7

El salón donde se reunía el personal veterano le daba siempre a Dirk la impresión de encontrarse en un club cerrado de Londres. El hecho de no haber puesto nunca los pies en un club de Londres, cerrado o de otra especie, no interfería en su firme convicción.

No obstante, el contingente británico del salón era probable que en un momento dado fuese minoría y durante el transcurso del día se podían oír en el salón todo los acentos del mundo, lo cual no afectaba en nada la atmósfera del lugar que parecía brotar del enteramente británico barman y dos ayudantes. A pesar de todas las protestas habían conservado la Union Jack ondeando allí, centro social de Luna City. Sólo una vez habían cedido un poco de territorio e incluso entonces el enemigo había sido rápidamente rechazado. Hacía seis meses los americanos habían importado un nuevo tipo de distribuidor de Coca-Cola que durante algún tiempo relució de una manera ostentosa sobre los austeros plafones de madera. Pero no por mucho tiempo; después de rápidas consultas y la nocturna intervención de los carpinteros, una mañana, cuando llegaron los sedientos clientes, encontraron que el cromado artefacto había desaparecido y que podían obtener de nuevo sus bebidas de lo que hubiera podido ser una de las obras maestras del difunto mister Chippendale. El Statu quo había sido restablecido, pero acerca de lo que había ocurrido, el barman confesaba su completa ignorancia.

Dirk venía por lo menos una vez al día a recoger su correo y leer los periódicos. Por las tardes el local solía estar atestado y prefería quedarse en su casa; pero aquella noche Maxton y Collins lo habían arrastrado fuera de su retiro. La conversación, como de costumbre, no se apartaba de la empresa en curso.

—Me parece que voy a ir a la conferencia de Taine, mañana —dijo Dirk—. Habla de la Luna, ¿verdad?

—Sí, supongo que va a andarse con mucha cautela, ahora que sabe que va a ir a ella. Puede tener que comerse sus palabras, si no se anda con cuidado.

—Le hemos dado libertad absoluta —contestó Maxton—. Probablemente hablará de proyectos a largo plazo y del empleo de la Luna como base de abastecimiento para alcanzar los planetas.

—Puede ser interesante. Richard y Clinton hablarán los dos de ingeniería, supongo, y de esto tengo ya bastante.

—Gracias —dijo Collins riéndose—. ¡Es agradable saber que nuestros esfuerzos son apreciados!

—¿Saben ustedes —dijo Dirk súbitamente—, que ni siquiera he visto jamás la Luna a través de un potente telescopio?

—Esto lo podemos fijar para cualquier noche de esta semana…, digamos pasado mañana. La Luna no tiene más que un día, en este momento. Aquí hay varios telescopios que le darán una visión perfecta.

—Siempre me pregunto —dijo Dirk pensativo— si vamos a encontrar vida, vida inteligente, quiero decir, en algún sitio del sistema solar…

Hubo una larga pausa. Después Maxton dijo, secamente.

—No lo creo.

—¿Por qué no?

—Mírelo de esta forma. El hombre ha necesitado sólo diez mil años para pasar de la Edad de Piedra a la nave del espacio. Esto quiere decir que el viaje interplanetario tiene que aparecer muy al principio de todo desarrollo de cultura, siempre y cuando éste se produzca siguiendo una línea tecnológica.

—No obstante —dijo Dirk—, si retrocede usted hasta la prehistoria verá usted que han sido necesarios un millón de años para llegar a la nave del espacio.

—Pero esto sigue siendo únicamente una milésima parte, o quizá menos, de la edad del sistema solar. Si existía alguna civilización en Marte, probablemente murió antes de que la humanidad emergiese de la selva. Si estuviera floreciente todavía, hace ya tiempo que nos hubiera visitado.

—La cosa es tan plausible —respondió Dirk— que estoy seguro de que no es verdad. Es más, se pueden encontrar gran cantidad de incidentes que hacen parecer como si hubiésemos sido visitados en el pasado por naves o cosas a quienes no gustamos y se volvieron a marchar.

—Sí, he leído algunos de estos relatos y son interesantes. Pero soy escéptico; si algo una vez ha visitado la Tierra, cosa que dudo, me extrañaría mucho que viniese de otro planeta. El espacio y el tiempo son tan grandes que no parece probable que sólo tengamos vecinos en nuestro camino.

—Es lástima —dijo Dirk—. Yo creo que lo más apasionante de la astronáutica es la posibilidad que ofrece de encontrar otras mentalidades. La humanidad no tendría esta sensación de soledad.

—Esto es perfectamente cierto; pero quizá sería igualmente conveniente que pasásemos algunos de los siglos venideros explorando el sistema solar por nuestra cuenta. Al final de este período habríamos adquirido muchos más conocimientos, mejor dicho, sabiduría, no sólo conocimientos, y estaríamos quizá en condiciones de establecer contacto con otras razas. De momento…, en fin, no han transcurrido más que cuarenta años desde Hitler.

—¿Entonces, cuánto tiempo cree usted que tendremos que esperar —preguntó Dirk un poco desalentado—, antes de establecer contacto con una nueva civilización?

—¿Quién puede decirlo? Puede estar tan próximo en el tiempo como los hermanos Wright o tan remoto como la construcción de las pirámides. Puede incluso, desde luego, ocurrir dentro de una semana a partir de mañana, cuando el «Prometheus» aterrice en la Luna. Pero estoy muy seguro de que no.

—¿Cree usted sinceramente que algún día iremos a las estrellas? —preguntó Dirk.

El profesor Maxton permaneció sentado en silencio por algún tiempo echando bocanadas de humo azul hacia el techo.

—Así lo creo. Algún día.

—¿Cómo? —insistió Dirk.

—En nuestro universo, dos puntos pueden estar separados por años de luz. Pero pueden sin embargo estar casi tocándose en un espacio superior.

(¿Dónde está el Times? No, asno, no, no el New Yorker)

—Yo hago punto final en la cuarta dimensión —dijo Collins sonriendo—. Esto es demasiado fantástico para mí. ¡Yo no soy más que un ingeniero práctico…, espero!

(En la habitación contigua donde se jugaba al tenis de mesa pareció que el victorioso campeón hubiese saltado la red para ir a estrechar la mano de su adversario.)

—A principios de siglo —respondió el profesor Maxton—, los ingenieros prácticos pensaban de la misma manera acerca de la teoría de la relatividad. Pero una generación después fue generalmente admitida.

Permaneció algún tiempo inmóvil con los codos sobre la mesa, mirando a distancia.

—¿Qué cree usted que nos aportarán los próximos cien años? —preguntó lentamente.