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El espectáculo del Director-General entrando cuidadosamente con una cesta de papeles en el despacho del profesor Maxton hubiera podido causar normalmente cierta hilaridad, pero todo el mundo lo miró solemne al verlo entrar. No habiendo ningún sombrero hongo en todo Luna City, la cesta de papeles tenía que hacer con menos dignidad sus funciones.

Aparte los cinco miembros de la tripulación, que estaban tratando de disimular su impaciencia, los únicos presentes en la habitación eran Maxton, McAndrews, dos miembros del personal administrativo y Alexson. Dirk no tenía ningún motivo especial para estar allí, pero McAndrews lo había invitado. El Director de Relaciones públicas tenía con él constantemente atenciones como ésta, pero Dirk sospechaba que quería asegurarse de dejar su huella en la historia oficial.

El profesor Maxton cogió una docena de tiritas de panel de sobre su mesa y las agitó entre sus dedos.

—Bien…, ¿están ustedes a punto? —dijo—. Aquí tenemos una tira de papel, cada uno de ustedes escriba su nombre en ella. Si alguno de ustedes está demasiado nervioso, puede poner una cruz y nosotros la avalaremos.

La ocurrencia contribuyó en gran manera a aliviar la tensión nerviosa y hubo algunas pullas y risas mientras todos ellos firmaban en las tiras de papel y las entregaban debidamente dobladas.

—Bien: ahora vamos a mezclarlos con las otras tiritas en blanco…, así. ¿Quién quiere sacarlas?

Hubo un momento de vacilación. Entonces, como obrando bajo un unánime impulso, cuatro de los miembros de la tripulación empujaron a Hassell hacia delante. Vic adoptó una actitud de timidez mientras Maxton le tendía la cesta.

—Sin hacer trampas, Vic —le dijo—. Y sólo una cada vez. Cierre los ojos y adelante.

Hassell metió la mano en la cesta y sacó un papel. Lo tendió a sir Robert, que lo desdobló.

—En blanco —dijo.

Hubo un ligero suspiro de contrariedad…, ¿o de alivio?

Otra tira. De nuevo:

—En blanco.

—¿Eh, es que han usado todos ustedes tinta invisible? —preguntó Maxton—. Pruebe otra vez, Vic.

Esta vez tuvo suerte.

—P. Leduc.

Leduc dijo algo muy rápidamente en francés y pareció quedar muy contento de sí mismo. Todos lo felicitaron cordialmente y se volvieron de nuevo hacia Hassell.

Éste sacó inmediatamente un segundo papel.

—J. Richards.

La tensión había alcanzado ya su colmo. Mirándolo con atención, Dirk vio que la mano de Hassell temblaba mientras sacaba el quinto papel.

—Blanco.

Y una tercera vez.

—Blanco.

Alguien que hacía rato que había olvidado respirar lanzó un profundo suspiro.

Hassell tendió el octavo papel al Director-General.

—Lewis Taine.

La tensión nerviosa cesó. Todos se arremolinaron en torno a los tres elegidos. Por un momento Hassell permaneció absolutamente inmóvil; después se volvió hacia los demás. Su rostro no delataba en absoluto emoción de ninguna clase. Entonces el Profesor Maxton le agarró el hombro con una mano y dijo algo que Dirk no pudo entender. El rostro de Hassell dejó de contraerse y contestó con una sonrisa. Dirk oyó muy distintamente la palabra «Marte»; después, aparentemente muy alegre, Hassell se juntó a los demás, para felicitar a sus amigos.

—¡Bien, ya basta! —gritó el Director-General con una sonrisa que abarcaba todo su rostro—. Vengan a mi despacho. Allí hay unas cuantas botellas que nos esperan.

Todo el grupo pasó a la habitación contigua a excepción de McAndrews que se excusó diciendo que tenía que ocuparse de la Prensa. Durante el cuarto de hora que siguió varios sedientos gaznates fueron regados con deliciosos vinos australianos que el Director-General había adquirido para aquella ocasión. Después el grupo se disolvió con un aire general de plena satisfacción. Leduc, Richards y Taine fueron llevados delante de las cámaras fotográficas, mientras Hassell y Clinton permanecían un rato conferenciando con el Director-General. Nadie supo exactamente lo que les dijo, pero cuando salieron tenían un aspecto muy satisfecho.

Una vez la ceremonia hubo terminado, Dirk se juntó al Profesor Maxton, que parecía muy satisfecho de sí mismo y silboteaba jovialmente.

—Estoy seguro de que se alegra que haya terminado —dijo Dirk.

—No lo dude. Ahora todos sabemos cómo está la cosa.

Siguieron caminando juntos un buen trecho sin decir nada. Entonces Dirk hizo observar, muy inocentemente.

—¿No le he hablado nunca de mi verdadera afición?

El Profesor Maxton pareció quedar muy sorprendido.

—No, ¿cuál es?

Dirk tosió como para excusarse.

—Pues paso por ser un prestidigitador «amateur» bastante bueno.

El Profesor Maxton paró instantáneamente su silbido. Hubo un profundo silencio. Después Dirk dijo, tranquilizándolo:

—No se preocupe. Estoy seguro de que nadie se ha dado cuenta de nada… Particularmente, Hassell.

—Es usted una verdadera calamidad —dijo Maxton con firmeza—. ¿Supongo que querrá hablar de él en su maldita historia?

Dirk se echó a reír.

—Quizá, si bien no soy un escritor de chismes. He observado que usted sólo ha escamoteado el papelito de Hassell, de manera que los otros es de presumir que han sido elegidos al azar. ¿O había ya preparado usted los nombres que el D-G tenía que llamar? ¿Eran todos aquellos papeles en blanco, por ejemplo?

—Es usted un malvado suspicaz. No, los otros han sido realmente elegidos al azar.

—¿Qué cree usted que va a hacer Hassell ahora?

—Estará aquí hasta el despegue y llegará a su casa con tiempo suficiente.

—¿Y Clinton, cómo lo va a tomar?

—Es un hombre flemático, no le importará. Tendremos a los dos haciendo planes para el próximo viaje. Éstos los salvará de refunfuñar y quejarse.

Se volvió inquieto hacia Dirk.

—¿Me promete no decir nunca una palabra de esto?

Dirk hizo una mueca.

—Nunca, me parece un tiempo exagerado. ¿Vamos a fijarlo en el año 2000?

—¿Siempre pensando en la posteridad, verdad? Muy bien… vamos a dejarlo en el año 2000. ¡Pero con una condición!

—¿Cuál es?

—Que me regale usted un ejemplar de luxe, dedicado, de su Memoria, para leer durante mi vejez.