Cuando Hannah regresó a su casa, yo me dirigí a mi pequeña habitación. La ordené un poco y coloqué bien la ropa en los cajones del armario.

No soy una persona muy ordenada. Admitámoslo, soy un dejado. Pero sabía que si no ordenaba las cosas que había en la minúscula habitación, luego no encontraría nada.

Me senté junto a la mesa y escribí una breve carta a mis padres, en la que les dije que todo iba bien. Les aseguré que cuando volvieran de Francia les enseñaría por lo menos mil fotografías.

Cuando terminé la carta, no tenía sueño. Pero decidí que, de todos modos, lo mejor que podía hacer era acostarme.

Me dirigí hacia el armario para buscar el pijama, pero al pasar junto a la ventana, me detuve. Y observé una tenue luz naranja.

¡Había luz en la ventana lateral de la casa de los Marling!

La luz brillaba entre dos árboles inclinados, cuyas hojas se mecían con el viento. El pequeño destello naranja, en forma de rectángulo, se encontraba en el suelo de la casa, cerca de la parte trasera.

¿Era la ventana del dormitorio?

Me acerqué más al cristal de la ventana y escudriñé en la oscuridad. Intenté ver qué había dentro del rectángulo de luz naranja.

¿Vería a los Marling? Aguanté la respiración y esperé.

No tuve que esperar mucho.

Dejé escapar un grito ahogado al ver que una silueta pasaba por delante de la ventana de la casa de los Marling. Una figura grisácea se detuvo en el rectángulo de luz naranja.

¿Era un hombre? No era capaz de precisarlo.

La silueta se movió. Pensé que se trataba de un animal.

No, es un hombre. ¿El señor Marling?

Apreté la nariz contra el cristal, intentando escudriñar en la oscuridad. ¿Era un perro grande? ¿Un hombre? No lo veía con claridad.

La silueta se alejó de la ventana. Y entonces oí el prolongado y agudo aullido de un animal.

El sonido salió de la ventana de la casa de los Marling y llegó hasta la nuestra. El estridente aullido penetró en mi habitación. Me rodeó. ¡Qué sonido tan desagradable y espantoso! Parecía mitad humano, mitad animal. Algo que no había oído con anterioridad.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Y luego otro.

Oí otro aullido y me quedé sin aire.

La silueta, una criatura con la cabeza inclinada hacia atrás, regresó a la ventana. Tenía la mandíbula abierta y profería esos terribles aullidos.

Pensé que tenía que sacar una fotografía. «¡Tengo que fotografiar esa silueta!», me propuse.

Me alejé de la ventana y fui directo al tocador. Alargué la mano para buscar la cámara.

¿La cámara?

No estaba allí.