2. Fuera de la Tierra

La caída no se produjo y el momento de pánico pasó en seguida. Aquello era una ilusión, pues el piso estaba firme bajo mis pies aunque mis ojos dijeran otra cosa. Dejé de aferrarme a la puerta por la que había entrado, aquella puerta que mi vista me decía estaba en el techo.

Naturalmente, era algo tan absurdo que resultaba sencillo. La habitación que parecía estar abajo la veía en realidad reflejada en un gran espejo situado frente a mí y situado a un ángulo de cuarenta y cinco grados de la vertical. Me encontraba parado a un extremo de una alta habitación que estaba «doblada» horizontalmente en ángulo recto; pero debido al espejo era casi imposible darse cuenta de esto.

Me puse sobre manos y rodillas y avancé a gatas. Me exigió esto el empleo de toda mi fuerza de voluntad, pues los ojos seguían diciéndome que me estaba arrastrando hacia abajo por el costado de una pared vertical. No tardé mucho en detenerme y mirar por sobre el borde. Allí abajo, realmente abajo, estaba la habitación que había visto poco antes. El hombre sentado en el sillón me miraba sonriente, como diciéndome: «Te dimos un buen susto, ¿eh?». Por supuesto, le veía perfectamente bien reflejado en el espejo que tenía delante.

Se abrió entonces la puerta a mis espaldas y entró el psicólogo con una larga tira de papel en la mano. Al mostrármela dejó escapar una risita.

—Ya tenemos grabadas todas tus reacciones —me dijo—. ¿Sabes cuál es el objeto de esta prueba?

—Me lo figuro —repuse—. ¿Es para descubrir cómo reacciono al cambiar las condiciones de gravedad a que estoy acostumbrado?

—Así es. Lo llamamos prueba de orientación. En el espacio no existe la gravedad, y algunas personas no pueden acostumbrarse a ello. Esta prueba elimina a casi todos los postulantes.

Abrigué la esperanza de que no me eliminara a mí, y pasé una media hora muy poco agradable mientras esperaba que se decidieran los médicos. Mas no necesitaba haberme preocupado. Como dije antes, estaban de mi parte y tenían tanto interés como yo en que pasara el examen.

Las montañas de Nueva Guinea, que se hallan al sur del Ecuador y se elevan en algunas partes hasta más de cinco kilómetros por sobre el nivel del mar, deben haber sido en otra época uno de los lugares más agrestes e inaccesibles del mundo. Aunque con el empleo de helicópteros se ha hecho muy fácil llegar a ellas, recién en el siglo veintiuno adquirieron importancia al convertirse en el trampolín obligado para saltar al espacio.

Hay tres buenas razones para esto. La primera de todas es el hecho de que se hallan tan cerca del Ecuador que, merced a la rotación de la Tierra, se trasladan de oeste a este a razón de mil seiscientos kilómetros por hora. Este impulso es muy útil para las naves que parten hacia el espacio.

Debido a su gran altura, las capas más densas de la atmósfera están debajo de sus picos, de modo que se reduce la resistencia del aire y los cohetes rinden el máximo de su capacidad. Quizá más importante que todo esto es el detalle de que se hallan en medio del Océano Pacífico, con veinte mil millas de mar abierto en dirección al este. No se pueden lanzar naves al espacio desde áreas habitadas porque, aparte del peligro que significaría un accidente, el ruido increíble de los navíos que ascienden ensordecería a todos los que se encontraran en muchos kilómetros a la redonda.

El Puerto Goddard está ubicado en una amplia meseta alisada por las descargas atómicas y situada a unos cuatro kilómetros de altura. No es posible llegar a ella por tierra, y todo lo que se lleva allí debe viajar por aire. Es allí donde se encuentran los aviones atmosféricos y las naves espaciales.

Cuando lo vi por primera vez desde el avión, parecía un diminuto rectángulo perdido entre las montañas. A su alrededor se extendían en todas direcciones amplísimos valles de exuberante vegetación tropical. Me dijeron que en uno de aquellos valles existen todavía tribus salvajes aisladas del mundo. Me pregunté entonces qué pensarían de los monstruos que pasaban por lo alto, llenando todos los ámbitos del cielo con sus rugidos ensordecedores.

El poco equipaje que me permitían llevar había sido enviado de antemano y no volvería a verlo hasta que llegara a la Estación Interior. Cuando descendí del avión en medio de la atmósfera enrarecida de Puerto Goddard, me sentí ya tan por encima de la Tierra que miré involuntariamente hacia el cielo para ver si podía avistar el satélite artificial. Mas no me dieron tiempo para buscarlo. Los reporteros me estaban esperando y de nuevo tuve que posar para las cámaras.

No tengo la menor idea de lo que dije y, por suerte, me rescató en seguida uno de los funcionarios del aeródromo. Tuve que llenar luego los formularios de costumbre, me pesaron cuidadosamente y me dieron unas píldoras a tomar, tras de lo cual me hicieron subir a un camión pequeño que me llevaría a la plataforma de despegue. En este viaje era yo el único pasajero, pues tenía pasaje en un cohete de carga.

Como es de suponer, la mayoría de los navíos espaciales tienen nombres astronómicos. Volaría yo en el Sirio, y aunque era una de las naves más pequeñas, me pareció bastante imponente cuando me acerqué. Ya la habían colocado en los soportes verticales, de modo que la proa apuntaba directamente al cielo y estaba apoyada en los enormes triángulos de sus aletas. Éstas entrarían en funcionamiento sólo cuando volvieran a deslizarse por la atmósfera al regresar a la Tierra: por el momento no servían más que de soportes para los cuatro voluminosos tanques de combustible, semejantes a bombas gigantescas, que serían despedidos no bien los hubieran agotado los motores. Estos tanques de líneas aerodinámicas eran casi tan grandes como el casco de la nave.

La plataforma de abastecimiento estaba aún en posición, y al entrar en el ascensor me di cuenta por primera vez que ya me había despedido de la Tierra. Comenzó a rugir un motor y el casco metálico del Sirio fue deslizándose hacia abajo ante mis ojos. Poco a poco se amplió el radio visual de que gozaba y ahora pude ver todos los edificios de la administración del aeródromo agrupados a un costado de la meseta, los enormes tanques de combustible, las extrañas máquinas de la planta de producción de ozono líquido y el campo de aterrizaje para los aviones comunes y helicópteros. Más allá de todo esto, indiferente a todo lo que hiciera el hombre, destacábase la selva eterna.

Se detuvo al fin el ascensor y abriéronse las puertas sobre una breve plataforma que daba acceso al Sirio. Marché por sobre ella, traspuse las puertas abiertas de la cámara de compresión atmosférica que servía de entrada a la nave, y la brillante luz del sol tropical cedió su puesto al resplandor de las luces eléctricas de la cabina de mandos.

El piloto ya estaba en su asiento, ocupado en constatar el funcionamiento de diversos aparatos del tablero de gobierno. Volvióse al entrar yo y me obsequió con una amable sonrisa.

—Tú eres el famoso Roy Malcolm, ¿eh? —dijo—. Trataré de llevarte hasta la estación sin tropiezos de ninguna especie. ¿Ya has volado antes en naves-cohetes?

—No.

—Entonces no te aflijas; no es tan malo como dicen muchos. Ponte cómodo en el asiento, ajústate el cinturón de seguridad y deja relajar los músculos. Todavía nos faltan veinte minutos para la partida.

Subí al asiento neumático, mas no me resultó fácil mantenerme tranquilo. No creo que estuviera atemorizado, pero sí me sentía nervioso. Luego de soñar durante tantos años al fin me encontraba a bordo de una nave espacial. Unos minutos más y volaría por el espacio.

Pasé la vista por la cabina de mandos. La mayor parte de su contenido me era familiar por haberla visto en fotografías y películas; además, sabía perfectamente el destino que cumplían casi todos los instrumentos. El tablero de mandos de una nave del espacio no es en realidad muy complicado, ya que la mayor parte del trabajo se hace de manera automática.

El piloto hablaba por radio con la torre de control del aeropuerto, cambiando los informes de práctica en aquellos casos. Cada tanto oíase el anuncio del transcurso del tiempo:

—Quince minutos… Diez minutos… Cinco minutos.

Aunque ya había oído otras veces esas cosas, no pude menos que sentirme emocionado. Y esta vez no lo estaba presenciando en un programa de televisión, sino que lo experimentaba yo mismo.

Al fin dijo el piloto:

—Mando automático.

Acto seguido bajó una gran palanca de color rojo. Lanzando luego un suspiro, estiró los brazos y arrellanóse en el asiento.

—Siempre es agradable la partida —expresó—. Durante una hora no hay nada de trabajo.

Naturalmente, no lo decía en serio. Aunque los controles automáticos gobernarían la nave durante un tiempo, el piloto tendría que vigilar que todo marchara bien. En caso de emergencia, o si el piloto robot llegaba a fallar, tendría que hacerse cargo del gobierno del aparato.

La nave comenzó a vibrar con el movimiento giratorio de las bombas de combustible. En la pantalla del televisor había aparecido un complicado diseño de líneas entrecruzadas que, según supuse, tendrían alguna relación con el rumbo del navío. Vi cambiar una serie de líneas de color rojo que se trocaron verdes. Al cambiar de color las luces, el piloto me dijo en seguida:

—Quédate tendido.

Me acomodé mejor en el asiento neumático, sintiendo casi de inmediato como si me hubiera saltado alguien encima. Sonó un rugido terrible en mis oídos y tuve la impresión de que pesaba una tonelada. Me costó bastante respirar, pues no era ya una función automática de los pulmones, sino algo que debí gobernar a fuerza de voluntad.

Esta molestia duró apenas unos segundos antes de que me acostumbrara a ella. Los motores del navío no habían iniciado aún su funcionamiento, y ascendíamos impelidos por los cohetes de partida, los que se agotarían en pocos segundos para caer a Tierra, cuando estuviéramos ya a muchos kilómetros de altura.

Me di cuenta cuando ocurrió esto por la súbita falta de peso, detalle que duró apenas un momento; después hubo un cambio sutil en el sonido al entrar en acción los cohetes de la nave, los que continuarían atronando furiosamente durante cinco minutos más. Al cabo de ese lapso tendríamos ya tal velocidad que la Tierra no podría volver a atraernos.

El impulso de los cohetes había triplicado mi peso normal, pero mientras me mantuviera inmóvil no sufriría molestias serias. A fin de experimentar, quise ver si podía alzar el brazo y comprobé que me resultaba cansador, aunque no muy difícil. Así y todo, me alegré de volver a dejarlo caer. De ser necesario, creo que podría haberme sentado, aunque me hubiera sido imposible mantenerme de pie.

En la pantalla del televisor manteníase sin cambio el diseño de líneas brillantes. Empero, ahora vi un punto que ascendía con lentitud y representaba sin duda al navío que se elevaba. Lo observé con atención, preguntándome si se desconectarían los motores cuando llegara el punto a la parte superior de la pantalla.

Mucho antes de que sucediera esto hubo una serie de explosiones breves y la nave se estremeció ligeramente. Por un momento creí que habría ocurrido algo malo; pero luego me hice cargo de lo sucedido. Habíanse agotado los tanques adosados a la nave y acababan de saltar automáticamente los cierres que los sostenían. Ahora caían detrás de nosotros y poco después se hundirían en las aguas desiertas del Pacífico que se extienden entre Tahití y Sud América.

Al fin comenzó a amenguar el estallido de los cohetes y poco a poco desapareció la sensación de peso enorme que me oprimía. El navío espacial comenzaba a entrar en su órbita final, a ochocientos kilómetros de altura sobre el Ecuador. Los motores habían cumplido su misión y ahora no hacían otra cosa que dirigir el rumbo.

Volvió a reinar el silencio al cesar por completo el rugir de los cohetes. Aun sentía las leves vibraciones de las bombas de combustible que funcionaban con suavidad, pero en la cabina de mando no había ya sonido alguno. Había ensordecido parcialmente, pero poco a poco recobré la facultad de oír.

El piloto terminó de hacer la lectura de sus instrumentos y se soltó el cinturón de seguridad. Le miré fascinado al verle flotar por el aire hacia mí.

—Te llevará un tiempo acostumbrarte a esto —me dijo, mientras desprendía mi cinturón—. Recuerda que debes moverte con suavidad y no soltar una agarradera hasta no tener otra al alcance de la mano.

Me incorporé con cierto recelo, tomándome del asiento en el momento en que estaba por volar hacia lo alto de la cabina. Ya no había allí «arriba» y «abajo»; el peso había dejado de existir y no tenía más que dar un ligero envión para trasladarme hacia donde quisiera.

Es algo extraño, pero aun ahora hay personas que no logran comprender la carencia absoluta de peso. Parecen creer que es algo relacionado con el hecho de estar «fuera de la fuerza de atracción de un planeta», lo cual es erróneo, naturalmente. En una estación espacial o en un cohete que se traslada por su propio impulso a ochocientos metros de altura, la gravedad es casi tan poderosa como sobre la superficie de la Tierra. La razón de que desaparezca la sensación de peso no se debe a que se halle uno fuera del radio hasta el que alcanza la gravedad de la Tierra, sino porque no opone uno resistencia a su atracción. Aun sobre el planeta podría sentirse esa carencia de peso en el interior de un ascensor que cayera y durante el lapso que durara la caída. La estación orbital o el cohete está siempre en caída permanente, una «caída» que puede durar eternamente porque no va dirigida hacia la Tierra sino en sentido paralelo a la misma.

—¡Cuidado! —me advirtió el piloto—. No quiero que te rompas la cabeza contra el tablero de instrumentos. Si quieres echar un vistazo por la ventanilla, tómate de esta agarradera.

Luego de obedecerle miré por el ojo de buey, cuya cubierta de grueso plástico era todo lo que había entre mi persona y la inmensidad del espacio.

Sí, ya sé que existen tantas películas y fotografías que ya todos saben el aspecto que presenta la Tierra al contemplarla desde el espacio. Por eso no emplearé mucho tiempo en describirla. A decir verdad, no había mucho que ver, ya que mi campo visual estaba ocupado casi por completo por el Océano Pacífico. Allí abajo destacábase con reflejos profundamente azulados que se suavizaban para perderse en una especie de bruma en los confines del horizonte. Pregunté al piloto a qué distancia nos hallábamos del horizonte.

—A unos tres mil kilómetros —contestó—. Se puede ver casi hasta Nueva Zelandia por el sur y hasta Hawai por el norte. Es impresionante, ¿verdad?

Una vez acostumbrado a la proporción de las cosas, pude reconocer muchas islas del Pacífico, muchas de ellas rodeadas de arrecifes de coral que eran perfectamente visibles. Muy hacia el oeste cambiaba de pronto el color del mar, que era allí de un verde intenso. Me hice cargo entonces de que estaba mirando las enormes granjas flotantes que proveen de alimento al continente de Asia y que cubren ahora gran parte de todos los océanos en la zona tropical.

Se estaba presentando a mi vista la costa de Sud América cuando comenzó a prepararse el piloto para aterrizar en la Estación Interior. Ya sé que el empleo de la palabra «aterrizar» no es del todo correcto, pero es la expresión que se ha adoptado. En el espacio, muchas palabras comunes tienen un significado diferente del que les corresponde.

Todavía estaba mirando con profunda absorción por el ojo de buey cuando recibí orden de volver a mi asiento a fin de no andar dando tumbos por la cabina al efectuarse las maniobras finales.

La pantalla del televisor era ahora un rectángulo negro con una diminuta estrella doble que brillaba cerca de su centro. Nos hallábamos a unos doscientos kilómetros de la estación, acercándonos a ella con lentitud. Las dos estrellas fueron tornándose más brillantes y separándose, mientras que a su alrededor aparecían diminutos satélites apenas visibles. Me hice cargo de que estaba viendo navíos estacionados junto a la estación para ser reabastecidos o reparados.

Súbitamente estalló una de aquellas diminutas estrellas en una explosión de luz. A ciento cincuenta kilómetros de nosotros, una de las naves de la flota acababa de poner en marcha sus motores y se alejaba de la Tierra. Interrogué al respecto a mi compañero.

—Debe ser el Alfa Centauro que va rumbo a Venus —me informó—. Es un buen navío, pero ya deberían retirarlo del servicio; está muy viejo. Ahora déjame atender al aterrizaje; éste es uno de los trabajos que no hace el mando automático.

La Estación Interior se hallaba a pocos kilómetros de distancia cuando empezamos a frenar. Se oyó un silbido agudo proveniente de los cohetes direccionales situados en la proa y por un momento volví a experimentar la sensación de peso. Esto duró unos segundos; luego adquirimos la misma velocidad que los otros satélites flotantes de la estación y nos unimos a ellos.

Cuidándome de pedir permiso al piloto, me levanté del asiento y fui de nuevo hacia la ventanilla. La Tierra estaba ahora del otro lado de la nave y me encontré mirando a las estrellas y la estación espacial. Era tan impresionante el espectáculo que lo contemplé un minuto entero antes de que mi cerebro asimilara las sensaciones que le telegrafiaban mis órganos visuales. Ahora comprendía el propósito de la prueba de orientación a la que me sometieran los médicos.

Mi primera impresión fue que reinaba allí el caos más completo. Flotando en el espacio, a uno o dos kilómetros de nuestra nave, vi un gran enrejado abierto compuesto de delgadas vigas metálicas que le daban el aspecto general de un disco chato. En diversos puntos de su superficie había edificios esféricos de diverso tamaño que se comunicaban unos con otros por medio de tubos lo bastante amplios como para permitir el tránsito de seres humanos. En el centro del disco vi la esfera más grande de todas. Noté en ella numerosos ojos de buey y muchísimas antenas radiales que sobresalían en todas direcciones.

Unidos a diversos puntos del enorme disco vi varios navíos espaciales, algunos de ellos casi completamente desmantelados. La primera impresión que daban era la de ser moscas atrapadas en una gigante telaraña. Trabajaban en ellos varios hombres vestidos con trajes espaciales y de tanto en tanto me encandilaba el reflejo de las soldadoras eléctricas.

En el espacio, alrededor de la estación, flotaban otras naves sin orden ni concierto. Algunas tenían líneas aerodinámicas y eran aladas como la que me llevara hasta allí desde la Tierra. Otras eran las verdaderas naves del espacio, armadas allí fuera de la atmósfera y diseñadas para transportar cargas entre uno y otro planeta sin aterrizar jamás en ellos. Eran artefactos raros, no muy sólidos, por lo general con una cámara esférica en la que se alojaban la tripulación y pasajeros, y enormes tanques para el combustible. Naturalmente, no tenían líneas aerodinámicas: las cabinas, tanques y motores estaban unidas sencillamente por medio de delgadas pértigas de metal. Al observar aquellos navíos no pude menos que pensar en las anticuadas revistas en las que una vez había visto representadas gráficamente las ideas que tenían nuestros abuelos acerca de las naves del espacio. Las mostraban largas y afiladas, muy semejantes a proyectiles dotados de aletas. Los artistas que trazaron aquellos dibujos se habrían sorprendido mucho ante la realidad, y es posible que no reconocieran en aquellos extraños objetos a las naves siderales tan comunes para nosotros.

Me estaba preguntando cómo entraríamos en la estación cuando vi presentarse algo en mi radio visual. Era un cilindro apenas lo bastante espacioso como para dar cabida a un hombre, cuya cabeza vi a través del panel de plástico transparente que cubría un extremo del aparato. Del cuerpo del cilindro proyectábanse largos brazos articulados y por detrás llevaba a la zaga un delgado cable. Alcancé a atisbar la leve estela nebulosa del escape del diminuto motor que impulsaba a aquella nave espacial en miniatura.

El piloto del artefacto debió haber visto que le miraba, pues me sonrió al pasar. Un momento más tarde resonó un golpe alarmante contra el casco de nuestra nave y mi compañero de viaje rompió a reír al notar el susto que me llevaba.

—No es más que el cable de remolque que acaban de fijar. Empezaremos a movernos dentro de un momento.

Sentí un tirón y la nave rotó lentamente hasta quedar paralela al gran disco de la estación. El cable magnético había sido fijado a la parte central del casco y de la estación nos acercaban como un pescador que recoge la línea con su pez. Vi que el piloto oprimía un botón en el tablero de instrumentos y se oyó el zumbar de motores al descender el tren de aterrizaje. Era esto algo que jamás hubiera esperado yo que se usara en el espacio, mas en seguida comprendí lo acertado del método, ya que los amortiguadores absorberían el suave impacto al tocar el navío la estación.

Nos acercaron con tal lentitud que el breve viaje insumió casi diez minutos, tras de lo cual sintióse un leve impacto cuando «tocamos tierra» y llegamos a destino.

—Bien —rio el piloto—, espero que te haya gustado el viaje. ¿O hubieras querido que fuera más emocionante?

Le miré con recelo, mientras me preguntaba si se estaría burlando de mí.

—Gracias, pero fue bastante emocionante. ¿Qué otras emociones podría haberme brindado?

—Pues, unos cuantos meteoros, un ataque de piratas, una invasión procedente de los confines de la galaxia o alguna otra de las cosas que se leen en las revistas.

—No leo más que los libros serios como la Introducción de la Astronáutica, de Richardson, o Naves Espaciales Modernas, de Maxwell.

—No te creo —replicó de inmediato—. Por lo menos yo leo revistas e historietas, y estoy seguro de que tú también lo haces. Te aseguro que no me engañas.

Naturalmente, estaba acertado, y fue aquélla una de las primeras lecciones que aprendí en la estación. Todos los que se encuentran en ella han sido elegidos tanto por su inteligencia como por sus conocimientos técnicos y saben descubrir una mentira de inmediato.

Me estaba preguntando cómo íbamos a salir de la nave cuando oí una serie de golpes y rasguños en la cámara de compresión que sirve de entrada y salida. Poco después se oyó el silbar del aire que escapaba y casi en seguida un ruido sibilante que era la puerta interior que se abría.

—Recuerda lo que te recomendé acerca de no hacer movimientos bruscos —me dijo el piloto, mientras tomaba su cuaderno de bitácora—. Lo más conveniente será que te tomes de mi cinturón y te remolque. ¿Listo?

No me pareció aquél un método muy digno de entrar en la estación; pero era mejor no correr riesgos, de modo que así viajé por el tubo flexible que habían acoplado a la entrada de la nave. El piloto dio un fuerte envión con las piernas y fue volando por el aire que llenaba el tubo, llevándome a mí a la zaga. Aquello era como aprender a nadar debajo del agua y al principio tuve la alarmante impresión de que me ahogaría si trataba de respirar.

A poco salimos a un amplio túnel de metal que, según calculé, debía ser uno de los pasajes principales de la estación. A lo largo de las paredes se extendían caños y cables de diverso grosor, y a intervalos regulares traspusimos enormes puertas dobles con la palabra emergencia escrita en ellas en letras rojas. En el trayecto nos cruzamos sólo con dos personas cuya habilidad para trasladarse de un lado a otro me llenó de envidia y me hizo tomar la decisión de llegar a ser tan hábil como ellas antes de irme de la estación.

—Te llevo a presencia del comandante Doyle —me informó el piloto—. Él es el encargado de entrenar a los novatos y con él tendrás que tratar.

—¿Es buena persona?

—No te aflijas por eso; ya lo descubrirás en seguida. Aquí estamos.

Nos detuvimos frente a una puerta circular sobre la que leí: «Comandante R. Doyle, a cargo de Entrenamiento. Llame y pase». El piloto llamó con los nudillos y entró conmigo a la zaga.

—Capitán Jones con un pasajero, señor Doyle —anunció.

Me puso entonces delante de él y vi al hombre a quien se dirigía. El individuo se hallaba sentado a un escritorio común, cosa sorprendente en aquel lugar donde nada parecía ser normal. Al observarlo noté que era el hombre más fornido que he visto en mi vida. Sus dos enormes brazos cubrían casi todo el escritorio y me pregunté dónde hallaría ropas que le sentaran bien, ya que sus hombros eran anchísimos.

Al principio no le pude ver bien la cara, pues estaba leyendo unos papeles. Después levantó la cabeza y me vi frente a una profusa barba roja y dos cejas abundantísimas, cosas tan raras en esta época que tardé un momento antes de estudiar el resto de sus facciones. Después me hice cargo de que el comandante Doyle debía haber sufrido algún accidente, pues tenía una leve cicatriz que le cruzaba la frente en diagonal. Considerando las maravillas que se hacen actualmente en el campo de la cirugía plástica, el hecho de que aquella cicatriz fuera todavía visible indicaba que la herida original debía haber sido enorme.

La verdad es que el comandante no era un hombre muy atractivo, aunque sí era imponente, y aún habría de darme la sorpresa más grande.

—De modo que tú eres el joven Malcolm, ¿eh? —dijo con voz agradable y cadenciosa que no armonizaba con su belicoso aspecto—. Mucho hemos oído hablar de ti. Bien, capitán Jones, yo me hago cargo de él.

El piloto se retiró luego de hacer el saludo militar, y durante los diez minutos siguientes me interrogó el comandante con gran interés, enterándose de todo lo concerniente a mi persona. Le dije que había nacido en Nueva Zelandia y vivido unos años en China, Sud África, Brasil y Suiza, ya que mi padre, que es periodista, era trasladado de un punto a otro del planeta. Habíamos ido a Missouri porque mamá estaba harta de montañas y deseaba un cambio. En realidad no habíamos viajado mucho y nunca llegué a visitar ni la mitad de los lugares que conocían nuestros vecinos. Tal vez fuera ésta una de las razones por las que quise salir al espacio.

Cuando hubo terminado de anotar todo esto y de agregar comentarios propios que mucho me hubiera gustado leer, el comandante dejó de lado la anticuada pluma fuente que estaba usando y me miró como si fuera yo algún animal raro. Mientras tanto tamborileaba sobre el escritorio con aquellos dedos enormes que parecían capaces de romper la superficie que tocaban. Me sentía algo atemorizado y, para empeorar aún más las cosas, habíame elevado del suelo y estaba flotando en el aire, no pudiendo moverme, a menos que hiciera el ridículo y tratara de bracear como cuando se nada, lo que podría no darme resultado. Después vi que el comandante sonreía alegremente.

—Me parece que esto va a ser muy divertido —comentó.

Mientras me preguntaba si me atrevería a preguntarle por qué, lanzó una mirada a unos mapas que había sobre la pared y continuó:

—Las clases de la tarde recién acaban de finalizar. Te llevaré para que conozcas a los muchachos.

Tomó luego un largo tubo de metal que debía haber estado debajo del escritorio y, dando un envión con el brazo izquierdo, saltó de su sillón.

Fue tan rápido su movimiento que me tomó completamente de sorpresa. Un momento después tuve que hacer un esfuerzo para no lanzar una exclamación de sobresalto, pues al apartarse el comandante del escritorio, vi que no tenía piernas.

Cuando se va a una nueva escuela o se muda uno a un barrio desconocido, sigue siempre un período algo confuso y tan lleno de nuevas experiencias que luego no se puede recordar con claridad. Así fue mi primer día en la estación espacial; jamás me habían ocurrido tantas cosas en un lapso tan breve. No se trataba solamente de que empezaba a conocer a muchas personas; también tenía que aprender a vivir de nuevo.

Al principio me sentí tan indefenso como un bebé recién nacido y no sabía calcular el esfuerzo que requería cada movimiento de mi parte. Aunque no tenía peso, seguía existiendo para mí la inercia y necesitábase un impulso para poner algo en movimiento y era necesario apelar a la fuerza para detener el impulso inicial. En esto entraban en juego los «palos de escoba».

Los había inventado el comandante Doyle, tomando el nombre de los viejos cuentos en los que las brujas cabalgaban sobre escobas. No hay duda alguna de que en la estación las imitábamos. Nuestros palos de escobas consistían de dos tubos huecos que se deslizaban el uno dentro del otro; ambos estaban unidos por un fuerte resorte de espiral, terminando uno en un gancho y el otro en un amplio redondel de goma. Esto era todo. Si uno deseaba trasladarse, no tenía más que apoyar el redondel contra la pared más cercana y dar un envión. La reacción lo enviaba a uno al espacio, y al llegar al punto deseado, el resorte absorbía el choque, aminorando la velocidad y deteniendo la marcha.

Naturalmente, no era esto tan fácil como parece, pues en caso de no tener cuidado se podía rebotar en la misma dirección de la que llegaba uno.

Pasó mucho tiempo antes de que descubriera lo que le había sucedido al comandante. La cicatriz habíala ganado en su juventud al sufrir un accidente automovilístico ordinario, pero las heridas más graves correspondían a algo mucho más serio, algo que le sucedió en la primera expedición a Mercurio. Era entonces todo un atleta, de modo que la pérdida de sus piernas debió haber sido para él un golpe más rudo que para la mayoría. Evidentemente, por esa razón vivía en la estación, único lugar donde no sería un inválido. En verdad, gracias al extraordinario desarrollo de sus brazos, era sin duda el hombre más ágil de la estación espacial. Había vivido en ella durante los últimos diez años y jamás retornaría a la Tierra. Ni siquiera se trasladaba a las otras estaciones del espacio donde había gravedad, y nadie cometía el error de sugerirle un viaje a ellas.

Había en la Estación Interior alrededor de cien personas, diez de ellas aprendices poco mayores que yo. Al principio se mostraron éstos un tanto fastidiados por mi presencia; pero después de mi pelea con Ronnie Jordan marchó todo bien y me aceptaron como uno de la familia. Pero ya contaré el incidente más adelante.

El aprendiz principal era un canadiense circunspecto y de elevada estatura que se llamaba Tim Benton. Hablaba poco, pero cuando decía algo todos le prestaban atención. Fue él quien me mostró toda la estación luego que el comandante me hubo puesto a su cargo.

—Supongo que ya sabes lo que hacemos aquí, ¿no? —me dijo entonces dubitativo cuando nos dejó solos el comandante.

—Reabastecen de combustible a los navíos del espacio que parten de la Tierra y efectúan las reparaciones necesarias.

—Sí, ése es el trabajo principal. Las otras estaciones, que están más lejos de la Tierra, cumplen otras funciones, pero no hablaremos de ello ahora. Hay algo importante que quiero aclararte en seguida. Esta Estación Interior está compuesta de dos partes y la otra se halla a unos tres kilómetros de aquí. Ven a verla.

Me llevó hacia uno de los ojos de buey y me encontré mirando hacia el espacio. Pendiente entre las estrellas, y tan cerca que parecía al alcance de la mano, vi lo que parecía ser una rueda gigantesca que giraba lentamente alrededor de su eje, dejando ver el resplandor del sol sobre sus ventanillas de observación. No pude menos que comparar su compacta solidez con la aparente fragilidad de la maraña de vigas y tubos que componían la estación en la que me hallaba. La gran rueda tenía un eje central parecido a un cilindro largo y estrecho que terminaba en una estructura muy curiosa. Cerca de ella maniobraba un navío sideral.

—Es la Estación Residencial —me dijo Benton en tono poco aprobador—. No es otra cosa que un hotel. Ya habrás visto que gira. Debido a eso tiene la misma gravedad de la Tierra en los bordes. Rara vez vamos a ella: una vez que se acostumbra uno a no tener peso, la gravedad resulta muy molesta. Pero todos los pasajeros de Marte y la Luna son trasbordados allí. No sería conveniente que fueran directamente a la Tierra luego de haber vivido en lugares donde hay una fuerza de gravedad mucho menor. En la Estación Residencial se aclimatan poco a poco. Entran en el centro, donde no hay gravedad, y se van trasladando poco a poco hacia los bordes, donde la fuerza centrífuga crea condiciones similares a las de la Tierra.

—¿Cómo consiguen entrar si está girando constantemente? —pregunté.

—¿Ves esa nave que está maniobrando allí cerca? Si miras bien verás que el eje de la estación no está girando; lo mueve un motor en dirección contraria a la de la rueda, de modo que en realidad se mantiene estático en el espacio. El navío se adhiere a él y trasborda los pasajeros por medio de un tubo de unión que lleva la misma velocidad que la rueda. Parece complicada la maniobra, pero da resultados perfectos.

—¿Tendré una oportunidad de ir allá? —inquirí.

—Supongo que se puede arreglar, aunque no sé qué ganarás con ello, ya que estarás igual que en la Tierra. Precisamente para eso la han instalado.

No insistí sobre el punto, y recién al finalizar mi visita pude ir hasta la Estación Residencial que flotaba a tres kilómetros de la nuestra.

Debe haber sido molesto tener que mostrarme la estación, pues era necesario empujarme o arrastrarme por todos lados hasta que logré acostumbrarme a mi nuevo estado. Una o dos veces me rescató Tim justo a tiempo cuando me había lanzado con demasiado vigor y estaba por irme de cabeza contra un obstáculo. Pero era muy paciente, y al fin logré dominar el nuevo medio de locomoción y pude moverme por mi propia cuenta.

Pasaron varios días antes de que supiera orientarme en el gran laberinto de corredores conectados entre sí y numerosas cámaras atmosféricas que componían la Estación Interior. En aquel primer viaje no hice más que echar un vistazo rápido a los talleres, instalaciones de radio, planta de fuerza motriz, aparatos de acondicionamiento de aire, dormitorios, depósitos y observatorios.

A veces resultaba difícil creer que todo aquello había sido llevado al espacio y armado allí a ochocientos kilómetros de la Tierra. Hasta el momento en que Tim lo mencionó en tono casual no supe que la mayor parte de los materiales de la estación provenían de la Luna. La gravedad mínima del satélite hacía más económico el traslado del equipo desde allí que desde el planeta, a pesar de que la Tierra estaba mucho más cerca.

Mi primera gira de inspección terminó dentro de una de las cámaras de compresión que sirven de entrada y salida. Nos paramos frente a la gran puerta circular que daba paso al vacío exterior. A nuestro alrededor había numerosos trajes espaciales sujetos a la pared por medio de perchas magnéticas, y los miré con profundo interés. Siempre había ambicionado ponerme uno de ellos y convertirme en un diminuto mundo individual aislado de todo.

—¿Te parece que me dejarán probar uno de ésos mientras estoy aquí? —pregunté.

Tim mostróse algo pensativo y miró luego su reloj.

—No entro de servicio hasta dentro de media hora y quiero ir a buscar algo que he dejado en el borde. Saldremos los dos.

—Pero… —balbucí, sintiendo que se apagaba mi entusiasmo de inmediato—. ¿No hay peligro? ¿No se necesita mucha preparación para usar estos trajes?

—Supongo que no tendrás miedo, ¿eh?

—Por supuesto que no.

—Bueno, vamos entonces.

Tim respondió a mi pregunta mientras me enseñaba cómo introducirme en el traje.

—Es verdad que se necesita mucha preparación para maniobrar uno de éstos, de modo que no te permitiré que lo intentes siquiera. Tendrás que quedarte quieto adentro y seguirme. Estarás tan seguro como aquí, siempre que no toques los gobiernos. Para asegurarme de ello, los pondré en cero.

Me resentí un poco, mas no dije nada; al fin y al cabo, él era el que mandaba.

Para la mayoría de la gente el término «traje espacial» significa algo así como un traje de buzo con el que el hombre puede caminar y emplear los brazos. Naturalmente, los trajes de este tipo se usan en lugares como la Luna; pero en una estación del espacio, donde no existe la gravedad, las piernas no son de gran utilidad, ya que en el exterior es necesario trasladarse por medio de disparos de cohetes pequeños.

Por esta razón, la parte inferior del traje no es más que un cilindro rígido. Cuando me introduje en él descubrí que podía usar los pies sólo para hacer funcionar algunos pedales de control, los que me cuidé de no tocar. Había dentro un asiento pequeño, y la bóveda transparente que cubría la parte superior del cilindro me permitía ver perfectamente. Descubrí luego que podía usar las manos y los brazos. Debajo de la barbilla tenía un pequeño tablero con algunas perillas y medidores. Si quería tocar algo fuera del traje, debía introducir las manos en unas mangas flexibles terminadas en guantes que, aunque parecían muy bastos, permitían efectuar trabajos realmente delicados.

Tim tocó algunas de las palancas que tenía el traje y me colocó la bóveda transparente sobre la cabeza. En seguida me sentí como si me hallara dentro de un ataúd dotado de una mirilla. Después eligió un traje para sí y lo unió al mío por medio de un delgado cordel de nylon. A nuestras espaldas cerróse la puerta interior de la cámara de compresión y a poco oí la vibración de las bombas que dirigían el aire hacia el interior de la estación. Las mangas de mi traje comenzaron a ponerse rígidas, mientras que Tim me dirigía la palabra y su voz me llegaba desfigurada luego de atravesar ambos cascos.

—Todavía no conectaré la radio, pues aun puedes oírme. Escucha. —Hizo una pausa y empleó la fórmula acostumbrada para las pruebas de radio—: Probando: Uno, dos, tres, cuatro, cinco…

Al llegar al cinco empezó a apagarse su voz, y cuando estaba en el nueve ya no pude oírla más, aunque vi que seguía moviendo los labios. Ya no había suficiente aire para que se esparcieran las ondas de sonido. El silencio resultaba impresionante, y me sentí aliviado cuando entró en funcionamiento la radio de mi traje.

—Ahora voy a abrir la puerta exterior. No hagas ningún movimiento; yo me ocuparé de todo.

Se abrió con lentitud la gran puerta exterior y sentí un leve tirón al escaparse hacia afuera los últimos vestigios de aire. Frente a mí vi un círculo de estrellas y a un costado alcancé a atisbar el reborde nebuloso de la Tierra.

—¿Listo? —preguntó Tim.

—Listo —repuse, esperando que mi voz no traicionara mi nerviosidad.

El cordel de nylon se puso tenso al entrar en funcionamiento los cohetes de Tim, y poco después salimos volando por la abertura. Fue aquélla una sensación aterradora, empero no me la hubiera perdido por nada del mundo. Aunque las palabras «arriba» y «abajo» no tenían allí significado alguno, me pareció que salía flotando por un agujero practicado en una gran pared de metal y que la Tierra se hallaba abajo y a gran distancia. Me dijo mi razón que estaba perfectamente seguro, pero el instinto me gritaba: «Estás por caer ochocientos kilómetros hacia la Tierra».

En verdad, cuando la Tierra llenó la mitad del cielo, me resultó difícil no considerar que la tenía debajo. En ese momento nos hallábamos a la luz del sol, pasando sobre África, y pude ver el Lago Victoria y las grandes selvas del Congo. Me pregunté qué habrían pensado Livingstone y Stanley si hubieran sabido que un día volarían los hombres a través del Continente Negro a veinticinco mil kilómetros por hora. Y la época de aquellos dos exploradores estaba sólo a doscientos años de la nuestra. No se puede negar que aquellos dos últimos siglos vieron adelantar mucho a la especie humana…

Aunque resultaba fascinador mirar hacia la Tierra, descubrí que me mareaba un poco, de modo que me volví en mi traje para concentrarme en la estación. Tim me había remolcado ya a cierta distancia de ella, y nos hallábamos casi entre las naves que la rodeaban. Traté de olvidar la Tierra, y ahora que no la veía ya, me pareció muy natural considerar que era la estación la que tenía debajo.

Esto es algo que todos debemos aprender en el espacio. Se puede llegar a sufrir enorme confusión si no se halla algo a lo que pueda considerarse como punto de partida y base de las excursiones. Lo importante es elegir la dirección más conveniente, según sea lo que esté uno haciendo en el momento.

Llevábamos suficiente velocidad como para hacer el viaje en el tiempo razonable, de modo que Tim detuvo el funcionamiento de sus cohetes y fue mostrándome los alrededores mientras seguíamos avanzando impulsados por el primer envión. Aquella vista aérea de la estación completó la idea que me había hecho ya con mi visita al interior, y comencé a tener la idea de que ya la conocía.

El borde exterior no era más que una maraña de vigas y caños extendidos en el espacio. Aquí y allá había enormes cilindros, talleres dotados de atmósfera propia y lo bastante espaciosos como para contener a dos o tres hombres. En ellos se efectuaban los trabajos que era imposible hacer en el vacío.

Cerca de allí flotaba una nave espacial desarmada a medias y asegurada a la estación por un par de cuerdas que en la Tierra no habrían bastado para sostener el peso de un hombre. Varios mecánicos que vestían trajes como los nuestros trabajaban en el casco. Me hubiera gustado oír su conversación y averiguar lo que hacían, pero empleaban una longitud de onda diferente de la nuestra.

—Voy a dejarte aquí un minuto —me dijo Tim, soltando el cordel para atarlo a la viga más cercana—. No hagas nada hasta que regrese.

Me pareció una tontería eso de quedar allí flotando como un globo cautivo, y me alegré de que nadie se fijara en mí. Mientras aguardaba experimenté con los guantes de mi traje y traté en vano de hacer un nudo sencillo en el cordel de nylon. Tiempo después supe que era posible hacer esas cosas, pero que se requería mucha práctica. Por cierto que los operarios que trabajaban allí cerca parecían manejar sus herramientas sin la menor dificultad a pesar de sus guantes.

De pronto comenzó a oscurecer. Hasta ese momento, la estación y su cohorte de navíos siderales habían estado bañados en una luz tan cegadora que no me había atrevido yo a dirigir la vista hacia los lugares donde daba de lleno el Sol. Pero ahora pasaba el astro rey hacia detrás de la Tierra mientras entrábamos nosotros en la parte sombreada del planeta. Volví la cabeza y vi un espectáculo tan maravilloso que me quedé sin aliento. La Tierra era ahora un enorme disco negro que eclipsaba las estrellas, aunque a lo largo de uno de sus bordes veíase un glorioso arco de luz dorada que se iba empequeñeciendo a medida que lo miraba. Observé la línea del ocaso que se extendía por espacio de mil kilómetros a través de África. En su centro había un gran halo de luz cegadora, donde aun era visible una parte del Sol, el que se fue hundiendo rápidamente hasta desaparecer; sus últimos destellos se contrajeron en seguida a lo largo del horizonte y cedieron al fin su puesto a las sombras. Todo ello no duró más de dos minutos, y los que trabajaban a mi alrededor no le prestaron la menor atención. Al fin y al cabo, todos nos acostumbramos con el tiempo a los espectáculos más maravillosos, y la estación giraba alrededor de la Tierra con tal rapidez que esos ocasos se repetían cada cien minutos.

No reinaba una oscuridad completa, pues la Luna estaba en cuarto menguante y el cielo veíase cubierto de millones de estrellas, todas las que brillaban sin titilar en lo más mínimo. Debido a esto me pregunté cómo era posible que se hablara de la «negrura» del espacio.

Tan entretenido estaba buscando en vano otros planetas que no noté siquiera el regreso de Tim hasta que sentí un tirón del cordel. Lentamente regresamos hacia el centro de la estación, moviéndonos en medio de un silencio completo. Cerré los ojos durante unos segundos y al abrirlos no vi que hubiera cambiado la escena. Allí estaba el disco umbrío de la Tierra en la que vi relucir los océanos a la luz de la Luna. Aquella misma luz hacía brillar las vigas a mi alrededor como hilos plateados en una telaraña fantasmal salpicada de innumerables estrellas. En ese momento comprendí que al fin había llegado al espacio y que la vida no volvería ya a ser la misma para mí.