«Mañana lanzamos el «Prometheus». Y digo «lanzamos» porque considero ya imposible mantenerme apartado y hacer el papel de espectador desinteresado. Ningún habitante de la Tierra puede hacer tal cosa; los acontecimientos de las próximas horas orientarán las vidas de todos los hombres que en lo sucesivo nazcan hasta los confines del tiempo.
»Alguien describió un día a la humanidad como «una raza de isleños que no han aprendido todavía el arte de construir naves». Por todo el océano podemos ver otras islas sobre las cuales reflexionamos y especulamos desde los albores de la historia. Ahora, al cabo de un millón de años, acabamos de construir nuestra primera canoa; mañana la contemplaremos hacerse a la vela por entre aquel arrecife de coral y desvanecerse detrás del horizonte.
»Esta noche he visto, por primera vez en mi vida, las relucientes montañas de la Luna y sus sombrías llanuras. La región por la cual Leduc y sus compañeros caminarán dentro de una semana es todavía invisible esperando una salida de sol que no se producirá hasta dentro de tres o cuatro días. Y, sin embargo, sus noches son de una brillantez que sobrepasa toda imaginación, porque la Tierra estará más que medio llena en su cielo.
»Me pregunto cómo deben estar Leduc, Richards y Taine pasando su última noche en la Tierra. Deben haber puesto, desde luego, sus asuntos en orden, y no deben tener ya nada que hacer. ¿Estarán descansando, oyendo música, leyendo… o, sencillamente, durmiendo?»
James Richards no estaba haciendo ninguno de estas cosas. Estaba sentado en el salón con sus amigos, bebiendo lenta y cuidadosamente, mientras los divertía con entretenidas historias de las pruebas a que había sido sometido por locos psicólogos para decidir si era normal, y en este caso qué podía hacerse por él. Los psicólogos que así calumniaba formaban la mayor, y más apreciativa, parte de su auditorio. Lo dejaron hablar así hasta medianoche; después lo metieron en cama. Necesitaron seis horas para conseguirlo.
Pierre Leduc había pasado la noche fuera de la nave observando algunas pruebas de evaporación de combustible que se llevaban a cabo en «Alfa». Su presencia no era en absoluto necesaria, pero, como de cuando en cuando se habían dejado correr algunas insinuaciones, nadie pudo desembarazarse de él. Poco antes de medianoche llegó el Director-General, estalló con su natural bondad y lo mandó a su coche con la orden estricta de dormir un poco. Ante lo cual Leduc pasó las dos horas siguientes leyendo La Comedie Humaine.
Sólo Lewis Taine, el preciso, el impasible Taine, había empleado su última noche en la Tierra en la forma que hubiera podido esperarse. Estuvo horas sentado delante de su mesa redactando borradores y destruyéndolos uno tras otro. Al final de la noche había terminado; con una cuidadosa escritura transcribió la carta que tanto trabajo le había costado. Después la selló y pegó a ella una pequeña nota:
«Querido profesor Maxton:
Si no regresase, le agradecería se encargase de que esta carta llegue a su destino.
Sinceramente suyo
L. Taine»
La carta y la nota fue encerrada en un gran sobre dirigido al profesor Maxton. Después cogió la voluminosa carpeta de las órbitas alternativas de vuelo y comenzó a poner en ellas con lápiz notas marginales.
Era él mismo de nuevo.