Jamás nadie supo gran cosa acerca de Jefferson Wilkes, sencillamente porque había muy poco que saber. Fue un joven contable en una factoría de Pittsburgh durante casi treinta años, durante los cuales sólo había ascendido una vez. Hacía su trabajo con una laboriosa minuciosidad que era la desesperación de sus superiores. Como millones de sus contemporáneos no tenía la menor comprensión de la civilización en medio de la cual se encontraba. Hacía veinticinco años que se había casado y nadie se sorprendió al enterarse de que su esposa lo había abandonado a los pocos meses.
Ni sus mejores amigos, si bien no había pruebas de que jamás hubiese tenido ninguno, hubieran sostenido que Jefferson Wilkes fuese un profundo pensador. Y, sin embargo, había una cosa a la cual, a su manera, había dedicado profundas reflexiones.
El mundo ignoraría siempre qué había vuelto la patética y rudimentaria mente de Jefferson Wilkes hacia las estrellas. Era más que probable que la causa hubiese sido el deseo de escapar de la prosaica realidad de la vida cotidiana. Cualquiera que fuese la razón estudió los escritos de los que predecían la conquista del espacio. Y decidió que, costase lo que costase, era necesario detener aquello.
Por lo que podía deducirse, Jefferson Wilkes creía que el intento de penetrar en el espacio tenía que traer sobre la Humanidad un fatal sino metafísico. Había incluso pruebas de que consideraba la Luna como el Infierno o, por lo menos, como el Purgatorio. Toda llegada prematura de la Humanidad a aquellas regiones infernales, tenía forzosamente que traer incalculables y, para decir lo menos, infortunadas consecuencias.
A fin de encontrar apoyo para sus ideas, Jefferson Wilkes hizo lo que millares antes que él habían hecho. Trató de convertir a los demás a sus creencias formando una organización a la cual dio el ampuloso lema de: «Los Cohetes No Deben Elevarse». En vista de que toda doctrina, por fantástica que sea, encuentra siempre adeptos, Wilkes reclutó algunos partidarios entre las obscuras sectas religiosas que florecen exóticamente en el oeste de los Estados Unidos. Muy rápidamente, sin embargo, el microscópico movimiento fue disputado por el cisma y contracisma. Al final de todo el fundador se encontró con los nervios destrozados y las finanzas por el suelo. Si queremos establecer claramente una sutil distinción, diremos que se volvió loco.
Una vez el «Prometheus» estuvo construido, Wilkes decidió que su marcha sólo podía ser evitada por su propio esfuerzo. Pocas semanas antes del lanzamiento de la nave, liquidó sus módicos haberes y retiró del banco el saldo de su cuenta. Entonces se dio cuenta de que necesitaba todavía ciento cincuenta dólares más para llegar a Australia.
La desaparición de Jefferson Wilkes sorprendió y apenó a sus jefes, pero después de una rápida inspección de sus libros no hicieron ningún esfuerzo por localizarlo. No se acude a la policía cuando, después de treinta años de leales servicios un contable dispone de ciento cincuenta dólares, de una caja que contiene miles.
Wilkes no tuvo dificultad ninguna en llegar a Luna City y una vez estuvo en ella nadie paró mientes en él. El personal interplanetario creyó probablemente que era uno de los periodistas que rondaban por allá, mientras los periodistas creían que pertenecía al personal interplanetario. Era, en todo caso, el hombre que hubiera podido entrar tranquilamente en Buckingham Palace sin llamar la atención de nadie y los centinelas hubieran jurado que no había entrado nadie.
Qué pensamientos penetraron por la estrecha puerta de la mente de Jefferson Wilkes cuando vio el «Prometheus» yaciendo sobre su cuna, es una cosa que jamás sabrá nadie. Quizás hasta aquel momento no había comprendido la magnitud de la tarea que se había asignado. Hubiera podido causar grandes desperfectos con una bomba, pero si bien las bombas son cosa usual en Pittsburgh, como en todas las grandes ciudades, la forma de adquirirlas no suele ser comúnmente conocida, particularmente entre los contables que se respetan.
Desde la barrera de cuerdas, cuya finalidad no acababa de entender, había observado cómo se cargaba la nave y los ingenieros hacían las pruebas finales. Había observado también que al venir la noche la nave quedaba abandonada bajo los chorros de luz y que incluso éstos eran apagados al aparecer el día.
¿No sería mucho mejor, pensaba, dejar que la nave saliese de la Tierra, pero asegurándose de que no regresaría jamás a ella? Una nave averiada puede ser reparada, una que se desvanece en el espacio sería una lección mucho más elocuente, una advertencia de mucha mayor eficacia.
La mente de Jefferson Wilkes ignoraba la ciencia, pero sabía que una nave del espacio tenía que llevar su provisión de aire y que este aire se transporta en cilindros. ¿Había acaso nada más sencillo que vaciarlos de forma que su pérdida no fuese descubierta hasta más tarde? No quería ningún mal a la tripulación, y lamentaba sinceramente que tuviesen que tener aquel fin, pero no veía otra alternativa.
Sería enojoso enumerar todos los defectos del brillante plan de Jefferson Wilkes. La reserva de aire del «Prometheus» no era transportada en cilindros, y si Wilkes hubiese conseguido vaciar los tanques de oxígeno líquido se hubiera encontrado con algunas desagradables y frígidas sorpresas, pero los instrumentos automáticos de control hubieran dicho a la tripulación lo ocurrido antes de despegar e incluso sin la reserva de oxígeno la instalación de aire acondicionado hubiera podido mantener la atmósfera respirable durante varias horas. Hubieran tenido tiempo de entrar en una de las órbitas de regreso de urgencia que podían ser rápidamente calculadas, para evitar una catástrofe.
Finalmente, y no lo menos importante, Wilkes hubiera tenido que entrar en la nave. A él no le cabía la menor duda de que esto era posible, porque la plataforma móvil de acceso era dejada en posición cada noche y la había estudiado tan minuciosamente que hubiera sido capaz de subir por ella incluso a oscuras. Cuando la muchedumbre se arremolinó alrededor de la proa de la nave se había mezclado a ella y no vio el menor indicio de cerradura en aquella curiosa puerta que se abría hacia dentro.
Esperó en un hangar vacío hasta que la delgada luna se hubo puesto. Hacía mucho frío y no había venido preparado, puesto que en Pensylvania era verano. Pero la importancia de su misión le daba energías y cuando, finalmente, los grandes focos se apagaron, atravesó el desierto mar de hormigón hacia la negra ala que se extendía bajo las estrellas.
La barrera de cuerda lo detuvo y pasó bajo ella. Pocos minutos después sus manos encontraron a tientas un marco metálico en la oscuridad y se dirigió hacia la base de la plataforma. Se detuvo al pie de los escalones de metal, sondeando la noche. El mundo estaba sumido en un absoluto silencio; en el horizonte veía aún el resplandor de las luces que ardían todavía en Luna City. A algunos centenares de metros podía distinguir las vagas siluetas de edificios y hangares, pero estaban obscuros y desiertos. Empezó a subir los escalones.
De nuevo se detuvo, escuchando, en la primera plataforma, a veinte pies del suelo, y de nuevo se tranquilizó. Su lámpara eléctrica y las herramientas que creía poder necesitar pesaban en sus bolsillos; se sentía orgulloso de su previsión y de la minuciosidad con que había llevado a cabo su plan.
Aquél era el último peldaño; estaba en la plataforma superior. Agarró su lámpara con una mano y un momento después sus dedos tocaban la lisa y fría superficie de las paredes de la nave.
En la construcción del «Prometheus» se habían invertido millones de libras y más millones todavía de dólares. Los científicos que habían conseguido estas sumas de sus gobiernos y empresas industriales, no eran exactamente unos locos. A la mayoría de los hombres, pero no a Jefferson Wilkes, les hubiera parecido imposible que el fruto de todos sus esfuerzos pudiese ser dejado sin vigilancia ni protección durante la noche.
Muchos años antes, el personal que trabajaba en el proyecto había previsto la posibilidad de un sabotaje por parte de los religiosos fanáticos y uno de los archivos más apreciado del Interplanetario contenía las cartas de amenazas que la gente había tenido el poco sentido común de escribir. Entonces se tomaron toda clase de precauciones razonables por parte de los técnicos, algunos de los cuales habían a su vez pasado años durante la guerra saboteando material aliado o del Eje.
Aquella noche el vigilante que estaba de guardia en el extremo de la franja de hormigón era un estudiante de derecho, llamado Achmet Singh, que se ganaba una modesta suma durante sus vacaciones con un trabajo que le sentaba perfectamente. Le bastaba estar ocho horas de servicio y le sobraba amplio tiempo para estudiar. Cuando Jefferson Wilkes llegó a la primera barrera de cuerdas, Achmet Singh estaba profundamente dormido como, cosa por otra parte sorprendente, era de esperar que estuviese. Pero cinco segundos después estaba completamente despierto.
Singh apretó en el acto el timbre de alarma y se dirigió rápidamente hacia el plafón de control lanzando maldiciones en tres lenguas y cuatro religiones. Era la segunda vez que aquello ocurría durante su guardia; la anterior había sido el perro extraviado de un funcionario el que había sembrado la alarma. Probablemente habría ocurrido lo mismo.
Conectó el reflector de imágenes esperando con impaciencia los pocos segundos que los tubos necesitaban para calentarse. Después agarró los controles de proyección y comenzó a inspeccionar la nave.
Achmet Singh tuvo la impresión de que un reflector purpúreo brillaba a través del hormigón hacia la plataforma de lanzamiento. Bajo el chorro de luz del reflector, totalmente ignorante de su existencia, un hombre iba avanzando lentamente en dirección al «Prometheus». Era imposible no reírse de sus movimientos al verlo avanzar a tientas como un ciego, mientras todo su alrededor estaba inundado de luz. Achmet Singh lo siguió con el rayo infrarrojo de su proyector hasta que llegó a la plataforma móvil. Los timbres de alarma secundarios se pusieron en funcionamiento, pero Singh los paró. No quería hacer nada, decidió, hasta saber los motivos que traían aquí a aquel paseante nocturno.
Cuando Jefferson Wilkes se detuvo satisfecho en la primera plataforma, Achmet Singh le hizo una excelente fotografía, que sería una prueba irrefutable ante cualquier tribunal de justicia. Esperó a que Wilkes hubiese llegado a la compuerta de aire; entonces decidió obrar.
El chorro de luz que dejó a Wilkes clavado contra la pared de la nave, lo cegó con la misma efectividad que la oscuridad a través de la cual había venido avanzando. Durante un momento la impresión fue tan paralizadora que fue incapaz de moverse. Después una fuerte voz rugió en sus oídos en medio de la noche.
—¿Qué hace usted aquí? ¡Baje en seguida!
Wilkes comenzó a bajar automáticamente las escaleras. Llegó a la plataforma inferior antes de que su mente hubiese salido de su parálisis y buscó desesperadamente a su alrededor la manera de escapar. Protegiéndose ojos, ahora podía ver un poco; la fatal zona de luz que bañaba el «Prometheus» no tenía más allá de cien metros de ancho y más allá se extendía la oscuridad y, quizá, la salvación.
La voz resonó de nuevo de más allá de la zona de luz.
—¡Vamos, aprisa! ¡Ven por aquí… te tenemos encañonado!
Este plural era pura invención de Singh, si bien era verdad que los refuerzos en forma de dos aburridos y soñolientos policías estaban ya en camino.
Jefferson Wilkes acabó de bajar lentamente y se detuvo temblando sobre el hormigón, apoyándose contra la plataforma. Permaneció casi inmóvil durante cosa de medio minuto; después, como Achmet Singh había supuesto, dio rápidamente la vuelta alrededor de la nave y desapareció. Iría rondando por el desierto y sería fácil de encontrar, pero economizaría tiempo que pudiese hacerlo volver atemorizándolo. Singh puso en marcha otro altavoz.
Cuando la misma voz rugió nuevamente en sus oídos en la oscuridad donde había creído encontrar su salvación el apocado ánimo de Jefferson Wilkes, finalmente sucumbió. Con un miedo irrazonado, como un animal salvaje, regresó a la nave y trató de ocultarse en su sombra. Y no obstante, incluso entonces, aquel impulso que lo había traído alrededor del mundo seguía empujándolo ciegamente hacia delante, pero apenas se daba cuenta de sus gestos y acciones. Fue avanzando siguiendo la base de la nave, manteniéndose en las sombras.
La gran abertura que aparecía a pocos pies sobre su cabeza parecía ofrecer un nuevo camino para entrar en la máquina, o por lo menos, un sitio donde ocultarse hasta que pudiese escapar. En momentos normales, jamás hubiera sido capaz de hacer aquella escalada por una lisa superficie de metal, pero el miedo y la decisión le dieron fuerzas. Achmet Singh, mirándolo por su pantalla de televisión, a cien metros de allá adoptó súbitamente un tono suplicante. Comenzó a hablar, rápida y precipitadamente, por el micrófono.
Jefferson Wilkes no lo oía; no se daba siquiera cuenta de que aquella voz rugiente que resonaba en la noche no era ya perentoria, sino plañidera. Aquello no tenía significado alguno para él; sólo se daba cuenta del oscuro túnel que se abría ante sus ojos. Sosteniendo su lámpara en una mano, empezó a arrastrarse por él.
Las paredes eran de un material gris y rocoso, muy duro y no obstante ligeramente caliente al tacto. A Wilkes le parecía estar entrando en una cueva de sección absolutamente circular; a los pocos metros se ensanchaba y podía casi caminar medio doblado. A su alrededor tenía ahora un mosaico de barras de metal sin significado alguno y aquella extraña roca gris, la más refractaria de todas las cerámicas, por la cual había estado arrastrándose.
No pudo ir más lejos; la cueva acababa de dividirse en una serie de ramificaciones, cada una de ellas demasiado estrecha para darle paso. Lanzando la luz de su lámpara sobre ellas vio que las paredes estaban llenas de tubos y válvulas. Allí hubiera podido causar algún destrozo, pero estaba todo fuera de su alcance.
Jefferson Wilkes volvió a dejarse caer sobre el duro suelo. La lámpara cayó de sus dedos sin nervios y la oscuridad lo envolvió de nuevo. Estaba demasiado extenuado para sentir decepción o arrepentimiento. No observó, ni hubiera podido comprenderlo, el tenue resplandor que despedían los muros que lo circundaban.
Mucho tiempo después, un ruido del mundo exterior llamó su atención hacia el sitio de donde venía. Se sentó y miró a su alrededor, sin saber dónde estaba ni cómo había venido. Muy lejos podía ver un vago círculo de luz, la boca de su misteriosa caverna. Más allá del agujero se oían voces y ruidos de maquinaria que iban de un lado a otro. Sabía que le eran hostiles y que tenía que permanecer allá donde no podría ser encontrado.
No tenía que serlo. Una luz brillante pasó como un sol saliente por la boca de su caverna y volvió a brillar de pleno sobre él. Avanzaba bajando por el túnel y detrás de la luz había algo extraño y enorme que su mente no lograba comprender.
Lanzó un grito de terror al ver aquellas garras de metal aparecer de lleno en la luz y tenderse hacia él para agarrarlo. Después fue arrastrado indefenso al exterior, donde sus desconocidos enemigos lo esperaban.
Había una confusión de ruidos y luces a su alrededor. Una gran máquina que parecía estar dotada de vida lo sujetaba en sus brazos de metal alejándolo de una tremenda forma alada que hubiera debido despertar sus recuerdos, pero no los despertó. Entonces fue depositado en el suelo en medio de un círculo de hombres en expectación.
Se preguntaba por qué no se acercaban más, por qué se mantenían tan alejados y por qué lo miraban de aquella manera tan extraña. No hizo ninguna resistencia cuando largas pértigas sosteniendo brillantes instrumentos eran paseadas por encima de él como explorando su cuerpo. Nada importaba ya nada; sólo sentía un extraño entorpecimiento y unas irresistibles ganas de dormir.
Súbitamente una oleada de náuseas se apoderó de él y se retorció por el suelo. Instintivamente, los hombres que formaban el círculo alrededor de él, avanzaron un paso, pero en el acto volvieron a retroceder.
La retorcida figura, infinitamente patética, yacía como una muñeca rota bajo las relucientes luces. No había el menor ruido ni movimiento; en el fondo, las grandes alas del «Prometheus» formaban sus grandes zonas de sombra. Entonces el robot avanzó hacia delante arrastrando sus armados cables por el cemento. Muy suavemente, los brazos de metal se inclinaron hacia el suelo y unas extrañas manos se cerraron. Jefferson Wilkes había llegado al final de su viaje.