—¿Sabes cuál fue la dificultad mayor que tuvimos en la Estación Número Cuatro? —preguntó Norman Powell.
—No —contesté, como se esperaba de mí.
—Los ratones —declaró en tono solemne—. Lo creas o no, eran los ratones. Se escaparon algunos del laboratorio, y antes de que supiéramos qué pasaba, se habían multiplicado enormemente y estaban por todas partes.
—No creo una sola palabra —intervino Ronnie Jordan.
—Eran tan pequeños que se metían en todos los conductos de aire —continuó Norman sin prestarle atención—. Se los oía andar por todas partes cuando acercaba uno la oreja a las paredes. No necesitaban abrir agujeros, pues los había ya a montones, y ya imaginarán lo que pasó con la ventilación. Pero al fin acabamos con ellos. ¿Y saben cómo lo hicimos?
—Pidieron prestados un par de gatos.
Norman lanzó a Ronnie una mirada desdeñosa.
—Se probó eso, pero a los gatos no les gusta la falta de gravedad. No servían para nada y los ratones solían reírseles en los mostachos. No: usaban búhos. ¡Tendrían que haberlos visto volar! Naturalmente, las alas les fueron muy útiles, y solían hacer las cosas más fantásticas. En muy pocos meses terminaron con todos los ratones.
Hizo una pausa al tiempo que exhalaba un suspiro.
—Claro que después tuvimos el problema de librarnos de los búhos. Para ello…
No supe lo que iba a decir, pues el resto del grupo decidió que estaba harto de los embustes de Norman y todos se lanzaron sobre él al mismo tiempo. El muchacho desapareció en medio de una maraña de cuerpos que flotaba ruidosamente por la cabina. Sólo Tim Benton, que jamás se mezclaba en aquellos juegos, continuó estudiando, que era lo que debían hacer todos los demás.
Diariamente reuníanse todos los aprendices en la sala de clase para escuchar una lección dirigida por el comandante Doyle o uno de los técnicos de la estación. El comandante había sugerido que asistiera yo a esas clases, y una sugestión de él no se diferenciaba mucho de una orden. Opinaba que así adquiriría algunos conocimientos útiles, en lo cual no estaba desacertado. Naturalmente, no entendía más que una cuarta parte de lo que se decía, y pasaba el resto del tiempo leyendo algunos de los volúmenes extralivianos de la biblioteca con que contaba la estación.
Luego de las clases había un período de estudio de treinta minutos, y de vez en cuando se estudiaba realmente. Estos intervalos eran para mí mucho más útiles que las lecciones, ya que los muchachos hablaban siempre de su trabajo y de las cosas que habían visto en el espacio. Algunos llevaban allí dos años, sin haber ido a la Tierra más que unas pocas veces.
Naturalmente, muchas de las cosas que me contaron eran algo exageradas. Norman Powell, nuestro principal humorista, trataba siempre de tomarme el pelo; al principio creí alguno de sus cuentos, pero más adelante aprendí a ser más incrédulo.
Descubrí también que había ciertas tretas y bromas que podían llevarse a cabo en el espacio. Una de las mejores se efectuaba con un simple fósforo. Estábamos una tarde en la sala de clase cuando Norman se volvió de pronto hacia mí para decirme:
—¿Sabes cómo se prueba el aire para averiguar si es respirable?
—Si no lo fuera lo sabría muy pronto —repliqué.
—En absoluto; podrías perder el sentido antes de poder remediarlo. Pero hay una prueba sencilla que se ha usado mucho en la Tierra, en minas y cavernas. Llevas delante de ti una llama cualquiera y si se apaga…, también te apagas tú si no escapas a tiempo.
Rebuscó en su bolsillo para sacar una caja de fósforos, y me sorprendió no poco ver algo tan anticuado en la estación espacial.
—Naturalmente, aquí dentro la llama arderá a la perfección —continuó Norman—. Pero si el aire no estuviera bueno, se apagaría de inmediato.
Con ademán distraído rascó un fósforo en la caja, encendiéndolo. Me adelanté para observar la llama que se formaba y noté que era muy rara, ya que no tenía la forma alargada y puntuda de costumbre, sino completamente esférica. La estaba mirando cuando se apagó de pronto.
Es raro cómo suele funcionar la mente; pero el caso es que hasta ese momento había estado respirando de manera normal; sin embargo me pareció que ahora me sofocaba. Mirando a Norman, le dije en tono nervioso:
—Prueba de nuevo; ese fósforo no debe ser normal.
Así lo hizo él y el segundo fósforo se apagó tan rápidamente como el primero.
—Vámonos de aquí —jadeé—. Debe haberse atascado el purificador de aire.
Vi entonces que los otros se reían de mí.
—No te asustes, Roy —intervino Tim—. El misterio es muy sencillo.
Tomando la caja de fósforos de manos de Norman, continuó:
—El aire está perfectamente bien; pero si piensas un momento te darás cuenta de que aquí no puede arder una llama de manera normal. Ya que no hay gravedad, el humo no se levanta y la llama se ahoga sola. La única manera de conseguir que siga ardiendo es hacer esto.
Encendió otro fósforo, pero en lugar de tenerlo quieto, lo movió de un lado a otro. Al moverlo iba dejando una estela de humo, de modo que la llama siguió ardiendo hasta que se hubo consumido todo el fósforo.
—El aire no ha dejado de renovarse ni un momento —agregó—. Por eso no se ahogó el fósforo con los gases consumidos. Y si crees que se trata de una treta divertida y sin importancia práctica, te equivocas por completo. Esto indica que debemos mantener el aire en movimiento constante para no ahogarnos nosotros como la llama. ¿Norman, quieres poner de nuevo en marcha los ventiladores ahora que ya hiciste tu bromita?
Fuera broma o no, la lección resultó muy efectiva. Pero al mismo tiempo me hizo tomar la firme decisión de vengarme de Norman uno de esos días. No era que me desagradara el muchacho, pero ya me estaba hartando su sentido del humor.
En ese momento gritó alguien:
—¡Parte el Canopus!
Corrimos todos hacia las ventanillas circulares para mirar hacia el espacio. Pasó un momento antes de que pudiera ver nada, pero a poco logré abrirme paso hasta la primera fila y apreté la cara contra el grueso cristal de plástico.
El Canopus era la nave más espaciosa de la línea de Marte y había estado allí varias semanas mientras ponían en condiciones sus motores. Durante los últimos dos días habían estado cargando combustible y pasajeros, y ahora habíase alejado de la estación hasta hallarse a varios kilómetros de distancia. A semejanza de la Estación Residencial, el Canopus rotaba lentamente para dar a los pasajeros la sensación de gravedad. Tenía una forma similar a la de un buñuelo gigantesco, estando ubicadas las cabinas en un círculo alrededor de la planta motriz y los impulsores. Durante el viaje iríase aminorando gradualmente la rotación de la nave, de manera que al llegar los pasajeros a Marte ya estarían acostumbrados a la gravedad correcta. En el viaje de regreso se efectuaría la misma operación a la inversa.
La partida de una nave espacial desde una órbita ya establecida no es tan espectacular como el despegue desde la Tierra. Todo ello ocurre, naturalmente, en el mayor silencio y con gran lentitud. Además, no hay llamaradas ni humo alguno. Todo lo que pude ver fue una leve estela proveniente de los cohetes impulsores. Las grandes aletas comenzaron a tornarse rojas al partir hacia el espacio el gran calor de los disparos. Poco a poco adquirió velocidad aquel monstruo de varias toneladas, aunque tardaría aún varias horas antes de adquirir el impulso necesario para escapar de la Tierra. El cohete que me llevara hasta la estación había viajado con una aceleración cien veces mayor que la del Canopus, pero el gran navío de pasajeros mantendría sus impulsores en funcionamiento durante semanas enteras a fin de adquirir la velocidad final necesaria de casi ochocientos mil kilómetros por hora.
Cinco minutos más tarde se hallaba ya a varios kilómetros de distancia y avanzaba a velocidad apreciable, alejándose de nuestra órbita para tomar un rumbo que la llevaría a Marte. La miré con profundo interés, preguntándome cuándo haría yo también un viaje así. Norman debió haber notado mi expresión, pues dijo riendo:
—¿Tienes la idea de embarcarte como polizón en el próximo navío? Si es así, olvídalo, pues es imposible. Ya sé que en las novelas se habla de ello, pero jamás ha ocurrido en la práctica; hay demasiados obstáculos. ¿Y sabes lo que le harían a un polizón si lo descubrieran?
—No —repuse, esforzándome por no demostrar gran interés, aunque la verdad es que había estado pensando en el asunto.
Norman se restregó las manos.
—Verás, una persona de más en la nave reduciría el alimento y el oxígeno para los otros, además de echar por tierra todos los cálculos para el consumo de combustible. Por eso no vacilarían en arrojar el intruso al espacio.
—Entonces es una gran cosa que nadie lo haya hecho, ¿eh?
—Por cierto que sí…, aunque te aseguro que el supuesto polizón sería descubierto antes de iniciarse el viaje. En una nave del espacio no hay sitio alguno para esconderse.
Tomé nota de este informe para cualquier contingencia futura. Alguna vez podría serme útil.
La Estación Interior era muy amplia, pero los aprendices no se pasaban todo su tiempo a bordo de ella, como lo descubrí muy pronto. Tenían un lugar de reunión que debía ser muy exclusivo, y pasó un período más o menos largo antes de que me permitieran visitarlo.
No muy lejos de la estación había un verdadero museo astronáutico, un cementerio flotante de naves que habían visto mejores días y sido retiradas del servicio. A la mayoría habíanle sacado sus instrumentos y no eran otra cosa que esqueletos. Naturalmente, en la Tierra habríanse oxidado largo tiempo atrás; pero allí en el vacío se mantendrían bruñidas y flamantes para toda la eternidad.
Entre aquellas reliquias se contaban algunas de notable historia, el primer navío que llegó a Venus, el primero en tocar los satélites de Júpiter, el primero que dio la vuelta alrededor de Saturno. Al cabo de sus largos viajes habían entrado en la órbita que rodeaba la Tierra y otros cohetes de transportes fueron a retirar sus tripulaciones. Todavía estaban allí donde los dejaran para no volver a utilizarlos.
Es decir, todos menos el Estrella Matutina. Nadie ignoraba que fue la primera nave que circunnavegó por primera vez el planeta Venus allá por el 1985. Pero son muy pocos los que saben que se encuentra aún en estado excelente, pues los aprendices habíanla adoptado, convirtiéndola en su lugar de reunión, y, con la idea de divertirse un poco, la habían puesto de nuevo en condiciones de navegar. En realidad, opinaban que estaba tan bien como cuando la estrenaron y en todo momento trataban de «tomar prestado» suficiente combustible para efectuar un viaje breve. Se sentían muy ofendidos porque nadie quería darles lo que solicitaban.
Naturalmente, el comandante Doyle estaba enterado de todo esto y aprobaba la idea de los aprendices, ya que era buena práctica para ellos hacer aquellas cosas. A veces iba al Estrella Matutina para ver cómo marchaban las cosas, pero se sobreentendía que la nave era de propiedad privada de los muchachos y se necesitaba una invitación especial para entrar en ella. Tuve oportunidad de visitarla recién después que hube pasado unos días en la estación y me hubieron aceptado como uno de los miembros integrantes del grupo.
Fue el viaje más largo que hacía fuera de la estación, pues el cementerio se hallaba a unos ocho kilómetros de distancia y movíase en la misma órbita, aunque algo más adelante. No sé cómo describir el curioso vehículo en el que efectuamos el salto. Habíanlo construido con partes de desecho procedentes de varias naves y no era en realidad más que un cilindro hermético y dotado de atmósfera propia que tenía capacidad para unas doce personas. A un extremo habían atornillado un impulsor de cohetes, contaba con otros cohetes más pequeños para maniobrar, una cámara atmosférica de entrada muy sencilla, una radio para mantenerse en contacto con la estación y nada más. Esta extraña nave podía llegar hasta el Estrella Matutina en diez minutos, ya que desarrollaba una velocidad máxima de cincuenta kilómetros horarios. Los muchachos habíanla bautizado La Alondra del Espacio[1], nombre tomado sin duda alguna de una famosa novela fantástico-científica del siglo veinte.
Por lo general tenían a la Alondra amarrada al anillo exterior de la estación, donde no resultaría un obstáculo para nadie. Cuando se la necesitaba, un par de aprendices salían en sus trajes espaciales, soltaban las amarras y la remolcaban hasta la cámara de compresión más cercana. Luego de conectada con uno de los tubos de pasaje, subían todos a bordo como si se entrara en un verdadero navío sideral.
Mi primer viaje en la Alondra se diferenció mucho de mi ascensión desde la Tierra. El aspecto de la pequeña nave era tan poco recomendable que temí se deshiciera en cualquier momento, aunque la verdad es que era bastante segura. Con diez de nosotros a bordo, la cabina estaba atestada, y al funcionar el motor, todos nos deslizamos hacia la popa del cilindro debido a la aceleración. Tan débil era su impulso que me hizo pesar no más de medio kilo, contraste muy marcado con mi partida de la Tierra, oportunidad en que hubiera jurado que llegué a pesar una tonelada. Al cabo de un minuto o más desconectamos el motor y nos dejamos llevar por la inercia unos diez minutos, tras de lo cual un nuevo disparo del cohete nos llevó hasta la meta.
Había espacio de sobra en el Estrella Matutina; al fin y al cabo, había servido de alojamiento a cinco hombres durante casi dos años. Todavía estaban allí sus nombres, marcados en los tabiques de la cabina de mandos, y al ver aquellas firmas se avivó mi imaginación, llevándome hacia una época situada un siglo atrás, en los días en que recién se iniciaban los vuelos al espacio, cuando la Luna era un mundo nuevo y nadie había llegado aún a los planetas.
A pesar de la vejez de la nave todo lo que había en la cabina daba la impresión de ser flamante. Según me pareció, el tablero de instrumentos podría haber pertenecido a cualquier navío de mi época. Tim Benton lo tocó con suavidad.
—¡Está como nuevo! —expresó con orgullo—. Te aseguro que podría llevarnos hasta Venus en cualquier momento.
Llegué a conocer bastante bien aquellos instrumentos, ya que no había peligro en jugar con ellos, pues los tanques de combustible estaban vacíos y lo único que sucedía al apretar el botón del impulsor principal era que se encendía una luz roja. Así y todo, resultaba emocionante ocupar el asiento del piloto y dar rienda suelta a la imaginación al manejar los controles.
Detrás de los tanques principales habían instalado un taller en el que los muchachos construían modelos y hacían experimentos de toda clase. Varios de los aprendices habían inventado aparatos que deseaban probar y trataban de constatar si daban resultados positivos en la práctica antes de seguir adelante con sus experimentos. Karl Hasse, nuestro genio matemático, esforzábase por diseñar un nuevo aparato para el gobierno automático de las naves espaciales; pero lo ocultaba siempre que se acercaba alguno, de modo que nadie sabía de qué se trataba.
Al recorrer el interior del Estrella Matutina aprendí mucho más de lo que podrían haberme enseñado los libros o lecciones. Verdad es que la nave tenía ya un siglo; pero aunque los detalles se hubieran alterado, los principios fundamentales han cambiado menos de lo que podría suponerse. Todavía se necesitan aparatos de bombeo, tanques de combustibles, purificadores de aire, reguladores de temperatura y otras cosas por el estilo. Los aparatos podrán cambiar, pero la función que cumplen es siempre la misma.
Claro está que los conocimientos que absorbí a bordo de la nave no fueron exclusivamente técnicos. Allí terminé de acostumbrarme a la carencia de peso y aprendí también a pelear en aquellas condiciones extraordinarias…, lo cual me obliga a hablar de Ronnie Jordan.
Ronnie era el más joven de los aprendices, y me llevaba unos dos años de ventaja. Era un australiano rubio y lleno de energía que había pasado casi toda su vida en Europa, como resultado de lo cual hablaba tres o cuatro idiomas y pasaba a veces de uno a otro sin darse cuenta de ello.
Bien humorado y alegre, daba la impresión de no haberse acostumbrado nunca a la ausencia de gravedad y de considerar esto como algo muy gracioso. Por esto estaba siempre haciendo experimentos nuevos como el de fabricar un par de alas y ver cómo volaba con ellas. No lo hacía muy bien, pero quizá debíase esto a que las alas no estaban bien confeccionadas. Debido a su exuberante vigor y espíritu travieso, estaba siempre buscando pendencia y peleando en broma con sus compañeros. Puedo asegurar de paso que una pelea en un lugar donde no existe la gravedad es algo fascinador.
El primer problema consiste en atrapar al oponente, lo cual no es fácil, pues si el otro se rehúsa a colaborar, puede escapar en cualquier dirección. Pero aunque decida entrar en el juego, hay otras dificultades. Es casi imposible pelear a puñetazos, ya que el primer golpe lo envía a uno volando por el espacio, razón por la cual la única forma práctica de combate es la lucha. Por lo general se inicia estando los dos contrincantes flotando en el aire, lo más lejos posible de objetos sólidos. Se toman luego de las muñecas, con los brazos extendidos…, y luego resulta muy difícil ver exactamente lo que sucede, ya que empiezan a batir el aire con los brazos y girar lentamente por todos lados. Según las reglas del juego, gana el que pueda retener a su oponente contra una pared mientras se cuenta hasta cinco. Esto es más difícil de lo que parece, pues el contrario no tiene más que dar un buen envión para salir volando con su apresador. Por otra parte, como no hay fuerza de gravedad, no puede uno sentarse sobre la víctima hasta cansarla con el peso de su cuerpo. Mi primer encuentro con Ronnie ocurrió a consecuencia de una discusión política. Tal vez parezca raro que en el espacio se tenga en cuenta la política de la Tierra. En cierto modo el asunto no interesa; por lo menos nadie se preocupa de que sea uno ciudadano de la Federación Atlántica, la Unión Panasiática o la Confederación del Pacífico; pero se suscitaban vivas discusiones respecto a cuál era el mejor país para vivir, y como la mayoría habíamos viajado mucho, cada uno tenía una idea diferente al respecto.
Cuando dije a Ronnie que estaba hablando tonterías, me respondió que lo había insultado, y antes de que me diera cuenta de lo que pasaba, me tenía apretado contra un rincón mientras Norman Powell contaba lentamente hasta diez para darme una oportunidad de defenderme. No pude escapar porque mi antagonista había afianzado bien las piernas contra las dos paredes que formaban el rincón de la cabina.
La vez siguiente me fue un poco mejor, aunque Ronnie volvió a ganar con facilidad. No sólo era más fuerte que yo: también poseía más habilidad que yo para aquellas cosas.
Empero, al fin logré ganarle una vez. Tuve que formular un cuidadoso plan de campaña y en ello me ayudó quizás el hecho de que Ronnie confió excesivamente en su pericia.
Comprendí que si le dejaba acorralarme estaría perdido, ya que me apretaría contra las paredes cuando nos encontráramos. Por otra parte, si me quedaba en el centro de la cabina, su superioridad física y su mayor habilidad me pondría en seguida en situación desfavorable. Por lo tanto era necesario apelar a alguna treta para equilibrar la ventaja.
Pensé mucho en el problema antes de hallarle solución, y luego practiqué bastante en los momentos en que me hallaba a solas, pues necesitaba calcular muy bien todos mis movimientos.
Al fin creí estar listo. Nos hallábamos sentados a una mesa fija a uno de los costados de la cabina del Estrella Matutina en lo que generalmente se consideraba como el piso. Ronnie estaba frente a mí y hacía un rato que discutíamos, por lo que adiviné que se produciría la pelea en cualquier momento. Cuando comenzó a desprenderse el cinturón de seguridad, comprendí que había llegado el momento de emprender vuelo.
Acababa de soltarse cuando le grité:
—¡Ven a atraparme!
Acto seguido me lancé hacia el «techo», que estaba a cinco metros de distancia. Esto era lo que había ensayado muy cuidadosamente. Una vez que hubo calculado mi rumbo, Ronnie se lanzó en mi seguimiento.
Donde no existe la gravedad, una vez que se ha lanzado uno por un curso definido, es imposible detenerse hasta que se golpea contra algo. Ronnie esperaba encontrarse conmigo en el techo; lo que no esperaba era que no llegara yo hasta allí. La verdad es que había tomado la precaución de enganchar un pie en un cordel que de antemano tenía asegurado al piso. No acababa de elevarme más que un par de metros cuando me detuve de pronto, volviendo a mi punto de partida. Ronnie no pudo hacer otra cosa que seguir viaje. Tanto le sorprendió verme volver que rodó sobre sí mismo mientras ascendía para enterarse de lo sucedido, y fue entonces cuando dio contra el techo con bastante fuerza. No se había recobrado de la sorpresa cuando volví a lanzarme hacia lo alto, y esta vez no estaba ya prendido del cordel. Ronnie estaba todavía medio atontado cuando llegué hasta él con la velocidad de un meteoro. No pudo apartarse a tiempo, de modo que le dejé sin aliento del primer golpe, tras de lo cual me resultó fácil retenerlo contra el techo mientras duró la cuenta. Es más, Norman llegó hasta diez antes de que mi contrincante diera señales de vida.
Tal vez no fue aquélla una gran victoria, y varios de los muchachos opinaron que había hecho trampa. No obstante, nada decían las reglas respecto al empleo de aquellas tretas.
Nuestros otros entretenimientos no eran tan bruscos. Jugábamos mucho al ajedrez, con piezas imantadas, pero como no tengo habilidad para ese juego, no solía practicarlo. El único en el que triunfaba a menudo era el de la «natación», no en el agua, por supuesto, sino en el aire.
Era esto tan agotador que no solíamos hacerlo con frecuencia. Se necesitaba un espacio bastante amplio, y los competidores empezaban flotando en hilera, bastante lejos de la pared más próxima. El juego consistía en llegar a la meta impulsándose uno con movimientos de brazos y piernas de manera muy semejante a lo que hacen los nadadores en el agua. No sé por qué, era yo más hábil en esto que los otros, cosa rara, ya que no soy un buen nadador.
Empero, no debo dar la impresión de que pasábamos todo nuestro tiempo en el Estrella Matutina. Hay trabajo de sobra para todos en una estación espacial, y quizá sea por esto que el personal aprovecha lo más posible su tiempo libre. Además, y este detalle curioso no es conocido por todos, teníamos más oportunidades de divertirnos porque necesitábamos muy poco descanso, cosa muy lógica en lugares donde no existe la gravedad. En todo el tiempo que pasé en el espacio, creo que no necesité más de cuatro horas de sueño continuo por día.
Una de mis preocupaciones principales era no perder ninguna de las conferencias del comandante Doyle, aun cuando había otras cosas que deseaba hacer. Tim me advirtió con mucho tacto, diciéndome que haría buena impresión si asistía siempre a ellas…, y, de todos modos, el comandante hablaba muy bien. Puedo asegurar que jamás olvidaré su charla sobre meteoros.
Al recordarla, esto me resulta curioso, ya que pensé que la clase sería muy aburrida. La iniciación fue bastante interesante, pero muy pronto pasó el orador a referirse a estadísticas y tablas demasiado complicadas para mí. Ya sabemos todos que los meteoros son partículas diminutas de materia que viajan por el espacio y se tornan incandescentes a causa de la fricción cuando llegan a la atmósfera terrestre. En su gran mayoría son mucho más pequeños que granos de arena; pero a veces llegan hasta la Tierra algunos que pesan varios kilos, y en ocasiones muy raras caen en el planeta meteoros gigantes, de no menos de mil toneladas, que causan daños considerables.
En los primeros días de la conquista del espacio había muchas personas a las que amedrentaban en extremo los meteoros. No se daban cuenta de lo grande que es el espacio y creían que al salir de la capa protectora de la atmósfera se expondrían a un continuo tiroteo. Actualmente estamos mejor enterados; aunque los meteoros no son un peligro serio, ocasionalmente llegan algunos pequeños que atraviesan las estaciones o las naves, y es necesario tomar las precauciones del caso.
Me distraje por completo mientras el comandante hablaba de huestes enormes de meteoros y cubría el pizarrón con rápidos cálculos en los que demostraba el porcentaje mínimo de materia sólida existente entre los planetas. Me interesé más cuando comenzó a explicar lo que sucedería si llegábamos a recibir el impacto de un meteoro.
—Deben recordar que, debido a su velocidad, los meteoros no se parecen en absoluto a objetos tan lentos como las balas de un arma de fuego que avanzan apenas a mil seiscientos metros por segundo. Si un meteoro pequeño da contra un objeto sólido, aunque sea éste un trozo de papel, se transforma de inmediato en una nube de vapor incandescente. Ésa es una de las razones por las cuales tiene esta estación un casco doble; la capa exterior nos da una protección casi completa contra los meteoros que podrían llegar basta aquí.
»Pero existe una posibilidad remota de que uno de los grandes atraviese ambas paredes y produzca un orificio de dimensiones regulares. Sin embargo, no hay gran peligro. Naturalmente, comenzaría a escapar el aire; pero todos los compartimientos que dan al exterior tienen uno de estos discos.
Levantó la mano para mostrar un disco que se asemejaba mucho a la cubierta de una olla y el que estaba provisto de una guarnición de goma. A menudo había visto aquellos discos amarillos adosados a las paredes de la estación, aunque en ningún momento les di mayor importancia.
—Con esto se pueden obstruir agujeros de hasta quince centímetros de diámetro. No hay más que colocarlos contra la pared, cerca del orificio, y hacerlo correr hasta que lo cubra por completo. No intenten nunca ponerlo directamente sobre el agujero. Una vez que está en su lugar, la presión del aire lo mantendrá sujeto allí hasta que pueda efectuarse la reparación necesaria.
Así diciendo, arrojó el disco hacia los alumnos.
—Estúdienlo y vayan pasándolo —dijo—. ¿Quieren hacer alguna pregunta?
Hubiera querido inquirir qué pasaría si el agujero tenía más de quince centímetros de diámetro, pero temí que consideraran la pregunta como una broma de mal gusto. Al mirar a los otros para ver si alguno se disponía a romper el silencio, noté la ausencia de Tim Benton. Era raro que faltara a una de las clases, y me pregunté qué le habría pasado. Tal vez estaba prestando ayuda a algún otro en un trabajo urgente.
No tuve más tiempo para pensar en la ausencia de Tim, pues en ese preciso momento hubo una súbita explosión que nos ensordeció a todos en la reducida cabina. Siguió a ella el aterrador zumbido del aire que escapaba por un agujero que había aparecido como por arte de encanto en una de las paredes.