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El profesor Maxton tenía el aspecto muy cansado mientras arreglaba cuidadosamente las hojas de servicio sobre su mesa de trabajo formando un alto montón. Todo había sido cuidadosamente comprobado; todo funcionaba perfectamente, casi demasiado perfectamente, parecía. Los motores pasarían su inspección final mañana; entretanto las dos naves habían sido abastecidas. Era una lástima, reflexionaba, que fuese necesaria dejar una tripulación permanente a bordo de «Beta» mientras circundaba la Tierra. Pero era inevitable, porque los instrumentos y las instalaciones de refrigeración del combustible tenían que ser vigiladas, y ambas máquinas tenían que ser fácilmente manejables a fin de poder establecer nuevo contacto. Una escuela del pensamiento consideraba que «Beta» tendría que aterrizar y despegar nuevamente quince días después a fin de reunirse con «Alfa» a su regreso. Sobre este punto había habido muchas discusiones, pero, finalmente, se adoptó el punto de vista orbital. Se añadirían algunos detalles suplementarios a fin de dejar a «Beta» donde estaba, ya en posición, en los límites de la atmósfera.

Las máquinas estaban a punto; pero ¿y los hombres?, pensaba Maxton. Se preguntaba si el Director-General había tomado su decisión y súbitamente decidió ir a verlo.

No le sorprendió encontrar al psicólogo-jefe con sir Robert. El doctor Graves le dirigió un cordial saludo al verlo entrar.

—¡Hola, Rupert! ¿Supongo que teme usted que haya cancelado todo esto, verdad?

—Si es así —dijo Maxton sonriendo—, me parece que voy a nombrar una tripulación entre mi personal y voy yo también. Supongo que saldríamos perfectamente del paso, además. Pero en serio, ¿cómo están los muchachos?

—Muy bien. No va a ser cosa fácil elegir a sus tres hombres, pero es necesario hacerlo pronto, porque la espera los pone nerviosos. ¿No hay motivo ya de demora, no?

—No; han sido todos sometidos a prueba de reacción en los controles y están plenamente familiarizados con la nave. Estamos todos a punto de salir.

—En este caso —dijo el Director-General—, será lo primero que haremos mañana.

—¿En qué forma?

—A la suerte, como prometí. Es la única manera de evitar rencillas.

—Lo celebro —dijo Maxton. Se volvió hacia el psicólogo y añadió—: ¿Está usted completamente seguro de Hassell?

—De él iba a hablar. Irá, desde luego, y está deseando ir. En estos últimos momentos en que la excitación se ha apoderado de él no se preocupa ya tanto. Pero hay todavía una pega.

—¿Cuál?

—Lo considero muy improbable, pero ¿supongamos que ocurre algo aquí mientras él está en la Luna…? El niño es esperado hacia mitad del viaje, ya lo sabe usted…

—Ya… ¿Si su mujer muriera, para poner el peor de los casos, qué efecto produciría la cosa en él?

—No es fácil responder, desde luego, ya que se encontrará en condiciones que jamás han sido experimentadas por un ser humano. Puede tornárselo con calma, pero puede ser todo lo contrario. Lo considero un riesgo sumamente remoto, pero existente.

—Siempre podríamos mentirle, desde luego —dijo sir Robert pensativo—, pero siempre he sido muy estricto en estas cosas. No me gustaría tener un pecado como éste sobre mi conciencia.

Hubo unos minutos de silencio. Después el Director-General continuó:

—Bien, muchas gracias, doctor. Rupert y yo hablaremos de esto. Si lo consideramos estrictamente necesario siempre podemos pedir a Hassell que se quede.

—Puede pedírselo —dijo—; pero odiaría tenerlo que hacer yo.

La noche estaba cuajada de estrellas cuando el profesor Maxton salió del despacho del Director-General y se dirigió lentamente hacia las habitaciones. Saber que ignoraba el nombre de más de la mitad de las constelaciones que veía le daba una especie de sensación de culpabilidad. Una noche tenía que pedir a Taine que se las identificase. Pero tenía que darse prisa; Taine podía no pasar ya más de tres noches en la Tierra.

A su derecha veía el alojamiento de la tripulación lleno de luz. Vaciló un momento y se dirigió a paso ligero hacia el bajo edificio.

La primera habitación, la de Leduc, estaba vacía, pese a que la luz estaba encendida y acababa de quedarse vacía. Su ocupante había impreso ya su personalidad en la estancia y montones de libros yacían por todas partes, en cantidad superior a la que parecía útil traer para una tan corta estancia. Maxton miró los títulos, la mayoría franceses, y un par de veces sus cejas se arquearon levemente. Se apuntó una o dos palabras esperando la próxima vez que se pusiese en contacto con un diccionario francés verdaderamente extenso.

Una encantadora fotografía de los dos hijos de Pierre sentados en un cohete moderno ocupaba el lugar de honor sobre su mesa. Al lado había otra fotografía de una bellísima mujer, pero el efecto doméstico quedaba en cierto modo profanado por media docena de otras bellísimas mujeres clavadas en las paredes.

Maxton entró en la habitación contigua que resultó ser la de Taine. Allí encontró a Leduc y al joven astrónomo profundamente absortos en una partida de ajedrez. Estuvo viéndolos jugar durante algún tiempo, con el inevitable resultado de ser acusado de estropearles el juego, ante lo cual retó al vencedor; Leduc ganó, y Maxton lo despachó en unas treinta jugadas.

—Esto —le dijo mientras retiraban el tablero— le enseñará a no tener demasiada confianza en sí mismo. El doctor Groves dice que es un defecto general de usted.

—¿Ha dicho algo más el doctor Groves? —preguntó Leduc con fingida indiferencia.

—Pues, no creo divulgar ninguna confidencia facultativa si digo que todos ustedes han pasado ya sus pruebas y pueden pasar a un curso superior. De manera que mañana por la mañana la primera cosa que haremos será echar a suertes y ver quiénes son los tres cobayos elegidos.

Una expresión de alivio apareció en los rostros de sus interlocutores. Cierto era que se les había casi prometido que la elección final sería confiada a la suerte, pero hasta entonces no se les había dado la seguridad, y la sensación de ser rivales en potencia había afectado algunas veces sus buenas relaciones.

—¿Están aquí todos los demás? —preguntó Maxton—. Me parece que voy a decírselo.

—Jimmy probablemente debe dormir —dijo Taine—, pero Arnold y Vic están todavía despiertos.

—Bien, entonces nos veremos por la mañana.

Extraños ruidos que emanaban de la habitación de Richards demostraban que el canadiense estaba profundamente dormido. Maxton siguió avanzando por el corredor y llamó a la puerta de Clinton.

La escena ante la cual se encontró lo dejó casi sin aliento; hubiera podido ser una escena de film que transcurriese en el laboratorio de un científico loco. Echado en el suelo en medio de un maremágnum de tubos e hilos de radio, Clinton parecía hipnotizado por un osciloscopio de rayos catódicos, cuya esfera estaba llena de fantásticas figuras geométricas que cambiaban y oscilaban continuamente; en el fondo, un aparato de radio estaba tocando suavemente el justamente poco conocido Cuarto Concierto de Piano, de Rachmaninov, y Maxton se dio cuenta de que las cifras de la pantalla estaban sincronizadas a la música.

Subió a la cama, que era al parecer el lugar más seguro y vio a Clinton levantarse finalmente del suelo.

—Suponiendo que usted mismo lo sepa —le dijo finalmente—, ¿puede usted decirme qué diablos está haciendo?

Clinton avanzó como pudo por aquel mar de confusión y se sentó a su lado.

—Es una idea en la que estoy trabajando hace ya mucho tiempo —explicó excusándose.

—Bien, pero espero que recuerda usted lo que le ocurrió al difunto Dr. Frankenstein.

Clinton, que era un hombre serio, no contestó.

—Lo llamo un kaleidofono —dijo—. La idea es que convierta todo sonido rítmico, como la música, en formas visuales agradables y simétricas, pero siempre variables.

—Será un juguete muy agradable. Pero ¿cabrán en una «nursery» normal esta cantidad de tubos y alambres?

—No es un juguete —dijo Clinton ligeramente ofendido—. La televisión y la industria de films de dibujos lo encontrarán muy útil. Será el instrumento ideal para procurar interludios durante las largas radiaciones musicales que resultan siempre aburridas. Tenía incluso la esperanza de sacarle un poco de dinero.

—Mi querido amigo —dijo Maxton sonriendo—, si es usted uno de los primeros hombres en llegar a la Luna, no creo que se encuentre usted jamás en peligro de morirse de hambre en el arroyo durante su vejez.

—No, eso supongo…

—La verdadera razón por la cual he caído aquí es que quería decirle que lo primero que haremos mañana será tirar a la suerte los hombres de la tripulación. No se electrocute usted antes, por lo tanto. Voy a ver a Hassell, ahora, de manera que…, buenas noches.

Hassell estaba tendido en la cama, leyendo, cuando Maxton llamó y entró.

—¡Hola, profesor! —dijo—. ¿Qué hace usted por aquí a esta hora inusitada?

Maxton fue directo al grano.

—Mañana por la mañana tiramos la tripulación a la suerte. He creído que le gustaría a usted saberlo.

Hassell permaneció un momento silencioso.

—Lo cual quiere decir —dijo con voz ligeramente ronca—, que todos hemos sido admitidos…

—¡Válgame el cielo, Vic! —protestó Maxton con calor—. ¿No habrá tenido usted nunca la menor duda?

Los ojos de Hassell parecían querer evitarlo. Evitaban también, Maxton se dio cuenta, la fotografía de su esposa, sobre la mesa.

—Como ya sabe usted —dijo Hassell— he estado muy preocupado por Maude…

—La cosa es muy natural, pero tengo entendido que todo está arreglado. A propósito, ¿cómo va usted a llamar al chiquillo?

—Victor William.

—Bien, pues supongo que cuando llegue, Vic «Junior» será el chiquillo más famoso del mundo. Lástima que la televisión tenga un sentido único. Tendrá usted que esperar hasta su regreso para verlo.

—Hasta…, y si…

—Oiga, Vic —dijo Maxton con firmeza—. ¿Usted quiere ir, verdad?

Hassell levantó la vista con una medio avergonzada desconfianza.

—¡Claro que quiero ir! —exclamó.

—Entonces, muy bien. Tiene usted tres probabilidades sobre cinco de ser elegido, como los demás. Pero, si no sale usted elegido esta vez, formará parte de la segunda, que será todavía más importante, puesto que por aquel entonces estaremos ya haciendo la tentativa de establecer una base. ¿Está bien, no cree?

Hassell permaneció un momento silencioso. Después, algo desabrido, dijo:

—El primer viaje será el que la Historia recordará siempre. Después, irá ya todo el mundo.

Aquél era el momento, decidió el profesor Maxton, de perder la calma. Sabía hacerlo con habilidad y esmero cuando la ocasión lo exigía.

—Escúcheme, Vic —chilló—. ¿Y qué me dice usted de los que construyeron esta nave? ¿Es que cree usted que nos gusta tener que esperar el décimo, o vigésimo, o centésimo viaje para tomar parte en él también? Y si es usted lo suficientemente loco para ansiar la fama…, ¡pardiez, hombre!…, ¿es que olvida usted que alguien tendrá que pilotar la primera nave hacia Marte?

La explosión cesó. Entonces Hassell le dirigió una sonrisa y soltó una leve risita.

—¿Puedo considerar esto como una promesa, profesor?

—No soy yo el encargado de hacerlas, caramba…

—No, ya lo supongo. Pero comprendo su argumento; si esta vez fallo el viaje, no me sentiré demasiado decepcionado. Y ahora me parece que voy a dormir.