Incluso a primera vista y al nivel del suelo, a una distancia de una milla, la nave «Prometheus» ofrecía un impresionante aspecto. Yacía sobre un múltiple chasis en el borde del gran espolón de cemento que rodea el dispositivo de lanzamiento, con los agujeros de admisión de aire mostrando sus hambrientas fauces. La pequeña y más ligera auxiliar «Alfa» yacía en su cuna especial a pocos metros de allá, dispuesta a ser elevada en posición. Ambas máquinas estaban rodeadas de cestas, tractores y varios tipos de equipo motorizado.
Una barrera de cuerda estaba tendida alrededor del lugar, y el camión se detuvo a un paso de la cuerda, junto a un gran letrero que decía:
PRECAUCIÓN - ÁREA RADIACTIVA
Prohibido el paso a personas no autorizadas.
Los visitantes deseosos de examinar la nave,
llamen a Ext. 47 (Rel. Publ. II)
¡ESTO ES PARA SU PROTECCIÓN!
Dirk miró un poco nervioso a Collins mientras declaraban sus identidades y se les indicaba con un gesto que podían pasar.
—No sé si acaba de gustarme todo esto —dijo.
—¡Oh! —respondió alegremente Collins—, no hay nada que temer mientras se mantenga usted a mi lado. No entraremos en ninguna zona peligrosa. Llevo siempre uno de estos chismes.
Sacó una pequeña caja rectangular del bolsillo de su chaqueta. Tenía el aspecto de ser de plástico y llevaba un diminuto altavoz en un lado.
—¿Qué es esto?
—Un timbre de alarma Geiger. Se dispara como una sirena si hay alguna actividad peligrosa cerca del mismo.
Dirk tendió la mano en dirección del gran artefacto que yacía delante de ellos.
—¿Es esto una nave del espacio o una bomba atómica? —preguntó en tono lastimero.
Collins se echó a reír.
—Si se pone usted delante del chorro no se enterará nunca de la diferencia.
Se detuvieron delante de la aguda y delgada punta de «Beta», y sus grandes alas, extendiéndose a lo lejos por ambos lados, le daban el aspecto de una polilla en reposo. Las obscuras cavernas de las tomas de aire parecían amenazadoras y siniestras, y Dirk quedó sorprendido al ver los extraños y acanalados objetos que brotaban de ellas en diferentes lugares. Collins se dio cuenta de su curiosidad.
—Difusores de choque —le explicó—. Es totalmente imposible conseguir un admisor de aire que opere en toda la extensión de las velocidades, desde las quinientas millas por hora al nivel del mar hasta las dieciocho mil millas por hora en el límite de la estratosfera. Estos dispositivos son ajustables y pueden ser entrados y salidos. Incluso así el resultado no es satisfactorio y sólo el hecho de que disponemos de una cantidad de energía ilimitada los hace posibles. Vamos a ver si podemos subir a bordo.
Su macizo chasis les permitió acceder a la nave por la compuerta de aire lateral. Dirk se dio cuenta de que la parte posterior de la nave había sido rigurosamente vallada con grandes barreras móviles a fin de que nadie pudiese acercarse a ella. Le hizo el comentario a Collins.
—Esta parte de «Beta» —dijo el aerodinamista con una mueca— estará estrictamente «fuera de límite» hasta el año 2000 o cosa por el estilo.
Dirk lo miró sin comprender.
—¿Qué quiere usted decir?
—Solo esto. Una vez el impulsor atómico puesto en funcionamiento y las pilas radiactivadas nada puede acercarse ya a ellas de nuevo. Durante años enteros sería peligroso tocarlas.
Incluso Dirk, que no era ingeniero, comenzó a darse cuenta de las dificultades prácticas que esto debía comportar.
—¿Entonces cómo diablos revisan ustedes los motores y reparan una avería si la hubiere? No me diga usted que sus planos son tan perfectos que no puede ocurrir nunca nada…
Collins sonrió.
—Éste es el gran dolor de cabeza de la ingeniería atómica. Tendrá usted ocasión de ver cómo va más tarde.
Era sorprendente lo poco que había que ver a bordo de «Beta», puesto que la mayor parte de la nave estaba ocupada por tanques de combustible y motores, invisibles e inaproximables detrás de sus barreras aislantes. La larga y estrecha cabina de la proa hubiera podido ser la sala de controles de cualquier avión de línea, pero estaba más cuidadosamente surtida, ya que el piloto y la tripulación de máquinas tenían que vivir a bordo cerca de tres semanas. El tiempo tenía forzosamente que hacérseles largo, y a Dirk no le sorprendió ver que la nave contenía una biblioteca de microfilms y un proyector. Sería lamentable, por no decir nada más, que los dos hombres tuviesen personalidades incompatibles; pero sin duda los psicólogos habían comprobado este punto con meticulosa precisión.
En parte, porque entendía tan poco de todo lo que veía y, en parte, por los grandes deseos que tenía de ir a visitar «Alfa», Dirk no tardó en cansarse de examinar el cuarto de controles. Se acercó a las diminutas y gruesas portillas y miró el espectáculo que ofrecía el exterior.
«Beta» señalaba a través del desierto, casi paralela a la pista de lanzamiento que recorrería dentro de pocos días. Era fácil imaginar que en aquel mismo momento estaba esperando pegar el salto al cielo y trepar por la estratosfera con su preciosa carga…
El suelo tembló de repente como si la nave comenzase a avanzar. Dirk sintió que una mano fría le estrujaba el corazón y perdió casi el equilibrio, salvándose sólo de caer gracias a una barandilla que tenía delante. Sólo entonces vio el pequeño tractor que rondaba alrededor de la nave y se dio cuenta de que se había asustado inútilmente. Esperó que Hay no se hubiese dado cuenta de nada, porque, de lo contrario, se hubiera sonrojado.
—O.K. —dijo Collins finalmente, habiendo terminado su meticulosa inspección—. Ahora vamos a ver «Alfa».
Subieron a la máquina que había sido llevada al fondo de las barreras que la protegían.
—Me parece que están haciendo algo en los motores —dijo Collins—. Han hecho ya…, veamos, quince recorridos sin el menor incidente. Lo cual es un nuevo galón en la gorra del profesor Maxton.
«Alfa» era un masa de motores y tanques de combustible más compacta todavía que la otra nave. No tenía, desde luego, aletas o aspiradores de ninguna especie, pero había indicios de dispositivos de extrañas formas montados en el interior del casco. Dirk interrogó a su amigo respecto a ellos.
—Esto serán antenas de radio, periscopios y propulsores exteriores para los chorros de propulsión —le explicó Collins—. En la parte posterior verá usted dónde los grandes amortiguadores de choque para el aterrizaje en la Luna han sido retirados. Cuando «Alfa» está en el espacio pueden ser extendidos y la tripulación puede probarlos para estar seguros de su perfecto funcionamiento. Entonces pueden dejarlos fuera ya definitivamente, puesto que durante el resto del viaje no hay resistencia de aire.
Alrededor de los dispositivos de cohete de «Alfa» había una pantalla protectora contra la radiación, de manera que era imposible tener una visión completa de la nave. Aquello recordó a Dirk el fuselaje de un antiguo avión de línea que hubiese perdido sus alas o no se las hubiesen puesto todavía. «Alfa» recordaba, bajo varios aspectos, un gigantesco proyectil de artillería, con un insólito círculo de portillas alrededor de su proa. La cabina de la tripulación ocupaba menos de una quinta parte de la longitud del cohete. Debajo de ella estaban las innumerables máquinas y controles necesarios para un viaje de medio millón de millas.
Collins le indicó sumariamente las diferentes secciones del artefacto.
—Detrás de la cabina —dijo—, hemos situado la compuerta de aire y los principales controles que pueden tener que ser ajustados en vuelo. Después vienen los tanques de combustible, en número de seis, y la instalación refrigeradora para mantener el metano en estado líquido. Después tenemos las bombas y turbinas, y después el motor, que se extiende en toda la longitud de la nave. Alrededor hay una gran capa protectora, y toda la cabina está al margen de la radiación, de manera que la tripulación está protegida hasta el máximo. Pero el resto de la nave es «caliente», pese a que el mismo combustible contribuye en gran parte a la protección.
La diminuta compuerta de aire tenía sólo cabida para dos personas, y Collins fue a examinarla. Advirtió a Dirk por adelantado que la cabina estaría seguramente demasiado llena de visitantes, pero un momento después volvió a salir y le hizo señal de que entrase.
—Todos, a excepción de Jimmy Richards y Digger Clinton, se han ido a los talleres —dijo—. Estamos de suerte; hay sitio.
Dirk no tardó en darse cuenta de que ello era una exageración. La cabina había sido destinada a albergar tres personas viviendo bajo gravedad cero, pudiendo sus muros y suelo ser libremente intercambiables y todo su volumen destinado a cualquier otro propósito. Ahora que la maquina yacía horizontalmente sobre la Tierra, las condiciones estaban considerablemente afectadas.
Clinton, el especialista electrónico australiano, estaba medio sumergido en el vasto diagrama de alambres que se había visto obligado a arrollarse alrededor del cuerpo a fin de meterlo en la cabina. Recordaba, pensó Dirk, una oruga tejiendo su cantillo. Richards parecía estar poniendo a prueba una serie de controles.
—No se asuste —dijo al ver que Dirk lo observaba inquieto—. No vamos a salir, en los tanques de combustible no hay nada.
—Empiezo a sentir un complejo respecto a esto —confesó Dirk—. La próxima vez que venga a bordo me cercioraré primero de que estamos amarrados a una sólida ancla.
—En cuanto a anclas hace referencia —dijo Richards riéndose—, no haría falta que fuese muy grande, «Alfa» no tiene gran impulso; unas cien toneladas como máximo. ¡Pero las puede transportar durante mucho tiempo!
—¿Cien toneladas solamente? ¡Pero si pesa tres veces más!
—Sí. pero cuando arranca está en el espacio libre y cuando despegue de la Luna su peso efectivo será sólo de treinta y cinco toneladas. De manera que todo está controlado.
El decorado de la cabina parecía el resultado de una encarnizada batalla entre la ciencia y el surrealismo. Todo había sido establecido sobre la base de que durante ocho días los ocupantes no tendrían gravedad alguna y no existiría «arriba» ni «abajo»; mientras durante un período bastante más largo, mientras la nave reposase sobre la Luna, a lo largo de su eje habría un campo de gravitación muy bajo. Como en aquel momento la línea del centro era horizontal, Dirk tenía la neta sensación de que estaba caminando por el techo o las paredes.
Sin embargo, aquella primera visita a una nave del espacio era para él un momento que recordaría toda su vida. Las pequeñas ventanillas a las que ahora se asomaba, dentro de pocos días darían a las solitarias llanuras lunares; el cielo que tendrían encima no sería azul, sino negro, claveteado de estrellas. Cerrando los ojos, le parecía imaginar que estaba ya en la Luna y que si miraba a través de las portillas superiores podía ver la Tierra flotando en el espacio. Pese a que hizo repetidas visitas a la nave, Dirk no fue nunca capaz de volver a experimentar las mismas sensaciones que el día de su primera visita.
En la compuerta de aire se produjo un súbito ruido de pisadas y Collins apresuradamente, dijo:
—Será mejor que nos marchemos antes de que llegue el alud y muramos pisoteados. Ahí vienen ésos.
Consiguió detener el grupo que llegaba el tiempo suficiente para escapar. Dirk vio que Hassell, Leduc, Taine y tres hombres más se disponían a entrar en la nave, algunos de ellos bastante cargados, y su mente se turbó al tratar de imaginar las condiciones de instalación interior. Esperaba que nada ni nadie se quebrase.
Ya en el espolón de cemento se desperezó y pudo estirarse de nuevo. Miró en dirección a una de las portillas para ver qué ocurría en el interior de la nave, pero no le extrañó encontrarla obstruida. Alguien se había sentado delante de ella.
—Bien —dijo Collins ofreciéndole un cigarrillo, que él aceptó con gusto—, ¿qué le parecen a usted nuestros juguetes?
—Ahora veo dónde va a parar el dinero —respondió Dirk—. Me parece una cantidad enorme de maquinaria para llevar sólo tres hombres a mitad de camino, como dice usted.
—Hay algo más que ver todavía. Vamos a la pista de despegue.
La pista de despegue era impresionante por su misma simplicidad. Dos pares de raíles empezaban en el espolón de cemento y avanzaban rectos hasta desaparecer en el horizonte. Era la perspectiva más perfecta que Dirk había visto jamás.
La catapulta de lanzamiento era un enorme artefacto metálico con unos brazos que empujarían el «Prometheus» hasta que hubiese cobrado la velocidad de vuelo suficiente. Sería lamentable, pensó Dirk, que no lo soltasen en el momento preciso.
—Lanzar quinientas toneladas a tantas millas por hora debe necesitar un generador considerable —le dijo a Collins—. ¿Por qué no despega el «Prometheus» por su propio esfuerzo?
—Porque con esta carga inicial la nave pierde velocidad a cuatro cincuenta y los propulsores a chorro no funcionan hasta alcanzar una velocidad superior. La energía de lanzamiento proviene de la central principal, allá abajo; aquel pequeño edificio que hay a su lado alberga una batería de ruedas que son puestas a la velocidad requerida antes del lanzamiento. Entonces son acopladas directamente a los generadores.
—Comprendo —dijo Dirk—. Ponen en tensión el muelle y…, ¡allá va!
—Ésta es la idea —respondió Collins—. Cuando «Alfa» está lanzada, «Beta» no está sobrecargada ya, y puede ser devuelta al suelo a una velocidad razonable; menos de doscientas cincuenta millas por hora; lo cual es fácil para quien tiene el capricho de volar con planeadores de doscientas toneladas.