9

Dos días antes del despegue, Luna City era probablemente uno de los más tranquilos y menos agitados rincones de la Tierra. Todos los preparativos estaban hechos a excepción del embarque de combustible final y alguna de las pruebas de última hora. No había otra cosa que hacer sino esperar que la Luna ocupase el sitio de la cita.

En todas las redacciones de los grandes periódicos del planeta los redactores jefes estaban ocupados redactando sus titulares, y escribiendo posibles versiones alternativas susceptibles de ser adaptadas a los incidentes más inesperados. Gente totalmente desconocida entre ellos, estaba dispuesta en trenes y autobuses a hacer alarde de sus conocimientos astronómicos a la más ligera provocación. Sólo un asesinato sensacional hubiera sido capaz de llamar la atención que generalmente despierta.

En cada continente los aparatos de radar de largo alcance se disponían a seguir a «Alfa» en su viaje a través del espacio. El pequeño dispositivo de radar de a bordo de la nave permitiría que su posición fuese captada en cualquier momento del viaje.

A cincuenta pies bajo el suelo, en la Universidad de Princeton, uno de los computadores electrónicos mayores del mundo estaba preparado. Si por alguna razón imprevista la nave se veía obligada a cambiar su órbita o a demorar su regreso, la nueva trayectoria podía ser calculada a través de los cambiantes campos de gravitación de la Tierra y la Luna. Un ejército de matemáticos necesitaría meses para hacer este trabajo; el calculador de Princeton podía dar la respuesta, ya impresa, en algunas horas.

Todos los aficionados a la radio del mundo que podían operar con la frecuencia de la nave del espacio estaban dando a sus aparatos el último toque. No serían muchos los que podrían recibir e interpretar las señales moduladas de hiperfrecuencia de la nave, pero habría algunos. Los perros de guarda del éter, los Comisarios de Comunicaciones, estaban dispuestos a entendérselas con los transmisores no autorizados que pudiesen tratar de interferir el circuito.

En las cumbres de las montañas, los astrónomos estaban preparándose para su competición, la de ver quién obtenía mejores fotografías del aterrizaje. «Alfa» era de mucho demasiado pequeña para que pudiese ser vista cuando alcanzase la Luna, pero las llamaradas de los chorros cuando chocasen contra las rocas lunares serían visibles lo menos a un millón de millas de distancia.

Entre tanto, los tres hombres en quienes estaba fijo el centro de la atención mundial, concedían intervius cuando así les parecía bien, dormían largas horas en sus alojamientos o se entregaban al violento ejercicio del tenis de mesa, que era el único deporte de que se podía disponer en Luna City. Leduc, que tenía un sentido del humor macabro, se divertía diciendo a sus amigos las cosas inútiles u ofensivas que les dejaba por testamento. Richards se comportaba como si no hubiese ocurrido nada de la más mínima importancia e insistía en adquirir compromisos sociales para dentro de tres semanas. A Taine apenas se le veía; más tarde se supo que estaba ocupado escribiendo un tratado matemático que tenía muy poco que ver con la astronáutica. Era, en realidad, el cálculo del número posible de jugadas de bridge y el tiempo que se requería para jugarlas todas.

Poca gente sabía, en realidad, que el meticuloso Taine hubiera podido, si tal hubiese sido su deseo, ganar con las cincuenta y dos cartas de la baraja, más dinero del que probablemente ganaría nunca con la astronomía. Pero no era que tuviese que practicarla más ahora, si regresaba con vida de la Luna…

Sir Robert Derwent yacía completamente estirado en su sillón, casi en la absoluta oscuridad, salvo la zona de luz iluminada por la lámpara de sobremesa. Casi lamentaba que los dos o tres postreros días que se necesitaban para los últimos detalles no hubiesen transcurrido ya. Quedaba una noche y un día, y otra noche aún, antes del despegue, y no había otra cosa que hacer más que esperar.

Al Director-General no le gustaba esperar. Le daba tiempo para pensar y el pensamiento era el enemigo del bienestar. Ahora, durante aquellas apacibles horas de la noche, a medida que el gran momento de su vida se acercaba, estaba revisando el pasado en busca de su juventud.

Los cuarenta años de lucha, de éxitos y de decepciones se prolongaban todavía en el futuro. De nuevo era un chiquillo, en los comienzos de su vida universitaria, y la segunda Guerra Mundial que le había robado seis años de vida, no era todavía más que una amenazadora nube en el horizonte. Yacía en una selva del Shropshire durante una de aquellas mañanas de primavera que no habían vuelto nunca más y el libro que leía era el mismo que tenía en aquellos momentos todavía en sus manos. Con una tinta descolorida, en la página de guarda, escrita con una letra todavía medio formada, podía leerse: «Robert A. Derwent. 22 junio 1935».

El libro era el mismo… pero ¿dónde estaba ahora la música de aquellas palabras armoniosas que una vez prendieron fuego a su corazón? Era ya demasiado sensato y demasiado viejo; los trucos de aliteración y repetición no podían engañarlo ya, y el vacío del pensamiento era demasiado claro. Y, sin embargo, una y otra vez le parecía oír el tenue eco del pasado y durante un momento la sangre acudía a sus mejillas como había hecho cuarenta años antes. Algunas veces una simple frase bastaba:

«¡Oh laúd del Amor oído por las tierras de la Muerte

Otras veces dos versos:

«Hasta que Dios suelte sobre la tierra y el mar

el trueno de las trompetas de la noche…»

El Director-General miraba hacia el espacio. También él estaba liberando un trueno como jamás el mundo lo había conocido. Sobre el océano Índico los marinos levantarían la vista desde las cubiertas de sus barcos buscando aquellos rugientes motores que cruzaban el cielo; los plantadores de té de Ceilán los oirían, ya tenues y confusos, dirigiéndose al oeste, hacia África. Los campos petroleros de Arabia captarían las últimas reverberaciones mientras se filtraban a través de los límites del espacio.

Sir Robert iba volviendo las páginas distraídamente, deteniéndose donde las huyentes palabras captaban su vista.

«No es mucho lo que un hombre puede salvar.

En las arenas de la vida, en los estrechos del tiempo,

Quien nada a la vista de la gran tercera ola.

Que jamás un nadador salvará o trepará».

¿Qué había salvado, él, del tiempo? Mucho más, lo sabía, que la mayoría de los hombres. Y, no obstante, había llegado casi a los cuarenta años antes de encontrar un verdadero objetivo a su vida. Su amor a las matemáticas no lo habían abandonado nunca, pero durante mucho tiempo había sido una pasión sin propósito. Incluso ahora, le parecía que sólo la suerte había hecho de él lo que era.

«Vivía en Francia un cantor de otros tiempos.

Junto al doloroso mar sin mareas.

En una tierra de arena, de ruinas y de oro.

Brillaba una mujer, y nadie más que ella».

La magia se desvanecía paulatinamente. Su mente voló hacia los años de la guerra, cuando luchó en aquella silenciosa batalla de los laboratorios. Mientras los hombres morían en la tierra, en el aire y en el mar, él había estado trazando los senderos de los electrones a través de los entrelazados campos magnéticos. No obstante, del trabajo que él había compartido salió la mayor arma táctica de la guerra.

Había sido un pequeño paso del radar a la mecánica celestial, de las órbitas de electrones a los senderos de los planetas alrededor del Sol. La técnica que había aplicado en el pequeño mundo de los magnetrones podía ser usada nuevamente en la escala cósmica. Quizás había tenido suerte; al cabo de sólo diez años de trabajo había conseguido su reputación, gracias a su manera de abordar el problema de los tres cuerpos. Diez años después, con gran sorpresa de muchos, empezando de la suya, había sido nombrado Astrónomo Real.

«El pulso de la guerra y la pasión y el asombro.

Los cielos que murmuran, los sonidos que vibran.

Las estrellas que cantan y los amores que rugen.

La música que abrasa el corazón, como el vino…»

Hubiera podido seguir ocupando su puesto con eficiencia y éxito para el resto de su vida, pero el Zeitgeist de la astronáutica fue demasiado fuerte para él. Su mente le había dicho que el día de franquear el espacio se acercaba, pero cuan cercano estaba, al principio no lo había reconocido. Cuando finalmente este conocimiento alboreó, supo por lo menos el objeto de su vida, y los largos años de labor habían madurado sus cosechas.

«¡Ah, si no hubiese desperdiciado mi vida y dado

todo lo que da la vida y dejan los años pasar.

El vino y la miel, el bálsamo y el fermento

Los sueños volar altos y las esperanzas caer…»

Volvió las amarillentas páginas de doce en doce, hasta que sus ojos se posaron sobre la estrecha columna que estaba buscando. Aquí, por lo menos, la magia subsistía; aquí nada se había alterado y las palabras latían todavía en su cerebro con el viejo e insistente ritmo. Hubo un tiempo que en los versos, del principio hasta el fin, en interminable cadena, se habían abierto camino a través de su mente hora tras hora hasta que incluso las palabras habían perdido su significado.

«Entonces ni estrellas ni sol despertarán.

No habrá cambio de luz.

Ni el sonido de las aguas se oirá.

Ni ningún sonido ni visión.

Ni hojas venteadas invernales.

Ni días ni cosas diurnas.

Sólo el sueño eterno.

En una eterna noche».

La noche eterna vendría, y demasiado pronto, para el gusto del hombre. Pero, por lo menos, antes de desecarse y morir habría conocido las estrellas; antes de desvanecerse como un sueño, el Universo habría confiado sus secretos a su mente. Y si no a la suya, a las mentes que vendrían después y acabarían lo que él había empezado.

Sir Robert cerró el delgado volumen y lo devolvió a la estantería. Su viaje al pasado había terminado en el futuro, y era ya tiempo de regresar.

Al lado de su cama, el teléfono comenzó a llamar con furiosas e insistentes llamadas.