Fue mi tío Jim quien dijo:
—Roy, pase lo que pase, no te aflijas. Mantente sereno y diviértete.
Recordé aquellas palabras al seguir a los otros competidores al interior de la amplia sala, y no creo que me sentí muy nervioso. Al fin y al cabo, por más que deseara ganar el premio, no era aquello más que un juego.
El público ya ocupaba sus asientos y todos conversaban mientras esperaban que comenzara el programa. Todos aplaudieron al salir nosotros al escenario y ocupar nuestras sillas. Lancé una mirada rápida a los otros cinco competidores y me sentí un tanto decepcionado. Cada uno de ellos parecía seguro de ganar el premio.
Hubo otro aplauso general al aparecer Elmer Schmitz, el director de la audición y encargado de las preguntas. Naturalmente, ya le había visto en las semifinales, y supongo que todos ustedes le ven a menudo en la televisión. Nos dio las instrucciones de último momento, situóse en su puesto bajo los reflectores e hizo una señal a los encargados de las cámaras. Acto seguido se hizo el silencio al encenderse una luz roja y vi a Elmer que preparaba ya su sonrisa de costumbre.
—¡Buenas noches, amigos! Les habla Elmer Schmitz que viene a presentarles los finalistas de nuestro programa de preguntas sobre aviación, ofrecido a ustedes por cortesía de la Corporación World Airways. Estos seis jóvenes que están aquí esta noche…
Pero supongo que no sería modesto repetir lo que dijo respecto a nosotros. Sus palabras dejaron sentado el hecho de que sabíamos mucho sobre toda clase de aparatos voladores y habíamos aventajado a otros cinco mil miembros del Club de Futuros Pilotos en una serie de certámenes nacionales. Ahora había llegado la prueba de eliminación final para elegir al ganador entre los seis que quedaban.
El comienzo fue bastante sencillo, como en los concursos preliminares. Elmer nos hizo una pregunta a cada uno, concediéndonos veinte segundos para contestarla. La mía era fácil, ya que me preguntó el record de altura al que habían llegado los cohetes experimentales. Los demás también respondieron correctamente, por lo que opino que aquellas primeras preguntas tuvieron por motivo infundirnos confianza.
Después se fue tornando más difícil el certamen. No podíamos ver los puntos que íbamos acumulando, pues aparecían en una pantalla situada a nuestras espaldas; pero los aplausos indicaban cuando habíamos dado una respuesta acertada. Por otra parte, perdíamos un tanto al responder de manera errónea. De ese modo evitaban que contestáramos al azar. Si no sabía uno qué contestación dar, era mejor no decir nada.
Hasta el momento había cometido un solo error; pero había un muchacho de Nuevo Washington, que, según creo, no había cometido ninguno… aunque no estaba seguro de ello, ya que resultaba difícil llevar la cuenta de lo que hacían los otros mientras nos preguntábamos qué sorpresa nos tenía reservada Elmer. Sentíame algo abatido cuando amenguaron de pronto las luces y entró en acción un proyector de cine.
—Ahora, la última vuelta —anunció Elmer—. Cada uno de ustedes verá un avión o nave espacial durante un segundo, y en ese tiempo tendrá que identificar el aparato. ¿Están listos?
Un segundo parece muy poco tiempo, aunque no lo es en realidad. En ese lapso se pueden captar muchos detalles que bastan para reconocer algo que conoce uno bien. Pero algunos de los aparatos que nos mostraron databan de cien años atrás, y dos de ellos hasta tenían hélices. Esto fue una suerte para mí; siempre me había interesado la historia de la aviación y no tuve dificultad en reconocer aquellas antiguallas. Precisamente fue en ello en lo que falló mi competidor de Nuevo Washington. Le mostraron la foto del biplano original de los hermanos Wright, el que se puede ver todos los días en el Instituto Smithosoniano, y sin embargo no supo reconocerlo. Después dijo que sólo le interesaban los aparatos impulsados con cohetes y que la prueba no era válida, mas no le prestaron la menor atención.
A mí me probaron con el Dornier DO-X y un B-52, los que reconocí con toda facilidad. Así, pues, no me sorprendí cuando se encendieron las luces y Elmer pronunció mi nombre en alta voz. No obstante, me sentí muy orgulloso al adelantarme hacia él seguido por el ojo de las cámaras y oyendo los aplausos de los espectadores.
—¡Te felicito, Roy! —exclamó Elmer con entusiasmo, mientras me estrechaba la mano—. Sólo te equivocaste en una pregunta. Me es grato anunciarte que has ganado el certamen de la Corporación World Airways. Como sabes, el premio es un viaje con todos los gastos pagos a cualquier parte del mundo. Nos gustaría saber qué eliges. ¿Dónde piensas ir? Puedes elegir cualquier punto que te agrade entre ambos polos.
Sentí que se me secaba la garganta. Aunque había trazado mis planes hacía ya varias semanas, las cosas cambiaban de aspecto ahora que llegaba el momento de ponerlos en práctica. Tuve una impresión de extraordinaria soledad en aquella enorme sala, mientras que a mi alrededor esperaban todos en silencio lo que iba a decir. Mi voz sonó muy débil cuando repliqué:
—Quiero ir a la Estación Interior.
Elmer se mostró intrigado, sorprendido y fastidiado al mismo tiempo. Hubo un movimiento entre el público y oí que alguien dejaba escapar una risita. Quizá fue esto lo que hizo que Elmer decidiera hacerse el gracioso.
—¡Ja, ja! ¡Muy gracioso, Roy! Pero el premio se refiere a un punto de la Tierra. Tienes que ajustarte al reglamento.
Comprendí que se estaba burlando de mí, lo cual me encolerizó no poco. Por eso le contesté:
—He leído el reglamento de manera detenida, y no dice «sobre la Tierra», sino «A cualquier parte de la Tierra». La diferencia es bastante importante.
Elmer no era tonto. Se dio cuenta de que le esperaban dificultades y borróse su sonrisa al mirar ansiosamente hacia las cámaras de televisión.
—Continúa —me pidió.
Me aclaré la garganta y proseguí:
—En el año 2054, los Estados Unidos, así como otros países componentes de la Federación Atlántica, firmaron el Pacto Tycho, en el que se fijó hasta qué altura del espacio se extendían los derechos legales de los planetas. En virtud de ese pacto, la Estación Interior es parte integrante de la Tierra porque está dentro del límite de los mil kilómetros.
Elmer me lanzó una mirada llena de suspicacia. Calmóse luego e inquirió:
—Dime, Roy. ¿Tu padre es abogado?
—No, señor —respondí.
Naturalmente, podría haber agregado: «Pero mi tío Jim sí lo es». Mas decidí no hacerlo; bastante lío había ya.
Elmer hizo algunas tentativas más para lograr que cambiara de opinión, mas no le di el gusto. Corría el tiempo y el público estaba de mi parte, de modo que se rindió al fin, diciendo en tono risueño:
—Se ve que eres un joven muy decidido. Comoquiera que sea, has ganado el premio, y parece que de ahora en adelante tendrán que aclarar el caso los abogados. Espero que quede algo para ti una vez que se aclare la parte legal del asunto.
La misma esperanza abrigaba yo.
Naturalmente, Elmer estaba acertado al pensar que el plan no lo había ideado yo solo. Mi tío Jim, que es consejero legal de una gran empresa productora de energía atómica, atisbó la oportunidad poco después que empecé a intervenir en el certamen. Me indicó entonces lo que debía decir, asegurándome que la World Airways no podría librarse del compromiso. Aunque les fuera posible hacerlo, eran tantas las personas que habían presenciado la audición que se perjudicarían mucho al intentarlo. «Insiste en tu pedido», habíame dicho, «y no aceptes nada hasta que hayas hablado conmigo».
Mis padres estaban muy molestos por el asunto. Habían presenciado la audición y se dieron cuenta de lo sucedido no bien comencé yo a discutir. Papá telefoneó en seguida a tío Jim para reñirle —según me enteré después—, pero ya era demasiado tarde para volverse atrás.
La verdad es que desde que tengo uso de razón había anhelado viajar por el espacio. Ahora contaba dieciséis años y era bastante alto y robusto para mi edad. Había leído todo lo que pude sobre aviación y astronáutica, visto todas las películas y teleproyecciones del espacio, decidiendo que algún día sería yo quien viera la Tierra perdiéndose a la distancia. Había hecho modelitos de naves espaciales y colocado en ellas cohetes para impulsarlas. En mi habitación tenía centenares de fotografías, no sólo de casi todas las naves conocidas, sino también de todos los lugares importantes de los planetas principales.
A mis padres no les incomodó mi interés por estas cosas, y siempre creyeron que con el tiempo se me pasaría el entusiasmo.
—Mira a Joe Donovan —solían decirme. (Joe es el dueño del taller de reparaciones de helicópteros)—. Él quería ser colono en Marte cuando contaba tu edad. La Tierra no le bastaba. Pues bien, jamás ha llegado ni a la Luna, ni creo que lo haga nunca. Aquí es completamente feliz.
De esto no estaba yo muy seguro. Había visto a Joe mirar hacia el cielo cada vez que veía ascender una nave-cohete hacia la estratosfera, y a veces me pareció que hubiera sido capaz de sacrificarlo todo para ir en una de ellas.
Tío Jim, hermano de papá, era el que realmente comprendía mi estado de ánimo. Él había estado dos o tres veces en Marte, una vez en Venus y viajado a la Luna con gran frecuencia. Tenía un trabajo especial y hasta le pagaban para efectuar aquellos viajes. Por eso temo que se le considerara una influencia poco recomendable para mí.
Tuve noticias de la World Airways una semana después de haber ganado el certamen. Se mostraron fríamente corteses y me informaron que concordaban en que las cláusulas del reglamento me permitían hacer el viaje a la Estación Interior. Empero, había dos condiciones: Primeramente debía obtener el consentimiento de mis padres, y luego someterme al examen médico acostumbrado para las personas que componen las tripulaciones de naves espaciales.
Mis padres se portaron muy bien; aunque seguían fastidiados, no quisieron interponerse en mi camino. Al fin y al cabo, los viajes por el espacio no eran muy peligrosos, y en realidad no me iría más que a unos centenares de kilómetros de la capa atmosférica. Estoy seguro de que la World Airways esperaba que se negaran a concederme el permiso.
Quedó, pues, el segundo obstáculo que era el examen médico. No me pareció justo que me obligaran a someterme a él; a juzgar por lo que decían, era muy difícil, y si fracasaba no me sería posible efectuar el viaje.
El lugar más próximo en el que tomaban estos exámenes era el Departamento de Medicina del Espacio, en el Hospital Johns Hopkins, de modo que tendría que hacer un vuelo de una hora en el cohete Kansas-Washington y un par de viajes en helicóptero. Aunque no era esto una novedad para mí, sentíame tan entusiasmado que me pareció una gran experiencia. En cierto modo lo era realmente, pues se me abrirían nuevos horizontes si todo salía bien.
Ya tenía listo mi equipaje desde la noche anterior, aunque estaría alejado de mi hogar apenas unas horas. El tiempo se presentaba sereno, de modo que me llevé afuera mi telescopio para echar un vistazo a las estrellas. No es un gran instrumento el mío —apenas un par de lentes en un tubo de madera— pero lo había hecho yo mismo y estaba orgulloso de él, ya que me permitía ver las montañas más altas de la Luna así como los anillos de Saturno y los satélites de Júpiter.
Empero, aquella noche buscaba otra cosa, algo más difícil de localizar. Conocía su órbita aproximada, ya que había hecho las averiguaciones necesarias en el club astronómico local. Así, pues, situé el telescopio con gran cuidado y me puse a observar las estrellas hacia el lado del sudoeste, consultando de tanto en tanto el mapa que tenía preparado.
La búsqueda me llevó quince minutos. En el campo visual del instrumento había un puñado de estrellas…, y algo más que no lo era. A duras penas pude ver el diminuto cuerpo de forma oval, demasiado pequeño para que se notaran sus detalles. Relucía brillantemente a la luz cegadora del Sol, fuera de la sombra de la Tierra, y se movía con rapidez. Un astrónomo del siglo anterior hubiérase asombrado al verlo, ya que era algo nuevo en el cielo. Tratábase de la Estación Meteorológica Número Dos, situada a diez mil kilómetros de altura, en cuya órbita daba la vuelta alrededor de la Tierra cuatro veces por día. La Estación Interior se hallaba demasiado al sur para ser visible desde la latitud en que me encontraba; era necesario vivir cerca del Ecuador para ver brillar en el cielo aquella «estrella» que era la más reluciente y la más veloz de todas.
Traté de imaginar qué impresión se experimentaría al estar en aquella burbuja flotante, rodeado por la inmensidad del espacio. En ese mismo momento los hombres de ciencia que se hallaban en ella debían estar mirando hacia abajo, tal como miraba yo hacia ellos. Me pregunté qué vida harían…, y recordé que con un poco de suerte podría saberlo por experiencia propia.
El diminuto disco brillante que estaba observando adquirió de pronto un tono anaranjado que se trocó luego en rojo para desaparecer poco a poco a la manera de un rescoldo que se apaga. En pocos segundos desapareció por completo, aunque las estrellas seguían luciendo como siempre en el campo visual del telescopio. La Estación Meteorológica Número Dos había entrado en el cono de sombra de la Tierra y permanecería en eclipse hasta emerger nuevamente, al cabo de una hora, por el sector sudeste. Era de «noche» a bordo de la Estación Espacial, tal como lo era en la Tierra. Con un suspiro, guardé el telescopio y me fui a la cama.
Al este de la ciudad de Kansas, donde tomé el cohete para Washington, la tierra se extiende en un llano de ochocientos kilómetros hasta llegar a las Apalaches. Un siglo antes habría volado sobre millones de acres de tierras cultivadas; mas todo aquello desapareció cuando se trasladó al mar la agricultura mundial a fines del siglo veinte. Ahora volvían a reverdecer las antiguas praderas y con ellas reaparecían los numerosos rebaños de bisontes que vagaran por nuestro oeste cuando los indios eran amos y señores de aquellas tierras. Las principales ciudades industriales y centros mineros no habían cambiado mucho; pero habían desaparecido ya los pueblos más pequeños, y en pocos años no quedarían señales de su existencia.
Creo que cuando ascendí la ancha escalinata del Departamento de Medicina del Espacio me sentía mucho más nervioso que cuando intervine en la final del certamen de la World Airways. De haber fracasado en el torneo, podría habérseme presentado una segunda oportunidad; mas si los médicos decían que no, jamás podría viajar por el espacio.
Me sometieron a pruebas físicas y psicológicas. Tuve que hacer toda clase de cosas tontas, como correr sobre una plataforma movible mientras contenía la respiración, tratar de oír sonidos muy leves en una cámara a prueba de ruidos e identificar luces de colores apenas visibles. En una oportunidad ampliaron el sonido que producía el palpitar de mi corazón por lo menos mil veces. Me emocioné un poco al oírlo, pero los doctores dijeron que no tenía importancia mi reacción.
Todos ellos parecían muy amables, y al cabo de un rato tuve la impresión de que estaban de mi parte y se esforzaban por ayudarme. Naturalmente, esto me resultó muy útil y a poco me hice la idea de que aquello no era más que un juego.
Cambié de opinión luego de una prueba en la que me sentaron dentro de un cajón al que hicieron girar en todas direcciones. Cuando salí me descompuse y no pude tenerme de pie. Fue éste el peor momento para mí, pues estaba seguro de haber fracasado. Pero en realidad no era así; si no me hubiera descompuesto me habrían rechazado de plano.
Luego de todo esto me dejaron descansar una hora antes de someterme a las pruebas psicológicas. Éstas no me preocuparon mucho, pues ya las conocía. Me dieron a resolver cuatro rompecabezas y a responder varias series de preguntas, así como algunas pruebas para demostrar la rapidez de mi vista y los movimientos de las manos. Finalmente me colocaron en la cabeza un casquete con gran cantidad de cables y me condujeron a un corredor angosto y oscuro en cuyo extremo opuesto había una puerta cerrada.
—Escúchame bien, Roy —dijo el especialista que me sometía a estas pruebas—. Cuando salga yo se apagarán las luces. Quédate aquí hasta que recibas más instrucciones; luego haz exactamente lo que te indiquen. No te preocupes por los cables; te seguirán a medida que avances. ¿Estamos?
—Sí, señor —repuse, preguntándome qué estaría por suceder.
Se apagaron las luces y estuve unos minutos en la oscuridad más completa. Después apareció un rectángulo de luz roja apenas visible y me hice cargo de que se estaba abriendo la puerta del otro extremo, aunque no pude oír ningún sonido. Me esforcé en ver qué había más allá de la abertura, mas la iluminación era demasiado débil.
Sabía que los cables fijados al casquete registraban los impulsos de mi cerebro, razón por la cual decidí mantenerme sereno. A poco oí que me decían por un altavoz invisible:
—Pasa por la puerta que ves delante de ti y detente no bien estés del otro lado.
Obedecí la orden, aunque no me resultó fácil avanzar con derechura en la penumbra y con aquellos cables que arrastraba a mis espaldas. No oí el ruido de la puerta; pero me hice cargo de que se había cerrado, y al tender la mano hacia atrás me di cuenta de que estaba más allá de una pulida superficie de plástico. Ahora era completa la oscuridad, pues se había apagado también la lucecilla roja.
Tuve la impresión de que transcurría un lapso muy largo antes de que sucediera nada. Debo haber estado de pie en la oscuridad durante casi diez minutos, esperando la orden siguiente. Silbé por lo bajo una o dos veces para ver si había algún eco que me indicara la amplitud del recinto. Aunque no pude estar seguro de ello, tuve la impresión de que era muy grande.
Sin aviso alguno se encendieron las luces, aunque no de manera súbita, lo que me hubiera cegado, sino paulatinamente y en tres o cuatro segundos. Pude ver perfectamente lo que me rodeaba y no me avergüenza decir que lancé un grito.
Me encontraba en una habitación normal en todo sentido menos en uno. Había una mesa con algunos papeles encima, tres sillones, una biblioteca contra una pared, un escritorio y un receptor de televisión. El sol parecía brillar por la ventana, cuyas cortinas se agitaban levemente a impulsos de la brisa. En el momento en que se encendían las luces abrióse la puerta y entró un hombre que recogió un diario de sobre la mesa y fue a sentarse en uno de los sillones. Estaba por empezar a leer cuando miró hacia arriba y me vio. Digo que miró «hacia arriba» y así es, pues esto es lo que tenía de raro aquella habitación. No me hallaba yo parado en el suelo, allí con los sillones y otros muebles. Estaba a cuatro metros de altura, atontado por el miedo y aplastado contra el «cielo raso», sin medio alguno de sostén ni nada a la vista que me sirviera para asirme. Traté de tomarme de la pulida superficie que tenía a la espalda, pero era tan resbaladiza como un cristal. No había manera de impedir la caída, y el piso parecía ser muy duro y estar a gran distancia.