5. Estrellas en el espacio

Por un momento no supimos qué decir. Luego susurró Tim por el micrófono:

—¡No pierdan la calma! Si les dicen que están en contacto radial con nosotros, no se atreverán a hacerles nada.

Esto, en mi opinión, era demasiado optimismo. Empero, podría servir para animar a nuestros compañeros, los que seguramente se sentirían bastante apabullados.

—Voy a tomar uno de esos fusiles —declaró Peter—. No sé cómo funcionan, pero es posible que los asuste. Karl, toma tú uno.

—¡Por favor, tengan cuidado! —les advirtió Tim, lleno de preocupación. Acto seguido volvióse hacia Ronnie, diciéndole—: Llama al comandante y avísale lo que pasa… Y apunta un telescopio hacia el Cygnus para ver qué nave es la que se le ha acercado.

Claro que esto debió habérsenos ocurrido antes, pero lo habíamos olvidado debido a la emoción de que éramos presa.

—Ahora están en la cabina de control —anunció Peter—. Ya los veo. No llevan trajes espaciales ni portan armas. Por lo menos tenemos una ventaja.

Sospeché que nuestro amigo se sentía ya un poco mejor y tal vez se creía todo un héroe.

—Voy a salirles al encuentro —dijo de pronto—. Es mejor que esperar aquí, donde nos encontrarán en seguida. Vamos, Karl.

Contuvimos el aliento. No sé qué esperábamos; supongo que cualquier cosa, desde una andanada de disparos hasta el zumbar impresionante de las armas misteriosas que tomaran nuestros amigos. En realidad sucedió lo que menos hubiéramos imaginado.

Oímos la voz calmosa de Peter que preguntaba:

—¿Quiénes son ustedes y qué hacen aquí?

Sobrevino un momento de silencio que pareció eterno y durante ese intervalo imaginé la escena con tanta claridad como si hubiera estado presente; vi a Peter y Karl allí parados con sus armas en alto, y a los intrusos mirándolos sin saber si rendirse o atacar.

De pronto sonó una risita. Se oyeron luego algunas palabras que no alcanzamos a captar y a las que ahogó un estallido de hilaridad. Parecía como si tres o cuatro personas rieran al mismo tiempo a carcajadas.

No pudimos hacer otra cosa que esperar y sufrir hasta que se hubo acallado aquel tumulto. Después nos llegó el sonido de otra voz, divertida y cordial:

—Bueno, muchachos, ya pueden dejar de lado esos artefactos. Con ellos no podrían matar ni a un ratón, a menos que lo golpearan con las culatas. Supongo que vienen de la estación, ¿eh? Si quieren saber quiénes somos, les diremos que pertenecemos a la Empresa Filmadora Siglo Veintiuno. Yo soy Lee Thomson, ayudante de producción, y esas armas de aspecto tan formidable que empuñan ustedes son las que ideó el departamento de utilería para nuestra nueva película interestelar. Me alegra ver que convencen a alguien; a mí siempre me resultaron ridículas.

La reacción nos hizo estallar en carcajadas, y cuando llegó el comandante tuvo que esperar un buen rato antes de que pudiéramos contarle lo sucedido.

Lo más raro del caso fue que, aunque Peter y Karl habían pasado por tontos, ellos resultaron los beneficiados. Los de la compañía filmadora los saludaron con gran cordialidad y los llevaron a su nave, donde les dieron de comer muchos manjares que no figuraban en el menú de la estación.

Cuando llegamos al fondo del asunto, descubrimos que el misterio tenía una explicación sumamente sencilla. Los de la Siglo Veintiuno pensaban filmar una película épica, la primera con un argumento interestelar, y sería la primera cuyas tomas se efectuarían exclusivamente en el espacio y sin apelar a las triquiñuelas empleadas en todos los estudios.

Todo esto explicaba el secreto que guardaban. No bien se enteraran las otras empresas, todas ellas tratarían de imitarlos. La Siglo Veintiuno deseaba obtener la mayor ventaja posible. Ya habían embarcado una carga de elementos para aguardar la llegada de la nave principal con sus cámaras y el resto del equipo. Además de los «fusiles de rayos» que hallaran nuestros dos amigos, los cajones de la bodega contenían algunos extraños trajes espaciales dotados de cuatro piernas para seres que se suponía habitaran los planetas de la constelación Alfa del Centauro. La empresa quería hacer las cosas en debida forma, y nos enteramos de que ya había otro equipo trabajando en la Luna.

La filmación no se iniciaría hasta dos días más tarde, cuando llegaran los actores en un tercer navío. Hubo gran entusiasmo ante la noticia de que la estrella era nada menos que Linda Lorelli, aunque nos preguntamos todos si podría apreciarse su belleza dentro de un traje espacial. En el principal papel masculino figuraría Tex Duncan, uno de los actores más recios del momento. Ésta fue una gran noticia para Norman Powell, quien admiraba mucho a Tex y tenía una de sus fotos en su armario.

Todos estos preparativos a tan corta distancia nos resultaron muy absorbentes, y cuando terminaban las horas de servicio, el personal de la estación poníase sus trajes espaciales y cruzaba a ver cómo trabajaban los técnicos de la empresa filmadora. Éstos habían descargado ya sus cámaras, las que fijaron a cohetes pequeños a fin de poderlas trasladar de un lado a otro. En cuanto a la segunda nave espacial, la estaban disfrazando con el agregado de cúpulas, torrecillas y cañones de utilería para darle el aspecto de una nave de guerra de otro sistema solar. Puedo asegurar que su apariencia era impresionante.

Estábamos escuchando una de las clases del comandante cuando llegaron las estrellas a la estación. El primero en entrar fue Doyle, a quien seguían su ayudante y Linda Lorelli, quien sonreía con muy poco entusiasmo y parecía sentirse muy confundida con la falta de gravedad. Al recordar mis primeras experiencias, no pude menos que compadecerla. A la joven acompañaba una mujer madura que parecía sentirse perfectamente a sus anchas en aquellas condiciones y que dio a Linda un ligero envión cuando la vio a punto de quedarse donde estaba.

Detrás de ellos apareció Tex Duncan, quien trataba de arreglárselas solo sin conseguir manejarse muy bien. Era mucho mayor de lo que parecía en sus películas y probablemente contaba unos treinta y cinco años de edad. Lancé una mirada a Norman, preguntándome cómo reaccionaría ante la presencia de su héroe. La verdad es que daba la impresión de sentirse algo desencantado.

Al parecer, todos habíanse enterado de la aventura de Peter y Karl, pues saludaron a ambos con gran cordialidad y le presentaron a la estrella. La señorita Lorelli hizo algunas preguntas sobre su trabajo, se estremeció al ver las ecuaciones escritas por el comandante en el pizarrón e invitó a todos a tomar el té en el Orson Welles, la nave más grande de la empresa. Tuve la impresión de que era mucho más simpática que Tex, quien parecía aburrido con aquella visita.

Después de esto olvidamos por completo al Estrella Matutina, especialmente cuando descubrimos que podíamos ganar un poco de dinero ayudando con la filmación. El hecho de que estuviéramos acostumbrados a la carencia de peso nos sirvió de mucho, pues aunque la mayoría de los técnicos de la compañía habían estado antes en el espacio, no se desempeñaban muy bien en aquellas condiciones y, por consiguiente, movíanse con demasiada lentitud. Nosotros podíamos hacer las cosas con mayor eficiencia una vez que nos decían lo que debíamos hacer.

Gran parte de la película se filmaba en escenarios especiales dentro del Orson Welles, al que habían preparado como una especie de estudio del espacio. Todas las escenas que se suponían ocurrieran dentro de una nave del espacio eran filmadas allí contra fondos apropiados de maquinarias, tableros de instrumentos y cosas similares. Empero, las secuencias realmente interesantes eran las que debían filmarse en el espacio.

Había un episodio en el cual Tex Duncan tendría que salvar a la señorita Lorelli de perderse en el espacio hacia el camino de un planeta que se acercaba. Todos esperábamos esto con gran interés, pues la Siglo Veintiuno ufanábase de que Tex jamás se dejaba suplantar y llevaba a cabo todas las hazañas que aparecían en sus películas. Supusimos que valdría la pena verlo, y resultó que así fue.

Llevaba yo ya dos semanas en la estación y me consideraba todo un experto en aquellas cosas. Parecíame perfectamente natural carecer de peso, y casi había olvidado el significado de las palabras «arriba» y «abajo». No era ya para mí una novedad succionar líquidos por medio de un tubito en lugar de beberlos en tazas o vasos.

Creo que había una sola cosa que realmente echaba de menos. En la estación era imposible tomar un baño como lo hace uno en la Tierra. Me gusta mucho meterme en una bañera llena de agua caliente y quedarme en ella hasta que vienen a llamar a la puerta para preguntar si me he dormido. En la estación sólo era posible tomar duchas, y para ello teníamos que meternos dentro de un cilindro de tela que asegurábamos a nuestro cuello a fin de impedir que escapara el agua. Cualquier volumen grande de líquido formaba un gran globo que iba flotando hasta dar contra una pared. Al ocurrir esto se rompía el líquido en gotas menores que flotaban por su cuenta molestando a todos.

En la Estación Residencial, donde existía la gravedad, tenían baños y hasta pequeñas piscinas de natación, lo cual resultaba muy tentador.

El resto del personal, así como los aprendices, habían llegado a aceptarme y a veces me permitían ayudar en ciertos trabajos. Por mi parte, aprendí todo lo que pude sin molestar a la gente haciendo demasiadas preguntas, y ya había llenado cuatro libretas voluminosas con informes y dibujos. Cuando regresara a la Tierra podría escribir un libro respecto a la estación si deseaba hacerlo.

Mientras me mantuviera en contacto con Tim Benton o el comandante, me permitían andar por donde quisiera. El lugar que más me fascinaba era el observatorio, donde tenían un telescopio muy poderoso con el que podía entretenerme cuando no lo usaban otros.

Jamás me cansaba de mirar a la Tierra que pasaba allá abajo. Por lo general había pocas nubes y me era posible observar claramente los países por sobre los que viajábamos. Debido a nuestra velocidad, el terreno de abajo pasaba debajo de nosotros a ocho kilómetros por segundo; pero como nos hallábamos a ochocientos kilómetros de altura, si el aparato de relojería del telescopio funcionaba correctamente, podía mantenerse cualquier objeto en el campo visual durante largo tiempo antes de que se perdiera en la bruma del horizonte. En la montura del instrumento había un aparato automático que permitía efectuar estas observaciones. Una vez que se apuntaba a algo, el telescopio se movía con la velocidad correcta para que no cambiara el campo de mira.

De tal modo, me era posible observar en cada cien minutos una franja que se extendía hacia el norte hasta Japón, el Golfo de México y el Mar Rojo. Hacia el sur podía ver hasta Río de Janeiro, Madagascar y Australia. Era aquélla una manera maravillosa de aprender geografía, aunque debido a la curvatura de la Tierra, los países más distantes veíanse algo desfigurados y resultaba difícil compararlos a lo que representaban los mapas ordinarios.

Situada como estaba sobre el Ecuador, la órbita de la estación pasaba directamente sobre dos de los ríos más grandes del mundo: el Congo y el Amazonas. Con mi telescopio me era fácil ver las selvas y no tenía la menor dificultad en avistar árboles individuales o los animales más grandes. La gran Reserva Africana era un lugar magnífico para observar, pues en ella podía hallar cualquier animal que me interesara.

También pasaba mucho tiempo mirando hacia el lado opuesto a la Tierra. Aunque virtualmente no me hallaba más cerca de la Luna y los planetas que cuando estaba en la Tierra, fuera de la atmósfera me era posible verlo todo con mucha mayor claridad. Las grandes montañas de la Luna parecían tan cercanas que daba la impresión de que se podía tender la mano y tocar aquellas crestas de contornos tan abruptos. En la zona nocturna de la Luna podía ver algunas de las colonias lunares que brillaban como estrellas en el firmamento. Pero el espectáculo más maravilloso era el despegue de los navíos siderales. Cuando se me presentaba la oportunidad de hacerlo, escuchaba la radio y tomaba nota de las horas de partida. Después me iba al telescopio y, luego de apuntarlo hacia el lugar indicado, me ponía a esperar.

Al principio no veía otra cosa que un círculo negro. De pronto aparecía una chispa diminuta que se iba tornando cada vez más brillante. Al mismo tiempo comenzaba a expandirse al elevarse el cohete e iluminar su escape un área cada vez mayor del paisaje lunar. En aquel sector blanco azulado me era posible ver las montañas y llanos que relucían tanto como a la luz del sol. Al ascender el cohete, el círculo de luz íbase agrandando y debilitándose hasta que al fin era ya demasiado tenue para seguir revelando detalles de la superficie lunar. La nave que ascendía convertíase entonces en una diminuta estrella brillante que avanzaba con gran velocidad sobre la cara oscura del satélite. Unos minutos más tarde se apagaba casi tan repentinamente como había nacido. La nave acababa de escapar de la Luna y estaba ya a salvo en su ruta; treinta o cuarenta horas más tarde entraría en la órbita de la estación, tras de lo cual vería yo a sus tripulantes que subían a bordo del satélite artificial con toda tranquilidad, como si hubieran hecho un viaje en helicóptero de una ciudad a otra.

Creo que en el lapso que pasé en la Estación Interior escribí más cartas de las que escribo durante un año en mi casa. Todas eran muy breves y finalizaban de esta guisa: «P. D.: Por favor devuélvame el sobre para mi colección». Así me aseguré que tendría un juego de estampillas espaciales que provocarían la envidia de todos mis amigos. Dejé de hacerlo al quedarme sin dinero, y es muy probable que muchos parientes lejanos se sorprendieran mucho al tener noticias mías durante aquel intervalo.

También me presté a una entrevista por televisión, estando mi interlocutor en la Tierra. Al parecer, mi viaje a la estación había despertado gran interés, y todos querían saber lo que hacía en ella. Contesté que lo pasaba muy bien y que no deseaba regresar todavía. Aun me faltaban ver muchas cosas, entre ellas el trabajo de los que filmaban una película allí cerca.

Mientras los técnicos de la Siglo Veintiuno hacían sus preparativos, Tex Duncan había estado aprendiendo a manejar su traje espacial. Uno de los ingenieros tenía la obligación de enseñarle, y nos enteramos de que no le resultaba muy inteligente el alumno. Duncan estaba seguro de saberlo todo, y porque podía gobernar un cohete, creía que el manejo del traje espacial era cosa fácil.

Estuve presente el día que empezaron las tomas en el espacio. El grupo estaba filmando a unos ochenta kilómetros de la estación, y nosotros habíamos ido hasta allí en el Alondra, nuestro yate privado.

La empresa había tenido que alejarse así por una razón muy lógica. Se habría creído que, como se tomaron tantas molestias y efectuaron tantos gastos en llevar sus actores y equipo al espacio, no tendrían más que iniciar la filmación lo antes posible. Pero muy pronto descubrieron que no podían hacerse así las cosas. En primer lugar, la luz no les favorecía en absoluto. Más arriba de la atmósfera, cuando se está expuesto a la luz directa del sol, es lo mismo que cuando lo ilumina a uno un solo reflector de gran intensidad. La parte de cualquier objeto que mira hacia el astro está brillantemente iluminada, mientras que la parte opuesta queda sumida en las sombras más densas. De ahí que, cuando mira uno a un objeto situado en el espacio, lo único que ve es una parte del mismo, de modo que hay que esperar hasta que haya dado una vuelta completa antes de hacerse una idea exacta de su totalidad.

Con el tiempo llega uno a acostumbrarse a este estado de cosas: pero la Siglo Veintiuno sospechó que el detalle podía chocar al público de la Tierra. Por esta razón decidieron obtener una iluminación adicional para llenar las sombras. Al principio hasta tuvieron la idea de sacar reflectores extra y situarlos en el espacio alrededor de los actores, pero era tal la potencia lumínica necesaria para competir con el Sol que al fin abandonaron este plan. Después se le ocurrió a alguien que podían usar espejos. También habrían desechado esta idea si otra persona no hubiera recordado entonces que el espejo más grande del sistema flotaba en el espacio a pocos kilómetros de allí.

Hacía ya más de treinta años que no se usaba la antigua estación de almacenamiento de rayos solares, pero su gigantesco reflector estaba en tan buenas condiciones como en sus mejores tiempos. Habíanlo construido en los primeros días de la astronáutica para absorber parte de la energía emanada del sol y aprovecharla para impulsar motores eléctricos. El reflector principal era un enorme cuenco de casi noventa metros de diámetro que tenía la forma de un reflector. La luz del sol que daba sobre él se concentraba en unos espirales situados en su punto central, donde convertía en vapor el agua contenida en sus depósitos y hacía mover turbinas y generadores.

El espejo en sí era una estructura frágil formada por vigas curvadas que sostenían delgadísimas hojas de sodio metálico. Habíase empleado este material porque era muy liviano y formaba un buen reflector. Sus mil facetas almacenaban la luz del sol y la proyectaban sobre un solo sitio, donde habían estado situadas las espirales de calentamiento cuando funcionaba la estación solar. Empero, largo tiempo atrás habían retirado los generadores, quedando sólo el espejo que flotaba en el espacio. Nadie tuvo inconveniente en que lo empleara la Siglo Veintiuno si así lo deseaba la empresa, Pidieron permiso, se les cobró una renta nominal y se les dijo que lo usaran.

Lo que ocurrió entonces fue una de esas cosas que parecen obvias después que han pasado, pero que no previene nadie de antemano. Cuando llegamos allí, ya estaban en su sitio los fotógrafos, a unos ciento cincuenta metros del gran espejo y a cierta distancia de la línea entre el mismo y el Sol. Cualquier objeto situado en esa línea quedaba iluminado por el Sol por una parte y por la otra por la luz que enfocaba en el espejo y se esparcía al reflejarse. Lamento que esto parezca algo complicado, pero es importante que el lector comprenda bien la situación.

El Orson Welles flotaba detrás de los fotógrafos, quienes se hallaban ocupados en mover un muñeco de un lado a otro para estudiar los mejores ángulos de toma. Cuando estuvieran satisfechos, retirarían el muñeco para que Tex Duncan ocupara su lugar. Por desgracia, debido a nuestro veloz movimiento orbital, la Tierra entraba en sombra y volvía a iluminarse con tal rapidez que sólo era posible filmar durante diez minutos por hora.

Mientras se estaban efectuando estos preparativos, nos fuimos a la cabina de mandos de la estación solar. Era ésta un gran cilindro atmosférico situado al borde del espejo y dotado de ventanas que permitían ver en todas direcciones. Nuestros técnicos habíanlo puesto en condiciones de habitar y funcionaba ya allí el sistema de aire acondicionado. Además, los expertos habíanse ocupado de volver el espejo de manera que mirara de nuevo hacia el Sol, lo cual se hizo colocando algunos cohetes al borde y disparándolos durante unos segundos en un momento ya calculado.

Nos sorprendimos un poco al ver al comandante Doyle en la cabina. Por su parte, él pareció algo turbado ante nuestra presencia, mas no hizo comentario alguno.

Mientras esperábamos el desarrollo de los acontecimientos, nos explicó cómo había funcionado la estación y por qué se abandonó la misma al idearse generadores atómicos baratos y menos difíciles de maniobrar. De vez en cuando miraba yo por una de las ventanas para ver lo que hacían los fotógrafos. Teníamos nuestras radios sintonizadas en el mismo circuito y oíamos perfectamente las continuas órdenes del director. Seguramente deseaba estar de regreso en su estudio de la Tierra, y debía maldecir a quien se le ocurrió la alocada idea de filmar una película en el espacio.

El gran espejo cóncavo presentaba un espectáculo realmente impresionante visto desde el borde. Le faltaban algunas de sus facetas y pude ver las estrellas que brillaban por los huecos; pero, aparte de esto, estaba intacto y, por supuesto, tan reluciente como cuando lo construyeron. Tuve la impresión de ser una mosca que se arrastrara por el borde de un platillo de metal. Aunque todo el cuenco estaba bañado por la luz solar, parecía oscuro visto desde donde nos hallábamos. Toda la luz que llegaba al espejo reconcentrábase en un punto situado a unos sesenta metros de distancia. Aun había algunas vigas de soporte que se extendían hacia el punto del foco, donde estuvieran otrora los espirales de calentamiento. Actualmente terminaban esas vigas en el espacio vacío.

Al fin llegó el gran momento. Vimos abrirse la puerta del Orson Welles y salir Tex Duncan por ella. El actor había aprendido a manejar bastante bien su traje espacial, aunque estaba yo seguro de haberme ingeniado mejor si hubiera tenido tanta práctica como él.

Retiraron el muñeco, el director comenzó a dar instrucciones y las cámaras siguieron los movimientos de Tex. Éste tenía poco que hacer durante la toma, salvo efectuar algunas maniobras sencillas. Entendí que se lo suponía perdido en el espacio luego de la destrucción de su nave y ahora trataba de localizar a otros sobrevivientes. Es innecesario decir que la señorita Lorelli se contaría entre ellos, aunque aún no había aparecido en la escena.

Continuó el trabajo de las cámaras hasta que la Tierra presentóse en cuarto creciente y se tornó familiar la forma de los continentes. Ya entonces no había motivo para continuar, pues el detalle arruinaría la filmación. Suponíase que la aventura se desarrollaba cerca de uno de los planetas de Alfa del Centauro, y sería ridículo que el público reconociera Nueva Guinea, India o el Golfo de México.

No quedaba otro remedio que esperar treinta minutos más, hasta que la Tierra entrara de nuevo en cuarto menguante y su geografía quedara oculta por la bruma o las nubes. Oímos al director ordenar a los fotógrafos que suspendieran el trabajo y todos se dispusieron a descansar. Tex anunció por la radio:

—Voy a encender un cigarrillo; siempre quise fumar dentro de un traje espacial.

Alguien que estaba a mis espaldas masculló:

—Otra vez fanfarroneando. Si se marea se lo habrá ganado.

Siguieron unas instrucciones más a los fotógrafos y luego oímos de nuevo a Tex:

—¿Veinte minutos más? No pienso quedarme aquí todo ese tiempo. Me voy a echar un vistazo a ese espejo tan grande.

—Piensa venir aquí —comentó Tim Benton con disgusto.

—Muy bien —replicó el director—. Pero no deje de volver a tiempo.

Estaba yo observando por uno de los ojos de buey y vi el escape del cohete del actor que partía hacia nosotros.

—Lleva mucha velocidad —comentó alguien—. Espero que pueda detenerse a tiempo. No estaría bien que hiciera otro agujero en nuestro espejo.

Después sucedió todo a la vez. Oí que el comandante Doyle gritaba a voz en cuello:

—¡Digan a ese idiota que se detenga! ¡Tiene que frenar! ¡Va hacia el foco…, y arderá en un segundo!

Pasó un momento antes de que comprendiera lo que quería decir. Después recordé que toda la luz y el calor absorbido por el gigantesco espejo se volcaba en aquel sector del espacio hacia el cual iba Tex. Alguien me había dicho que la temperatura era espantosa y se reconcentraba en un rayo de apenas un metro de diámetro. Empero, no había nada que apareciera a la vista ni era posible adivinar el peligro hasta que fuera ya demasiado tarde. Más allá del punto focal volvía a expandirse el rayo para tornarse inofensivo por completo. Pero en el punto donde estuvieran las espirales de calentamiento, en aquella abertura vacía entre las vigas, el calor era capaz de fundir cualquier metal en cuestión de segundos…, ¡y Tex iba directamente hacia allí! Si llegaba al lugar, no duraría más que una mariposa alcanzada por la llama de una soldadora de acetileno.