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Dirk tenía la esperanza de que los tripulantes hubiesen pasado mejor noche que él. Estaba todavía medio dormido y aturdido pero tenía la neta impresión de haber sido despertado más de una vez por el ir y venir incesante de los coches durante la noche. Quizás había habido un incendio en alguna parte, pero no había oído la alarma.

Se estaba afeitando cuando McAndrews entró en su habitación visiblemente cargado de noticias. El Director de Relaciones Públicas daba la impresión de no haberse acostado en toda la noche, lo cual estaba muy cerca de la verdad.

—¿Se ha enterado usted de la noticia? —dijo jadeante.

—¿Qué noticia? —preguntó Dirk con cierta contrariedad, levantando su máquina de afeitar.

—Ha habido un intento de sabotear la nave.

—¿Qué?

—Ha ocurrido hacia la una, esta madrugada. Los detectores señalaron un hombre tratando de introducirse en «Alfa». Cuando el vigilante le ordenó que se rindiera, el muy loco se escondió… ¡en el tubo de expulsión de «Beta»!

Transcurrieron algunos segundos antes de que todo el significado de estas palabras apareciese en su imaginación. Entonces Dirk recordó lo que Collins le había dicho cuando miró por el telescopio hacia el mortal agujero.

—¿Qué le ha ocurrido? —preguntó con voz ronca.

—Lo llamamos por el altavoz pero no hizo caso. De manera que tuvimos que sacarlo con el robot de servicio. Vivía todavía, pero estaba demasiado mal para salvarse. Murió dos minutos más tarde. Los médicos han dicho que probablemente no supo nunca lo que le había ocurrido… es lo que ocurre cuando toma uno una dosis como ésta.

Dirk se echó sobre la cama, como sintiéndose mal.

—¿Ha estropeado algo? —preguntó al fin.

—No lo creemos. No consiguió entrar en la nave y en el hueco aquél no podía hacer nada. Temíamos que hubiese dejado una bomba, pero afortunadamente no es así.

—¡Tiene que haber estado loco! ¿Alguna idea de quién era?

—Probablemente un maniático religioso de alguna especie. Hay una serie que andan detrás de nosotros. La policía está tratando de identificarlo por el contenido de sus bolsillos.

Hubo un silencio melancólico antes de que Dirk hablase de nuevo.

—No me parece un augurio muy halagüeño para el «Prometheus», ¿no cree usted?

McAndrews se encogió de hombros con displicencia.

—No creo que por aquí haya nadie supersticioso. ¿Viene usted a ver cómo llenan el combustible? Está fijado para las dos. Lo llevaré a usted en mi coche.

A Dirk no le entusiasmaba la idea.

—De todos modos, gracias —dijo—, pero tengo realmente mucho que hacer. Además, no creo que haya gran cosa que ver, ¿no cree usted? Inyectar unas cuantas toneladas de combustible no creo que sea muy apasionante… Quizá podría serlo… pero en este caso preferiría no estar allí.

McAndrews parecía ligeramente contrariado, pero Dirk no podía hacerle nada. En aquellos momentos sentía una curiosa falta de interés de volverse a acercar al «Prometheus». Era una sensación irrazonada, desde luego, pero ¿era acaso de censurar que la nave se defendiese sola contra sus enemigos?

Durante todo el día Dirk estuvo oyendo rugir los helicópteros que iban llegando de las grandes ciudades australianas, mientras de vez en cuando un avión transcontinental a chorro aterrizaba en el aeródromo. A Dirk le era imposible imaginar dónde pensarían pasar la noche toda aquella gente. En las cabañas, dotadas de calefacción central, el calor no era excesivo, y los periodistas que habían tenido la mala suerte de dormir en tiendas de lona referían historias aterradoras, muchas de las cuales eran casi verdad.

A última hora de la tarde encontró a Maxton y Collins en el salón y se enteró de que el embarque de combustible se había realizado sin incidente. Como había dicho Collins…

—Ahora sólo nos falta dar el último toque y retirarnos.

—A propósito —intervino Maxton—, ¿no dijo usted la otra noche que no había visto nunca la Luna con un telescopio? Dentro de un momento vamos a ir al Observatorio; ¿por qué no viene usted con nosotros?

—Me encantaría. Pero… ¿no me va usted a decir que tampoco la ha visto usted?

Maxton hizo una mueca.

—Pues no crea usted… Sé muy bien el camino hasta la Luna, pero dudo de que la mitad del personal del Interplanetario haya usado jamás un telescopio. El Director-General es el mejor ejemplo. Llevaba diez años de investigación astronómica antes de ir por primera vez a un Observatorio.

»No diga usted que se lo he dicho —dijo Collins con gran seriedad—, pero he descubierto que los astrónomos se dividen en dos clases. La primera es el astrónomo puramente nocturno, que se pasa las horas de trabajo tomando fotografías de objetos tan lejanos que probablemente ya no existen. No se interesan por el sistema solar, al que consideran un muy extraño y casi inexcusable accidente. Durante el día puede encontrárseles durmiendo bajo grandes piedras y en sitios secos y calientes.

»Los miembros de la segunda trabajan a horas más normales y viven en oficinas llenas de máquinas calculadoras y demás instrumentos. Esto les causa gran obstrucción, a pesar de lo cual consiguen producir resmas de matemáticas sobre los objetos, que probablemente no existen ya, fotografiados por sus colegas, con los cuales comunican por medio de notas escritas dejadas al vigilante nocturno.

»Ambas especies tienen una cosa en común. No se ha sabido jamás que, salvo en momentos de extremada aberración mental, hayan mirado por un telescopio. Sin embargo, sacan algunas bellas fotografías.

—Me parece —dijo el profesor Maxton riéndose— que la especie nocturna va a aparecer ahora de un momento a otro. Vámonos.

El Observatorio de Luna City había sido erigido en gran parte para diversión del personal técnico, que incluía más astrónomos aficionados que profesionales. Consistía en un grupo de casitas de madera modificadas debidamente para contener una docena de instrumentos de todos tamaños de tres a doce pulgadas de objetivo. Un reflector de veinte pulgadas estaba ahora en construcción, pero no estaría listo hasta dentro de algunas semanas.

Los visitantes habían descubiertos ya, por lo visto, el Observatorio y hacían pleno uso de él. Algunos grupos de personas, esperanzadas, se estacionaban delante de los edificios, mientras los defraudados propietarios de telescopios permitían observaciones de dos minutos acompañadas de conferencias improvisadas. No habían conseguido nada en cuatro días cuando fueron a dar una mirada a la Luna, y ahora habían abandonado ya toda esperanza de poder verla ellos.

—Es un lástima que no puedan cobrar un libra por cabeza —dijo Collins pensativo, contemplando la cola que esperaba.

—Quizá la cobran —respondió el profesor Maxton—. Siempre podemos colocar una bandeja para recoger fondos para los ingenieros atómicos pobres.

La cúpula del reflector de doce pulgadas, único instrumento que no era de propiedad particular y pertenecía al Interplanetario, estaba cerrada y la puerta del edificio también. El profesor Maxton sacó de su bolsillo un manojo de llaves y fue probándolas hasta que una de ellas la abrió. Los primeros de la cola rompieron filas inmediatamente y se dirigieron hacia ellos.

—Lo siento —les gritó el profesor, cerrándoles la puerta—. Está estropeado.

—Querrá usted decir que lo estará —dijo Collins sombríamente—. ¿Sabe usted cómo funciona uno de estos chismes?

—Supongo que seremos capaces de averiguarlo —dijo Maxton con una nota de incertidumbre en la voz.

La alta opinión que Dirk tenía de los dos científicos comenzó a tambalearse ligeramente.

—¿Pretende usted decirme —dijo—, que va a arriesgarse a usar un instrumento tan complicado y caro como éste sin saber cómo funciona? ¡Esto sería como meterse en un automóvil y querer hacerlo funcionar sin saberlo poner en marcha!

—¡Válgame Dios! —protestó Collins, pero con una leve sonrisa en los ojos—. ¿No va usted a creer que esto es tan complicado, verdad? Compárelo con una bicicleta, si quiere, pero no con un automóvil.

—Muy bien —respondió Dirk—, pruebe usted de ir en bicicleta sin haber adquirido práctica antes…

Collins se limitó a reír y siguió examinando el funcionamiento. Durante algún tiempo el profesor y él sostuvieron una conversación técnica que no impresionaba ya a Dirk, porque se daba cuenta de que sabían tan poco acerca del telescopio como él.

Después de algunas tentativas, el instrumento fue enfocado hacia la Luna, que ahora se encontraba muy baja por el sudoeste. Durante largo tiempo, estuvo esperando pacientemente mientras los dos ingenieros se saciaban mirando. Finalmente, se cansó.

—¿Me habían invitado ustedes, no? —se quejó—. ¿O es que lo han olvidado?

—Perdone —se excusó Collins abandonando su sitio visiblemente contrariado—. Mire; enfoque con este tornillo.

Al principio, Dirk sólo pudo ver una cegadora blancura con algunas manchas negras aquí y allá. Fue haciendo girar lentamente el tornillo del foco y súbitamente la imagen se hizo clara y perfilada, como un brillante grabado.

La visión abarcaba una buena mitad del creciente, estando las puntas fuera del campo visual. El borde exterior de la Luna era un arco de círculo perfecto sin el menor desnivel. Pero la línea que separaba el día de la noche era accidentada y quebrada en muchos puntos por montañas y mesetas, que lanzaban sus sombras sobre las llanuras inferiores. Había pocos de los grandes cráteres que esperaba ver y supuso que debían estar en la parte del disco sumido todavía en la noche.

Fijó su atención en una gran llanura ovalada bordeada por montañas, que le recordaba de una manera irresistible un fondo de mar desecado. Debía ser, supuso, uno de los llamados mares de la Luna, pero veía claramente que en toda la extensión de aquel paisaje desierto que se extendía delante de él no había una gota de agua. Cada detalle era neto y brillante, salvo cuando una ondulación, como una neblina de calor, hacía temblar la imagen por un momento. La Luna iba declinando hacia el horizonte y la imagen empezaba a ser turbada por las mil millas de travesía de la atmósfera de la Tierra.

En un lugar situado en el borde mismo de la zona obscura del disco, relucía un grupo de brillantes puntos, como hogueras iluminando la noche lunar. Aquello intrigó a Dirk durante un momento, hasta que se dio cuenta de que se trataba de los picos de las altas montañas que captaban ya la luz del sol antes de que éste alcanzase las llanuras que circundaban sus bases.

Ahora comprendía por qué los hombres habían pasado la vida viendo aquellas sombras venir y desaparecer sobre el rostro de aquel extraño mundo que parecía tan cercano y que, sin embargo, hasta la actual generación fue siempre el símbolo de lo imposible el alcanzarlo. Se dio cuenta de que una vida humana no basta para maravillarse; siempre había algo nuevo que ver a medida que el ojo iba adquiriendo pericia en el arte de descubrir esta riqueza de detalles casi infinita.

Algo bloqueó su vista y levantó la mirada contrariado. La Luna iba ocultándose bajo el nivel de la cúpula; no podía bajar más el telescopio. Alguien encendió de nuevo las luces y vio a Maxton y Collins que lo miraban sonriendo.

—Espero que habrá visto usted todo lo que deseaba —dijo el profesor—. Nosotros hemos estado mirando diez minutos cada uno, usted se ha pasado veinticinco, y estoy muy contento de que la Luna se haya puesto ya.