El mensaje que sir Robert había estado esperando llegó poco después de amanecer en uno de los rápidos aviones, que más tarde se llevaría a Europa los films del lanzamiento. Era una breve nota oficial firmada con dos iniciales que todo el mundo hubiera reconocido, incluso sin la ayuda de las palabras «10 Downing Street», que figuraban como membrete del papel. Y, sin embargo, no era una nota exclusivamente oficial, pues al pie de las iniciales la misma mano había escrito: «¡Buena suerte!»
Cuando el profesor Maxton llegó pocos minutos después, sir Robert le tendió la misiva sin una palabra. El americano la leyó atentamente y lanzó un suspiro de satisfacción.
—Bien, Bob —dijo—, hemos cumplido con nuestro deber. Ahora les toca a los políticos, pero seguiremos empujándolos desde detrás.
—No ha sido tan difícil como temía; los hombres de estado han aprendido a hacernos caso, después de lo de Hiroshima.
—¿Y cuándo se presentará el plan ante la Asamblea General?
—Dentro de cosa de un mes. Cuando los Gobiernos británico y americano propongan formalmente que «todos los planetas y cuerpos celestes, inocupados o no, reclamados por formas no humanas de vida, etc, serán declarados zonas libres, accesibles a todos los pueblos, y no se permitirá que ningún Estado soberano reclame estos cuerpos astronómicos para su exclusiva ocupación o cultivo…, y así sucesivamente».
—¿Y qué hay de la propuesta Comisión Interplanetaria?
—Esto tendrá que ser discutido después. De momento, lo importante es el asentimiento a las primeras fases. Ahora que nuestro Gobierno ha adoptado formalmente el plan —esta tarde lo comunicará la radio—, podemos empezar a chillar como demonios. En esto usted es el mejor de todos. ¿Puede usted empezar a redactar un pequeño discurso dentro de las normas de nuestro primer manifiesto, que Leduc podría radiar desde la Luna? Dé énfasis al punto de vista astronómico y a la estupidez de siquiera intentar llevar el nacionalismo al espacio. ¿Puede usted hacerlo antes del despegue? Si no puede no tiene importancia, pero podría filtrarse demasiado pronto si tenemos que radiar el texto a la nave.
—O.K. Haré que los técnicos políticos revisen el borrador y le dejaré que ponga usted los adjetivos como de costumbre. Pero esta vez me parece que no habrá necesidad de frases incendiarias. Como primer mensaje radiado de la Luna tendrá ya suficiente fuerza psicológica por sí solo.
Jamás aquella parte del desierto australiano había conocido una densidad de población semejante. Trenes especiales de Adelaida y Perth fueron llegando durante toda la noche, y miles de coches y aviones particulares aparcaban a ambos lados de la pista de lanzamiento. Los jeeps patrullaban incesantemente arriba y abajo de las zonas de seguridad, en un kilómetro de anchura, echando de allí a los visitantes demasiado inquisitivos. Nadie estaba autorizado a pasar de la marca del kilómetro cinco, y en aquel punto terminaba también el contingente de las patrullas del aire.
El «Prometheus» yacía reluciente a la luz del sol, todavía bajo, proyectando sobre el desierto su fantástica sombra alargada. Hasta entonces había parecido únicamente un objeto de metal, pero por fin cobraba vida y esperaba satisfacer las esperanzas de sus creadores. La tripulación estaba ya a bordo cuando llegaron Dirk y sus compañeros. Se había celebrado una pequeña ceremonia en honor de las cámaras de cine, de los noticiarios y de la televisión, pero sin discursos formales. Estos podrían pronunciarse, si había lugar, dentro de tres semanas.
En tono apacible y sosegado los altavoces que formaban el borde de la pista iban diciendo: «Pruebas instrumentales terminadas; generadores de despegue funcionando a media potencia; despegue dentro de una hora».
Las palabras se extendían por el desierto, apagadas por la distancia, dichas por los siguientes locutores: «Una hora para el despegue…, una hora…, una hora…, despegue…», hasta que morían a lo lejos por el noroeste.
—Me parece que haremos bien en colocarnos en posición —dijo el profesor Maxton—. Vamos a necesitar tiempo para abrirnos paso por entre esta muchedumbre. Dirija una buena mirada a «Alfa», es la última oportunidad que tiene usted.
El locutor estaba hablando de nuevo, pero esta vez sus palabras no iban dirigidas a ellos. Dirk se dio cuenta de que estaba oyendo una parte de las instrucciones radiadas a todo el mundo.
«Todas las estaciones a la escucha dispuestas a disparar. Sumatra, India, Irán…, hágannos conocer sus datos dentro de los quince minutos siguientes».
A muchas millas en el desierto, algo se elevó chillando por el cielo, dejando detrás un rastro de vapor blanco que hubiera podido ser trazado con una regla. Mientras Dirk observaba la alargada columna láctea, ésta comenzó a retorcerse y a girar, a medida que los vientos de la estratosfera la dispersaban.
—Cohete de ruta —dijo Collins contestando su no formulada pregunta—. Tenemos una cadena de ellos a lo largo de su línea de vuelo, de manera que sabremos presiones y temperaturas hasta el límite de la atmósfera. Un momento antes del lanzamiento el piloto de «Beta» será avisado si hay algo anormal delante de él. Ésta es una preocupación que Leduc no tendrá. ¡En el espacio no hay «tiempo»!
A través de Asia, los delgados cohetes, con sus cincuenta kilos de instrumentos, iban subiendo por la estratosfera en su ruta hacia el espacio. Su combustible había quedado agotado a los primeros segundos de vuelo, pero su velocidad era suficiente para llevarlos a cien kilómetros de la Tierra. Mientras se elevaban, alguno bajo la luz del sol, otros en la oscuridad, mandaban a la tierra un chorro continuo de impulsos de radio que serían captados, transformados y retransmitidos a Australia. Más tarde volverían a caer a la Tierra, sus paracaídas florecerían y la mayoría serían recogidos y vueltos a usar. Otros, menos afortunados, caerían en el mar, o, quizá, acabarían sus días como dioses de alguna tribu de las selvas de Borneo.
El recorrido de las tres millas, siguiendo la atestada y primitiva carretera, requirió cerca de veinte minutos, y más de una vez el profesor Maxton se vio obligado a dar una vuelta por la «tierra de nadie», que él mismo había declarado fuera de límites. La aglomeración de coches y espectadores se hizo más densa todavía cuando llegaron a la marca del kilómetro cinco, que terminaba bruscamente en una barrera de barrotes de madera pintados de rojo.
Allí se había erigido una improvisada tribuna hecha con viejas cajas de embalaje, que estaba ya ocupada por sir Robert Derwent y varios de sus subordinados. Dirk observó con interés que se hallaban presentes también Hassell y Clinton. Se preguntó qué pensamientos debían pasar por sus mentes.
De cuando en cuando el Director-General hacía comentarios ante un micrófono y a su alrededor había un par de transmisores portátiles. Dirk, que había esperado ver baterías de instrumentos, quedó ligeramente decepcionado. Comprendió que todas las operaciones técnicas se desarrollaban en otra parte y que aquello era meramente un puesto de observación.
—Faltan veinticinco minutos —dijo el altavoz—. Los generadores de lanzamiento van a funcionar ahora a pleno rendimiento. Todas las estaciones detectoras de radar y los observatorios de la red general deben estar a la expectativa.
Desde la plataforma inferior podía verse casi toda la pista. A la derecha había la muchedumbre apiñada y detrás de ella los bajos edificios del aeropuerto. El «Prometheus» era claramente visible en el horizonte y de vez en cuando los rayos del sol se reflejaban en sus flancos que relucían como espejos.
—Quince minutos para el despegue…
Leduc y sus compañeros debían estar sentados en sus curiosos asientos esperando sentir el empuje del primer chorro de aceleración. Y, no obstante, era curioso pensar que no tendrían nada que hacer durante una hora, tiempo en que la separación de las dos naves tendría lugar encima de la Tierra. Toda la responsabilidad inicial residía en el piloto de «Beta», que se llevaría muy poca fama por su participación en la maniobra, si bien, de todos modos, no hacía más que repetir lo que había hecho ya una docena de veces.
—Diez minutos para el despegue… Se recuerda a todos los aparatos las instrucciones de seguridad…
Los minutos iban transcurriendo lentamente; una era terminaba y otra iba a comenzar. Y de repente la voz impersonal de los altavoces recordó a Dirk aquella mañana de hacía treinta y tres años en que otro grupo de científicos habían estado esperando también en otro desierto, disponiéndose a poner en libertad las energías que animan los soles.
—Cinco minutos… Todas las cargas eléctricas pesadas deben ser cerradas. Córtense inmediatamente los circuitos domésticos…
Un gran silencio se había hecho súbitamente sobre la muchedumbre; todas las miradas fijas en las relucientes alas que se destacaban sobre el cielo. Por algún lugar cercano un chiquillo, asustado por el silencio, se echó a llorar.
—Un minuto para… Cohetes de precaución alejados…
A la izquierda del gran desierto vacío se oyó un o ¡Swoosh!…, y una quebrada línea de llamas rojas comenzó a seguir lentamente la línea del cielo. Algunos helicópteros que habían estado rondando por allí minuto tras minuto, retrocedieron.
—Control automático de lanzamiento en acción… Señal de tiempo sincronizada… ¡Ya!
Se oyó un «clik» en el momento de cambiar el circuito y por los altavoces se oyó el tenue zumbido de los estáticos alejados. Después resonó por el desierto un rugido que, pese a ser muy conocido, no podía ser más inesperado.
En Westminster, a media Tierra de allá, el Big Ben se disponía a dar la hora.
Dirk miró al profesor Maxton y vio que también él estaba profundamente sorprendido. Pero en los labios del Director-General había una leve sonrisa y Dirk recordó que durante medio siglo los ingleses de todo el mundo habían esperado delante de sus aparatos de radio que aquel ruido brotase de la tierra que quizá no volverían a ver. Tuvo la súbita visión de otros desterrados, en un próximo o un lejano futuro, escuchando desde otros extraños planetas que aquellas campanas resonasen a través de las profundidades del espacio.
Un sordo silencio pareció llenar el desierto en el momento en que las campanas del último cuarto se desvanecieron lanzando su eco en la distancia de un altavoz a otro. Después la campanada de la hora primera resonó en el desierto y sobre el mundo expectante. El circuito del locutor quedó súbitamente cerrado.
Y, sin embargo, nada había cambiado; el «Prometheus» seguía yaciendo en el horizonte como una gran polilla de metal. Entonces, Dirk vio que el espacio entre sus alas y la línea del cielo era un poco menor de lo que había sido, y un momento después pudo ver claramente que la nave aumentaba de tamaño a medida que se acercaba a ellos. Más y más rápidamente, en medio de un absoluto e impresionante silencio, el «Prometheus» avanzaba rápidamente por la pista. Le pareció que había transcurrido sólo un instante cuando lo tuvo delante de él, y por última vez pudo ver la lisa y reluciente superficie de «Alfa» fija en su espalda. Al avanzar la nave por la izquierda hacia el vacío desierto, sólo pudo oír el silbido del aire rasgado. Incluso este silbido fue muy tenue y la catapulta eléctrica no produjo ruido alguno. Y entonces el «Prometheus» fue perdiéndose paulatinamente en la distancia.
Segundos después aquel silencio fue roto por el ruido de mil cataratas precipitándose por un acantilado de mil metros de altura. El cielo pareció temblar. El «Prometheus» se había desvanecido de la vista en una nube de polvo. En el corazón de aquella nube algo ardía con una intolerable brillantez, que el ojo no hubiera podido resistir sin el tamiz del halo.
La nube de polvo fue haciéndose más tenue y el rugido de los chorros quedó atenuado por la distancia. Entonces Dirk pudo ver que el fragmento de sol que había estado observando con los ojos medio cerrados no seguía ya la superficie de la Tierra, sino que se elevaba lenta y paulatinamente sobre el horizonte. El «Prometheus» estaba libre de su chasis de lanzamiento y trepaba por el vasto circuito como el mundo que lo llevaría al espacio.
La ardiente llama blanca vaciló y se redujo a la nada contra el cielo desierto. Durante algún tiempo, el ruido de los chorros que se alejaban resonó en el cielo hasta que también éstos se perdieron ahogados por el ruido de los aviones.
Ilimitado lo era, infinito podía serlo; pero no era ya virginal. Habiendo franqueado el arrecife de coral, la primera frágil nave navegaba por entre los desconocidos peligros y maravillas del mar libre.