Alguien gritaba continuamente por la radio, tratando de advertir al actor. Aunque el aviso llegara a tiempo, me pregunté si Tex tendría suficiente sentido común para obrar como debía. Lo más probable era que se dejara dominar por el pánico y girara sin gobierno y sin alterar su curso.
El comandante debió haberse dado cuenta de esto, pues gritó de pronto:
—¡Agárrense todos! ¡Voy a torcer el espejo! Me tomé de la agarradera más próxima, mientras que el comandante daba un envión con sus poderosos brazos para lanzarse a través de la cabina hacia el tablero de instrumentos instalado temporariamente junto a la ventana de observación. Lanzó una mirada al inoportuno viajero que se acercaba e hizo un rápido cálculo mental. Un momento después volaron sus dedos sobre las palancas que gobernaban el disparo de los cohetes.
A noventa metros de distancia, sobre el lado opuesto del espejo, vi las llamaradas de los escapes. A nuestro alrededor tembló todo el armazón que no estaba diseñado para moverse de manera tan súbita. Así y todo, pareció girar con extrema lentitud, no obstante lo cual noté que el Sol se movía hacia un lado. Ya no apuntábamos directamente hacia el astro rey, y el invisible cono de fuego procedente del espejo se expandía inofensivamente en el espacio. Jamás supimos a qué distancia del mismo pasó el actor; pero después nos dijo que sintió una fugaz explosión de luz cegadora que le pasaba rozando y le dejó atontado durante unos segundos.
Los cohetes de gobierno ardieron por completo y lancé un suspiro de alivio al soltar la agarradera. Aunque había sido leve la aceleración, era más de la que podía soportar el espejo, de modo que se soltaron algunas de las superficies reflectoras que ahora vimos girar con lentitud por el espacio. Lo mismo ocurría con toda la estación solar; se necesitarían varias maniobras cuidadosas para detener el movimiento de rotación que le había dado el comandante. El Sol, la Tierra y las estrellas giraban con lentitud a nuestro alrededor, y tuve que cerrar los ojos antes de poder orientarme nuevamente.
Cuando volví a abrirlos, el comandante hablaba por radio con el Orson Welles, explicando lo que había sucedido y aclarando sin ambage alguno lo que pensaba del señor Tex Duncan. Así terminó el trabajo de ese día, y pasó bastante tiempo antes de que volviéramos a ver al actor.
Poco después de este episodio se alejaron nuestros visitantes, internándose más en el espacio. El hecho de que estuviéramos en la oscuridad la mitad del tiempo, mientras pasábamos por el cono de sombra de la Tierra era un inconveniente grande para su trabajo. Aparentemente, no habían tenido en cuenta este detalle, y cuando volvimos a oír de ellos, se hallaban a unos quince mil kilómetros de distancia de la Tierra en una órbita levemente oblicua que los mantenía constantemente a la luz del sol.
Lamentamos que se alejaran, pues nos habían brindado un entretenimiento inesperado y todos estábamos ansiosos por ver en acción los famosos fusiles de rayos. Para sorpresa de todos, el grupo entero regresó eventualmente a la Tierra sin la menor novedad. Eso sí, todavía estamos esperando que estrenen la película.
Con ello terminó para Norman la adoración hacia su héroe. La foto de Tex desapareció de su armario y no volvimos a verla.
En mis andanzas había visitado ya casi todos los sectores de la estación en los que se permitía la entrada. El territorio prohibido incluía la planta de fuerza motriz —que era radiactiva, de modo que nadie podía entrar en ella—, los depósitos, vigilados por un fiero cuartelmaestre, y la cabina de mandos principal. Tenía muchos deseos de visitar este último lugar, pues era el «cerebro» de la estación y desde allí se mantenía contacto radial con todas las naves que se hallaban en aquella parte del espacio, así como con la Tierra. Hasta que consideraran todos que no sería una molestia, habría muy pocas posibilidades de que me dejaran entrar. Pero yo estaba decidido a hacerlo algún día, y al fin se me presentó la oportunidad deseada.
Una de las tareas de los aprendices menores era la de llevar café y algún sandwich al oficial de servicio a cierta hora de su guardia. Esto ocurría siempre que la estación cruzaba el Meridiano de Greenwich. Como tardábamos cien minutos exactos en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra, todo se basaba en este intervalo, y nuestros relojes estaban arreglados para marcar la hora local en este momento. Al cabo de un tiempo se acostumbraba uno a calcular el tiempo mirando simplemente a la Tierra y viendo el continente sobre el que cruzábamos.
El café, como todos los líquidos, se llevaba en recipientes cerrados y había que beberlos sorbiéndolos por un tubito de plástico, ya que, no existiendo la gravedad, no era posible verterlos. Se llevaban a la cabina en un armazón con agujeros pequeños en los que se alojaban los recipientes, y su llegada era muy bien recibida por el personal de guardia, salvo cuando estaban ocupados en alguna emergencia y no podían prestar atención a nada que no fuera su trabajo.
Necesité apelar a toda mi persuasión antes de conseguir que Tim Benton me eligiera para aquella tarea. Le hice ver que así dejaba libres a otros muchachos para que atendieran ocupaciones más importantes, a lo cual replicó que eran muy pocas las cosas que les gustaba hacer. No obstante, al fin cedió a mis ruegos.
De acuerdo con las instrucciones recibidas, me detuve frente a la puerta de la cabina de mandos en el momento en que la estación pasaba sobre el Golfo de Guinea e hice sonar la campanilla que llevaba.
—¡Adelante! —gritó desde adentro el oficial de guardia.
Pasé con mi bandeja y me puse a repartir los alimentos y las bebidas. El último recipiente llegó a su consumidor cuando estábamos pasando por sobre la costa africana.
Deben haber sabido que iría yo, pues nadie se sorprendió al verme. Como debía quedarme a llevar los recipientes vacíos, tuve oportunidad de sobra para estudiar la cabina. La misma estaba escrupulosamente limpia, tenía techo abovedado y un amplio panel de cristal que la rodeaba por completo. Además del oficial de guardia y su ayudante, se hallaban allí varios operadores de radio y otros hombres que atendían aparatos que no reconocí. Por todas partes había perillas y pantallas de televisión; vi también luces que se encendían y apagaban continuamente; sin embargo reinaba el silencio en el recinto. Los hombres sentados a sus escritorios tenían auriculares sujetos a las orejas y micrófonos de garganta, de modo que podían hablar sin molestar a los otros. Me resultó fascinante ver trabajar a aquellos expertos en sus respectivas tareas, dirigiendo naves que estaban a miles de kilómetros de distancia, hablando con otras estaciones espaciales y atendiendo los numerosos instrumentos de los que dependían nuestras vidas.
El oficial de guardia estaba sentado en un amplio escritorio sobre el que brillaban numerosas luces de colores. Bajo la cubierta de cristal del mismo veíase una representación de la Tierra, la órbita de otras estaciones y la ruta seguida por las naves siderales en nuestro sector del espacio. De vez en cuando decía algo en voz baja, moviendo apenas los labios, y me daba cuenta yo de que su orden contenía el avance de algún navío que se aproximaba o indicábale que podía tomar contacto con la estación.
No me atreví a quedarme allí una vez que hube cumplido mi labor; pero el día siguiente se me presentó otra oportunidad, y como no había mucho trabajo, uno de los ayudantes tuvo la gentileza de mostrarme las maravillas del lugar… Me permitió escuchar algunas de las conversaciones radiales y me explicó el funcionamiento del gran panel de cristal. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el reluciente cilindro de metal cubierto de perillas y luces de colores que ocupaba el centro de la cabina.
—Éste es CAOV —me dijo mi guía en tono de orgullo.
—¿Cómo? —inquirí.
—Son las iniciales de Computador Automático de Órbitas de Viaje.
Acto seguido se volvió hacia el operador.
—¿En qué lo tienes ahora? —preguntó.
El otro dio una respuesta que consistía principalmente de fórmulas matemáticas, aunque alcancé a captar la palabra «Venus».
—Bien. Supongamos que quisiéramos partir hacia Venus dentro de cuatro horas —dijo mi guía, y se puso a tocar las perillas del impresionante aparato.
Esperé que CAOV comenzara a zumbar y gruñir, mas lo único que sucedió fue que unas cuantas de sus luces cambiaron de color. Luego, pasados unos diez segundos, oí dos campanillazos suaves y por una ranura vi salir una cinta de papel cubierta de cifras impresas.
—Aquí tienes todo lo que se necesita saber. Dirección en que se debe apuntar la nave, elementos orbitales, tiempo de viaje y hora en que ha de comenzarse a frenar. ¡Lo único que te hace falta es un navío sideral!
Me pregunté cuántos centenares de cálculos habría hecho el cerebro electrónico en aquellos breves segundos. Sin duda alguna, el viajar por el espacio era algo muy complicado, tanto así que a veces me deprimía pensar en ello. Al ocurrírseme esta idea recordé que aquellos hombres no parecían ser mucho más inteligentes que yo; la única diferencia que había era que poseían muchos más conocimientos. Si uno trabajaba duro y estudiaba mucho, podría aprender tanto como ellos.
Mi estada en la Estación Interior se acercaba ya a su fin, aunque no de la manera que era de esperar. Habíame acostumbrado a la rutina tranquila de aquella vida, respecto a la cual me explicaron que allí arriba no ocurría nunca nada, y que si deseaba emociones debería haberme quedado en la Tierra. Esto me resultó un tanto decepcionante, pues abrigaba la esperanza de que sucediera algo fuera de lo común mientras me hallaba yo allí, aunque no podría imaginar qué podría pasar. Empero, resultó que muy pronto se cumplieron mis deseos.
Pero antes de tocar el punto, veo que tendré que decir algo respecto a las otras estaciones espaciales, las que no he mencionado hasta el momento.
La nuestra, situada sólo a ochocientos kilómetros de altura, era la más próxima a la Tierra; pero había otras que cumplían funciones igualmente importantes y estaban a distancias mucho mayores. Cuanto más lejos se hallaban, tanto más tiempo tardaban en completar su rotación alrededor del planeta. Nuestro «día» duraba sólo cien minutos; pero las estaciones más alejadas de todas tardaban veinticuatro horas en circundar su órbita, dando así los curiosos resultados que mencionaré más tarde.
Tal como he explicado, el propósito a que estaba destinada la Estación Interior era el de servir de punto de abastecimiento y empalme para los navíos del espacio que llegaban y salían. Para este fin era necesario que estuviera lo más cerca posible de la Tierra. Más abajo de los ochocientos kilómetros hubiera sido poco práctico, ya que los últimos restos de aire de la atmósfera habrían quitado a la estación parte de su velocidad y terminado por provocar su caída final.
Por otra parte, las estaciones meteorológicas debían estar situadas lo bastante lejos como para que desde ellas se pudiera ver la mayor parte posible del planeta. Había dos de ellas a diez mil kilómetros de altura, y ambas daban la vuelta al mundo en seis horas y media. A semejanza de la nuestra, viajaban sobre el Ecuador. Por este motivo, aunque podían ver mucho más hacia el norte y el sur, las regiones polares presentábanse para ellas muy distorsionadas o fuera del radio visual. Por esto existía la Estación Meteorológica Polar, la que, a diferencia de todas las otras, recorría una órbita que pasaba sobre los polos. Estas tres estaciones podían así observar el tiempo constantemente en todo el planeta.
También se llevaban a cabo en ellas cuidadosas observaciones astronómicas. Habíanse construido grandes telescopios que flotaban en una órbita libre en la que su peso no sería obstáculo alguno.
Más allá de las Estaciones Meteorológicas, a veinticinco mil kilómetros de altura, se hallaban los laboratorios biológicos y el famoso Hospital del Espacio. En ellos se efectuaban investigaciones sobre los efectos de la gravedad cero y podía tratarse allí muchas enfermedades que eran incurables en la Tierra. Por ejemplo, el corazón no necesitaba esforzarse tanto para gobernar la circulación de la sangre, de modo que descansaba de una manera imposible de lograr en la Tierra.
Finalmente, a treinta y cinco mil kilómetros de altura, estaban las grandes Estaciones Electrónicas, las que tardaban un día exacto en dar una vuelta completa a su órbita. Por consiguiente, parecían estar siempre fijas sobre los mismos puntos del planeta. Unidas por ondas radiales, proveían servicios de televisión a toda la Tierra, así como también radio y teléfono.
Una estación que servía a las Américas, estaba en la latitud 90° Oeste. Otra, en 30° Este, cubría Europa y África. La tercera, en 150° Este, servía toda el área del Pacífico. No había lugar alguno de la Tierra donde no se pudiera sintonizar una u otra de estas emisoras. Y una vez que dirigía uno su antena correctamente, no volvía a presentarse la necesidad de cambiarla de nuevo. El sol, la Luna y los planetas podían elevarse y ponerse, pero las tres Estaciones Electrónicas jamás se movían de sus posiciones en el cielo.
Las diversas órbitas estaban unidas por un servicio especial de cohetes pequeños que efectuaban viajes a intervalos poco frecuentes. En total había poco tráfico entre ellas, ya que la mayor parte de sus negocios se hacían directamente con la Tierra. Al principio abrigué la esperanza de visitar algunos de nuestros vecinos, pero no tardé en comprender que esto sería imposible. Estaba destinado a regresar a casa al cabo de la semana y en ese lapso no había espacio disponible en ninguno de los transportes. Aunque lo hubiera habido, se me señaló que existían cargas mucho más valiosas para transportar.
Me hallaba en el Estrella Matutina, observando a Ronnie Jordan dar los últimos toques a un hermoso modelito de nave espacial, cuando llamaron por radio. Era Tim Benton, de servicio en la estación, y parecía muy alterado.
—¿Eres tú, Ron? ¿Alguien más allí? ¿Sólo tú? Bueno, no importa; escucha esto que es muy importante.
—Habla —contestó Ron.
Ambos nos sentimos muy sorprendidos, pues era la primera vez que Tim perdía su calma proverbial.
—Tenemos que usar el Estrella Matutina. He prometido al comandante que estará lista en tres horas.
—¿Qué? —exclamó Ronnie—. ¡No lo creo!
—No hay tiempo para discutir; ya te lo explicaré después. Los otros irán en seguida en sus trajes espaciales, ya que ustedes tienen allí al Alondra. Ahora bien, haz una lista de lo que voy a dictarte y pon manos a la obra.
Durante los veinte minutos siguientes estuvimos ocupadísimos constatando el funcionamiento de los mandos. No imaginábamos lo que había sucedido, pero el trajín no nos permitió pensar mucho en ello. Por fortuna conocía yo tan bien el interior del Estrella Matutina que pude ayudar bastante a Ronnie, dictándole la lectura de los medidores y haciendo otras cosas igualmente útiles.
Poco después oímos un golpe y en seguida entraron tres de nuestros amigos cargados con baterías y herramientas eléctricas. Habían hecho el viaje en uno de los cohetes tractores que se emplean para trasladar naves y mercaderías de un lado a otro de la estación. Con ellos llevaban dos tambores llenos del combustible necesario para llenar los tanques auxiliares. Ellos nos contaron cuál era la novedad.
Tratábase de un caso de urgencia. Uno de los pasajeros del navío que efectuaba el servicio entre Marte y la Tierra acababa de enfermar repentinamente y era necesario que lo operaran antes de que hubieran transcurrido diez horas más. La única posibilidad de salvarle la vida residía en llevarle al Hospital del Espacio; pero, por desgracia, no había naves disponibles para efectuar el viaje, ya que todas las de la Estación Interior estaban en reparaciones y necesitarían un día entero para poder navegar.
Fue Tim quien convenció al comandante de que nos diera oportunidad de emplear el Estrella Matutina, señalándole que el navío estaba bien cuidado y que los requerimientos para un viaje al hospital no eran demasiado exigentes. Sólo se necesitaría una cantidad pequeña de combustible y ni siquiera tendrían que emplear los motores principales; todo el viaje podría hacerse con los cohetes auxiliares.
Como no se le ocurrió otra alternativa, el comandante debió acceder, luego de estipular ciertas condiciones. Tendríamos que llevar al Estrella Matutina hasta la estación por nuestros propios medios a fin de que se la abasteciera de combustible. Además, sería él quien lo pilotearía.
Durante el transcurso de la hora siguiente hice todo lo posible para resultar útil y ser aceptado como miembro integrante de la tripulación. Mi ocupación principal era la de recorrer toda la nave y asegurar los objetos sueltos que pudieran saltar de un lado a otro cuando entraran en acción los impulsores.
Fue un momento histórico cuando Norman Powell puso en marcha los motores, efectuando un breve disparo a potencia mínima, mientras todos observábamos los medidores para captar la primera señal de peligro. Como precaución especial, nos habíamos puesto nuestros trajes espaciales. Si estallaba uno de los motores, no era probable que sufriéramos daño allá arriba en la cabina de mandos, pero se corría el riesgo de que se abriera alguna vía en el casco.
Todo marchó de acuerdo con nuestros planes. La leve aceleración nos impulsó hacia lo que de pronto se convirtió en el piso. Después cesó de nuevo la sensación de peso y volvió todo a la normalidad.
Se efectuó entonces la lectura de los medidores y al fin anunció Norman:
—Los motores parecen andar bien. Partamos.
Fue así cómo inició el Estrella Matutina su primer viaje luego de un siglo de inactividad. No fue gran cosa si se lo compara con su gran salto a Venus. En realidad, no fueron más que ocho kilómetros, desde el cementerio hasta la Estación Interior. No obstante, para todos nosotros, fue una gran aventura, pues teníamos mucho afecto al vetusto armatoste.
Llegamos a la estación unos cinco minutos más tarde y Norman detuvo la nave a varios centenares de metros del anillo exterior, ya que Norman no quería correr riesgos en su primera responsabilidad como piloto. Los tractores andaban ya por allí, y poco después aseguraron los cabos para remolcar la nave.
Fue entonces cuando decidí que me convenía ocultarme de la vista de mis compañeros. Detrás del taller que fuera otrora la bodega del Estrella Matutina había varias cámaras pequeñas que solían servir de depósito. La mayoría del equipo suelto de a bordo habíase guardado allí y asegurado con cuerdas. Empero, aún quedaba mucho espacio libre.
Ahora bien, desearía aclarar un detalle; aunque se había empleado la palabra «polizón», debo advertir al lector que no me parece propio aplicarla en este caso. Nadie me había ordenado que saliera de la nave y no estaba escondido. De haber pasado alguien por el taller y buscado en el depósito, era seguro que me hubiera visto. Pero nadie lo hizo, de modo que, ¿de quién fue la culpa?
El tiempo pareció transcurrir con gran lentitud mientras aguardaba. Oí muy a lo lejos gritos ahogados y órdenes urgentes, y al cabo de un rato sentí el inconfundible pulsar de las bombas al ser cargados los tanques con el combustible. Sabía que el comandante Doyle debía estar esperando hasta que la nave hubiera llegado al punto preciso de la órbita alrededor de la Tierra antes de poner en marcha los motores. Ignoraba en qué momento se produciría esto, y el suspenso me resultó terrible.
Pero al fin rugieron los cohetes y experimenté de nuevo la sensación de peso, deslizándome por las paredes hasta hallarme realmente de pie sobre el piso. Di unos pocos pasos para ver cómo era aquello y no me agradó la experiencia. En los últimos quince días habíame acostumbrado tanto a la falta de gravedad que su retorno temporario resultábame muy molesto.
El atronar de los motores duró tres o cuatro minutos, y al cabo de ese tiempo estaba casi ensordecido por el ruido, aunque me había tapado las orejas. Los pasajeros no viajaban nunca tan cerca de los cohetes, y me alegré no poco cuando al fin cesó el impulso y comenzó a ceder el estruendo que me rodeaba. Pronto se hizo el silencio, aunque tardaría yo bastante en volver a oír debidamente. No obstante, esto no me preocupó mucho; lo más importante era que se había iniciado el viaje y nadie podría obligarme a desembarcar.
Decidí aguardar un poco antes de ir hacia la cabina de mandos. El comandante Doyle estaría ocupado en constatar el curso y no quise molestarle mientras tuviera algo tan importante entre manos. Además, tendría que inventar una buena excusa.
Todos se sorprendieron al verme y hubo un silencio absoluto cuando me deslicé por el hueco de la puerta, diciendo:
—¡Hola! Podrían haberme advertido que íbamos a partir.
El comandante me miró con gran fijeza y no supe si iba a mostrarse furioso o no. Después inquirió:
—¿Qué haces a bordo?
—Estaba asegurando el equipo en el depósito.
El comandante volvióse hacia Norman, quien parecía algo preocupado.
—¿Es verdad eso?
—Sí, señor. Yo le dije que lo hiciera, pero creía que había terminado.
Doyle meditó un momento.
—Bueno, ahora no tengo tiempo para hablar de ello —me dijo al fin—. Ya estás aquí y tendremos que soportarte.
Esto no era muy halagador, pero podría haber sido mucho peor, de modo que me conformé.
El resto de la tripulación consistía de Tim Benton, que me miraba con expresión burlona, y de Ronnie Jordan, quien no me prestaba atención aparente. Llevábamos dos pasajeros: el enfermo a quien había atado a una camilla fija a uno de los mamparos, y un joven médico que no hizo otra cosa que mirar su reloj y dar al paciente una inyección de cuando en cuando. No creo que haya dicho más de una docena de palabras en todo el viaje.
Tim me explicó después que el enfermo sufría de un agudo mal del estómago, por fortuna muy poco frecuente, causado por los cambios de gravedad. Era una suerte para él que hubiera logrado llegar a la órbita de la Tierra, pues de haber enfermado durante el viaje de dos meses, no podrían haberlo salvado con los recursos disponibles a bordo de la nave de pasajeros.
Nada podíamos hacer mientras el Estrella Matutina deslizábase hacia afuera en la larga curva que habría de llevarnos al cabo de tres horas y media al Hospital del Espacio. Muy lentamente se iba alejando la Tierra a nuestras espaldas; ya no estaba tan cercana como para llenar la mitad del cielo y veíamos una parte mucho mayor de su superficie de lo que era posible avistar desde la Estación Interior que volaba tan baja sobre el Ecuador. Hacia el norte presentó lentamente el Mediterráneo, luego Japón y Nueva Zelandia, ambos simultáneamente y en horizontes opuestos.
Y la Tierra continuaba empequeñeciéndose allí atrás. Ahora era al fin una esfera pendiente en el espacio, lo bastante pequeña como para que la vista pudiera captarla en su totalidad. Ahora me era posible abarcar tanto hacia el sur que alcancé a atisbar el casquete helado del Antártico reluciendo como una orla blanca más allá del extremo inferior de la Patagonia.
Nos hallábamos a veinticinco mil kilómetros sobre nuestro planeta, entrando ya en la órbita del Hospital del Espacio. Un momento más y tendríamos que emplear los cohetes para entrar en la ruta debida. Empero, esta vez podría pasarlo mucho mejor allí en la cabina a prueba de sonidos.
Una vez más volvió a experimentarse la sensación de peso con el rugir de los cohetes. Hubo un prolongado disparo al que siguió una serie de breves andanadas para corregir la dirección. Finalizado esto se desprendió el comandante del asiento y flotó hacia uno de los ojos de buey. Sus instrumentos decíanle dónde estaba con mucha más certeza de lo que podrían hacerlo sus ojos, pero deseaba tener la satisfacción de verlo por sí mismo. Yo también me dirigí hacia uno de los ojos de buey desocupados.
Flotando en el espacio, junto a nosotros, vi algo que parecía ser una gran flor de cristal con la cara vuelta hacia el Sol. Al principio no encontré método alguno para calcular su verdadero tamaño o juzgar a qué distancia se hallaba; pero avisté luego a través de las paredes transparentes algunas figuras pequeñísimas que andaban de un lado a otro. También alcancé a distinguir el resplandor del sol sobre máquinas y equipos de aspecto muy complicado. Aquella estación debía tener lo menos ciento cincuenta metros de diámetro y el costo de llevar todo aquel material a tal altura de la Tierra debía ser tremendo. Al ocurrírseme esto recordé que no era mucho lo que provenía del planeta. Como las otras estaciones, el Hospital del Espacio había sido construido casi enteramente con materiales que provenían de la Luna.
Al irnos acercando lentamente, pude ver las personas que se agrupaban a las cubiertas de observación y en las salas techadas de cristal para contemplar nuestra llegada. Por primera vez se me ocurrió que este viaje del Estrella Matutina era todo un acontecimiento; seguramente lo comentaban todas las emisoras radiales y de televisión, mencionando el detalle de que era una carrera por la vida y un valiente esfuerzo por parte de una nave en desuso durante un siglo.
A poco acercáronse los cohetes tractores para remolcarnos. Unos minutos más tarde nos acoplamos a una de las cámaras de compresión y pudimos pasar por un tubo de conexión al interior del hospital. Aguardamos que pasaran primero el médico y el paciente, avanzando luego para encontrarnos con la multitud que esperaba allí para recibirnos.
Puedo asegurar que no me habría perdido aquello por nada del mundo, y estoy seguro de que el comandante gozó del momento tanto como nosotros. Nos saludaron efusivamente, tratándonos como a héroes. Aunque yo no había hecho nada y en realidad no tenía derecho a estar allí, me brindaron las mismas atenciones que a los otros.
Resultó que tendríamos que esperar allí dos días antes de poder regresar a la Estación Interior, pues hasta entonces no pasaría ningún navío con rumbo a la Tierra. Naturalmente, podríamos haber efectuado el viaje de regreso en el Estrella Matutina, pero el comandante puso el veto a esta idea.
—No me molesta tentar una vez a la providencia, pero no pienso hacerlo nuevamente —declaró—. Antes de que ese armatoste viejo haga otro viaje, tendremos que efectuarle muchas reparaciones y probar los motores. No sé si lo notaron; pero la temperatura de la cámara de combustión comenzó a subir de manera alarmante cuando terminábamos el viaje. Y hay lo menos seis cosas más que no están como debieran estar. No pienso ser héroe dos veces en una semana. ¡La segunda vez podría ser la última!
Supongo que era la suya una actitud muy razonable, pero todos nos sentimos bastante decepcionados. Debido a la cautela del comandante, el Estrella Matutina no volvió a su estacionamiento habitual hasta pasado un mes, para gran fastidio de sus jóvenes propietarios.
Por lo general, los hospitales son lugares bastante deprimentes, pero éste en que nos hallábamos no entraba en tal categoría. Eran pocos los pacientes que estaban enfermos de gravedad, aunque en la Tierra ya habrían muerto la mayoría o estarían completamente desvalidos a causa del efecto de la gravedad sobre sus corazones debilitados. Muchos podrían volver con el tiempo al planeta, otros vivirían bien sólo en la Tierra o en Marte, y los casos más severos tendrían que quedar permanentemente en la estación. Era una especie de exilio, pero todos ellos parecían no sentirlo mucho. En aquel inmenso hospital que relucía a los rayos del sol podía hallarse casi todo lo que había en la Tierra… Es decir, casi todo lo que no dependiera de la gravedad.
Sólo la mitad de la estación estaba ocupada por el nosocomio; el resto del espacio lo dedicaban a laboratorios de investigaciones diversas, los que nos invitaron a visitar. En una de aquellas giras ocurrió lo que voy a relatar.
El comandante se hallaba ocupado en la Sección Técnica, pero a nosotros habíannos invitado a visitar el Departamento de Biología, el que —según dijeron— era muy interesante, afirmación en la que se quedaron cortos.
Nos habían dicho que encontraríamos al doctor Hawkins en el Corredor Nueve, Biología Dos. Ahora bien, resulta muy fácil extraviarse en una estación espacial; como todos sus ocupantes conocen perfectamente los corredores, nadie se ocupa de poner carteles indicadores. Nos dirigimos hacia lo que supusimos que era el Corredor Nueve, mas no vimos ninguna puerta en la que se indicara cuál era el laboratorio «Biología Dos». Empero, encontramos una en cuyo entrepaño decía «Biofísica Dos», y tras breve vacilación decidimos que allí debía ser. Seguramente encontraríamos dentro a alguien que nos indicara el camino.
Tim Benton estaba adelante y fue él quien abrió la puerta con cierta cautela.
—No veo nada —masculló—. ¡Uf! Esto huele a pescadería.
Miré por sobre su hombro, notando que la luz era muy débil, motivo por el cual no pude más que discernir unas formas muy vagas. La atmósfera era cálida y extraordinariamente húmeda, debido sin duda a numerosos chorros de agua que llovían desde todas partes. El olor imperante me recordó al común en los zoológicos y los invernaderos.
—Aquí no hay nada —exclamó Ronnie Jordan con disgusto—. Probemos en otra parte.
—Un momento —dijo Norman, cuyos ojos debían haberse acostumbrado a la penumbra con más rapidez que los míos—. ¿Qué les parece? ¡Tienen un árbol! Por lo menos eso parece, aunque da la impresión de ser muy raro.
Adelantóse mientras flotábamos tras él, atraídos por la misma curiosidad. Me di cuenta entonces de que mis compañeros no habían visto un árbol o aun una brizna de hierba en muchos meses, por lo que aquello debía ser para ellos una gran novedad.
Ahora podía ver mejor y noté que nos hallábamos en una cámara muy amplia, con frascos y vitrinas por todas partes. El aire estaba lleno de una neblina suave motivada por la llovizna de los chorros, y me sentí como si me encontrara en alguna jungla tropical. A nuestro alrededor había varias lámparas, pero estaban apagadas y no alcanzamos a ver los interruptores.
A unos doce metros de distancia se erguía el árbol que descubriera Norman. Sin duda alguna, era un objeto muy extraño. Su tronco delgado y recto alzábase desde una caja de metal a la que habían conectado numerosos tubos y bombas. No tenía hojas, y sólo vimos una docena de ramas delgadísimas que caían hacia abajo, dándole un aspecto como de desconsuelo. Asemejábase bastante a un sauce llorón al que se ha arrancado todo su follaje. Sobre el mismo caía una continua lluvia de agua proveniente de varias mangueras. Debido a la gran humedad comenzaba yo a experimentar cierta dificultad para respirar.
—No puede ser de la Tierra —dijo Tim—. Y nunca me describieron nada igual que provenga de Marte o Venus.
Nos habíamos acercado ya bastante al extraño objeto, y cuanto más nos aproximábamos tanto menos me agradaba la situación. Así lo expresé, pero Norman se rio de mis temores.
De pronto se convirtió su risa en un alarido de terror, pues súbitamente se inclinó hacia nosotros aquel tronco tan delgado y las largas ramas avanzaron velozmente. Una de ellas se enroscó a mi tobillo, mientras que otra me atrapaba por la cintura. Tal fue mi susto que no pude ni gritar. Demasiado tarde me hice cargo de que no se trataba de un árbol y que sus «ramas» eran tentáculos.