TERCERA PARTE

Durante treinta años el mundo se había ido lentamente acostumbrando a la idea de que, algún día, el hombre llegaría a alcanzar los planetas. Las profecías de los primeros pioneros de la astronáutica habían resultado ciertas tantas veces desde que los primeros cohetes surcaron la estratosfera que pocos eran los que no compartían esta creencia ya. Aquel diminuto cráter cerca de Aristarchus y los films de televisión de la otra cara de la Luna eran realidades que nadie podía negar.

Y sin embargo no faltaba quien había deplorado e incluso denunciado estos hechos. Para el hombre de la calle, el vuelo interplanetario era todavía una vasta, y en cierto modo aterradora, posibilidad alejada del horizonte de la vida cotidiana. El público en general, hasta entonces, no tenía acerca del vuelo del espacio más idea que la vaga comprensión de que la «ciencia» iba a convertirlo en realidad en un futuro indefinido.

Dos diferentes tipos de mentalidad habían, sin embargo, tomado la astronáutica muy seriamente, si bien por diferentes razones. El impacto prácticamente simultáneo del cohete de largo alcance y de la bomba atómica sobre la mentalidad militar, había producido, en 1950, una cosecha de profecías capaces de helar la sangre, por parte de los técnicos en asesinato mecanizado. Durante muchos años había habido grandes hipótesis sobre bases en la Luna o incluso, más apropiadamente, en Marte. El retrasado descubrimiento, por parte del ejército de los Estados Unidos, a finales de la Segunda Guerra Mundial, de los planos de Oberth sobre las «estaciones del espacio», ya viejos de veinte años, había despertado ideas que, quizá permitiéndonos una vaga denominación, podríamos llamar «Wellsianas».

En su clásico libro Wege zur Raumschiffahrt, Oberth había explicado la construcción de grandes «espejos del espacio» capaces de enfocar la luz del Sol sobre la Tierra, ya para propósitos de paz, ya para la incineración de ciudades enemigas. El mismo Oberth no tomó nunca esta idea excesivamente en serio, y debía quedar muy sorprendido al verla aceptada veinte años después.

El hecho de que sería muy fácil bombardear la Tierra desde la Luna y muy difícil atacar la Luna desde la Tierra, indujo a muchos expertos militares inhibidos a declarar que, en interés de la paz, su país tenía que apoderarse de nuestro satélite antes de que los fomentadores de guerras rivales pudiesen llegar a ella. Tales argumentos eran frecuentes durante el decenio que siguió al empleo de la energía atómica y eran el subproducto típico de aquélla era de política paranoica. Se desvanecieron, sin ser llorados por nadie, a medida que el mundo fue volviendo paulatinamente al orden y a la cordura.

Un segundo grupo de opinión, acaso más importante, aun admitiendo que el viaje interplanetario era posible, se oponía a él por razones místicas o religiosas. La «oposición teológica», como era comúnmente llamada, creía que el hombre desobedecería un edicto divino si se aventuraba lejos de este mundo. Según la frase de uno de los primeros y más brillantes críticos del Interplanetario, el licenciado de Oxford C. S. Lewis, «las distancias astronómicas eran los reglamentos de cuarentena de Dios». Si el hombre las sobrepasaba, sería culpable de algo no muy lejano de la blasfemia.

No estando estos argumentos fundados en la lógica, eran absolutamente irrebatibles. De vez en cuando, el Interplanetario se lanzaba al contraataque, arguyendo que las mismas objeciones hubieran podido hacerse a todos los exploradores que jamás han existido. Las distancias astronómicas que el hombre del siglo veinte puede franquear en algunos minutos con sus ondas de radio, constituían una barrera menos infranqueable que los grandes océanos debieron parecer a sus antepasados de la Edad de Piedra. No cabe la menor duda de que en los tiempos prehistóricos no faltaron quienes movían la cabeza y profetizaban grandes desastres cuando los jóvenes de la tribu iban en busca de nuevas tierras por el aterrador y desconocido mundo que los rodeaba. Y, no obstante, estas exploraciones se habían realizado antes de que los glaciares bajasen crujiendo del polo.

Un día los glaciares volverían a formarse; y éste era el menor de los desastres que podía caer sobre la Tierra antes de que hubiese terminado su carrera. Algunos de ellos sólo podían ser conjeturados, pero uno por lo menos tenía fatalmente que ocurrir durante los siglos venideros.

Hay un momento en la vida de una estrella en que el delicado equilibrio de sus focos atómicos tiene que inclinarse hacia uno u otro lado. En un remoto futuro los descendientes del Hombre podrán dirigir, desde la seguridad de los planetas exteriores, la última mirada a lo que había sido su patria mientras la verán hundirse entre los fuegos del sol abrasador.

Una de las objeciones al vuelo por el espacio que estas críticas ponían de manifiesto era, en realidad, más convincente. En vista de la cantidad de sufrimientos que el hombre había desparramado sobre su mundo, argüían, ¿podía confiársele que ejerciese su acción sobre otros? Por encima de todo, ¿tenía la miserable historia de la conquista y esclavitud de una raza por otra, que ser repetida de nuevo, interminablemente y para siempre, a medida que la cultura humana se extendiese de un mundo al de su vecino?

Contra esto no podía haber una respuesta convincente; no era más que un nuevo choque de dos fes rivales, el antiguo conflicto entre el psicoanalismo y el optimismo, entre los que creían en el Hombre y los que no creían en él. Pero los astrónomos habían aportado su contribución al debate haciendo ver la falsedad de la analogía histórica. El hombre, que había sido civilizado sólo durante una millonésima parte de la vida de su planeta, no era probable que encontrase en otros mundos razas suficientemente primitivas para ser explotadas o esclavizadas. Toda nave de la Tierra que se lanzase al espacio con ansias de imperios interplanetarios tenía que encontrarse, al final de su viaje, con esperanzas de conquista no mayores que las de unas canoas de guerra salvajes entrando lentamente en el puerto de Nueva York.

El anuncio de que la nave «Prometheus» iba a ser lanzada dentro de pocas semanas, había dado nueva vida a estas especulaciones y muchas más. La Prensa y la radio no hablaban casi de nada más, y durante algún tiempo los astrónomos sacaron grandes provechos escribiendo reservados y optimistas artículos acerca del Sistema Solar. Una estadística Gallup, llevada a cabo en la Gran Bretaña durante aquel período, demostró que un 41% del público consideraba el viaje interplanetario una buena cosa, un 26% estaba contra él y un 33% no tenía opinión. Estas cifras, especialmente este 33%, causaron cierta decepción en Southbank y dieron origen a muchas conferencias en el Departamento de Relaciones Públicas, donde reinaba una actividad que no había conocido nunca.

La habitual afluencia de visitantes del Interplanetario se había convertido ahora en un verdadero alud, en cuyo seno había algunos exóticos personajes. Matthews había creado un procedimiento «standard» para tratar con la mayoría de ellos. A los que querían tomar parte en el primer viaje, se les ofrecía una visita al gigantesco centrífugo de la Sección Médica que podía producir aceleraciones de diez gravedades. Pocos eran los que aceptaban la oferta, y los que la aceptaban, una vez restablecidos, eran pasados al Departamento de Dinámica, donde los matemáticos les asestaban el coup de grace haciéndoles preguntas incontestables.

Nadie, sin embargo, había encontrado un medio efectivo de desalentar a los auténticos chiflados, si bien algunas veces podían ser neutralizados por una especie de mutua reacción. Una de las insaciadas ambiciones de Matthews era ser visitado simultáneamente por uno de los que creían que la Tierra era plana y otro de los más excéntricos todavía que están convencidos de que el mundo es por dentro una esfera vacía. Aquello daría, estaba seguro de ello, un debate sumamente interesante.

Poco podía hacerse con los exploradores psíquicos (generalmente solteronas de media edad) que estaban ya perfectamente familiarizados con el Sistema Solar y tenían gran interés en dar a conocer sus conocimientos. Matthews había sido lo suficientemente optimista para creer que, ahora que la travesía del espacio estaba tan próxima, su ansia no sería suficientemente grande para ver sus ideas puestas a prueba por la realidad.

Quedó desengañado, y uno de los infortunados miembros de su personal estaba exclusivamente destinado a escuchar a estas damas y dar sus coloreadas y mutualmente incompatibles versiones de los asuntos lunares.

Más serias y significativas eran las cartas y comentarios de los grandes rotativos, muchos de los cuales pedían respuestas oficiales. Un canónigo de la Iglesia de Inglaterra escribió una vigorosa y muy difundida carta al The London Times, denunciando el Interplanetario y toda su obra. Sir Robert Derwent no tardó en entrar en acción entre bastidores y, como dijo él, «le arreó al buen hombre con un arzobispo». Corrieron rumores de que tenía un cardenal y un rabino en reserva por si los ataques venían por otro lado.

Nadie quedó profundamente sorprendido cuando un general de brigada retirado, que había pasado al parecer sus últimos treinta años en los alrededores de Aldershot, quiso saber qué medidas se habían tomado para incorporar la Luna al Commonwealth Británico. Simultáneamente, otro general de división despertó súbitamente en Atlanta y pidió al Congreso que hiciese de la Luna el cincuentavo Estado. Peticiones similares acudieron de casi todos los países del mundo, quizá con la única excepción de Suiza y de Luxemburgo, mientras los abogados internacionales veían que la crisis, que hacía ya tiempo estaban advirtiendo, estaba ahora a punto de estallar.

En aquel momento, sir Robert Derwent publicó el famoso manifiesto que hacía tantos años había preparado para este día trascendental.

«Dentro de pocas semanas», decía el mensaje, «esperamos poder lanzar la primera nave del espacio desde la Tierra. No sabemos si saldremos triunfantes, pero la facultad de llegar a los planetas está ahora casi a nuestro alcance. Esta generación se encuentra ahora en la orilla del océano del espacio preparándose para la más grande aventura de la historia.

»Hay algunos cuyas mentes están todavía tan arraigadas al pasado que creen que las creencias políticas de nuestros antepasados pueden ser todavía puestas en práctica cuando alcancemos otros mundos. Hablan incluso de anexionar la Luna a tal o cual nación, olvidando que la travesía del espacio ha requerido los esfuerzos unidos de científicos de todos los países del mundo.

»Más allá de la estratosfera no hay nacionalidades; cualquier mundo que podamos alcanzar será la herencia común de todos los hombres; a menos que otras formas de vida hayan implantado ya la suya propia.

»Nosotros, los que hemos luchado por poner a la humanidad en el camino de las estrellas, hacemos esta solemne declaración, ahora y para el futuro.

»No pondremos fronteras al espacio».