los habitantes de las tinieblas serían sin duda ciegos, tal como los peces de las profundidades de nuestros océanos. Empero, todo esto era fantasía; no era posible que existiera vida en esa oscuridad perpetua y a una temperatura de casi quinientos grados bajo cero[2]. Claro que ahora estamos mejor enterados».
Hizo una pausa al tiempo que sonreía levemente.
—«Pasó casi un semana antes de que nos arriesgáramos a descender, y ya para entonces habíamos trazado un mapa bastante completo del planeta. El hemisferio nocturno y gran parte de la zona del crepúsculo son bastante montañosos, pero vimos muchas regiones llanas que nos parecieron promisorias. Al fin elegimos una amplia hondonada de poca profundidad al borde del hemisferio diurno.
»En Mercurio hay un poco de atmósfera, aunque no la suficiente para poder emplear alas o paracaídas, de modo que debimos aterrizar frenando con los cohetes, tal como se hace en la Luna. Por más que uno lo haya hecho otras veces, el descenso por medio de cohetes resulta siempre un poco duro para los nervios, especialmente en un mundo nuevo, donde no sabe uno si lo que parece roca lo es en realidad.
»En fin, comprobamos que era roca y no una de esas traidoras montañas de polvo que tenemos en la Luna. El tren de aterrizaje absorbió tan bien el impacto que casi no lo notamos en la cabina. Después se desconectaron automáticamente los motores y ya estábamos sobre el planeta los primeros hombres que llegaban a él.
»He dicho que descendimos en los límites del hemisferio diurno. Por ese motivo se nos presentó el Sol como un gran disco cegador situado sobre el horizonte.
»Resultaba extraño verlo allí casi fijo, sin levantarse ni ponerse, aunque, como Mercurio tiene una órbita muy excéntrica, el Sol salta de un lado a otro describiendo un arco bastante considerable. No obstante, en ningún momento lo vimos ocultarse tras el horizonte, y tuve siempre la impresión de que era tarde y muy pronto caería la noche. Costaba trabajo comprender que allí no significaban nada las palabras día y noche…
»Eso de explorar un mundo nuevo parece muy emocionante, y supongo que lo es; pero también es un trabajo arduo y peligroso, especialmente en un planeta como Mercurio. Primeramente debíamos ocuparnos de que la nave no se recalentara, y para este fin llevábamos algunos toldos protectores a los que llamábamos parasoles. Tenían un aspecto muy raro, pero sirvieron perfectamente. Hasta llevábamos unos portátiles, muy similares a tiendas de campaña, que nos protegerían si nos quedábamos demasiado tiempo al aire libre. Eran de nylon blanco y rechazaban casi toda la luz del sol, aunque dejando pasar lo suficiente para proveernos de todo el calor y la luz que pudiéramos necesitar.
»Pasamos varias semanas explorando el hemisferio diurno y llegamos a alejarnos hasta treinta kilómetros del navío. Quizá no les parezca mucho, pero es una distancia apreciable cuando tiene uno puesto el traje espacial y lleva encima todo su equipo. Recogimos centenares de muestras minerales y tomamos millares de lecturas con nuestros instrumentos, mandando todos los resultados por radio de onda ultra corta. Era imposible internarse lo suficiente en el lado diurno como para llegar a los lagos que habíamos visto. El más próximo se hallaba a más de mil doscientos kilómetros de distancia, y no disponíamos de suficiente combustible como para andar saltando de un lado a otro del planeta. De cualquier modo, habría sido demasiado peligroso meterse en ese horno con el equipo que llevábamos».
El comandante hizo una pausa, mirando fijamente hacia el espacio, como si pudiera ver fuera de la cabina y observar los desiertos ardientes de aquel mundo tan distante.
«—Sí —continuó al fin—, Mercurio es tremendo. Contra el frío se puede luchar, pero el calor es otro problema. Supongo que no debería decirlo yo, pues al fin fue el frío el que me venció…
»Lo que no esperábamos encontrar en Mercurio era vida, aunque la Luna debió habernos servido de lección. Tampoco allí esperó nadie que la hubiera. Y si alguien me hubiera dicho: “Suponiendo que haya vida en Mercurio, ¿dónde irías a buscarla?”, habría respondido de inmediato: “Pues, en la zona crepuscular, naturalmente.” Y en eso me habría equivocado por completo.
»Aunque a ninguno nos agradó la idea, decidimos echar por lo menos un vistazo al hemisferio nocturno. Tuvimos que trasladar la nave unos ciento cincuenta kilómetros para alejarnos de la zona crepuscular, y descendimos sobre una colina baja y chata, a unos kilómetros de una cadena de montañas de aspecto interesante. La roca sobre la que estábamos tenía una temperatura de quinientos grados bajo cero[3], pero nuestra calefacción nos protegía adecuadamente. Aun sin ella, la temperatura interior bajó muy lentamente, pues había un vacío casi completo a nuestro alrededor, y las paredes plateadas del casco reflejaban casi todo el calor que perdíamos por radiación. En una palabra, vivíamos dentro de un gran termo y nuestros cuerpos también generaban bastante calor.
»Así y todo, nada podíamos averiguar quedándonos dentro de la nave, de modo que tuvimos que ponernos nuestros trajes espaciales y salir de ella. Los trajes que usábamos habían sido probados a fondo en la Luna durante el período nocturno, el que es casi tan frío como en Mercurio, pero ninguna prueba puede igualarse a lo verdadero. Por eso es que salimos tres de nosotros. Si uno se veía en dificultades, los otros dos podrían llevarlo de regreso a la nave.
»Yo formé parte de aquel primer grupo. Anduvimos dando unas vueltas durante treinta minutos, tomando las cosas con calma y comunicándonos por radio con la nave. Gracias a Venus, la oscuridad no era tan absoluta como temíamos. El planeta pendía en el cielo, iluminándolo todo de tal manera que hasta se proyectaban algunas sombras. También eran visibles la Tierra y la Luna que formaban una hermosa estrella doble justo sobre el horizonte y daban bastante luz, de modo que en ese sentido no tuvimos grandes dificultades. Pero ni Venus ni la Tierra prestaban el menor calor a aquella tierra helada.
»Al navío no podíamos perderlo de vista, pues era el objeto más prominente en varios kilómetros a la redonda y, además, habíamos colocado un reflector muy potente en su proa. Con cierta dificultad logramos romper unos pedazos de roca y llevarlos con nosotros. No bien entramos con ellos en la cámara de compresión ocurrió algo muy extraño, pues instantáneamente se cubrieron de escarcha y se formaron sobre ellos unas gotas de líquido que comenzaron a caer al suelo y evaporarse. Era el aire de la nave que se condensaba sobre los fragmentos helados de roca. Tuvimos que esperar media hora antes de que se calentaran lo suficiente como para tocarlos.
»Una vez seguros de que nuestros trajes podrían soportar la exposición a las condiciones imperantes en el hemisferio nocturno, hicimos viajes más largos, aunque nunca nos alejamos de la nave por más de un par de horas. Aún no habíamos llegado a las montañas, que estaban demasiado lejos. Yo solía pasarme horas observándolas por el telescopio electrónico, ya que había la luz suficiente para ello.
»Un día vi algo que se movía. Tanto me asombró esto que por un momento me quedé completamente inmóvil y con los ojos desorbitados. Después me recobré lo suficiente como para poner en funcionamiento la cámara.
»Ustedes deben haber visto la película. No es muy nítida debido a la poca luz; pero muestra la ladera de la colina con una especie de alud en primer plano y algo grande y blanco rebuscando entre las rocas. Cuando lo vi por primera vez parecía un espectro y puedo asegurarles que me asusté bastante. Después me sobrepuse con el entusiasmo de aquel descubrimiento y me dediqué a observarlo. No vi mucho, pero tuve la impresión general de un cuerpo más o menos esférico con cuatro patas por lo menos. Al fin desapareció y no volví a avistarlo.
»Naturalmente, dejamos todo lo demás y sostuvimos una conferencia urgente. Por suerte para mí, se me había ocurrido filmar la película, pues de otro modo me habrían acusado de embustero. Todos concordamos en que debíamos tratar de acercarnos a aquel ser; sólo faltaba saber si sería peligroso.
»No disponíamos de armas de ninguna clase, pero en la nave había una pistola de señales con la que por lo menos podríamos asustar a cualquier bestia que nos atacara. Yo llevé la pistola y mis dos acompañantes, que eran el navegante Borrell y el telegrafista Glynne, se munieron[4] de un par de barrotes pesados. También llevábamos cámaras y equipos de luces por si podíamos obtener algunas fotos buenas. Calculamos que el número acertado de expedicionarios sería el de tres. No convendría mandar menos, y si el extraño ser era realmente peligroso, ni con toda la tripulación podríamos haberlo contenido.
»Tardamos más o menos una hora en cubrir el trayecto de ocho kilómetros que había hasta las montañas. Los de la nave constataron nuestro derrotero por medio de la radio y uno de los tripulantes estudiaba los alrededores con el telescopio a fin de advertirnos si se presentaba algún ser viviente. No creo que nos sintiéramos en peligro; estábamos demasiado entusiasmados para ello, y no creíamos posible que pudiera dañarnos ningún animal mientras lleváramos puestos los trajes espaciales. La poca gravedad y la fuerza extra que nos daba este detalle nos hizo ganar confianza.
»Al fin llegamos al deslizamiento de rocas e hicimos un descubrimiento muy raro. Por allí había estado alguien reuniendo piedras y rompiéndolas, ya que había varias pilas de fragmentos rotos por los alrededores. Resultaba difícil interpretar el significado de esto, a menos que la criatura que buscábamos hallara su alimento entre las piedras.
»Recogí algunas muestras para analizarlas, mientras que Glynne fotografiaba nuestro descubrimiento y daba parte a la nave. Después comenzamos a recorrer los alrededores, manteniéndonos juntos por si acaso. La parte en que había ocurrido el deslizamiento de las rocas tenía un kilómetro y medio de anchura, y parecía como si hubiera cedido toda la ladera y se hubiese deslizado hacia abajo. Nos preguntamos qué sería lo que había causado aquello, pues no hay allí cambios climáticos. Además, como no hay erosión, no podíamos calcular en qué época se había producido la avalancha.
»Imagínense ahora el aspecto que presentaríamos al saltar por entre aquella maraña de rocas destrozadas, con la Tierra y Venus destacándose en el cielo como dos estrellas de primerísima magnitud y las luces de nuestra nave ardiendo en el horizonte. Ya para entonces estaba convencido de que nuestra presa debía ser un comedor de rocas, pues no parecía haber ninguna clase de alimentos en aquel planeta tan desolado.
»De pronto resonó en mi receptor el grito de Glynne que exclamaba: “¡Allí está! ¡Miren hacia aquel farallón!”.
»Nos volvimos para mirar y entonces pude ver bien al mercuriano. Se parecía más que nada a una araña gigantesca o quizás a uno de esos cangrejos de patas largas y delgadas. Su cuerpo era una esfera de un metro de diámetro y tenía un color blanco plateado. Al principio creíamos que contaba con cuatro patas, pero después descubrimos que eran en realidad ocho, cuatro de las cuales las llevaba de reserva bien pegadas al cuerpo. Las ponía en uso cuando el increíble frío de las rocas comenzaba a traspasar las capas de uñas aisladoras que formaban sus pies o cascos. Cuando se le enfriaban las patas, las subía y bajaba las de reserva.
»También tenía dos miembros delanteros, los que usaba en ese momento en rebuscar entre las rocas. Ambos terminaban en garras o pinzas córneas que daban la impresión de ser peligrosas. No había cabeza, sino sólo una protuberancia pequeña sobre la esfera que formaba el cuerpo. Después descubrimos que allí tenía dos ojos muy grandes para ver a la luz leve de las estrellas en el hemisferio nocturno, y dos pequeños para sus excursiones por la zona crepuscular más iluminada. Los ojos grandes, más sensitivos que los otros, los cerraba al andar por la luz.
»Lo observamos fascinados mientras pasaba por entre las rocas, deteniéndose aquí y allá para tomar una y hacerla polvo entre sus pinzas. Después aparecía algo similar a una lengua y con ella engullía el polvo.
»Borrell preguntó: “¿Qué andará buscando? Esas rocas parecen muy blandas. ¿No serán de tiza?” Luego de mirar un momento, le respondí: “Lo dudo. Su color no es el de la tiza y ésta se forma sólo en el fondo de los mares. En Mercurio nunca ha habido grandes volúmenes de agua”.
»Glynne propuso que nos acercáramos más. “Desde aquí no puedo fotografiarlo bien. Tiene aspecto imponente, pero no creo que nos haga daño; lo más probable es que eche a correr no bien nos vea”.
»Empuñé la pistola de señales con más firmeza y le dije que podíamos avanzar, aunque advertí que debíamos hacerlo con lentitud y detenernos en cuanto nos descubriera el animal. Estábamos a unos treinta metros antes de que la bestia diera señales de interesarse en nosotros. Entonces giró sobre sus patas y pude ver sus grandes ojos que nos miraban al resplandor de Venus. Glynne pidió permiso para usar la lámpara relámpago, pues la luz no era suficiente para tomar una foto bien nítida. Tras un momento de vacilación le dije que lo hiciera. El animal hizo un movimiento brusco al relucir la luz de magnesio, y oí que Glynne exhalaba un suspiro de alivio al tiempo que comentaba: “Bueno, por lo menos ya tenemos una foto. ¿No podría tomar otra desde más cerca?”.
»Le contesté que no, agregando: “Podrías asustarlo o fastidiarlo, lo cual sería peor. No me gustan esas pinzas. Probemos de demostrarle que somos amigos. Quédense aquí mientras me adelanto; así no pensará que queremos atacarle todos”.
»Bueno, todavía sigo opinando que la idea no era mala; pero en aquellos días ignoraba yo las costumbres de los mercurianos. Cuando comencé a avanzar con lentitud, el animal pareció ponerse rígido, como un perro que defiende un hueso…, y por la misma razón, según calculé. Se irguió en toda su estatura, que llegaba casi a los dos metros y medio, y luego comenzó a mecerse de atrás hacia adelante, muy a semejanza de un globo cautivo movido por la brisa.
»Borrell me gritó que me volviera, que no debía arriesgarme tanto. “No pienso arriesgarme”, repuse. “No es fácil caminar hacia atrás estando dentro de un traje espacial, pero voy a intentarlo”.
»Había logrado retroceder unos metros cuando movió la bestia uno de sus miembros y asió una piedra. Su actitud era tan humana que comprendí lo que iba a pasar e instintivamente cubrí mi visor con el brazo. Un momento más tarde sentí que algo golpeaba la parte inferior de mi traje espacial con fuerza terrible. No me hizo daño, pero vibró todo el traje durante varios segundos, tiempo durante el cual contuve el aliento, esperando el zumbido fatal del aire que escapara por alguna abertura. Pero el traje resistió el impacto, aunque pude ver una abolladura bastante profunda en la parte correspondiente al muslo izquierdo. Seguro de que tal vez no sería tan afortunado si ocurría un nuevo ataque, decidí usar mi arma para distraer a la bestia.
»El cohete luminoso flotó muy lentamente en dirección a las estrellas, inundando el paisaje con una luz potente que hizo perder brillo a la de Venus. Entonces sucedió algo que no íbamos a entender hasta mucho después. Ya había visto yo un par de bultos a cada lado del cuerpo del mercuriano, y mientras lo estábamos observando vimos abrirse esas protuberancias como la cubierta que tienen los escarabajos para las alas y de debajo de ellas aparecieron un par de alas negras y muy anchas. Tanto me asombró ver algo así en un mundo casi sin aire que me detuve de pronto. Después se extinguió la luz del cohete y al mismo tiempo se plegaron las alas para ser cubiertas nuevamente por sus protectores córneos.
»El animal no pareció dispuesto a seguirnos y no encontramos otros en aquella ocasión. Como han de imaginar, nos sentimos muy intrigados, y nuestros compañeros del navío casi no pudieron creernos cuando les contamos lo sucedido. Naturalmente, ahora que conocemos la respuesta del misterio, nos parece muy sencillo.
»Aquello que vimos desplegarse no eran realmente alas, aunque lo habían sido millones de años atrás, cuando Mercurio tenía su atmósfera. La bestia que habíamos descubierto era uno de los casos de adaptación más maravillosos que existen en el sistema solar. Su vivienda normal es la zona crepuscular; pero como los minerales de que se alimenta se han agotado en esos lugares, tiene que internarse a buscarlos en el hemisferio nocturno. Todo su cuerpo ha cambiado para resistir ese frío increíble, y ésa es la razón de que sea de color blanco plateado, pues este color deja escapar la menor cantidad posible de calor. Aun así, no puede permanecer indefinidamente en la zona nocturna, y debe volver cada tanto a la crepuscular, lo mismo como las ballenas de la tierra que tienen que subir a la superficie a aspirar aire. Cuando ve de nuevo el sol, despliega esas alas negras que son en realidad absorbentes de calor. Supongo que el cohete luminoso habrá provocado en él esa reacción, o quizá quiso absorber el poco calor que irradiaba.
»La carencia de alimentos debía ser tremenda para que la naturaleza hubiera tomado medidas tan drásticas. Los mercurianos no son realmente salvajes, pero tienen que luchar entre sí para sobrevivir. Como la cubierta córnea de sus cuerpos es casi invulnerable, atacan a las piernas. Una vez que queda impedido en la zona nocturna está condenado a morir, pues no puede llegar a la crepuscular antes de que se le agoten las reservas de calor. Por eso han aprendido a arrojar piedras a las patas de sus congéneres con puntería extraordinaria. Mi traje espacial debe haber intrigado al ejemplar que encontramos, no obstante lo cual hizo todo lo posible por dejarme impedido. Como me enteré poco después, había cumplido su propósito demasiado bien.
»Todavía no sabemos mucho respecto a esos seres, a pesar de los esfuerzos que se han hecho para estudiarlos. La verdad es que tengo una teoría que me gustaría se investigara. Me parece que, tal como algunos mercurianos se han adaptado de manera de poder recorrer la zona nocturna, puede haber otra variedad que haya entrado en el hemisferio diurno. Mucho me gustaría saber qué aspecto tendrán esos otros».
El comandante hizo un alto y tuve la impresión de que no deseaba continuar. Pero nuestras miradas interrogantes le obligaron a hacerlo y prosiguió a poco:
«—Regresamos lentamente hacia la nave, todavía hablando sobre la bestia que acabábamos de ver, cuando comprendí de pronto que algo andaba mal, pues se me estaban enfriando mucho los pies. A poco noté que descendía la temperatura de mi traje espacial, absorbida por las rocas heladas que pisaba.
»De inmediato me hice cargo de lo sucedido. El golpe de la piedra debía haber interrumpido los circuitos de la calefacción de las piernas y nada podría hacer hasta llegar a la nave…, que estaba a seis kilómetros de distancia.
»Dije a los otros lo que había pasado y apretamos la marcha lo más posible. Cada vez que tocaba el suelo con los pies sentía ese frío que se tornaba cada vez más irresistible. Al cabo de un tiempo perdí por completo la sensibilidad, lo que por lo menos fue una pequeña ventaja. Mis piernas no eran ya más que dos trozos de materia insensible y aún me hallaba a tres kilómetros del navío cuando me fue imposible seguir moviéndolas. El frío había inmovilizado la articulación del traje espacial.
»Después tuvieron que llevarme mis compañeros, y debo haber perdido el conocimiento durante un tiempo. Lo recobré una vez cuando estábamos todavía en camino y por un momento creí que era presa del delirio, pues a mi alrededor reinaba una luz extraordinaria. En el cielo se veían notables llamas coloreadas que parecían llegar hasta las estrellas. Atontado como estaba, pasó un tiempo antes de que comprendiera de qué se trataba. La aurora, que es mucho más brillante en Mercurio que en la Tierra, había decidido efectuar una de sus exhibiciones. Esto fue muy irónico, aunque en esos momentos no pude apreciarlo. Aunque el planeta parecía arder a mi alrededor, yo estaba por morir helado.
»Pues bien, al fin llegamos, aunque no recuerdo cómo entramos en la nave. Cuando recobré el conocimiento, ya habíamos emprendido el regreso hacia la Tierra…, pero mis piernas habían quedado en Mercurio».
Durante largo rato estuvimos todos silenciosos. Después miró el piloto su cronómetro y exclamó:
—¡Diablos! ¡Debí haber constatado el curso hace ya diez minutos!
Esto terminó con el suspenso y todos volvimos a la realidad.
Durante los diez minutos siguientes estuvo ocupado el piloto en la consulta de sus instrumentos. Los primeros astronautas sólo tuvieron las estrellas para guiarse, pero ahora se dispone de toda clase de guías entre las que se cuenta la radio y el radar. Sólo se apelaba a los tediosos métodos astronómicos a gran distancia de la Tierra, ya fuera del alcance de las estaciones de nuestro planeta.
Me puse a observar los dedos del piloto que volaban sobre las teclas del calculador y vi de pronto que se quedaba rígido. Un momento más tarde volvía a tocar las teclas y repetía sus cálculos. Al salir la respuesta en el registro comprendí que pasaba algo malo. Por un momento contempló el piloto aquellas cifras como si no pudiera creer en el testimonio de sus sentidos. Después soltóse las correas que lo sujetaban al asiento y deslizóse con rapidez hacia el ojo de buey más cercano.
Fui yo el único que se hizo cargo del detalle. Los otros estaban leyendo tranquilamente en sus literas o tratando de dormir un rato. Me dirigí entonces hacia uno de los ojos de buey y vi en el espacio al planeta hacia el que debíamos caer. De pronto sentí como si una mano helada me oprimiera el corazón y por un instante dejé de respirar. Ya para esa hora debía presentarse la Tierra de mucho más tamaño al caer nosotros desde la órbita del hospital. Sin embargo, a menos que me engañaran los ojos, era más pequeña que la última vez que la viera. Volví a mirar al piloto y su expresión confirmó mis temores.
¡Nos estábamos alejando hacia el espacio infinito!